30/9/15

Jorge Luis Borges: Crítica del paisaje







El paisaje del campo es la retórica. Es decir, las reacciones del individuo ante la madeja visual y acústica que lo integra han sido ya delimitadas. Hasta hoy —1921— ninguna reacción nueva se ha sumado a la totalidad de reacciones ya conocidas: actitud lacrimosa, actitud panteísta, actitud estoica y antitética entre el —supuesto— lujo ciudadano y el escueto franciscanismo de la visión rural. (Apuntemos de paso cómo el mismo fray Luis de León, tan verdadero, tan arrebujado en la vida campestre, escamotea muchas veces el paisaje que lo ciñe y le concede únicamente un valor de contrapeso espiritual, de sordina o cilicio contra los incentivos de la vida ambiciosa. Y cómo el oro, el jaspe, los techos artesonados y demás prestigiosas zarandajas que anatematiza, le sirven para decorar sus poemas...)

Ir a admirar adrede el paisaje es paralelizarnos con los salvajes de la cultura, con esos indios blancos que desfilan en piaras militarizadas por los museos y se quedan con los ojos arrodillados ante cualquier lienzo garantido por una firma sólida, y no saben muy bien si están ebrios de admiración o si esa misma voluntad de entusiasmo les ha inhibido la facultad de admirarse.

Desconfiemos de su indecencia emocional.

Desconfiemos de las reacciones organizadas, de las emociones previstas y de las actitudes de recluta en que se plasman los espíritus amaestrados. El Arte —comprendido, como ellos lo comprenden, con A mayúscula— es una falsedad, es una cosa que en lugar de enriquecer la vida la estruja y empobrece.

El paisaje —como todas las cosas en sí— no es absolutamente nada. La palabra paisaje es la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea, cuando ésta nos ha untado con cualquier barniz conocido de la literatura. Desgraciadamente no hay gran acervo de barnices. El ruiseñor que se derrama entero en el quietismo de la selva nos sugiere, con una regularidad geometral, los instantes del Intermedio Lírico, y el tren que opera la bisección de la planicie mansa, espolea inevitablemente en nosotros los recuerdos de dos visiones literarias ya trasnochadas: la del naturalismo (nexo causal inaflojable, enfermedades hereditarias, puestas o salidas de sol en los momentos oportunos...) y la de los albores del futurismo (belleza del esfuerzo, Whitman mal traducido al italiano, instalación de luz eléctrica en la retórica...) Y no me refiero al agotamiento del tren y del ruiseñor como elementos literarios. Pluma en ristre, les impondremos la traducción que más nos convenga, y descubriremos en el ruiseñor ironía, desesperanza o cualquier otra cosa, y diremos que su cantar le saca punta al silencio, o que se enreda en las estrellas, o que sacude el liso corazón del plenilunio...

Eso hablando en urdidor de verbalismos. Pero hablando en espectador aprofesional del paisaje, las viejas sugestiones clásicas y románticas aún me doblegan, y lo veo persistente, enorme, tedioso y como atorado de ritmos sentimentales, de estatuaria esponjosa, de proyectos y de posturas de alma gastadas.

El paisaje de campo es la mentira.

Por eso he vuelto la espalda a sus alcores, a sus tablados y a los colorines gesticulantes de sus ponientes.

Hasta que alguna vez —obliterados ya los versos que Juan Ramón Jiménez dibujó en mi pizarra espiritual— pueda volver y descubrir, sin desviación ni finalidad artística alguna, la mejorana y el tomillo.


Lo bello es lo espontáneo, lo que carece de últimos planos declamatorios o egocéntricos. (La idea estilizada en frases bien peinaditas y eslabonadas sobre una firma en letras de molde, siempre será inferior a la idea repartida humanamente, sencillamente, sin mirar de reojo a la fama y ofrecida a los demás como quien ofrece un pitillo.)

Un verso puede ser muy bello, pero nunca un libro de versos.

Lo marginal es lo más bello.

Por ejemplo: Cualquier casita del arrabal, seria, pueril y sosegada. El café donde estoy (cuyos detalles sólo nebulosamente conozco). El paisaje urbano que los verbalismos no mancharon aún. La cantinela intermitente de un organillo que se derrama por los cangilones de los ruidos más duros.



Cosmópolis, Madrid, N° 34, octubre de 1921*


Notas

[*]  Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Buenos Aires".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».


En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.

Foto: Anverso de la tarjeta postal enviada por Borges 
a Jacobo Sureda en octubre de 1921, 
desde Buenos Aires a Leysin (Suiza)



29/9/15

Jorge Luis Borges: Inferno, I, 32








Desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del siglo XIX, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro, hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con hojas secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: "Vives y morirás en esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema." Dios, en el sueño, iluminó la rudeza del animal y éste comprendió las razones y aceptó ese destino, pero sólo hubo en él, cuando despertó, una oscura resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera.

Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres.


En El Hacedor (1960)
Retrato de Jorge Luis Borges
©Sara FacioBorges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005

28/9/15

Jorge Luis Borges: Rusia (poema autógrafo ca. 1920) [bilingüe]







La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje
con gallardetes de hurras
mediodías estallan en los ojos
Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kreml.; [sic]
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente
En el cuerno salvaje de un arco iris
clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas

En Cahier de L'Herne, dedicado a Borges, París, 1964



Versión en prosa


La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje con gallardetes de hurras: mediodías estallan en los ojos. Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres y el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería de las torres del Kreml.; [sic]. El mar vendrá nadando a esos ejércitos que envolverán sus torsos en todas las praderas del continente. En el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su gesta bayonetas que portan en la punta las mañanas.

Grecia*,  Madrid, Año 3, N° 48, 1 de septiembre de 1920


Grecia*,  Madrid, Año 3, N° 48, 1 de septiembre de 1920


*La versión en prosa se publicó ilustrada con un grabado en madera de Norah Borges. El 20 de agosto de 1920 Borges escribe a su amigo Abramowicz desde Valldemosa, Mallorca: "Todavía espero la Grecia del 15. Creo que una prosa ultraísta mía ha llegado demasiado tarde para aparecer en este número (...)"


En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.

Foto superior incluida en El mundo de Borges,
fascículos bajo la dirección de Roberto Alifano, Alejandro Vaccaro y Ambito Fnanciero
Buenos Aires, Ambito financiero, sin fecha
Foto PD

Fuente segunda foto (manuscrito)

Nota
Rusia trataríase del primer poema de JLB traducido a otro idioma (húngaro): 
Oroszország






Oroszország
Ma, 6, évf. 9, sz. 15 sept. 1921, p. 122

Az elöveritt futóárok sivatagban kikötö bárka
hajrás lobogókkal
Delek fröccsentenek a szemekbe
Csendzászlók alatt marsolnak a tömegek
És a nyugaton keresztrefeszitett nap
megsokszorozódik a Kreml tornyainak zsibajában
A tenger usztatja majd elö ezeket a regim enteket
melyek torzóikat belegöngyölik
a kontinens összez tereibe
Egy szivárvány vad kürtjébe harsogjuk tettüket
bajonettek

melyek hegyükön a reggeleket hozzák. 

