30/8/14

Jorge Luis Borges: La Supersticiosa Etica del Lector






La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejar se distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián —tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de Alfarache— no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: "El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ése fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cascara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor" (El imperio jesuítico, pág. 59). También nuestro Groussac: "Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra es de forma por de más floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura general mente desmayada de esa prosa de sobremesa" (Crítica literaria, pág. 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su con versación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.) La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página "perfecta" es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar No iré a tomar el té con ustedes, y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paúl Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Varíete, 84).
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura puramente ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.

1930


En Discusión
Foto: data inhallable

29/8/14

Jorge Luis Borges: Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922






Silenciosas batallas del ocaso
en arrabales últimos,
siempre antiguas derrotas de una guerra en el cielo
albas ruinosas que nos llegan
desde el fondo desierto del espacio
como desde el fondo del tiempo,
negros jardines de la lluvia, una esfinge en un libro
que yo tenía miedo de abrir
y cuya imagen vuelve en los sueños,
la corrupción y el eco que seremos,
la luna sobre el mármol,
árboles que se elevan y perduran
como divinidades tranquilas,
la mutua noche y la esperada tarde,
Walt Whitman, cuyo nombre es el universo,
la espada valerosa de un rey
en el silencioso lecho de un río,
los sajones, los árabes y los godos
que, sin saberlo, me engendraron,
¿soy yo esas cosas y las otras
o son llaves secretas y arduas álgebras
de lo que no sabremos nunca?


En Fervor de Buenos Aires (1923)

28/8/14

Jorge Luis Borges: El Principio







Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a una verdad.
Libres del mito y de la metáfora, piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaria y la magia.


En Atlas (1984)
Foto (probablemente) de María Kodama, Creta, 1984


26/8/14

Jorge Luis Borges: Al Hijo






No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
Son los que un largo dédalo de amores
Trazaron desde Adán y los desiertos
De Caín y de Abel, en una aurora
Tan antigua que ya es mitología,
Y llegan, sangre y médula, a este día
Del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
Y, entre nosotros, tú y los venideros
Hijos que has de engendrar. Los postrimeros
Y los del rojo Adán. Soy esos otros,
También. La eternidad está en las cosas
Del tiempo, que son formas presurosas.


