12/6/14

Jorge Luis Borges: 991 A.D.






Casi todos creyeron que la batalla, esa cosa viva y cambiante, los había arrojado contra el pinar. Eran diez o doce en la tarde. Hombres del arado y del remo, de los tercos trabajos de la tierra y de su fatiga prevista, eran ahora soldados. Ni el sufrimiento de los otros ni el de su propia carne les importaba. Wulfred, atravesado el hombro por un dardo, murió a unos pasos del pinar. Nadie se apiadó del amigo, ninguno volvió la cabeza. Ya en la apretada sombra de las hojas, todos se dejaron caer, pero sin desprenderse de los escudos ni de los arcos. Aidan, sentado, habló con lenta gravedad como si pensara en voz alta.

—Byrhtnoth, que fue nuestro señor, ha dado el espíritu. Soy ahora el más viejo y quizá el más fuerte. No sé cuántos inviernos puedo contar, pero su tiempo me parece menor que el que me separa de esta mañana. Werferth dormía cuando el tañer de la campana me despertó. Tengo el sueño liviano de los viejos. Desde la puerta divisé las velas rayadas de los navegantes (los vikings), que ya habían echado anclas. Aperamos los caballos de la granja y seguimos a Byrhtnoth. A la vista del enemigo fueron repartidas las armas y las manos de muchos aprendieron el gobierno de los escudos y de los hierros. Desde la otra margen del río, un mensajero de los vikings pidió un tributo de ajorcas de oro y nuestro señor contestó que lo pagaría con antiguas espadas. La creciente del río se interponía entre los dos ejércitos. Temíamos la guerra y la anhelábamos, porque era inevitable. A mi derecha estaba Werferth y casi lo alcanzó una flecha noruega.

Tímidamente, Werferth lo interrumpió:

—Tú la quebraste, padre, con el escudo.

Aidan siguió:

—Tres de los nuestros defendieron el puente. Los navegantes propusieron que los dejáramos cruzar por el vado. Byrhtnoth les dio su venia. Obró así, creo, porque estaba ganoso de la batalla y para amedrentar a los paganos con la fe que había puesto en nuestro coraje. Los enemigos atravesaron el río, en alto los escudos, y pisaron el pasto de la barranca. Después vino el encuentro de hombres.

La gente lo seguía con atención. Iban recordando los hechos que Aidan enumeraba y que les parecía comprender sólo ahora, cuando una voz los acuñaba en palabras. Desde el amanecer, habían combatido por Inglaterra y por su dilatado imperio futuro y no lo sabían.

Werferth, que conocía bien a su padre, sospechó que algo se ocultaba bajo aquel pausado discurso. Aidan continuó:

—Unos pocos huyeron y serán la befa del pueblo. De cuantos quedamos aquí no hay uno solo que no haya matado a un noruego. Cuando Byrhtnoth murió yo estaba a su lado. No rogó a Dios que sus pecados le fueran perdonados; sabía que todos los hombres son pecadores. Le agradeció los días de ventura que Este le había deparado en la tierra y, sobre los otros, el último: el de nuestra batalla. A nosotros nos toca merecer haber sido testigos de su muerte y de las otras muertes y hazañas de esta grande jornada. Sé la mejor manera de hacerlo. Iremos por el atajo y arribaremos a la aldea antes que los vikings. Desde ambos lados del camino, emboscados, los recibiremos con flechas. La larga guerra nos había rendido; os conduje aquí para descansar. 

Se había puesto de pie y era firme y alto, como cuadra a un sajón.

—¿Y después Aidan? —dijo uno del grupo, el más joven.

—Después nos matarán. No podemos sobrevivir a nuestro señor. Él nos ordenó esta mañana; ahora las órdenes son mías. No sufriré que haya un cobarde. He hablado.

Los hombres fueron levantándose. Alguno se quejó.

—Somos diez, Aidan —contó el muchacho.

Aidan prosiguió con su voz de siempre:

—Seremos nueve. Werferth, mi hijo, ahora estoy hablando contigo. Lo que te ordenaré no es fácil. Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta.

Werferth se arrodilló. Era la primera vez que su padre le hablaba de sus versos. Dijo con voz cortada:

—Padre ¿dejarás que a tu hijo lo tachen de cobarde como a los miserables que huyeron?

Aidan le replicó:

—Ya has dado prueba de no ser un cobarde. Nosotros cumpliremos con Byrhtnoth dándole nuestra vida; tú cumplirás con él guardando su memoria en el tiempo.

Se volvió a los otros y dijo:

—Ahora, a cruzar el bosque. Disparada la última flecha, arrojaremos los escudos a la batalla y saldremos con las espadas. Werferth los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso.


En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges en Palermo, Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna - Magnum Photos  

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