Ford. Gáspár Endre


Búsqueda de material  FG y PD


27/9/15

Rafael Narbona: Borges y la filosofía








¿Se puede afirmar que la obra de Borges pertenece –al menos en parte- al terreno de la filosofía? La filosofía es una disciplina escurridiza, que se resiste a una definición objetiva y universal. No es una ciencia social, natural o exacta. No es una técnica y, menos aún, una religión. En las primeras décadas del siglo XXI, se podría decir que –en su sentido más amplio- es la pregunta por el ser y -en un sentido más específico- la pregunta por los fundamentos del conocimiento, la moral, la política y la belleza. Kant condensó el propósito de la filosofía en tres célebres preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? Todos estos interrogantes pueden reunirse en una sola pregunta: ¿qué es el hombre? Kant no menciona la belleza, pero en 1790 publica la Crítica del Juicio, donde establece una feliz distinción entre lo bello –que cautiva con su armonía y equilibrio- y lo sublime –que conmueve y sacude, provocando terror y fascinación. ¿Cuál es la posición de Borges en relación a estas cuestiones? ¿Cómo responde a estas preguntas? ¿Se las plantea seriamente? Borges citaba a menudo la maliciosa frase de la Escuela de Viena, según la cual “la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Aficionado a las provocaciones, simulaba un falso entendimiento con el positivismo lógico, pero era demasiado incrédulo para suscribir que un enunciado lógicamente perfecto constituye una verdad objetiva. Borges ensayó una definición de la filosofía que encajaba con su actitud descreída: “Si soy rico en algo, lo soy más en perplejidad que en certidumbre. Un colega declara desde su sillón que la filosofía es entendimiento claro y preciso; yo la definiría como la organización de las perplejidades esenciales del hombre”.

Borges era un lector apasionado de Heráclito, Berkeley, Hume y Schopenhauer, pero nunca perdió mucho tiempo con los sistemas, especialmente cuando su arquitectura y lenguaje se basaban en complejos tecnicismos. No leyó las tres Críticas de Kant ni la Ciencia de la lógica de Hegel. Tampoco se internó en la inextricable selva de Heidegger, tan oscura  como los misterios de Eleusis. No se debatió con la pregunta por el ser. No le interesó el “giro lingüístico” del primer Wittgenstein ni el misticismo del segundo. ¿Por qué callar ante lo inefable, si la palabra –con sus imperfecciones y limitaciones- es lo más preciado de la especie humana? En “Las ruinas circulares” (Ficciones, 1944), juega con la idea calderoniana de que la realidad es sueño, pero sin el énfasis trágico del Barroco. Somos el sueño de otro al que llamamos Dios. Es una hipótesis de indudable belleza, pero tan incierta como la paradoja de Aquiles y la tortuga o la flecha de Zenón de Elea. El espacio es infinitamente divisible en la “llanura supraceleste” de Platón, donde existe la esfera perfecta soñada por Pascal, pero en el mundo empírico el espacio es un tramo que Aquiles recorre con atléticos pasos de hoplita y la flecha del arquero vuela implacablemente hasta hundir su punta en el blanco.

En “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), Borges esboza una ingeniosa impugnación del tránsito temporal, explotando los argumentos de Berkeley, pero finaliza el texto admitiendo que sólo se trata de una ilusión: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Escéptico en materia religiosa, declaró con humor: “Todo es posible, hasta Dios”. En Los teólogos (El Aleph, 1949), Aureliano acusa a Juan de Panonia de herejía, enviándolo a la hoguera. Cuando Aureliano perece por causas naturales, descubre que Dios le confunde con Juan de Panonia. En la eternidad, “el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima” se confunden en la misma identidad difusa, pues Dios apenas presta atención a las sutilezas teológicas. Kant presuponía la inmortalidad como un interminable proceso de perfeccionamiento, sin el cual no sería posible lograr la excelencia moral como especie. La inmortalidad es un postulado de la razón práctica, no una evidencia empírica. El filósofo de Königsberg, con una biografía tan insípida como la de Borges, considera que no debemos codiciar la inmortalidad, sino hacernos merecedores de ella.

El escritor argentino no aprecia nada deseable en existir indefinidamente. Nunca ocultó el fastidio que le producía ser Borges, confesando que el anhelo de inmortalidad de Unamuno le parecía literalmente incomprensible. En “El inmortal” (El Aleph), quizás uno de sus cuentos más perfectos, escribe: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”. En una hipotética eternidad, semejante a la que viven los trogloditas de la Ciudad de los Inmortales, “no hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. El tribuno romano que protagoniza el relato advierte el horripilante significado de la inmortalidad: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. Borges concluye que la muerte es necesaria para mantener el sentido de la vida: “La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y azaroso”.

En el terreno de la moral, Borges descarta formular cualquier clase de imperativo. No es un relativista, pero se muestra escéptico sobre la posibilidad de deslindar nítidamente el terreno del bien y el mal. No cree en la literatura comprometida. La buena literatura no nace de una idea, sino de la fatalidad. Ese fenómeno explica la autonomía del arte, con una existencia independiente de su autor. ¿Es el Martín Fierro una apología de la violencia y de la camaradería masculina, con su inevitable tufo de misoginia? No es un secreto que Borges sentía fascinación por los gauchos y soñaba con una muerte viril, semejante al de Juan Dahlmann, el protagonista de “El Sur” (Ficciones, 1944), que se deja matar por “compadrito de cara achinada” en una disputa trivial. Dahlmann acepta el cuchillo de un gaucho y sale a la llanura. No sabe manejar el arma, pero no está asustado. Le espera la muerte que “hubiera elegido o soñado” meses atrás, cuando se recuperaba de un grave accidente en un hospital. Se ha acusado a Borges de conservador, pero en realidad era un individualista feroz, que detestaba cualquier forma de autoritarismo: “Estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los estados”. Se definía como “anarquista”, pero su anarquismo no guardaba ninguna relación con la tradición libertaria, sino con la filosofía de Spencer, según el cual lo óptimo en política es un “severo mínimo de gobierno”. Los valores morales de Borges eran la amistad, el coraje y la tolerancia. Se declaraba enemigo del fascismo y el comunismo, dos ideologías totalitarias, colectivistas, que postulan la aniquilación del individuo. Desde su punto de vista, la realidad es “un sueño compartido”, el yo “una alucinación colectiva” y la belleza “la inminencia de una revelación que no se produce”. Borges no es un filósofo –al menos, en el sentido académico-, sino un clásico literario, quizás el mayor de la segunda mitad del siglo XX en lengua castellana. En septiembre de 1972, le entrevistó la Revista Gente: “Es usted un genio”, afirmó el periodista. “No crea, son calumnias”, contestó el escritor. Ser un genio tiene sus inconvenientes. Borges repudió sus primeros libros, pero la posteridad fue inmisericorde, rescatando hasta la más pequeña de sus notas, algo que le habría hecho sufrir mucho más que no recibir el Nobel. “No otorgarme el Premio Nobel se ha convertido en una tradición escandinava”, comentó burlón un gran amante de las sagas escandinavas. Afirmaba que entendía a la Academia Sueca: “Todo lo que he escrito, todo, no pasa de ser borradores… ¡borradores!… papeles sueltos”. Esos presuntos borradores son una vasta, profunda y ubicua literatura, casi tan perfecta como la flor de Coleridge, que viajó desde el Paraíso hasta la Historia para escarnecer nuestra pobre racionalidad.