En El Otro, el Mismo  (1969)
Foto: Telam

25/8/14

Jorge Luis Borges: La Cábala





Señoras, Señores:
Las diversas y a veces contradictorias doctrinas que llevan el nombre de la cábala proceden de un concepto del todo ajeno a nuestra mente occidental, el de un libro sagrado. Se dirá que tenemos un concepto análogo: el de un libro clásico. Creo que me será fácil demostrar, con ayuda de Oswald Spengler y su libro Der Untergang des Abenlandes, La decadencia de Occidente, que ambos conceptos son distintos.
Tomemos la palabra clásico. ¿Qué significa etimológicamente? Clásico tiene su etimología en classis: «fragata», «escuadra». Un libro clásico es un libro ordenado, como todo tiene que estarlo a bordo; shipshape, como se dice en inglés. Además de ese sentido relativamente modesto, un libro clásico es un libro eminente en su género. Así decimos que el Quijote, que la Comedia, que Fausto son libros clásicos.
Aunque el culto de esos libros ha sido llevado a un extremo acaso excesivo, el concepto es distinto. Los griegos consideraban obras clásicas a la Ilíada y a la Odisea; Alejandro, según informa Plutarco, tenía siempre, debajo de su almohada, la Ilíada y su espada, los dos símbolos de su destino de guerrero. Sin embargo, a ningún griego se le ocurrió que la Ilíada fuese perfecta palabra por palabra. En Alejandría, los bibliotecarios se congregaron para estudiar la Ilíada y en el curso de ese estudio inventaron los tan necesarios (y a veces, ahora, desgraciadamente olvidados) signos de puntuación. La Ilíada era un libro eminente; se lo consideraba el ápice de la poesía, pero no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fueran inevitablemente admirables. Ello corresponde a otro concepto.
Dijo Horacio: «A veces, el buen Homero se queda dormido». Nadie diría que, a veces, el buen Espíritu Santo se queda dormido.
A pesar de la musa (el concepto de la musa es bastante vago) algún traductor inglés ha creído que cuando Homero dice: «Un hombre iracundo, tal es mi tema», «An angry man, this is my subject», no se veía al libro como admirable letra por letra: se lo veía como cambiable y se lo estudiaba históricamente; se estudiaban y se estudian esas obras de un modo histórico; se las sitúa dentro de un contexto. El concepto de un libro sagrado es del todo distinto.
Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina. En la Antigüedad se pensaba que un libro es un sucedáneo de la palabra oral: sólo se lo veía así. Recordemos el pasaje de Platón donde dice que los libros son como las estatuas; parecen seres vivos pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar. Para obviar esa dificultad inventó el diálogo platónico, que explora todas las posibilidades de un tema.
Tenemos también la carta, muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Éste acaba de publicar su Metafísica, es decir, de mandar hacer varias copias. Alejandro lo censura, diciéndole que ahora todos podrían saber lo que antes sabían los elegidos. Aristóteles le responde defendiéndose, sin duda con sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». No se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema, se lo tenía como una suerte de guía para acompañar a una enseñanza oral.
Heráclito y Platón censuraron, por distintas razones, la obra de Homero. Esos libros eran venerados pero no se los consideraba sagrados. El concepto es específicamente oriental.
Pitágoras no dejó una línea escrita. Se conjetura que no quería atarse a un texto. Quería que su pensamiento siguiera viviendo y ramificándose, en la mente de sus discípulos, después de su muerte. De ahí proviene el magister dixit, que siempre se emplea mal. Magister dixit no quiere decir «el maestro lo ha dicho», y queda cerrada la discusión. Un pitagórico proclamaba una doctrina que quizá no estaba en la tradición de Pitágoras, por ejemplo la doctrina del tiempo cíclico. Si lo atajaban «eso no está en la tradición», respondía magister dixit, lo que le permitía innovar. Pitágoras había pensado que los libros atan, o, para decirlo en palabras de la Escritura, que la letra mata y el espíritu vivifica.
Señala Spengler en el capítulo de Der Untergang des Abenlandes consagrado a la cultura mágica que el prototipo de libro mágico es el Corán. Para los ulemas, para los doctores de la ley musulmanes, el Corán no es un libro como los demás. Es un libro (esto es increíble pero es así) anterior a la lengua árabe; no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente pues es anterior a los árabes, anterior a la lengua en que está y anterior al universo. Ni siquiera se admite que el Corán sea obra de Dios; es algo más íntimo y misterioso. Para los musulmanes ortodoxos el Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y que veneran los ángeles.
Tal la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico. En un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras sino las letras con que fueron escritas. Ese concepto lo aplicaron los cabalistas al estudio de la Escritura. Sospecho que el modus operandi de los cabalistas fue debido al deseo de incorporar pensamientos gnósticos a la mística judía, para justificarse con la Escritura, para ser ortodoxos. En todo caso, podemos ver muy ligeramente (yo casi no tengo derecho a hablar de esto) cuál es o cuál fue el modus operandi de los cabalistas, que empezaron aplicando su extraña ciencia en el sur de Francia, en el norte de España —en Cataluña—, y luego en Italia, en Alemania y un poco en todas partes. También llegaron a Israel, aunque no procedieron de allí; procedían, más bien, de pensadores gnósticos y cátaros.
La idea es ésta: el Pentateuco, la Torah, es un libro sagrado. Una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo: el Espíritu Santo condescendió a la literatura y escribió un libro. En ese libro, nada puede ser casual. En toda escritura humana hay algo casual.
Es conocida la veneración supersticiosa con que se rodea alQuijote, a Macbeth o a la Chanson de Roland, como a tantos otros libros, generalmente uno en cada país, salvo en Francia, cuya literatura es tan rica que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas; pero no entraré en ello.
Pues bien; si a un cervantista se le ocurriera decir: el Quijote empieza con dos palabras monosilábicas terminadas en n(en yun), y sigue con una de cinco letras (lugar), con dos de dos letras (de la), con una de cinco o de seis (Mancha), y luego se le ocurriera derivar conclusiones de eso, inmediatamente se pensaría que está loco. La Biblia ha sido estudiada de ese modo.
Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet, inicial de Breshit. ¿Por qué dice «en el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural? ¿Por qué empieza con la bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b —la inicial de bendición— en español, y el texto no podía empezar con una letra que correspondiera a una maldición; tenía que empezar con una bendición. Bet: inicial hebrea de brajá, que significa bendición.
Hay otra circunstancia, muy curiosa, que tiene que haber influido en la cábala: Dios, cuyas palabras fueron el instrumento de su obra (según dice el gran escritor Saavedra Fajardo), crea el mundo mediante palabras; Dios dice que la luz sea y la luz fue. De ahí se llegó a la conclusión de que el mundo fue creado por la palabra luz o por la entonación con que Dios dijo la palabraluz. Si hubiera dicho otra palabra y con otra entonación, el resultado no habría sido la luz, habría sido otro.
Llegamos a algo tan increíble como lo dicho hasta ahora. A algo que tiene que chocar a nuestra mente occidental (que choca a la mía), pero que es mi deber referir. Cuando pensamos en las palabras, pensamos históricamente que las palabras fueron en un principio sonido y que luego llegaron a ser letras. En cambio, en la cábala (que quiere decir recepción, tradición) se supone que las letras son anteriores; que las letras fueron los instrumentos de Dios, no las palabras significadas por las letras. Es como si se pensara que la escritura, contra toda experiencia, fue anterior a la dicción de las palabras. En tal caso, nada es casual en la Escritura: todo tiene que ser determinado. Por ejemplo, el número de las letras de cada versículo.
Luego se inventan equivalencias entre las letras. Se trata a la Escritura como si fuera una escritura cifrada, criptográfica, y se inventan diversas leyes para leerla. Se puede tomar cada letra de la Escritura y ver que esa letra es inicial de otra palabra y leer esa otra palabra significada. Así, para cada una de las letras del texto.
También pueden formarse dos alfabetos: uno, digamos, de la a a la l y otro de la m a la z, o lo que fueran en letras hebreas; se considera que las letras de arriba equivalen a las de abajo. Luego se puede leer el texto (para usar la palabra griega) boustróphedon: es decir, de derecha a izquierda, luego de izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda. También cabe atribuir a las letras un valor numérico. Todo esto forma una criptografía, puede ser descifrado y los resultados son atendibles, ya que tienen que haber sido previstos por la inteligencia de Dios, que es infinita. Se llega así, mediante esa criptografía, mediante ese trabajo que recuerda el del Escarabajo de oro de Poe, a la Doctrina.
Sospecho que la doctrina fue anterior al modus operandi. Sospecho que ocurre con la cábala lo que ocurre con la filosofía de Spinoza: el orden geométrico fue posterior. Sospecho que los cabalistas fueron influidos por los gnósticos y que, para que todo entroncara con la tradición hebrea, buscaron ese extraño modo de descifrar letras.
El curioso modus operandi de los cabalistas está basado en una premisa lógica: la idea de que la Escritura es un texto absoluto, y en un texto absoluto nada puede ser obra del azar.
No hay textos absolutos; en todo caso los textos humanos no lo son. En la prosa se atiende más al sentido de las palabras; en el verso, al sonido. En un texto redactado por una inteligencia infinita, en un texto redactado por el Espíritu Santo, ¿cómo suponer un desfallecimiento, una grieta? Todo tiene que ser fatal. De esa fatalidad los cabalistas dedujeron su sistema.
Si la Sagrada Escritura no es una escritura infinita, ¿en qué se diferencia de tantas escrituras humanas, en qué difiere el Libro de los Reyes de un libro de historia, en qué el Cantar de los Cantares de un poema? Hay que suponer que todos tienen infinitos sentidos. Escoto Erígena dijo que la Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real.
Otra idea es que hay cuatro sentidos en la Escritura. El sistema podría enunciarse así: en el principio hay un Ser análogo al Dios de Spinoza, salvo que el Dios de Spinoza es infinitamente rico; en cambio, el En soph vendría a ser para nosotros infinitamente pobre. Se trata de un Ser primordial y de ese Ser no podemos decir que existe, pues si decimos que existe entonces también existen las estrellas, los hombres existen, las hormigas. ¿Cómo pueden participar de esa misma categoría? No, ese Ser primordial no existe. Tampoco podemos decir que piensa, porque pensar es un proceso lógico, se pasa de una premisa a una conclusión. Tampoco podemos decir que quiere, porque querer una cosa es sentir que nos falta. Tampoco, que obra. El En soph no obra, porque obrar es proponerse un fin y ejecutarlo. Además, si el En soph es infinito (diversos cabalistas lo comparan con el mar, que es un símbolo del infinito), ¿cómo puede querer otra cosa? Y ¿qué otra cosa podría crear sino otro Ser infinito que se confundiría con él? Ya que desdichadamente es necesaria la creación del mundo, tenemos diez emanaciones, las Sephiroth que surgen de Él, pero que no son posteriores a Él.
La idea del Ser eterno que siempre ha tenido esas diez emanaciones es de difícil comprensión. Esas diez emanaciones emanan una de otra. El texto nos dice que corresponden a los dedos de la mano. La primera emanación se llama la Corona y es comparable a un rayo de luz que surge del En soph, un rayo de luz que no lo disminuye, un ser ilimitado al que no se puede disminuir. De la Corona surge otra emanación, de ésa, otra, de ésa, otra, y así hasta completar diez. Cada emanación es tripartita. Una de las tres partes es aquella por la cual se comunica con el Ser Superior; otra, la central, es la esencial; otra, la que le sirve para comunicarse con la emanación inferior.
Las diez emanaciones forman un hombre que se llama el Adam Kadmon, el Hombre Arquetipo. Ese hombre está en el cielo y nosotros somos su reflejo. Ese hombre, de esas diez emanaciones, emana un mundo, emana otro, hasta cuatro. El tercero es nuestro mundo material y el cuarto es el mundo infernal. Todos están incluidos en el Adam Kadmon, que comprende al hombre y su microcosmo: todas las cosas.
No se trata de una pieza de museo de la historia de la filosofía; creo que este sistema tiene una aplicación: puede servirnos para pensar, para tratar de comprender el universo. Los gnósticos fueron anteriores a los cabalistas en muchos siglos; tienen un sistema parecido, que postula un Dios indeterminado. De ese Dios que se llama Pieroma (la Plenitud), emana otro Dios (estoy siguiendo la versión perversa de Ireneo), y de ese Dios emana otra emanación, y de esa emanación otra, y de ésa, otra, y cada una de ellas constituye un cielo (hay una torre de emanaciones). Llegamos al número trescientos sesenta y cinco, porque la astrología anda entreverada. Cuando llegamos a la última emanación, aquella en que la parte de Divinidad tiende a cero, nos encontramos con el Dios que se llama Jehová y que crea este mundo.
¿Por qué crea este mundo tan lleno de errores, tan lleno de horror, tan lleno de pecados, tan lleno de dolor físico, tan lleno de sentimiento de culpa, tan lleno de crímenes? Porque la Divinidad ha ido disminuyéndose y al llegar a Jehová crea este mundo falible.
Tenemos el mismo mecanismo en las diez Sephiroth y en los cuatro mundos que va creando. Esas diez emanaciones, a medida que se alejan del En soph, de lo ilimitado, de lo oculto, de los ocultos —como lo llaman en su lenguaje figurado los cabalistas—, van perdiendo fuerza, hasta llegar a la que crea este mundo, este mundo en el que estamos nosotros, tan llenos de errores, tan expuestos a la desdicha, tan momentáneos en la dicha. No es una idea absurda; estamos enfrentados con un problema eterno que es el problema del mal, tratado espléndidamente en el Libro de Job que, según Froude, es la obra mayor de todas las literaturas.
Ustedes recordarán la historia de Job. El hombre justo perseguido, el hombre que quiere justificarse ante Dios, el hombre condenado por sus amigos, el hombre que cree haberse justificado y al final Dios le habla desde el torbellino. Le dice que Él está más allá de las medidas humanas. Toma dos curiosos ejemplos, el elefante y la ballena, y dice que Él los ha creado. Debemos sentir, observa Max Brod, que el elefante, Behemot («los animales») es tan grande que tiene nombre en plural, y luego Leviatán puede ser dos monstruos, la ballena o el cocodrilo. Dice que Él es tan incomprensible como esos monstruos y no puede ser medido por los hombres.
A lo mismo llega Spinoza, cuando dice que dar atributos humanos a Dios es como si un triángulo dijera que Dios es eminentemente triangular. Decir que Dios es justo, misericordioso, es tan antropomórfico como afirmar que Dios tiene cara, ojos o manos.
Tenemos, pues, una Divinidad superior y tenemos otras emanaciones inferiores. Emanaciones parece la palabra más inofensiva para que Dios no tenga la culpa; para que la culpa sea, como dijo Schopenhauer, no del rey sino de sus ministros, y para que esas emanaciones produzcan este mundo.
Se han intentado algunas defensas del mal. Para empezar, la defensa clásica, de los teólogos, que declara que el mal es negativo y que decir «el mal» es decir simplemente ausencia del bien; lo cual, para todo hombre sensible, es evidentemente falso. Un dolor físico cualquiera es tan vivido o más vivido que cualquier placer. La desdicha no es la ausencia de dicha, es algo positivo; cuando somos desdichados lo sentimos como una desdicha.
Hay un argumento, muy elegante pero muy falso, de Leibniz, para defender la existencia del mal. Imaginemos dos bibliotecas. La primera está hecha de mil ejemplares de la Eneida, que se supone un libro perfecto y que acaso lo es. La otra contiene mil libros de valor heterogéneo y uno de ellos es la Eneida. ¿Cuál de las dos es superior? Evidentemente, la segunda. Leibniz llega a la conclusión de que el mal es necesario para la variedad del mundo.
Otro ejemplo que suele tomarse es el de un cuadro, un cuadro hermoso, digamos de Rembrandt. En la tela hay lugares oscuros que pueden corresponder al mal. Leibniz parece olvidar, cuando toma el ejemplo de las telas o el de los libros, que una cosa es que haya malos libros en una biblioteca y otra es ser esos libros. Si nosotros somos alguno de esos libros estamos condenados al infierno.
No todos tienen el éxtasis —y no sé si siempre lo tuvo— de Kierkegaard, quien dijo que si había una sola alma en el infierno, necesaria para la variedad del mundo, y esa alma fuera la suya, cantaría desde el fondo del infierno la alabanza del Todopoderoso.
No sé si es fácil sentirse así; no sé si después de algunos minutos de infierno Kierkegaard hubiera seguido pensando igual. Pero la idea, como ustedes ven, se refiere a un problema esencial, el de la existencia del mal, que los gnósticos y los cabalistas resuelven del mismo modo.
Lo resuelven diciendo que el universo es obra de una Divinidad deficiente, cuya fracción de divinidad tiende a cero. Es decir, de un Dios que no es el Dios. De un Dios que desciende lejanamente de Dios. No sé si nuestra mente puede trabajar con palabras tan vastas y vagas como Dios, como Divinidad, o con la doctrina de Basílides de las trescientas sesenta y cinco emanaciones de los gnósticos. Sin embargo, podemos aceptar la idea de una divinidad deficiente, de una divinidad que tiene que amasar este mundo con material adverso. Llegaríamos así a Bernard Shaw, quien dijo «God is in the making», «Dios está haciéndose». Dios es algo que no pertenece al pasado, que quizá no pertenezca al presente: es la Eternidad. Dios es algo que puede ser futuro: si nosotros somos magnánimos, incluso si somos inteligentes, si somos lúcidos, estaremos ayudando a construir a Dios.
En El fuego imperecedero de Wells el argumento sigue el del Libro de Job y su héroe se le parece. El personaje, cuando está bajo la anestesia, sueña que entra en un laboratorio. La instalación es pobre y allí trabaja un hombre viejo. El hombre viejo es Dios; se muestra bastante irritado. «Estoy haciendo lo que puedo, le dice, pero realmente tengo que luchar con un material muy difícil». El mal sería el material intratable por Dios y el bien sería la bondad. Pero el bien, a la larga, estaría destinado a triunfar y está triunfando. No sé si creemos en el progreso; yo creo que sí, al menos en la forma de la espiral de Goethe: vamos y volvemos, pero en suma estamos mejorando. ¿Cómo podemos hablar así en esta época de tantas crueldades? Sin embargo, ahora se toman prisioneros y se los envía a la cárcel, posiblemente a campos de concentración; pero se toman enemigos. En tiempos de Alejandro de Macedonia lo natural parecía que un ejército victorioso matara a todos los vencidos y que una ciudad vencida fuese arrasada. Quizá intelectualmente estemos mejorando también. Una prueba de ello sería este hecho tan humilde de que nos interese lo que pensaron los cabalistas. Tenemos una inteligencia abierta y estamos listos a estudiar no sólo la inteligencia de otros sino la estupidez de otros, las supersticiones de otros. La cábala no sólo no es una pieza de museo, sino una suerte de metáfora del pensamiento.
Querría hablar ahora de uno de los mitos, de una de las leyendas más curiosas de la cábala. La del golem, que inspiró la famosa novela de Meyrink que me inspiró un poema. Dios toma un terrón de tierra (Adán quiere decir tierra roja), le insufla vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer golem. Ha sido creado por la palabra divina, por un soplo de vida; y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que están barajadas las letras, así, si alguien poseyere el nombre de Dios o si alguien llegara al Tetragrámaton —el nombre de cuatro letras de Dios— y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y podría crear un golem también, un hombre.
Las leyendas del golem han sido hermosamente aprovechadas por Gershom Scholem en su libro El simbolismo de la cábala, que acabo de leer. Creo que es el libro más claro sobre el tema, porque he comprobado que es casi inútil buscar las fuentes originales. He leído la hermosa y creo que justa traducción (yo no sé hebreo, desde luego) del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. He leído una versión del Zohar o Libro del esplendor. Pero esos libros no fueron escritos para enseñar la cábala, sino para insinuarla; para que un estudiante de la cábala pueda leerlos y sentirse fortalecido por ellos. No dicen toda la verdad: como los tratados publicados y no publicados de Aristóteles.
Volvamos al golem. Se supone que si un rabino aprende o llega a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha de arcilla, ésta se anima y se llama golem. En una de las versiones de la leyenda, se inscribe en la frente del golem la palabra EMET, que significa verdad. El golem crece. Hay un momento en que es tan alto que su dueño no puede alcanzarlo. Le pide que le ate los zapatos. El golem se inclina y el rabino sopla y logra borrarle el aleph o primera letra de EMET. Queda MET, muerte. El golem se transforma en polvo.
En otra leyenda un rabino o unos rabinos, unos magos, crean un golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de hacerlo pero que está más allá de esas vanidades. El rabino le habla y el golem no le contesta porque le están negadas las facultades de hablar y concebir. El rabino sentencia: «Eres un artificio de los magos; vuelve a tu polvo». El golem cae deshecho.
Por último, otra leyenda narrada por Scholem. Muchos discípulos (un solo hombre no puede estudiar y comprender el Libro de la Creación) logran crear un golem. Nace con un puñal en las manos y les pide a sus creadores que lo maten «porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo». Para Israel, como para el protestantismo, la idolatría es uno de los máximos pecados. Matan al golem.
He referido algunas leyendas pero quiero volver a lo primero, a esa doctrina que me parece atendible. En cada uno de nosotros hay una partícula de divinidad. Este mundo, evidentemente, no puede ser la obra de un Dios todopoderoso y justo, pero depende de nosotros. Tal es la enseñanza que nos deja la cábala, más allá de ser una curiosidad que estudian historiadores o gramáticos. Como el gran poema de Hugo «Ce que dit la bouche d’ombre», la cábala enseñó la doctrina que los griegos llamaron apokatástasis, según la cual todas las criaturas, incluso Caín y el Demonio volverán, al cabo de largas transmigraciones, a confundirse con la divinidad de la que alguna vez emergieron.