En suplemento El Cultural
El Mundo, 26 de mayo de 2015
Foto: Jorge Luis Borges en Madrid
20 de abril de 1980, Agencia EFE

26/9/15

Jorge Luis Borges: Examen de la obra de Herbert Quain







Herbert Quain ha muerto en Roscommon; he comprobado sin asombro que el Suplemento Literario del Times apenas le depara media columna de piedad necrológica, en la que no hay epíteto laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado) por un adverbio. El Spectator, en su número pertinente, es sin duda menos lacónico y tal vez más cordial, pero equipara el primer libro de Quain —The God of the Labyrinth— a uno de Mrs. Agatha Christie y otros a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará inevitables y que no hubieran alegrado al difunto. Éste, por lo demás, no se creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega invariablemente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson… Percibía con toda lucidez la condición experimental de sus libros: admirables tal vez por lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las virtudes de la pasión. «Soy como las odas de Cowley», me escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939. «No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte». No había, para él, disciplina inferior a la historia.
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota su pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (recordemos el Viaje del Parnaso, recordemos el destino de Shakespeare) no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil. Deploraba con sonriente sinceridad «la servil y obstinada conservación» de libros pretéritos… Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan demasiado el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó. He declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth; puedo agradecer que el editor la propuso a la venta en los últimos días de noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas involuciones del Siamese Twin Mystery atarearon a Londres y a Nueva York; yo prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la novela de nuestro amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su ejecución deficiente y a la vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo de siete años, me es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal como ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable asesinato en las páginas iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que contiene esta frase: Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Esa frase deja entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March, cuya tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la consideró nunca otra cosa. «Yo reivindico para esa obra», le oí decir, «los rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio». Hasta el nombre es un débil calembour: no significa Marcha de abril sino literalmente Abril marzo. Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe (Appearance and Reality, 1897, página 215)[1]. Los mundos que propone April March no son regresivos; lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta pues de nueve novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente). De esas novelas, una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a comprender la estructura.







De esa estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente, alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que originariamente ideó, el x4; es el de naturaleza fantástica, el x9. Otros están afeados por bromas lánguidas y por seudoprecisiones inútiles. Quienes los leen en orden cronológico (verbigracia: x3, y1, z) pierden el sabor peculiar del extraño libro. Dos relatos —el x7, el x8— carecen de valor individual; la yuxtaposición les presta eficacia… No sé si debo recordar que ya publicado April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo imitaran optarían por el binario




y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.

Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale, C. I. E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es Miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva; sospechamos que no suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer-Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos). Los personajes del primer acto reaparecen en el segundo —con otros nombres. El «autor dramático» Wilfred Quarles es un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre John William Quigley. Miss Thrale existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o improbable «casa de campo» es la pensión judeo-irlandesa en que vive, transfigurada y magnificada por él… La trama de los actos es paralela, pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se posterga o se frustra. Cuando The Secret Mirror se estrenó, la crítica pronunció los nombres de Freud y de Julian Green. La mención del primero me parece del todo injustificada.

La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya Quain había cumplido los cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cambio de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de 1939 publicó Statements: acaso el más original de sus libros, sin duda el menos alabado y el más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. «No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor, en potencia o en acto». Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para esos «imperfectos escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos del libro Statements. Cada uno de ellos prefigura o promete un buen argumento, voluntariamente frustrado por el autor. Alguno —no el mejor— insinúa dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de extraer «Las ruinas circulares», que es una de las narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan.


1941 

[*] Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un interlocutor del Político, de Platón, ya había descrito una regresión parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada. También Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que originan en quien las come, el mismo proceso retrógrado. Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el que recordáramos el porvenir e ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el canto X del Infierno, versos 97-102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.


En  Ficciones (1941)
Foto: Borges en conferencia
Ediciones especiales en fasciculos de
"Ambito Financiero", Buenos Aires (sin autores ni fecha)



25/9/15

Jorge Luis Borges: Cuando la ficción vive en la ficción








Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente... Catorce o quince años después, hacia 1921, descubrí en una de las obras de Russell una invención análoga de Josiah Royce. Éste supone un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa —a fuer de puntual— debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito... Antes, en el Museo del Prado, vi el conocido cuadro velazqueño de Las meninas: en el fondo aparece el propio Velázquez, ejecutando los retratos unidos de Felipe IV y de su mujer, que están fuera del lienzo pero a quienes repite un espejo. Ilustra el pecho del pintor la cruz de Santiago; es fama que el rey la pintó, para hacerlo caballero de esa orden... Recuerdo que las autoridades del Prado habían instalado enfrente un espejo, para continuar esas magias.
Al procedimiento pictórico de insertar un cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción. Cervantes incluyó en El Quijote una novela breve; Lucio Apuleyo intercaló famosamente en El asno de oro la fábula de Amor y de Psiquis: tales paréntesis, en razón misma de su naturaleza inequívoca son tan banales como la circunstancia de que una persona, en la realidad, lea en voz alta o cante. Los dos planos —el verdadero y el ideal— no se mezclan. En cambio, el Libro de las mil y una noches duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar esas realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos han rodado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo— a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista, y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de las mil y una noches, ahora infinita y circular... En Las mil y una noches, Shahrazad refiere muchas historias; una de esas historias casi es la historia de Las mil y una noches.
Shakespeare, en el tercer acto de Hamlet, erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada —el envenenamiento de un rey— espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones. (En un artículo de 1840, De Quincey observa que el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal.)
Hamlet data de 1602. A fines de 1635 el joven escritor Pierre Corneille compone la comedia de magia L'illusion comique. Pridamant, padre de Clindor, ha recorrido en busca de su hijo las naciones de Europa. Con más curiosidad que fe, visita la gruta del «mágico prodigioso» Alcandre. Éste, de manera fantasmagórica, le muestra la azarosa vida del hijo. Lo vemos apuñalar a un rival, huir de la justicia, morir asesinado en un jardín y luego conversar con unos amigos. Alcandre nos aclara el misterio. Clindor, después de haber matado al rival, se ha hecho comediante y la escena del ensangrentado jardín no pertenece a la realidad (a la «realidad» de la ficción de Corneille), sino a una tragedia. Estábamos, sin saberlo, en el teatro. Un elogio un tanto imprevisto de esa institución da fin a la obra:

Méme notre grand Roi, ce foudre de la guerre,
Dont le nom sefait craindre aux deux bouts de la terre,
Le front ceint de lauriers, daigne bien quelquefois
Préter l'oeil et l'oreille au Théátre-Francais...