En Siete noches (1980)
Foto: Borges en Sicilia, Palermo, 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


24/8/14

Jorge Luis Borges: A un poeta menor de 1899







Dejar un verso para la hora triste
que en el confín del día nos acecha,
ligar tu nombre a su doliente fecha
de oro y de vaga sombra. Eso quisiste.
¡Con qué pasión, al declinar el día,
trabajarías el extraño verso
que, hasta la dispersión del universo,
la hora de extraño azul confirmaría!
No sé si lo lograste ni siquiera,
vago hermano mayor, si has existido,
pero estoy solo y quiero que el olvido
restituya a los días tu ligera
sombra para este ya cansado alarde
de unas palabras en que esté la tarde.



En El Otro, el Mismo (1969)
Hoy 115 años de su nacimiento
Foto: Buenos Aires, 1975-76, por Willis Barnstone

23/8/14

Jorge Luis Borges: La Inmortalidad





En Las variedades de la experiencia religiosa, William James dedica sólo una página al problema de la inmortalidad personal. Declara que para él es un problema menor.
Ciertamente, éste no es un problema básico de la filosofía, como lo es el tiempo, el conocimiento, el mundo externo. James aclara que el problema de la inmortalidad personal se confunde con el problema religioso. Para casi todo el mundo, para el común de la gente —dice James—, Dios es el productor de la inmortalidad, entendida personalmente.
Sin darse cuenta de la broma, lo repite textualmente don Miguel de Unamuno en el «Sentimiento trágico de la vida: Dios es el productor de inmortalidad», pero él repite muchas veces que quiere seguir siendo don Miguel de Unamuno. Aquí ya no entiendo a Miguel de Unamuno; yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma.
Yo no sé si es ambiciosa o modesta, o del todo justificada, mi pretensión de hablar de la inmortalidad personal, del alma que conserva una memoria de lo que fue en la tierra y que ya en el otro mundo se acuerda de la última. Recuerdo que mi hermana Norah estuvo los otros días en casa y dijo: Voy a pintar un cuadro titulado «Nostalgias de la tierra», teniendo como contenido lo que un bienaventurado siente en el cielo pensando en la tierra. Voy a realizarlo con elementos del Buenos Aires de cuando yo era chica. Yo tengo un poema, que mi hermana no conoce, con tema análogo. Pienso en Jesús, que se acuerda de la lluvia en Galilea, del aroma de la carpintería y de algo que nunca, vio en el cielo y de lo cual siente nostalgia: la bóveda estrellada.
Ese tema de la nostalgia de la tierra en el cielo está presente en un poema de Dante Gabriel Rossetti. Se trata de una muchacha que está en el cielo y se siente desdichada porque su amante no está con ella; tiene la esperanza de que él llegará, pero él nunca llegará porque ha pecado y ella continuará esperándolo siempre.
William James dice que para él se trata de un problema menor; que los grandes problemas de filosofía son los del tiempo, la realidad del mundo externo, el conocimiento. La inmortalidad ocupa un lugar menor, un lugar que corresponde menos a la filosofía que a la poesía y, desde luego, a la teología o a ciertas teologías, no a todas.
Existe otra solución, la de la transmigración de las almas, ciertamente poética y más interesante que la otra, la de seguir siendo quienes somos y recordando lo que fuimos; lo cual es un tema pobre, digo yo.
Recuerdo diez o doce imágenes de mi infancia y trato de olvidarlas. Cuando pienso en mi adolescencia no me resigno a la que tuve; hubiera preferido ser otro. Al mismo tiempo, todo eso puede ser trasmutado por el arte, ser tema de poesía.
El texto más patético de toda la filosofía —sin proponérselo— es el Fedón platónico. Ese diálogo se refiere a la última tarde de Sócrates, cuando sus amigos saben que ha llegado la nave de Delos y Sócrates beberá la cicuta ese día. Sócrates los recibe en la cárcel, sabiendo que va a ser ejecutado. Los recibe a todos menos a uno. Aquí encontramos la frase más conmovedora que Platón escribió en su vida, señalada por Max Brod. Ese pasaje dice así: Platón, creo, estaba enfermo. Hace notar Brod que es la única vez que Platón se nombra en todos sus vastos diálogos. Si Platón escribe el diálogo, sin duda estuvo presente —o no estuvo, da lo mismo— y se nombra en tercera persona; en suma, se nos muestra algo inseguro de haber asistido a aquel gran momento.
Se ha conjeturado que Platón colocó esa frase para estar más libre, como si quisiera decirnos: Yo no sé qué dijo Sócrates en la última tarde de su vida, pero me hubiera gustado que hubiera dicho estas cosas. O: Yo puedo imaginármelo diciendo estas cosas.
Creo que Platón sintió la insuperable belleza literaria de decir: Platón, creo, estaba enfermo.
Luego viene un ruego admirable, quizá lo más admirable del diálogo. Los amigos entran, Sócrates está sentado en la cama y ya le han sacado los grillos; refregándose las rodillas y sintiendo el placer de no sentir el peso de las cadenas, dice: Qué raro. Las cadenas me pesaban, era una forma de dolor. Ahora siento alivio porque me las han sacudo. El placer y el dolor van juntos, son dos gemelos.
Qué admirable es el hecho de que en ese momento, en el último día de su vida, no diga que está por morir, sino que reflexione que el placer y el dolor son inseparables. Ese es uno de los ruegos más conmovedores que se encuentran en la obra de Platón. Nos muestra a un hombre valiente, a un hombre que está por morir y no habla de su muerte inmediata.
Después se dice que tiene que tomar el veneno ese día y luego viene la discusión viciada para nosotros por el hecho de que se habla de dos seres: de dos sustancias, del alma y del cuerpo. Sócrates dice que la sustancia psíquica (el alma) puede vivir mejor sin el cuerpo; que el cuerpo es un estorbo. Recuerda aquella doctrina —común en la antigüedad— de que estamos encarcelados en nuestro cuerpo.
Aquí querría recordar una línea del gran poeta inglés Brooke, que dice —con una admirable poesía, pero mala filosofía, quizá—: Y, ahí, después de muertos, tocaremos, ya que no tenemos manos; y veremos, no ya cegados por nuestros ojos. Eso es una buena poesía, pero no sé hasta dónde es buena filosofía. Gustav Spiller, en su admirable tratado de psicología, dice que si pensamos en otras desventuras del cuerpo, una mutilación, un golpe en la cabeza, no procuran ningún beneficio al alma. No hay por qué suponer que un cataclismo del cuerpo sea benéfico para el alma. Sin embargo, Sócrates, que cree en esas dos realidades, el alma y el cuerpo, arguye que el alma que está desembarazada del cuerpo podrá dedicarse a pensar.
Esto nos recuerda aquel mito de Demócrito. Se dice que se arrancó los ojos en un jardín para pensar, para que el mundo externo no lo distrajera. Desde luego es falso, pero muy lindo. He ahí una persona que ve el mundo visual —ese mundo de los siete colores que yo he perdido— como un estorbo para el pensamiento puro y se arranca los ojos para seguir pensando tranquilamente.
Para nosotros, ahora, esos conceptos del alma y del cuerpo son sospechosos. Podremos recordar brevemente la historia de la filosofía. Locke dijo que lo único existente son percepciones y sensaciones, y recuerdos y percepciones sobre esas sensaciones; que la materia existe y los cinco sentidos nos dan noticias de la materia. Y luego, Berkeley sostiene que la materia es una serie de percepciones y esas percepciones son inconcebibles sin una conciencia que las perciba. ¿Qué es el rojo? El rojo depende de nuestros ojos, nuestros ojos son un sistema de percepciones también. Después llega Hume, quien refuta ambas hipótesis, destruye el alma y el cuerpo. ¿Qué es el alma, sino algo que percibe, y qué es la materia, sino algo percibido? Si en el mundo se suprimieran los sustantivos, quedaría reducido a los verbos. Como dice Hume, no deberíamos decir «yo pienso», porque yo es un sujeto; se debería decir «se piensa», de igual forma que decimos«llueve». En ambos verbos tenemos una acción sin sujeto. Cuando Descartes dijo «Pienso, luego soy», tendría que haber dicho: «Algo piensa», o «se piensa», porque yo supone una entidad y no tenemos derecho a suponerla. Habría que decir:«Se piensa, luego algo existe».
En cuanto a la inmortalidad personal veamos qué argumentos hay a favor de ella. Cita­remos dos. Fechner dice que nuestra conciencia, el hombre, está provisto, de una serie de anhelos, apetencias, esperanzas, temores, que no corresponden a la duración de su vida. Cuando Dante dice: «n’el mezzo del cammin de nostra vita», nos recuerda que las escrituras nos aconsejaban setenta años de vida. Así, cuando había cumplido los treinta y cinco años, tuvo esa visión. Nosotros, en el curso de nuestros setenta años de vida (desgraciadamente, yo ya he sobrepasado ese limite; ya tengo setenta y ocho) sentimos cosas que no tienen sentido en esta vida. Fechner piensa en el embrión, en el cuerpo antes de salir del vientre de la madre. En ese cuerpo hay piernas que no sirven para nada, brazos, manos, nada de eso tiene sentido; eso sólo puede tener sentido en una vida ulterior. Debemos pensar que lo mismo, ocurre con nosotros, que estamos llenos de esperanzas, de temores, de conjeturas, y no precisamos nada de eso para una vida puramente mortal. Precisamos lo que los animales tienen, y ellos pueden prescindir de todo eso, que puede ser usado después en otra vida más plena. Es un argumento en favor de la inmortalidad.
Citaremos al sumo maestro Santo Tomás de Aquino, quien nos deja esta sentencia: «Intellecttus naturaliter desiderat esse semper» (La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre). A lo cual podríamos responder que desea otras cosas también, desea muchas veces cesar. Tenemos los casos de los suicidas, o nuestro caso cotidiano de personas que necesitamos dormir, lo cual también es una forma de muerte. Podemos citar textos poéticos basados en la idea de la muerte como sensación. Por ejemplo, esta copla popular española:
Ven, muerte tan escondida
que no te sienta venir
porque él placer de morir
no me torne a dar la vida;
O este anónimo sevillano:
Si la confianza vista tú perfeta
alguna cosa
¡oh muerte! Ven callada como sueles venir en la saeta
no en la tonante máquina preñada de fulgor
que no es mi casa
de desdoblados metales fabricada.
Luego hay una estrofa del poeta francés Leconte de Lisle:Libérenlo del tiempo, del número y dél espacio y devuélvanle él reposo que le habían quitado.
Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar, además del temor y su reverso: la esperanza. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y le temo; para mí sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso.
Hay una suerte de componenda que encuentro en Tácito y que fue retomada por Goethe. Tácito, en su «Vida de Agripa»,dice: «No con el cuerpo mueren las grandes almas». Tácito creía que la inmortalidad personal era un don reservado a algunos: que no pertenecía al vulgo, pero que ciertas almas merecían ser inmortales; que después del Leteo del que habla Sócrates, merecían recordar quiénes habían sido. Este pensamiento lo retoma Goethe y escribe, cuando murió su amigo Wieland: «Es horrible suponer que Wieland haya muerto inexorablemente». El no puede pensar que Wieland no siga en algún otro lugar; cree en la inmortalidad personal de Wieland, no en la de todos. Es la misma idea de Tácito: «Nuno cum corpore periunt magnae animae». Tenemos la idea de que la inmortalidad es el privilegio de algunos pocos, de los grandes. Pero cada uno se juzga grande, cada uno tiende a pensar que su inmortalidad es necesaria. Yo no creo en eso. Tenemos después otras inmortalidades que, creo, son las importantes. Vendrían a ser, en primer término, la conjetura de la transmigración. Esa conjetura está en Pitágoras, en Platón. Platón veía la transmigración como una posibilidad. La transmigración sirve para explicar aventuras y desventuras. Si somos venturosos o desventurosos en esta vida se debe a una vida anterior; estamos recibiendo castigos o recompensas. Hay algo que puede ser difícil: si nuestra vida individual, como creen el hinduismo y el budismo, depende de nuestra vida anterior, esa vida anterior a su vez depende de otra vida anterior, y así seguimos hasta el infinito hacia el pasado.
Se ha dicho que si el tiempo es infinito, el número infinito de vidas hacia el pasado es una contradicción. Si el número es infinito, ¿cómo una cosa infinita puede llegar hasta ahora? Pensamos que si un tiempo es infinito, creo yo, ese tiempo infinito tiene que abarcar todos los presentes y, en todos los presentes, ¿por qué no este presente, en Belgrano, en la Universidad de Belgrano, ustedes conmigo, juntos? ¿Por qué no ese tiempo también? Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo.
Pascal pensaba que si el universo es infinito, el universo es una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna. ¿Por qué no decir que este momento tiene tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito, y por qué no pensar que este pasado pasa también por este presente? En cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita, en cualquier lugar delcentro infinito estamos en el centro del espacio, ya que el espacio y el tiempo son infinitos.
Los budistas creen que hemos vivido un número infinito de vidas, infinito en el sentido de número ilimitado en el sentido estricto de la palabra, un número sin principio ni fin, algo así como un número transfinito de las matemáticas modernas de Kantor. Estamos ahora en un centro —todos los momentos son «centros»— de ese tiempo infinito. Ahora estamos conversando nosotros, ustedes piensan lo que yo digo, están aprobándolo o rechazándolo.
La transmigración nos daría la posibilidad de un alma que transmigra de cuerpo en cuerpo, en cuerpos humanos y en vegetales. Tenemos aquel poema de Pedro de Agrigento donde cuenta que reconoció un escudo que había sido suyo durante la guerra de Troya. Tenemos el poema «The Progress of the Soul» (El progreso del alma) de John Donne, ligeramente posterior a Shakespeare. Donne comienza diciendo: «Canto al progreso del alma infinita», y esa alma va pasando de un cuerpo a otro. Plantea que va a escribir un libro, el cual más allá de la escritura sagrada será superior a todos los libros. Su proyecto era ambicioso, y aunque no se concretó, incluye versos muy lindos. Empieza por un alma que tiene su habitación en la manzana, en la fruta, mejor dicho en la fruta de Adán, la del pecado. Luego está en el vientre de Eva y engendra a Caín y luego va pasando de cuerpo en cuerpo en cada estrofa (uno de ellos será el de Isabel de Inglaterra) y deja el poema inconcluso, ya que Donne cree que el alma pasa inmortalmente de un cuerpo a otro. En uno de sus prólogos, Donne invoca los orígenes ilustres y nombra las doctrinas de Pitágoras y Platón, acerca de la transmigración de las almas. Nombra dos fuentes, la de Pitágoras y la de la transmigración de las almas, a la que recurre Sócrates como último argumento.
Es interesante señalar que Sócrates, en aquella tarde, mientras discutía con sus amigos, no se quería despedir patéticamente. Echó a su mujer y a sus hijos, quería echar a un amigo que estaba llorando, quería conversar serenamente; simplemente, seguir conversando, seguir pensando. El hecho de la muerte personal no lo afectaba. Su oficio, su hábito era otro: discutir, discutir en forma distinta.
¿Por qué iba a beber la cicuta? No había ninguna razón.
Dice cosas curiosas: Orfeo debió transformarse en un ruiseñor; Agamenón, pastor de los hombres, en un águila; Ulises, extrañamente, en el más humilde e ignorado de los hombres. Sócrates está conversando, la muerte lo interrumpe. La muerte azul le va subiendo por los pies. Ya ha tomado la cicuta. Le dice a un amigo suyo que recuerde el voto que le ha hecho a Esculapio, ofrecerle un gallo. Tiene el sentido de señalar que Esculapio, dios de la medicina, lo ha curado del mal esencial, la vida. «Le debo un gallo a Esculapio, me ha curado de la vida, voy a morir». Es decir, descree de lo que ha dicho antes: él piensa que va a morir personalmente.
Tenemos otro texto clásico. «De rerum naturae» de Lucrecio, donde se niega la inmortalidad personal. El más memorable de los argumentos dados por Lucrecio es éste: Una persona se queja de que va a morir. Piensa que todo el porvenir le será negado. Como dijo Víctor Hugo: Iré solo en el medio de la fiesta / nada faltará en el mundo radiante y feliz. En su gran poema, tan pretencioso como el de Donne —De rerum naturae o De rerum dedala naturae (De la naturaleza intrincada de las cosas)—, Lucrecio usa el siguiente argumento:Ustedes se duelen porque les va a faltar todo el porvenir; piensen, sin embargo, que anteriormente a ustedes hay un tiempo infinito. Que cuando naciste —le dice al lector— ya había pasado el momento en que Cartago y Troya guerreaban por el imperio del mundo. Sin embargo, ya no te importa, ¿entonces, cómo puede importarte lo que vendrá? Has perdido el infinito pasado, ¿qué te importa perder el infinito futuro? Eso dice el poema de Lucrecio; lástima que yo sepa bastante latín como para recordar sus hermosos versos, que he leído en estos días con la ayuda de un diccionario.
Schopenhauer contestaría —y creo que Schopenhauer es la autoridad máxima— que la doctrina de la transmigración no es otra cosa que la forma popular de una doctrina distinta, que sería después de la doctrina de Shaw y Bergson, la doctrina de una voluntad de vivir. Hay algo que quiere vivir, algo que se abre camino a través de la materia o a pesar de la materia, ese algo es lo que Schopenhauer llama «wille» (la voluntad), que concibe al mundo como la voluntad de resurrección.
Luego vendrá Shaw que habla de «the life forcé» (la fuerza vital) y finalmente Bergson, que hablará del «élan vital», el ímpetu vital que se manifiesta en todas las cosas, el que crea el universo, el que está en cada uno de nosotros. Está como muerto en los metales, como dormido en los vegetales, como un sueño en los animales; pero en nosotros es consciente de sí mismo. Aquí tendríamos la explicación de lo que cité de Santo Tomás: «Intellecttus naturaliter desirat esse semper», la inteligencia desea naturalmente ser eterna. Pero ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno, que quiere seguir siendo Unamuno; lo desea de un modo general.
Nuestro yo es lo menos importante para nosotros. ¿Qué significa sentimos yo? ¿En qué puede diferir el que yo me sienta Borges de que ustedes se sientan A, B o C? En nada, absolutamente. Ese yo es lo que compartimos, es lo que está presente, de una forma o de otra, en todas las criaturas. Entonces podríamos decir que la inmortalidad es necesaria, no la personal pero sí esa otra inmortalidad. Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo. En ese momento él es Cristo. Cada vez que repetimos un verso de Dante o Shakespeare, somos, de algún modo, aquel instante en que Shakespeare o Dante crearon ese verso. En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. ¿Qué puede importar que esa obra sea olvidada?
Yo he dedicado estos últimos veinte años a la poesía anglosajona, sé muchos poemas anglosajones de memoria. Lo único que no sé es el nombre de los poetas. ¿Pero qué importa eso? ¿Qué importa si yo, al repetir poemas del siglo IX estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? El está viviendo en mí en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre.
Desde luego, heredamos cosas de nuestra sangre. Yo sé —mi madre me lo dijo— que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. (Mi padre murió en 1938, cuando se dio muerte Lugones). Cuando yo repito versos de Schiller, mi padre está viviendo en mí. Las otras personas que me han oído a mí, vivirán en mi voz, que es un reflejo de su voz que fue, quizás, un reflejo de la voz de sus mayores. ¿Qué podemos saber nosotros? Es decir, podemos creer en la inmortalidad.
Cada uno de nosotros colabora, de un modo u otro, en este mundo. Cada uno de nosotros quiere que este mundo sea mejor, y si el mundo realmente mejora, eterna esperanza; si la patria se salva (¿por qué no habrá de salvarse la patria?) nosotros seremos inmortales en esa salvación, no importa que se sepan nuestros nombres o no. Eso es mínimo. Lo importante es la inmortalidad. Esa inmortalidad se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros. Esa memoria puede ser nimia, puede ser una frase cualquiera. Por ejemplo: «Fulano de tal, más vale perderlo que encontrarlo». Y no sé quién inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo soy ese hombre. ¿Qué importa que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en mí y en cada uno que repita esa frase?
Lo mismo puede decirse de la música y del lenguaje. El lenguaje es una creación, viene a ser una especie de inmortalidad. Yo estoy usando la lengua castellana. ¿Cuántos muertos castellanos están viviendo en mí? No importa mi opinión, ni mi juicio; no importan los nombres del pasado si continuamente estamos ayudando al porvenir del mundo, a la inmortalidad, a nuestra inmortalidad. Esa inmortalidad no tiene por qué ser personal, puede prescindir del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra memoria ¿Para qué suponer que vamos a seguir en otra vida con nuestra memoria, como si yo siguiera pensando toda mi vida en mi infancia, en Palermo, en Adrogué o en Montevideo? ¿Por qué estar siempre volviendo a eso? Es un recurso literario; yo puedo olvidar todo eso y seguiré siendo, y todo eso vivirá en mí aunque yo no lo nombre. Quizá lo más importante es lo que no recordamos de un modo preciso, quizás lo más importante lo recordamos de un modo inconsciente.
Para concluir, diré que creo en la inmortalidad: no en la inmortalidad personal, pero sí en la cósmica. Seguiremos siendo inmortales; más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes, toda esa maravillosa parte de la historia universal, aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos.
5 de junio de 1978