Es triste comprobar que Corneille pone en boca del mago esos no muy mágicos versos.
La novela Der Golem de Gustav Meyrink (1915), es la historia de un sueño: en ese sueño hay sueños; en esos sueños (creo) otros sueños.
He enumerado muchos laberintos verbales; ninguno tan complejo como la novísima obra de Flann O'Brien: At Swim-Two-Birds. Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas. Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora, en este libro múltiple.
Arthur Schopenhauer escribió que los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar. Cuadros dentro de cuadros, libros que se desdoblan en otros libros, nos ayudan a intuir esa identidad.
2 de junio de 1939




En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
2 de junio de 1939
Imagen: Diego de Velázquez: Las meninas (1656/1657)
Madrid, Museo del Prado Via



24/9/15

Jorge Luis Borges: Buenos Aires [1]






Ni de mañana ni al atardecer ni en la noche vemos realmente la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro de abiertas claraboyas agujereando el cielo decisivo y completo, un cristalear y un despilfarro escandaloso de sol amontonándose en las plazas y hasta metiéndose en los espejos y en los aljibes. La tarde es el momento dramático de la jornada: es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas, y nos desmadeja, nos carcome y nos manosea. Después,y ya convalecientes de la tarde, la noche es el milagro trunco: la culminación de los embanderados faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada, en cambio, siempre es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en la frente.
No: las etapas que acabo de enunciar son demasiado literarias para que en ellas pueda el paisaje gozar de vida propia. Yo estoy seguro que el amanecer en Benarés tiene el mismo sentido que el amanecer en Madrid... (¡Oh lenta luna rezagada encima del Viaducto y actuación mentirosamente optimista de los pajaritos que chillan tras las verjas de los jardines húmedos!)
Para apresar íntegramente el alma —imaginaria— del paisaje, hay que elegir una de aquellas horas huérfanas que viven como asustadas por los demás y en las cuales nadie se fija. Por ejemplo: las dos y pico, p. m. El cielo asume entonces cualquier color. Ningún director de orquesta nos impone su pauta. La cenestesia fluye por los ojos pueriles y la ciudad se adentra en nosotros. Así nos hemos empapado de Buenos Aires.

***

Aunque a veces nos humille algún rascacielos, la visión total de Buenos Aires no es whitmaniana. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de casitas de un piso alienadas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedras— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. En cada encrucijada se adivinan cuatro correctos horizontes. Horizontes que intentan distraídamente escalar mis ojos de miope. Horizontes con esa lejanía exasperante que tienen las mangas de los gabanes, a veces... Y además: automóviles y vehementes anuncios de cigarrillos, y, como un eficaz terrón de azúcar que endulzase él solo la ciudad desdibujada y lacia, el último tango —siempre hay un último tango— enhebra todos los oídos y en su flojo compás disloca las actitudes.
He mentado las casas. Y es que las casas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lamentablemente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman, a la vez, tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el medio, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe; pero que está lleno de ancestralidad y de primitiva eficacia, ya que se encuentra cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores, y expresan: Fatalismo. No el fatalismo individualista y anárquico que se gasta en España, sino el fatalismo vergonzante del criollo que intenta hoy ser occidentalista y no puede. ¡Pobres criollos! En los subterráneos del alma nos brinca la españolidad, y empero quieren convertirnos en yanquis, en yanquis falsificados, y engatusarnos con el aguachirle de la democracia y el voto...
Pero me olvido de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente, y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobijan.


Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa o de cinc, huérfanas de torres excepcionales o de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Pero ¿qué importa? En una de ellas murió Evaristo Carriego, el hombre que dijo:

El ciego
evoca memorias de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas...

Y en otra de ellas ha de nacer nuestro Mesías.


Buenos Aires, 1921

* Cosmópolis, Madrid, n° 34, octubre de 1921[2]
Y además en Inquisiciones, 1925



Notas

[1]  Publicamos esta primera versión de "Buenos Aires" debido a sus variantes.
Dice Borges: «Buenos Aires fue abreviatura de mi libro de versos y la compuse en el novecientos veintiuno.»

[2]  Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Crítica del paisaje".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».


En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.

Foto: Borges a los 21 años sin atribución de autor
Foto Archivo La Nación




23/9/15

Jorge Luis Borges: Poetas de Buenos Aires










Buenos Aires es una ciudad que podemos vivir, que acaso podemos ver y que, ciertamente, no podemos mostrar. Vienen extranjeros a esta ciudad, les mostramos el barrio de la Boca, el barrio de la Boca es menos un suburbio de Buenos Aires que un suburbio de Génova; les mostramos el parque de Palermo, que se parece a otros parques de otras grandes ciudades; les mostramos el Barrio Norte, que representa nuestra nostalgia del país; les mostramos el Barrio Sur, pero casi toda Sudamérica es Barrio Sur, con más patios, más aljibes, más zaguanes y, acaso, más ilustres iglesias. Buenos Aires es una ciudad para ser querida y para ser vivida, no para comunicarla a otros. 

Ese problema es el que tienen los poetas de Buenos Aires. Por eso, Carriego, a principios de este siglo, buscó una solución sentimental y pintoresca. Pero no sé si Buenos Aires es sentimental y sé que Buenos Aires, sobre todo el Barrio de Palermo, que fue el barrio de Carriego, y que fue el mío también, no era un barrio pintoresco. Ahora, Carriego alguna vez se acercó a la épica. Esos fueron sus mejores momentos. Por ejemplo: 

Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero 
viejas cicatrices de cárdeno brillo  
en el pecho un hosco rencor pendenciero 
y en los negros ojos la luz del cuchillo. 

Pero esto tampoco es típico de Buenos Aires. Esto corresponde a un paisano criollo de cualquier ciudad. 

Ahora, tendríamos también muchas piezas de Lugones. El autor ha pensado seguramente en Buenos Aires. Pero entiendo que hay una discordia entre el vocabulario lujoso y las arduas metáforas de Lugones y la ciudad de Buenos Aires, que, como ya dije, es una ciudad un poco gris y un poco invisible. 

Tenemos también los poemas de Horacio Rega Molina, por ejemplo, “Carta a un domingo humilde”. Allí yo he encontrado el sabor de Buenos Aires. Aunque es, me parece, demasiado pintoresco para Buenos Aires. Algunos me han llamado poeta de Buenos Aires. Lo soy en el sentido de que he querido dar una expresión poética de la ciudad, pero no creo haberlo conseguido. 

En todo caso, el único texto mío en el que algunos han reconocido el sabor de Buenos Aires es un cuento, un cuento policial titulado “La muerte y la brújula”. Un cuento que ocurre en una especie de Buenos Aires de pesadilla o de alucinación, en el que hay una Rue de Toulon, que corresponde al Paseo Colón, una vieja quinta en un lugar llamado Triste-le-Roy, que corresponde al viejo hotel, hoy desaparecido, del pueblo, de mi pueblo en cierto modo, de Adrogué. Y allí Buenos Aires está sugerido. 

Y esto me lleva al poeta que, si no me engaño, ha dado la mejor versión de Buenos Aires. Y la ha dado justamente porque no ha procedido por descripción sino por alusión, ha rozado ligeramente a Buenos Aires, y por eso nos…* la expresión de nuestra querida ciudad. Y simplemente es, como todos ustedes lo saben, Fernández Moreno. 

*… aquí recordando unos versos suyos, unos versos en que toma...* y…* expresión del centro de Buenos Aires y lo da por insinuación y alusión. Los versos dicen así: 

Piedra, madera, asfalto 
si me enterrasen bajo el pavimento 
Piedra, madera, asfalto, 
en una calle del centro. 
Piedra, madera, asfalto, 
Casi no estaría muerto. 