En Borges, oral (1979)
Caricatura: Fernando Vicente

22/8/14

Jorge Luis Borges: La última sonrisa de Beatriz





Mi propósito es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente. Bien es verdad que la trágica sustancia que encierran pertenece menos a la obra que al autor de la obra, menos a Dante protagonista, que a Dante redactor o inventor.
He aquí la situación. En la cumbre del monte del Purgatorio, Dante pierde a Virgilio. Guiado por Beatriz, cuya hermosura crece en cada nuevo cielo que tocan, recorre esfera tras esfera concéntrica, hasta salir a la que circunda a las otras, que es la del primer móvil. A sus pies están las estrellas fijas; sobre ellas, el empíreo, que ya no es cielo corporal sino eterno, hecho sólo de luz. Ascienden al empíreo; en esa infinita región (como en los lienzos prerrafaelistas) lo remoto no es menos nítido que lo que está muy cerca. Dante ve un alto río de luz, ve bandadas de ángeles, ve la múltiple rosa paradisíaca que forman, ordenadas en anfiteatro, las almas de los justos. De pronto, advierte que Beatriz lo ha dejado. La ve en lo alto, en uno de los círculos de la Rosa. Como un hombre que en el fondo del mar alzara los ojos a la región del trueno, así la venera y la implora. Le rinde gracias por su bienhechora piedad y le encomienda su alma. El texto dice entonces:
«Così orai; e quella, sì lontana
come parea, sorrise e riguardommi;
poi si tornò all’etterna fontana»[107].
¿Cómo interpretar lo anterior? Los alegoristas nos dicen: La razón (Virgilio) es un instrumento para alcanzar la fe; la fe (Beatriz), un instrumento para alcanzar la divinidad; ambos se pierden, una vez logrado su fin. La explicación, como habrá advertido el lector, no es menos intachable que frígida; de aquel mísero esquema no han salida nunca esos versos.
Los comentarios que he interrogado no ven en la sonrisa de Beatriz sino un símbolo de aquiescencia. «Ultima mirada, última sonrisa, pero promesa cierta», anota Francesco Torraca. «Sonríe para decir a Dante que su plegaria ha sido aceptada; lo mira para significarle una vez más el amor que le tiene», confirma Luigi Pietrobono. Ese dictamen (que también es el de Casini) me parece muy justo, pero es notorio que apenas si roza la escena. Ozanam (Dante et la philosophie catholique, 1895) piensa que la apoteosis de Beatriz fue el tema primitivo de la Comedia; Guido Vitali se pregunta si a Dante, al crear su Paraíso, no le movió ante todo el propósito de fundar un reino para su dama. Un famoso lugar de la Vita nuova («Espero decir de ella lo que de mujer alguna se ha dicho») justifica o permite esa conjetura. Yo iría más lejos. Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz. Mejor dicho, los círculos del castigo y el Purgatorio austral y los nueve círculos concéntricos y Francesca y la sirena y el Grifo y Bertrand de Born son intercalaciones; una sonrisa y una voz, que él sabe perdidas, son lo fundamental. En el principio de la Vita nuova se lee que alguna vez enumeró en una epístola sesenta nombres de mujer para deslizar entre ellos, secreto, el nombre de Beatriz. Pienso que en la Comedia repitió ese melancólico juego.
Que un desdichado se imagine la dicha nada tiene de singular; todos nosotros, cada día, lo hacemos. Dante lo hace como nosotros, pero algo, siempre, nos deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones. En una poesía de Chesterton se habla de nightmares of delight, de pesadillas de deleite; ese oxímoron mas o menos define el citado terceto del Paraíso. Pero el énfasis, en la frase de Chesterton, está en la palabra delight; en el terceto, en nightmare.
Reconsideremos la escena. Dante, con Beatriz a su lado, está en el empíreo. Sobre ellos se aboveda, inconmensurable, la Rosa de los justos. La Rosa está lejana, pero las formas que la pueblan son nítidas. Esa contradicción, aunque justificada por el poeta (ParaísoXXX, 118), constituye tal vez el primer indicio de una discordia íntima, Beatriz, de pronto, ya no está junto a él. Un anciano ha tomado su lugar («credea veder Beatrice, e vidi un sene»)[108]. Dante apenas acierta a preguntar dónde está Beatriz. Ov’è ella?[109] grita. El anciano le muestra uno de los círculos de la altísima Rosa. Ahí, aureolada, está Beatriz; Beatriz cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud, Beatriz que solía vestirse de rojo, Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella, Beatriz, que una vez le negó el saludo, Beatriz, que murió a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari, que se casó con Bardi. Dante la divisa, en lo alto; el claro firmamento no está más lejos del fondo ínfimo del mar que ella de él. Dante le reza como a Dios, pero también como a una mujer anhelada:
«O donna in cui la mía speranza vige,
e che soffristi per la mia salute
in inferno lasciar le tue vestige…»[110].
Beatriz, entonces, lo mira un instante y sonríe, para luego volverse a la eterna fuente de luz.
Francesco De Sanctis (Storia della lettetura italianaVII) comprende así el pasaje: «Cuando Beatriz se aleja, Dante no profiere un lamento: toda escoria terrestre ha sido abrasada en él y destruida». Ello es verdad, si atendemos al propósito del poeta; erróneo, si atendemos al sentimiento.
Retengamos un hecho incontrovertible, un solo hecho humildísimo: la escena ha sido imaginada por Dante. Para nosotros, es muy real; para él, lo fue menos. (La realidad, para él, era que primero la vida y después la muerte le habían arrebatado a Beatriz). Ausente para siempre de Beatriz, solo y quizá humillado, imaginó la escena para imaginar que estaba con ella. Desdichadamente para él, felizmente para los siglos que lo leerían, la conciencia de que el encuentro era imaginario deformó la visión. De ahí las circunstancias atroces, tanto más infernales, claro está, por ocurrir en el empíreo: la desaparición de Beatriz, el anciano que toma su lugar, su brusca elevación a la Rosa, la fugacidad de la sonrisa y de la mirada, el desvío eterno del rostro[111]. En las palabras se trasluce el horror: come parea se refiere a lontana pero contamina a sorrise y así Longfellow pudo traducir en su versión de 1867:
«Thus I implored; and she, so far away,
Smiled as it seemed, and looked once more at
me…».
También eterna parece contaminar a si tornò.


Notas

[107]«Así imploré; y aquella, tan lejana
como parecía, se sonrió y mi miro de nuevo;
y después se volvió a la eterna fuente». (Par., XXXI, 91-93).

108] «creía ver a Beatriz y vi a un anciano» (Par., XXXI, 59).

[109] «¿dónde está ella?» (Par., XXXI, 64).

[110]«Oh mujer, en quien tengo mi esperanza,
y soportaste por mi salvación
que en el infierno dejaras tus huellas». (Par., XXI, 79-81).

[111] La Blessed Demozel de Rossetti que había traducido la Vita nuova, también está desdichada en el paraíso.



       En Nueve ensayos dantescos (1982)

21/8/14

Jorge Luis Borges: Las Kenningar





Una de las más frías aberraciones que las historias literarias registran, son las menciones enigmáticas o kenningar de la poesía de Islandia. Cundieron hacia el año 100: tiempo en que los thulir o rapsodas repetidores anónimos fueron desposeídos por los escaldos, poetas de intención personal. Es común atribuirlas a decadencia; pero ese depresivo dictamen, válido o no, corresponde a la solución del problema, no a su planteo. Bástenos reconocer por ahora que fueron el primer deliberado goce verbal de una literatura instintiva.
Empiezo por el más insidioso de los ejemplos: un verso de los muchos interpolados en la Saga de Grettir.

El héroe mató al hijo de Mak;
Hubo tempestad de espadas y alimento de cuervos.

En tan ilustre línea, la buena contraposición de las dos metáforas —tumultuosa la una, cruel y detenida la otra— engaña ventajosamente al lector, permitiéndole suponer que se trata de una sola fuerte intuición de un combate y su resto. Otra es la desairada verdad. Alimento de cuervos —confesémoslo de una vez— es uno de los prefijados sinónimos de cadáver, así. como tempestad de espadas lo es de batalla. Esas equivalencias eran precisamente las kenningar. Retenerlas y aplicarlas sin repetirse, era el ansioso ideal de esos primitivos hombres de letras. En buena cantidad, permitían salvar las dificultades de una métrica rigurosa, muy exigente de aliteración y rima interior. Su empleo disponible, incoherente, puede observarse en estas líneas:

El aniquilador de la prole de los gigantes
Quebró al fuerte bisonte de la pradera de la gaviota.
Así los dioses, mientras el guardián de la campana se lamentaba,
Destrozaron el halcón de la ribera.
De poco le valió el rey de los griegos
Al caballo que corre por arrecifes.

El aniquilador de las crías de los gigantes es el rojizo Thor. El guardián de la campana es un ministro de la nueva fe, según su atributo. El rey de los griegos es Jesucristo, por la distraída razón de que ése es uno de los nombres del emperador de Constantinopla y de que Jesucristo no es menos. El bisonte del prado de la gaviota, el halcón de la ribera y el caballo que corre por arrecifes no son tres animales anómalos, sino una sola nave maltrecha. De esas penosas ecuaciones sintácticas la primera es de segundo grado, puesto que la pradera de la gaviota ya es un nombre del mar... Desatados esos nudos parciales, dejo al lector la clarificación total de las líneas, un poco décevante por cierto. La Saga de Njal las pone en la boca plutónica de Steinvora, madre de Ref el Escaldo, que narra acto continuo en lúcida prosa cómo el tremendo Thor lo quiso pelear a Jesús, y éste no se animó. Niedner, el germanista, venera lo "humano-contradictorio" de esas figuras y las propone al interés "de nuestra moderna poesía, ansiosa de valores de realidad".
Otro ejemplo, unos versos de Egil Skalagrímsson:

Los teñidores de los dientes del lobo
Prodigaron la carne del cisne rojo.
El halcón del rocío de la espada
Se alimentó con héroes en la llanura.
Serpientes de la luna de los piratas
Cumplieron la voluntad de los Hierros.

Versos como el tercero y el quinto, deparan una satisfacción casi orgánica. Lo que procuran trasmitir es indiferente, lo que sugieren nulo. No invitan a soñar, no provocan imágenes o pasiones; no son un punto de partida, son términos. El agrado —el suficiente y mínimo agrado— está en su variedad, en el heterogéneo contacto de sus palabras [6]. Es posible que así lo comprendieran los inventores y que su carácter de símbolos fuera un mero soborno a la inteligencia. Los Hierros son los dioses; la luna de los piratas, el escudo; su serpiente, la lanza; rocío de la espada, la sangre; su halcón, el cuervo; cisne rojo, todo pájaro ensangrentado; carne del cisne rojo, los muertos; los teñidores de los dientes del lobo, los guerreros felices. La reflexión repudia esas conversiones. Luna de los piratas no es la definición más necesaria que reclama el escudo. Eso es indiscutible, pero no lo es menos el hecho de que luna de los piratas es una fórmula que no se deja reemplazar por escudo, sin pérdida total. Reducir cada kenning a una palabra no es despejar incógnitas: es anular el poema. Baltasar Gracián y Morales, de la Sociedad de Jesús, tiene en su contra unas laboriosas perífrasis, de mecanismo parecido o idéntico al de las kenningar. El tema era el estío o la aurora. En vez de proponerlas directamente las fue justificando y coordinando con recelo culpable. He aquí el producto melancólico de ese afán:

Después que en el celeste Anfiteatro

El jinete del día
Sobre Flegetonte toreó valiente
Al luminoso Toro
Vibrando por rejones rayos de oro,
Aplaudiendo sus suertes
El hermoso espectáculo de Estrellas
—Turba de damas bellas
Que a gozar de su talle, alegre mora
Encima los balcones de la Aurora—;
Después que en singular metamorfosis
Con talones de pluma
Y con cresta de fuego
A la gran multitud de astros lucientes
(Gallinas de los campos celestiales)
Presidió Gallo el boquirrubio Febo
Entre los pollos del tindario Huevo,
Pues la gran Leda por traición divina
Si empolló clueca concibió gallina...

El frenesí taurino-gallináceo del reverendo Padre no es el mayor pecado de su rapsodia. Peor es el aparato lógico: la aposición de cada nombre y de su metáfora atroz, la vindicación imposible de los dislates. El pasaje de Egil Skalagrímsson es un problema, o siquiera una adivinanza; el del inverosímil español, una confusión. Lo admirable es que Gracián era un buen prosista; un escritor infinitamente capaz de artificios hábiles. Pruébelo el desarrollo de esta sentencia, que es de su pluma: Pequeño cuerpo de Chrysólogo, encierra espíritu gigante; breve panegírico de Plinio se mide con la eternidad.
Predomina el carácter funcional en las kenningar. Definen los objetos por su figura menos que por su empleo. Suelen animar lo que tocan, sin perjuicio de invertir el procedimiento cuando su tema es vivo. Fueron legión y están suficientemente olvidadas: hecho que me ha instigado a recopilar esas desfallecidas flores retóricas. He aprovechado la primera compilación, la de Snorri Sturluson —famoso como historiador, como arqueólogo, como constructor de unas termas, como genealogista, como presidente de una asamblea, como poeta, como doble traidor, como decapitado y como fantasma [7]. En los años de 1230 la acometió, con fines preceptivos. Quería satisfacer dos pasiones de distinto orden: la moderación y el culto de los mayores. Le agradaban laskenningar, siempre que no fueran harto intrincadas y que las autorizara un ejemplo clásico. Traslado su declaración liminar: Esta clave se dirige a los principiantes que quieren adquirir destreza poética y mejorar su provisión de figuras con metáforas tradicionales o a quienes buscan la virtud de entender lo que se escribió con misterio. Conviene respetar esas historias que bastaron a los mayores, pero conviene que los hombres cristianos les retiren su fe. A siete siglos de distancia la discriminación no es inútil: hay traductores alemanes de ese calmoso Gradus ad Parnassum boreal, que lo proponen como Ersatz de la Biblia y que juran que el uso repetido de anécdotas noruegas es el instrumento más eficaz para alemanizar a Alemania. El doctor Karl Konrad —autor de una versión mutiladísima del tratado de Snorri y de un folleto personal de 52 "extractos dominicales" que constituyen otras tantas "devociones germánicas", muy corregidas en una segunda edición— es quizá el ejemplo más lúgubre.
El tratado de Snorri se titula la Edda Prosaica. Consta de dos partes en prosa y una tercera en verso —la que inspiró sin duda el epíteto. La segunda refiere la aventura de Aegir o Hler, versadísimo en artes de hechicería, que visitó a los dioses en la fortaleza de Asgard que los mortales llaman Troya. Hacia el anochecer, Odin hizo traer unas espadas de tan bruñido acero que no se precisaba otra luz. Hler se amistó con su vecino que era el dios Bragi, ejercitado en la elocuencia y la métrica. Un vasto cuerno de aguamiel iba de mano en mano y conversaron de poesía el hombre y el dios. Éste le fue diciendo las metáforas que se deben emplear. Ese catálogo divino está asesorándome ahora.
En el índice, no excluyo las kenningar que ya registré. Al compilarlo, he conocido un placer casi filatélico.