Y ahora quiero dejarlos con estos versos de Fernández Moreno resonando en el espíritu de ustedes y en mi espíritu. 

Yo lo quise a Fernández Moreno, y por pudor no se lo dije nunca, pero creo que él sintió la amistad y la admiración que yo le profesé. 




* Los puntos suspensivos corresponden a partes faltantes 
de la transcripción de esta audición radial.

Conferencia radiofónica en Radio Municipal
En el programa La Ciudad Viva
Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires
Emisión del 15 de octubre de 1963
Retrato de Borges por Humberto Rivas, 1972


22/9/15

George Steiner: Tigres en el espejo* (1970)





Inevitablemente, la actual fama mundial de Jorge Luis Borges acarreará para algunos una sensación de pérdida íntima. Como cuando una vista hace largo tiempo atesorada (la masa de sombra de la Silla de Arturo en Edimburgo, contemplada, de manera única, desde la parte de atrás del número 60 de The Pleasance, o la calle 51 en ángulo con un distante desfiladero broncíneo merced al truco de la elevación y la luz, desde la ventana de mi dentista), una pieza de coleccionista de y para la mirada interior, se convierte en un espectáculo panóptico para la horda de turistas. Durante mucho tiempo, el esplendor de Borges fue clandestino, destinado a los muy pocos, intercambiado en voz baja y en mutuos reconocimientos. ¿Cuántos sabían de su primera obra, un compendio de mitos griegos, escrita en inglés en Buenos Aires cuando el autor tenía siete años? ¿O del opus 2, fechado en 1907 y claramente premonitorio: una traducción al español de El príncipe feliz de Oscar Wilde? Afirmar hoy que «Pierre Menard, autor del Quijote» es una de las maravillas absolutas de la inventiva humana, que las diversas facetas del tímido genio de Borges están casi en su totalidad cristalizadas en esa fábula, es un lugar común. Pero ¿cuántos tienen la editio princeps de El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires 1941), donde apareció el relato? Hace solo diez años era marca de arcana erudición saber que H. Bustos Domecq era el seudónimo común de Borges y su estrecho colaborador, Adolfo Bioy Casares, y que el Borges que, junto con Delia Ingenieros, publicó una docta monografía sobre la literatura germánica y anglosajona antigua (México 1951) era en realidad el maestro. Tales informaciones se guardaban celosamente, se dispensaban con parsimonia, a menudo eran casi imposibles de obtener, como lo eran los poemas, relatos y artículos de Borges, igualmente dispersos, agotados, escritos bajo seudónimos. Recuerdo a un temprano entendido, en la amplia y tenebrosa trastienda de una librería de Lisboa, que me enseñó —fue a comienzos de los años cincuenta— la traducción de Borges del Orlando de Virginia Woolf, su prefacio a una edición bonaerense de la Metamorfosis de Kafka, su artículo clave sobre el lenguaje artificial inventado por el obispo John Wilkins, artículo publicado en La Nación en 1942 y (el más raro de los raros). El tamaño de mi esperanza, una recopilación de textos breves publicada en 1926 pero, por deseo de Borges, nunca reeditada. Estos pequeños objetos me fueron mostrados con un aire de maniática condescendencia. Y con razón. Yo había llegado tarde al lugar secreto.
El momento decisivo llegó en 1961. Se concedió a Beckett y a Borges el premio Formentor. Un año después aparecieron en inglés los Laberintos y las Ficciones de Borges. Le llovieron los honores. El gobierno italiano nombró Commendatore a Borges. A sugerencia de Malraux, De Gaulle le confirió a su ilustre colega escritor y maestro de mitos el título de comendador de la Ordre des Lettres et des Arts. La repentina celebridad se encontró dando conferencias en Madrid, París, Ginebra, Londres, Oxford, Edimburgo, Harvard, Texas. «A una edad madura», cavila Borges, «empecé a ver que había mucha gente interesada por mi obra en todo el mundo. Parecía raro: muchos de mis escritos habían sido traducidos al inglés, al sueco, al francés, al italiano, al alemán, al portugués, a algunas lenguas eslavas, al danés. Y esto era siempre una gran sorpresa para mí, pues recordaba que había publicado un libro —debió de ser en 1932, creo— ¡y al acabar el año me encontré con que se habían vendido nada menos que treinta y siete ejemplares!». Una parquedad que ha tenido compensaciones: «Esas personas son reales, quiero decir que cada una de ellas tiene un rostro, una familia, vive en una calle determinada. Vamos, que si uno vende, por ejemplo, dos mil ejemplares, es lo mismo que si no hubiera vendido nada en absoluto, porque dos mil es demasiado… quiero decir, para que la imaginación lo capte… Quizá diecisiete hubiera sido mejor, o incluso siete». Cada uno de estos números tiene un papel simbólico, y en las fábulas de Borges también lo tiene la serie cabalística que disminuye progresivamente.
Hoy, los treinta y siete libros secretos han dado lugar a una industria. Comentarios críticos sobre Borges, entrevistas con él, recuerdos relativos a él, números especiales de revistas trimestrales dedicados a él, ediciones de sus obras, todo pulula. La compilación exegética, biográfica y bibliográfica de quinientas veinte páginas publicada en París por L’Herne en 1964 está ya obsoleta. La atmósfera está cargada de tesis sobre «Borges y Beowulf», sobre «La influencia de Occidente en el ritmo narrativo del Borges tardío», sobre «El enigmático interés de Borges por West Side Story» («la he visto muchas veces»), sobre «El verdadero origen de las palabras Tlön y Uqbar en los relatos de Borges», sobre «Borges y el Zohar». Ha habido fines de semana Borges en Austin, seminarios en Widener, un congreso a gran escala en la Universidad de Oklahoma, en el que estuvo presente el propio Borges, contemplando la docta santificación de su otro yo, o, como él dice, «Borges y yo». Se va a fundar un diario de estudios borgesianos. Su primer número tratará de la función del espejo y del laberinto en el arte de Borges y de los tigres soñados que aguardan detrás del espejo, o, mejor dicho, en su silencioso laberinto de cristal. Con el circo académico han venido los mimos. El estilo de Borges está siendo ampliamente imitado. Hay giros mágicos que muchos escritores, e incluso estudiantes dotados de oído perspicaz, pueden simular: la desviación autodesaprobadora que hay en el tono de Borges, el oculto fantaseo de referencias literarias e históricas que salpican sus narraciones, la alternancia de afirmación directa y pelada con sinuosa evasión. Las imágenes clave y los marcadores heráldicos del mundo de Borges han adquirido amplia difusión. «Me he cansado de laberintos y de espejos y de tigres y de todas esas cosas. Sobre todo cuando las están usando otros… Eso es lo que tienen de bueno los imitadores. Lo curan a uno de sus males literarios. Porque uno piensa: hay mucha gente haciendo esas cosas ahora, no hace falta que yo las siga haciendo. Ahora que las hagan otros, y buen viaje». Pero lo importante no es el seudo-Borges.