casa de los pájaros
casa de los vientos el aire.

flechas de mar: los arenques.
cerdo del oleaje: la ballena.
árbol de asiento: el banco.
bosque de la quijada: la barba.
asamblea de espadas
tempestad de espadas
encuentro de las fuentes
vuelo de lanzas
canción de lanzas la batalla
fiesta de águilas
lluvia de los escudos rojos
fiesta de vikings
fuerza del arco
pierna del omóplato el brazo.

cisne sangriento
gallo de los muertos el buitre
sacudidor del freno: el caballo.
poste del yelmo
peñasco de los hombros la cabeza
castillo del cuerpo
fragua del canto: la cabeza del skald
ola del cuerno
marea de la copa la cerveza

yelmo del aire
tierra de las estrellas del cielo
camino de la luna el cielo
taza de los vientos

manzana del pecho
dura bellota del pensamiento el corazón

gaviota del odio
gaviota de las heridas
caballo de la bruja el cuervo
primo del cuervo [8]

tierra de la espada
luna de la nave
luna de los piratas el escudo
techo del combate
nubarrón del combate

hielo de la pelea
vara de la ira
fuego de yelmos
dragón de la espada
roedor de yelmos la espada
espina de la batalla
pez de la batalla
remo de la sangre
lobo de las heridas
rama de las heridas
riscos de las palabras: los dientes.

granizo de las cuerdas de los arcos
gansos de la batalla las flechas

sol de las casas
perdición de los árboles el fuego
lobo de los templos

delicia de los cuervos
enrojecedor del pico del cuervo
alegrador del águila
árbol del yelmo el guerrero
árbol de la espada
teñidor de espadas

ogra del yelmo
querido alimentador de los lobos el hacha
negro rocío del hogar: el hollín.
árbol de lobos
caballo de madera la horca [9]
rocío de la pena: las lágrimas.
dragón de los cadáveres
serpiente del escudo la lanza

espada de la boca
remo de la boca la lengua

asiento del neblí
país de los anillos de oro la mano

techo de la ballena
tierra del cisne
camino de las velas
campo del viking el mar
prado de la gaviota
cadena de las islas

árbol de los cuervos
avena de águilas el muerto
trigo de los lobos

lobo de las mareas
caballo del pirata
reno de los reyes del mar
patín de viking la nave
padrillo de la ola
carro arador del mar
halcón de la ribera

piedras de la cara
lunas de la frente los ojos

fuego del mar
lecho de la serpiente
resplandor de la mano el oro
bronce de las discordias
reposo de las lanzas: la paz
casa del aliento
nave del corazón
base del alma el pecho
asiento de las carcajadas

nieve de la cartera
hielo de los crisoles la plata
rocío de la balanza

señor de anillos
distribuidor de tesoros el rey
distribuidor de espadas

sangre de los peñascos
tierra de las redes el río

riacho de los lobos
marea de la matanza
rocío del muerto
sudor de la guerra la sangre
cerveza de los cuervos
agua de la espada
ola de la espada
herrero de canciones: el skald.
hermana de la luna [10]
fuego del aire el sol

mar de los animales
piso de las tormentas la tierra
caballo de la neblina
señor de los corrales: el toro.
crecimiento de hombres
animación de las víboras el verano

hermano del fuego
daño de los bosques el viento
lobo de los cordajes

Omito las de segundo grado, las obtenidas por combinación de un término simple con una kenning —verbigracia, el agua de la vara de las heridas, la sangre, el hartador de las gaviotas del odio, el guerrero; el trigo de los cisnes de cuerpo rojo, el cadáver— y las de razón mitológica; la perdición de los enanos, el sol; el hijo de nueve madres, el dios Heimdall. Omito las ocasionales también: el sostén del fuego del mar, una mujer con un dije de oro cualquiera [11]. De las de potencia más alta, de las que operan la fusión arbitraria de los enigmas, indicaré una sola: los aborrecedores de la nieve del puesto del halcón. El puesto del halcón es la mano; la nieve de la mano es la plata; los aborrecedores de la plata son los varones que la alejan de sí, los reyes dadivosos. El método, ya lo habrá notado el lector, es el tradicional de los limosneros: el encomio de la remisa generosidad que se trata de estimular. De ahí los muchos sobrenombres de la plata y del oro, de ahí las ávidas menciones del rey: señor de anillos, distribuidor de caudales, custodia de caudales. De ahí asimismo, sinceras conversiones como ésta, que es del noruego Eyvind Skaldaspillir:

Quiero construir una alabanza

Estable y firme como un puente de piedra.
Pienso que no es avaro nuestro rey
De los carbones encendidos del codo.

Esa identificación del oro y la llama —peligro y resplandor— no deja de ser eficaz. El ordenado Snorri la aclara: Decimos bien que el oro es fuego de los brazos o de las piernas, porque su color es el rojo, pero los nombres de la plata son hielo o nieve o piedra de granizo o escarcha, porque su color es el blanco. Y después: Cuando los dioses devolvieron la visita a Aegir, éste los hospedó en su casa (que está en el mar) y los alumbró con láminas de oro, que daban luz como las espadas en el Valhala. Desde entonces al oro le dijeron fuego del mar y de todas las aguas y de los ríos. Monedas de oro, anillos, escudos claveteados, espadas y hachas, eran la recompensa del skald; alguna extraordinaria vez, terrenos y naves.
Mi lista de kenningar no es completa. Los cantores tenían el pudor de la repetición literal y preferían agotar las variantes. Basta reconocer las que registra el artículo nave —y las que una evidente permutación, liviana industria del olvido o del arte, puede multiplicar. Abundan asimismo las de guerrero. Árbol de la espada le dijo un skald, acaso porque árbol y vencedor eran voces homónimas. Otro le dijo encina de la lanza; otro, bastón del oro; otro, espantoso abeto de las tempestades de hierro; otro, boscaje de los peces de la batalla. Alguna vez la variación acató una ley: demuéstralo un pasaje de Markus, donde un barco parece agigantarse de cercanía.

El fiero jabalí de la inundación 

El oso del diluvio fatigó
El antiguo camino de los veleros
El toro de las marejadas quebró
La cadena que amarra nuestro castillo.

El culteranismo es un frenesí de la mente académica; el estilo codificado por Snorri es la exasperación y casi la reductio ad absurdum de una preferencia común a toda la literatura germánica: la de las palabras compuestas. Los más antiguos monumentos de esa literatura son los anglosajones. En el Beowulf —cuya fecha es el 700—, el mar es el camino de las velas, el camino del cisne, la ponchera de las olas, el baño de la planga, la ruta de la ballena; el sol es la candela del mundo, la alegría del cielo, la piedra preciosa del cielo; el arpa es la madera del júbilo; la espada es el residuo de los martillos, el compañero de pelea, la luz de la batalla, la batalla es el juego de las espadas, el chaparrón de fierro; la nave es la atravesadora del mar; el dragón es la amenaza del anochecer, el guardián del tesoro; el cuerpo es la morada de los huesos; la reina es la tejedora de paz; el rey es el señor de los anillos, el áureo amigo de los hombres, el jefe de hombres, el distribuidor de caudales. También las naves de la Ilíada son atravesadoras del mar —casi trasatlánticos—, y el rey, rey de hombres. En las hagiografías del 800, el mar es asimismo el baño del pez, la ruta de las focas, el estanque de la ballena, el reino de la ballena; el sol es la candela de los hombres, la candela del día; los ojos son las joyas de la cara; la nave es el caballo de las olas, el caballo del mar; el lobo es el morador de los bosques; la batalla es el juego de los escudos, el vuelo de las lanzas; la lanza es la serpiente de la guerra; Dios es la alegría de los guerreros. En el Bestiario, la ballena es el guardián del océano. En la balada de Brunaburh —ya del 900—, la batalla es el trato de las lanzas, el crujido de las banderas, la comunión de las espadas, el encuentro de hombres. Los escaldos manejan puntualmente esas mismas figuras; su innovación fue el orden torrencial en que las prodigaron y el combinarlas entre sí como bases de más complejos símbolos. Es de presumir que el tiempo colaboró. Sólo cuando luna de viking fue una inmediata equivalencia de escudo, pudo el poeta formular la ecuación serpiente de la luna de los vikings. Ese momento se produjo en Islandia, no en Inglaterra. El goce de componer palabras perduró en las letras británicas, pero en diversa forma. Las Odiseas de Chapman (año de 1614) abundan en extraños ejemplos. Algunos son hermosos (delicious-fingered Morning, through-swum the waves); otros, meramente visuales y tipográficos (Soon as the white-and-red-mixed-fingered Dame); otros, de curiosa torpeza, the circularly-witted queen. A tales aventuras pueden conducir la sangre germánica y la lectura griega. Aquí también de cierto germanizador total del inglés, que en un Word-book of the English Tongue, propone las enmiendas que copio: lichrest por cementerio, rede-craft por lógica, fourwinkled por cuadrangular, outganger por emigrante, sweathole por poro, hair-bane por depilatorio, fearnought por guapo, bit-wise por gradualmente, kinlore por genealogía, bask-jaw por réplica, wanhope por desesperación. A tales aventuras pueden conducir el inglés y un conocimiento nostálgico del alemán... Recorrer el índice total de las kenningar es exponerse a la incómoda sensación de que muy raras veces ha estado menos ocurrente el misterio —y más inadecuado y verboso. Antes de condenarlas, conviene recordar que su trasposición a un idioma que ignora las palabras compuestas tiene que agravar su inhabilidad. Espina de la batalla o aun espina de batalla o espina militar es una desairada perífrasis; Kampfdorn obattle-thorn lo son menos [12]. Así también, hasta que las exhortaciones gramaticales de nuestro Xul-Solar no encuentren obediencia, versos como el de Rudyard Kipling:

In the desert where the dung-fed camp-smoke curled

o aquel otro de Yeats:

That dolphin-torn, that gong-tormented sea

serán inimitables e impensables en español...

Otras apologías no faltan. Una evidente es que esas inexactas menciones eran estudiadas en fila por los aprendices de skald, pero no eran propuestas al auditorio de ese modo esquemático, sino entre la agitación de los versos. (La descarnada fórmula agua de la espada = sangre es acaso ya una traición.) Ignoramos sus leyes: desconocemos los precisos reparos que un juez de kenningaropondría a una buena metáfora de Lugones. Apenas si unas palabras nos quedan. Imposible saber con qué inflexión de voz eran dichas, desde qué caras, individuales como una música, con qué admirable decisión o modestia. Lo cierto es que ejercieron algún día su profesión de asombro y que su gigantesca ineptitud embelesó a los rojos varones de los desiertos volcánicos y los fjords, igual que la profunda cerveza y que los duelos de padrillos [13]. No es imposible que una misteriosa alegría las produjera. Su misma bastedad —peces de la batalla: espadas— puede responder a un antiguo humour, a chascos de hiperbóreos hombrones. Así, en esa metáfora salvaje que he vuelto a destacar, los guerreros y la batalla se funden en un plano invisible, donde se agitan las espadas orgánicas y muerden y aborrecen. Esa imaginación figura también en la Saga de Njal, en una de cuyas páginas está escrito: Las espadas saltaron de las vainas, y hachas y lanzas volaron por el aire y pelearon. Las armas los persiguieron con tal ardor que debieron atajarse con los escudos, pero de nuevo muchos fueron heridos y un hombre murió en cada nave. Este signo se vio en las embarcaciones del apóstata Brodir, antes de la batalla que lo deshizo.
En la noche 743 del Libro de las 1001 noches, leo esta admonición: No digamos que ha muerto el rey feliz que deja un heredero como este: el comedido, el agraciado, el impar, el león desgarrador y la clara luna. El símil, contemporáneo por ventura de los germánicos, no vale mucho más, pero la raíz es distinta. El hombre asimilado a la luna, el hombre asimilado a la fiera, no son el resultado discutible de un proceso mental: son la correcta y momentánea verdad de dos intuiciones. Las kenningar se quedan en sofismas, en ejercicios embusteros y lánguidos. Aquí de cierta memorable excepción, aquí del verso que refleja el incendio de una ciudad, el fuego delicado y terrible:

Arden los hombres; ahora se enfurece la Joya.

Una vindicación final. El signo pierna del omóplato es raro, pero no es menos raro del brazo del hombre. Concebirlo como una vana pierna que proyectan las sisas de los chalecos y que se deshilacha en cinco dedos de penosa largura, es intuir su rareza fundamental. Las kenningar nos dictan ese asombro, nos extrañan del mundo. Pueden motivar esa lúcida perplejidad que es el único honor de la metafísica, su remuneración y su fuente.
Buenos Aires, 1933

Posdata
Morris, el minucioso y fuerte poeta inglés, intercaló muchas kenningar en su última epopeya, Sigurd the Volsung. Trascribo algunas, ignoro si adaptadas o personales o de las dos. Llama de la guerra, la bandera; marea de la matanza, viento de la guerra, el ataque; mundo de peñascos, la montaña; bosque de la guerra, bosque de picas, bosque de la batalla, el ejército; tejido de la espada, la muerte; perdición de Fafnir, tizón de la pelea, ira de Sigfrido, su espada.
Padre del perfume ¡oh jazmín! pregonan en El Cairo los vendedores. Mauthner observa que los árabes suelen derivar sus figuras de la relación padre-hijo. Así: padre de la mañana, el gallo; padre del merodeo, el lobo; hijo del arco, la flecha; padre del fortín (patrón de la cuevita), el zorro; padre de los pasos, una montaña. Otro ejemplo de esa preocupación: en el Qurán, la prueba más común de que hay Dios, es el espanto de que el hombre sea generado por unas gotas de agua vil.
Es sabido que los primitivos nombres del tanque fueron landship, landcruiser, barco de tierra, acorazado de tierra. Más tarde le pusieron tanque para despistar. La kenning original era demasiado evidente. Otra kenning es lechón largo, que era el eufemismo goloso que los caníbales dieron al plato fundamental de su régimen.
El ultraísta muerto cuyo fantasma sigue siempre habitándome, goza con estos juegos. Los dedico a una clara compañera de los heroicos días. A Norah Lange, cuya sangre los reconocerá por ventura.

Posdata de 1962
Yo escribí alguna vez, repitiendo a otros, que la aliteración y la metáfora eran los elementos fundamentales del antiguo verso germánico. Dos años dedicados al estudio de los textos anglosajones me llevan, hoy, a modificar esa afirmación.
De las aliteraciones entiendo que eran más bien un medio que un fin. Su objeto era marcar las palabras que debían acentuarse. Una prueba de ello es que las vocales, que eran abiertas, es decir muy diversas una de otra, aliteraban entre sí. Otra es que los textos antiguos no registran aliteraciones exageradas, del tipo afair field full of folk, que data del siglo XIV.
En cuanto a la metáfora como elemento indispensable del verso, entiendo que la pompa y la gravedad que hay en las palabras compuestas eran lo que agradaba y que las kenningar, al principio, no fueron metafóricas. Así, los dos versos iniciales del Beowulf incluyen tres kenningar (daneses de lanza, días de antaño o días de años, reyes del pueblo) que ciertamente no son metáforas y es preciso llegar al décimo verso para dar con una expresión como hronrad (ruta de la ballena, el mar). La metáfora no habría sido pues lo fundamental sino, como la comparación ulterior, un descubrimiento tardío de las literaturas.

*

Entre los libros que más serviciales me fueron, debo mencionar los siguientes:

The Prose Edda, by Snorri Sturlusson. Translated by Arthur Gilchrist Brodeur. New York, 1929.
Die Jangere Edda mit dem sogennanten ersten grammatischen Traktat. Uebertragen von Gustav Neckel und Felix Niedner. Jena, 1925.
Die Edda. Uebersetzt von Hugo Gering. Leipzig, 1892.
Eddalieder, mit Grammatik, Uebersetzung und Erläuterungen. Von Dr. Wilhelm Ranisch. Leipzig, 1920.
Völsunga Saga, with certain songs from the Elder Edda. Translated by Eiríkr Magnússon and William Morris. London, 1870.
The Story of Burnt Njal. From the Icelandic of the Njals Saga, by George Webbe Dasent. Edinburgh, 1861.
The Grettir Saga. Translated by G. Ainslie Hight. London, 1913.
Die Geschichte von Goden Snorri. Uebertragen von Felix Niedner. Jena, 1920. Islands Kultur zur Wikingerzeit, von Felix Niedner. Jena, 1920.
Anglo-Saxon Poetry. Selected and translated by R. K. Gordon. London, 1931.
The Deeds of Beowulf. Done into modern prose by John Earle. Oxford, 1892.

Notas

[6] Busco el equivalente clásico de ese agrado, el equivalente que el más insobornable de mis lectores no querrá invalidar. Doy con el insigne soneto de Quevedo al duque de Osuna, horrendo en galeras y naves e infantería armada. Es fácil comprobar que en tal soneto la espléndida eficacia del dístico
Su Tumba son de Flandes las Campañas
Y su Epitafio la sangrienta Luna
es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo "sentido" no es discutible, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón.
[7] Dura palabra es traidor. Sturluson —quizá— era un mero fanático disponible, un hombre desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contrarias lealtades. En el orden intelectual, sé de dos ejemplos: el de Francisco Luis Bernárdez, el mío.
[8] Definitum in definitione ingredi non debet es la segunda regla menor de la definición. Risueñas infracciones como esta (y aquella venidera de dragón de la espada: la espada) recuerdan el artificio de aquel personaje de Poe que en trance de ocultar una carta a la curiosidad policial, la exhibe como al desgaire en un tarjetero.
[9] Ir en caballo de madera al infierno, leo en el capítulo veintidós de la Inlinga Saga. Viuda, balanza, borne y finibusterre fueron los nombres de la horca en la germanía; marco (picture frame) el que le dieron los malevos antiguos de Nueva York.
[10] Los idiomas germánicos que tienen género gramatical dicen la sol y el luna. Según Lugones ( El Imperio Jesuítico, 1904), la cosmogonía de las tribus guaraníes consideraba macho a la luna y hembra al sol. La antigua cosmogonía del Japón registra asimismo una diosa del sol y un dios de la luna.
[11] Si las noticias de De Quincey no me equivocan (Writings, onceno tomo, página 269) el modo incidental de esa última es el de la perversa Casandra, en el negro poema de Licofrón.
[12] Traducir cada kenning por un sustantivo español con adjetivo especificante (sol doméstico en lugar de sol de las casas, resplandor manual en vez de resplandor de la mano) hubiera sido tal vez lo más fiel, pero también lo menos sensacional y lo más difícil —por falta de adjetivos.

En Historia de la eternidad (1953)


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