El enigma es este: que una táctica de sentimiento tan especializada, tan intrincadamente enredada con una sensibilidad que es en extremo personal, tuviera un eco así de amplio y de natural. Como Lewis Carroll, Borges ha convertido unos sueños autistas —cuya naturaleza privada es exótica y personalísima en grado considerable— en imágenes, en llamamientos discretos pero exigentes, que los lectores de todo el mundo están descubriendo con la sensación de reconocerlos plenamente. Nuestras calles y jardines, un lagarto apuntando como una flecha en la cálida luz, nuestras bibliotecas y nuestras estanterías circulares están empezando a tener exactamente el aspecto con que Borges los imaginó, aunque las fuentes de su visión siguen siendo irreductiblemente singulares, herméticas, en algunos momentos casi lunáticas. El proceso por el que un modelo del mundo que es fantásticamente privado salta al otro lado del muro de espejos en el que ha sido creado, y llega a cambiar el paisaje general de la conciencia, es inconfundible, pero resulta extraordinariamente difícil hablar de él (cuántos de los numerosos trabajos críticos sobre Kafka son charlatanería ilustrada). Está claro que la entrada de Borges en el escenario, más amplio, de la imaginación fue precedida de un punto de vista local de extremado rigor y oficio lingüístico. Pero eso no nos llevará muy lejos. El hecho es que hasta las traducciones flojas transmiten gran parte de su hechizo. El mensaje —puesto en un código cabalístico, escrito, por así decirlo, en tinta invisible, lanzado, con la orgullosa informalidad de una profunda modestia, en la más frágil de las botellas— ha cruzado los siete mares (hay, por supuesto, muchos más en el atlas de Borges, y son múltiplos de siete), para llegar a todo tipo de costas. Hasta aquellos que no saben nada de sus maestros y primeros compañeros —Lugones, Macedonio Fernández, Evaristo Carriego—, aquellos para quienes el barrio bonaerense de Palermo y la tradición de las baladas de los gauchos son poco más que nombres han encontrado la manera de acceder a las Ficciones de Borges. En cierto sentido, el director de la Biblioteca Nacional de Argentina es ahora el más original de los escritores angloamericanos.
Esta extraterritorialidad es tal vez una clave. Borges es un universalista. En parte, esto es cuestión de educación; obedece a que pasó los años de 1914 a 1921 en Suiza, Italia, España. Y se debe al prodigioso talento de Borges como lingüista. Habla con fluidez inglés, francés, alemán, italiano, portugués, anglosajón y noruego antiguo, además de español, que es constantemente atravesado por elementos argentinos. Como otros escritores que han perdido la vista, Borges se mueve con seguridad felina por el mundo sonoro de muchas lenguas. Es memorable lo que dice en «Al inicio del estudio de la gramática anglosajona»:
Al cabo de cincuenta generaciones
(tales abismos nos depara a todos el tiempo)
Vuelvo en la margen ulterior de un gran río
Que no alcanzaron los dragones del vikingo
A las ásperas y laboriosas palabras
Que, con una boca hecha polvo,
Usé en los días de Northumbria y de Mercia,
Antes de ser Haslam o Borges
Alabada sea la infinita
Urdimbre de los efectos y de las causas
Que antes de mostrarme el espejo
En que no veré a nadie o veré a otro
Me concede esta pura contemplación
De un lenguaje del alba.
«Antes de ser Borges». Hay en su penetración en diferentes culturas un secreto de metamorfosis literal. En «Deutsches Requiem», el narrador deviene —es— Otto Dietrich zur Linde, criminal de guerra nazi condenado. La confesión de Vincent Moon, «La forma de la espada», es un clásico en la abundante literatura de las tribulaciones irlandesas. En otros lugares, Borges adopta la máscara del doctor Yu Tsun, antiguo profesor de inglés en la Hochschule de Tsingtao, o de Averroes, el gran comentador islámico de Aristóteles. Cada una de estas creaciones de transformista trae consigo su propia aura persuasiva, pero todas son Borges. Se deleita en extender este sentido de lo que no tiene casa, de lo misteriosamente conglomerado, a su propio pasado: «Puede que tenga antepasados judíos, pero no lo sé. El apellido de mi madre es Acevedo. Puede que Acevedo sea un apellido judío portugués, pero también puede que no… La palabra acevedo, por supuesto, significa un tipo de árbol; no es una palabra especialmente judía, aunque muchos judíos se llaman Acevedo. No lo sé». Tal como Borges lo ve, es posible que otros maestros extraigan su fuerza de una similar postura de ajenidad: «No sé por qué, pero siempre percibo algo de italiano, algo de judío en Shakespeare, y tal vez los ingleses lo admiren por eso, por ser tan diferente de ellos». No es la duda ni el fantaseo concretos lo que cuentan. Es la idea básica del escritor como invitado, como un ser humano cuyo trabajo es seguir siendo vulnerable a múltiples presencias extrañas, que deben mantener abiertas a todos los vientos las puertas de su momentáneo alojamiento:
Nada o muy poco sé de mis mayores
portugueses, los Borges: vaga gente
que prosigue en mi carne, oscuramente,
sus hábitos, rigores y temores.
Tenues como si nunca hubieran sido
y ajenos a los trámites del arte,
indescifrablemente forman parte
del tiempo, de la tierra y del olvido.
Esta universalidad y este desdén por lo establecido se reflejan directamente en la fabulosa erudición de Borges. Sea cierto o no que esté «puesto ahí simplemente como una especie de broma privada», el tejido de alusiones bibliográficas, etiquetas filosóficas, citas literarias, referencias cabalísticas, acrósticos matemáticos y filológicos que pueblan los relatos y poemas de Borges es evidentemente crucial para su manera de experimentar la realidad. Un sagaz crítico francés, Roger Caillois, ha argumentado que en una época de creciente incapacidad para leer, cuando hasta los educados tienen solamente un rudimento de conocimientos clásicos o teológicos, la erudición en sí misma es un tipo de fantasía, un constructo surrealista. Cuando pasa, con callada omnisciencia, de unos fragmentos heréticos del siglo XI al álgebra barroca y a unas oeuvres victorianas en varios tomos sobre la fauna en el mar de Aral, Borges construye un antimundo, un espacio del todo coherente en el que su mente puede hacer conjuros a voluntad. El hecho de que la supuesta fuente material y mosaica de sus alusiones sea en buena medida pura invención —un recurso que Borges comparte con Nabokov y que ambos deben quizás a Bouvard y Pécuchet de Flaubert— refuerza paradójicamente la impresión de solidez que da. Pierre Menard está ante nosotros, instantáneamente sustancial e inverosímil, a través del inventado catálogo de sus «obras visibles»; a su vez, cada arcana pieza del catálogo apunta al significado de la parábola. ¿Y quién dudaría de la veracidad de las «Tres versiones de Judas» una vez que Borges nos ha asegurado que Nils Runeberg —obsérvese la runa en el nombre— publicó Den Hemlige Frälsaren en 1909 pero no conocía un libro de Euclides da Cunha (Rebelión en Tierra Negra, exclama el incauto lector) en el que se afirmaba que para el «hereje de Canudos, António Conselheiro, la virtud es “casi una impiedad”»? Es innegable aquí el humor de este montaje erudito. Y hay, como en Pound, un deliberado empeño de remembranza total, una recapitulación gráfica de la civilización clásica y occidental en una época en la que esta última se ha olvidado o vulgarizado en buena medida. Borges es, en el fondo, un conservador, un atesorador de nimiedades, un clasificador de antiguas verdades y conjeturas que abarrotan el desván de la historia. Todo este archisaber tiene sus lados cómicos y levemente histriónicos. Pero también tiene un significado mucho más profundo. Borges sostiene, o, mejor dicho, se vale imaginativamente, con toda precisión, de una imagen cabalística del mundo, una metáfora maestra de la existencia, con la que tal vez se familiarizó ya en 1914, en Ginebra, cuando leyó la novela de Gustav Meyrink El Golem y cuando estaba en estrecho contacto con el estudioso Maurice Abramowicz. La metáfora es algo parecido a esto: el Universo es un gran Libro; cada fenómeno natural y mental que tiene lugar en él posee un significado. El mundo es un inmenso alfabeto. La realidad física, los hechos de la historia, todas las cosas creadas por los hombres son, como si dijéramos, sílabas de un mensaje constante. Estamos rodeados de una red ilimitada de significación, cada uno de cuyos hilos tiene una palpitación de existencia y conduce, en última instancia, a lo que Borges, en un enigmático relato de gran fuerza, denomina el Aleph. El narrador ve este inexpresable eje del cosmos en un polvoriento rincón del sótano de la casa de Carlos Argentino, en la calle Garay, una tarde de octubre. Es el espacio de todos los espacios, la esfera cabalística cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna; es la rueda de la visión de Ezequiel pero también el pequeño pájaro silencioso del misticismo sufí, que en cierto modo contiene todos los pájaros: «Y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo». Desde el punto de vista del escritor, «el universo que otros llaman la Biblioteca» tiene varios rasgos notables. Abarca todos los libros, no solo los que ya se han escrito sino también todas las páginas de todos los tomos que se escribirán y, lo que es más importante, que se pueda imaginar que se escriban. Reagrupadas, las letras de todas las escrituras y alfabetos conocidos, tal como aparecen en los volúmenes existentes, pueden producir todo el pensamiento humano concebible, todos los versos y todos los párrafos en prosa hasta los límites del universo. La Biblioteca contiene asimismo no solo todas las lenguas sino también aquellas lenguas que han perecido o todavía han de venir. Está claro que a Borges le fascina el concepto, tan relevante en las especulaciones lingüísticas de la Cábala y de Jakob Böhme, de que una secreta habla primordial, una Ursprache de antes de Babel, subyace a la multitud de las lenguas humanas. Si, como saben hacer los poetas ciegos, pasamos los dedos por el borde viviente de las palabras —palabras españolas, palabras rusas, palabras arameas, las sílabas de un cantante en Catay— sentiremos en ellas el latido sutil de una gran corriente que brota palpitante de un centro común, la palabra final, compuesta por todas las letras de todas las lenguas, una palabra que es el nombre de Dios.
Así, el universalismo de Borges es una estrategia imaginativa hondamente sentida, una maniobra para estar en contacto con los grandes vientos cuyo soplo viene del corazón de las cosas. Cuando cita títulos ficticios, referencias imaginarias, infolios y autores que nunca han existido, Borges no hace otra cosa que reagrupar elementos de la realidad en la forma de otros mundos posibles. Cuando pasa, por medio del juego de palabras y del eco, de una lengua a otra, está haciendo girar el calidoscopio, proyectando luz sobre otro trozo de la pared. Como Emerson, al que cita incansablemente, Borges está seguro de que la visión de un universo simbólico, totalmente entrelazado, es una alegría: «Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra». Para Borges, como para los transcendentalistas, no hay cosa viva o sonido que no contenga una cifra de todos.
Este sistema de sueños —Borges nos pregunta con frecuencia si a nosotros mismos, incluyendo nuestros sueños, no nos están soñando desde fuera— ha generado algunos de los relatos breves más ingeniosos y asombrosamente originales de la literatura occidental. «Pierre Menard», «La biblioteca de Babel», «Las ruinas circulares», «El Aleph», «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «La búsqueda de Averroes» son lacónicas obras maestras. Su concisa perfección, como la de un buen poema, construye un mundo que es a la vez cerrado, con el lector inevitablemente dentro de él, y sin embargo abierto a la más amplia resonancia. Algunas de las parábolas, de apenas una página de extensión, como «Ragnarök», «Everything and nothing» y «Borges y yo» se sitúan al lado de las de Kafka como únicos logros en esta forma notoriamente frágil. Si no hubiera producido nada más que las Ficciones, Borges estaría entre los pocos soñadores nuevos que ha habido desde Poe y Baudelaire. Ha profundizado —y esta es la marca de un artista verdaderamente grande— el paisaje de nuestros recuerdos.
Sin embargo, a pesar de su universalidad formal y de las anchuras vertiginosas de su abanico de alusiones, el edificio del arte de Borges tiene graves grietas. Solo una vez, en el relato «Emma Zunz», ha creado Borges una mujer creíble. En la totalidad del resto de su obra, las mujeres son los desdibujados objetos de las fantasías o los recuerdos de los hombres. Aun entre los hombres, las líneas de la fuerza de la imaginación en una obra narrativa de Borges están rigurosamente simplificadas. La ecuación fundamental es la de un duelo. Los encuentros pacíficos son presentados a la manera de una colisión entre el «yo» del narrador y la sombra, más o menos importuna, del «otro». Cuando aparece una tercera persona, será casi invariablemente, indirectamente, una presencia a la que se ha aludido o que se recuerda o percibe, con vacilación, en el borde mismo de la retina. El espacio de acción en el que se mueve la figura borgiana es mítico y nunca social. Cuando se inmiscuye un escenario cuyas circunstancias son locales o históricas, lo hace a base de impactos que flotan libremente, exactamente igual que en un sueño. De ahí el frío y extraño vacío que exhalan muchos relatos de Borges, como una ventana abierta de repente en la noche. Son estas lagunas, estas intensas especializaciones de la conciencia, las que explican, a mi juicio, los recelos de Borges hacia la novela. El autor vuelve a menudo sobre la cuestión. Dice que un escritor a quien la vista debilitada obliga a componer mentalmente y, por decirlo de algún modo, de un tirón, tiene que ceñirse a relatos muy cortos. Y es verdad que las primeras Ficciones importantes siguen de forma inmediata al grave accidente que sufrió Borges en diciembre de 1938. Él piensa también que la novela, como antes que ella la epopeya en verso, es una forma transitoria: «La novela es una forma que tal vez pase, sin duda pasará, pero no creo que pase el relato… Es mucho más antiguo». Es el que cuenta cuentos por el camino real, el skald, el raconteur de las pampas, unos hombres cuya ceguera es frecuentemente una afirmación de lo luminosa y abarrotada que ha sido la vida que han experimentado, el que mejor encarna la concepción que tiene Borges del escritor. Muchas veces se evoca a Homero como talismán. Concedido. Pero es igualmente probable que la novela represente precisamente las principales dimensiones que faltan en Borges. La redondeada presencia de las mujeres, sus relaciones con los hombres, son esenciales en la literatura narrativa de envergadura. Lo mismo que una matriz de sociedad. La teoría de los números y la lógica matemática hechizan a Borges (véanse sus Avatares de la tortuga). En una novela hay mucho de simple ingeniería.
La concentrada rareza del repertorio de Borges contribuye a un cierto preciosismo, a una elaboración rococó que puede ser cautivadora pero también asfixiante. Más de una vez, las pálidas luces y las formas marfileñas de su invención se alejan del activo desaliño de la vida. Según ha declarado, Borges considera que la literatura inglesa, incluyendo a la americana, es «con mucho la más rica del mundo». Se encuentra admirablemente a sus anchas en ella. Pero su propia antología de obras inglesas resulta curiosa. Los escritores que más significan para él, que le sirven poco menos que de máscaras alternas para su propia persona, son De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling. Indudablemente, son maestros, pero de un tipo tangencial. Borges tiene toda la razón al recordarnos la prosa de De Quincey, que tiene la sonoridad de un órgano, y el puro control y economía de la recitación en Stevenson y Kipling. Chesterton es una elección muy inusitada, aunque de nuevo se puede comprobar que El hombre que fue jueves ha contribuido al amor de Borges por la charada y por la alta bufonada intelectual. Pero ninguno de estos escritores figura entre las fuentes naturales de energía de la lengua o la historia del sentimiento. Y cuando Borges asevera —tal vez socarronamente— que Samuel Johnson «era un escritor mucho más inglés que Shakespeare», nuestra sensación de hallarnos ante una deliberada extravagancia se hace más profunda. Al mantenerse tan espléndidamente a distancia de la grandilocuencia, la intimidación, las estridentes pretensiones ideológicas que caracterizan a buena parte de las letras actuales, Borges se ha construido un centro que es, como en la esfera mística del Zohar, un lugar asimismo extravagante.
Él mismo parece estar al cabo de los inconvenientes que tiene esta posición excéntrica. Ha dicho, en más de una entrevista reciente, que ahora tiene su mira puesta en una simplicidad cada vez mayor, en componer relatos breves de una inmediatez plana y masculina. El mero valor, el descarnado encuentro de cuchillo con cuchillo, han fascinado siempre a Borges. Algunas de sus más antiguas y mejores obras tuvieron su origen en las leyendas de reyertas en el barrio bonaerense de Palermo y en las heroicas razzias de gauchos y soldados de la frontera. Se enorgullece elocuentemente de sus antepasados guerreros: de su abuelo, el coronel Borges, que luchó contra los indios y murió en una revolución; del coronel Suárez, su bisabuelo, que dirigió una carga de la caballería peruana en una de las últimas batallas contra los españoles; de un tío abuelo que mandó la vanguardia del ejército de San Martín:
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
«La intrusa», un relato muy breve recientemente traducido al inglés, es ilustrativo del ideal actual de Borges. Dos hermanos comparten a una joven. Uno de ellos la mata para que la fraternidad de ambos pueda volver a estar completa. Ahora comparten un nuevo lazo: «la obligación de olvidarla». El mismo Borges compara esta estampa con las primeras narraciones de Kipling. «La intrusa» es una obra ligera, pero impecable y extrañamente conmovedora. Es como si Borges, después de su singular viaje por lenguas, culturas y mitologías, hubiese regresado a casa y encontrado el Aleph en el patio de al lado.
The book of imaginary beings (Dutton) es un Borges marginal. Recopilado en colaboración con Margarita Guerrero, este Manual de zoología fantástica se publicó en 1957. Siguió una versión ampliada diez años después. La presente colección se ha ampliado nuevamente y ha sido traducida por Norman Thomas di Giovanni, la más activa de las «otras voces» actuales de Borges. El libro es un bestiario de criaturas fabuladas, en su mayoría animales y seres espectrales. Está organizado alfabéticamente, desde el A Bao A Qu de la brujería malaya hasta el «zaratán», similar a la ballena, del que se habla en el Libro de los animales de Al-Jahiz, del siglo IX. Por el camino nos encontramos dragones y krakens, banshees e hipogrifos. Buena parte del texto es cita de fabulistas anteriores: Herbert Giles, Arthur Walev, Gershom Scholem y Kafka. Con frecuencia, una entrada se compone de un extracto de un poema o de una obra narrativa antigua seguido de una breve glosa. Hay, por supuesto, toques inconfundibles. Una desenfadada entrada sobre los duendes de la tradición de las granjas escocesas pasa, a través de Stevenson, a «aquel episodio de Olalla en el cual un joven, de una antigua casa española, muerde la mano de su hermana».
Punto final. Se nos informa de que el Espíritu Santo ha escrito dos libros, uno es la Biblia, «el segundo, el universo, cuyas criaturas encerraban enseñanzas inmorales». En los «Animales de los espejos», Borges expone la visión crucial de su sistema heráldico. Un día, las formas que se han congelado en el espejo saldrán de él: «Antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas».
Borges sabe que el Golem lleva en la frente la palabra ’emeth, que significa «verdad»; si se quita la primera letra tendremos meth, cuyo significado es «muerte». Apoya la mordaz sugerencia de Ibsen según la cual los trolls son, por encima de todo, nacionalistas. «Piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares». Pero la mayor parte del material es familiar y mesurado. Como dice Borges con un símil característico, «Querríamos que los curiosos lo frecuentaran, como quien juega con las formas cambiantes que revela un calidoscopio».
En un maravilloso poema, «Elogio de la sombra», que habla ambiguamente, con divertida ironía, de la capacidad de un hombre casi ciego para conocer todos los libros pero olvidar cualquiera que elija, Borges enumera los caminos que lo han conducido a su centro secreto:
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Sería estúpido ofrecer una simple paráfrasis de ese núcleo final del significado, del encuentro de perfecta identidad que tiene lugar en el corazón del espejo. Pero este significado está relacionado, vitalmente, con la libertad. En una maliciosa nota, Borges ha salido en defensa de la censura. El auténtico escritor se vale de alusiones y de metáforas. La censura lo obliga a afilar, a manejar de modo más experto, los instrumentos principales de su oficio. No hay, da a entender Borges, ninguna libertad verdadera en los ruidosos graffiti de emancipación erótica o política que pasan actualmente por narrativa y poesía. La función liberadora del arte radica en su singular capacidad para «soñar contra el mundo», para estructurar mundos que son de otra manera. El gran escritor es a la vez anarquista y arquitecto; sus sueños socavan y reconstruyen el paisaje chapuceado, provisional, de la realidad. Así conminó Borges en 1940 al «fantasma cierto» de De Quincey: «Teje para baluarte de tu isla/redes de pesadilla». Su propia obra ha tejido pesadillas, pero con mucha mayor frecuencia sueños ingeniosos y elegantes. Todos estos sueños son, inalienablemente, de Borges. Pero somos nosotros quienes despertamos de ellos, acrecentados.
20 de junio de 1970


* Existe edición anterior («Los tigres en el espejo») 
incluida en Extraterritorial, trad. de Edgardo Russo
Madrid, Siruela, 2002


Título original: George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo y edición: Robert Boyers

Foto: George Steiner en su casa GB, 2005
© Peter Marlow/Magnum Photos

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