26/6/16

Carlos Gamerro: Borges y la tradición mística





I. Mística
Voy a partir de la suposición de que Borges arrastró durante toda su vida literaria una íntima frustración: la de no haber sido un poeta místico. Como evidencia, por ahora, voy a citar una de dos frases suyas que me han sugerido esta idea. En el epílogo a El libro de arena que es de 1975 y por lo tanto da cuenta de casi toda su vida literaria, dice, hablando de su cuento "El Congreso": "El fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he procurado soñarla". Poca cosa, dirá el lector. Puede ser. Pero entre la humildad del "no he merecido" y la resignación de "he procurado soñarla", cada vez que la leo me deja una sensación de vaga tristeza. Seguramente porque quien la escribió era Borges, nada menos, un hombre al que muchos han estado y están tentados de calificar de visionario, a veces impulsados por ese mito que asocia la ceguera con la visión interior, la profecía y la clarividencia; (tengamos en cuenta que "místico" se deriva del griego µύειν, cerrar los ojos), otras veces por razones más valederas. Pero creo que una de las razones fundamentales es que al leerla, inmediatamente supe que era cierto. Borges nunca había tenido una revelación, un éxtasis como los que habían experimentado algunos de sus autores favoritos y también —esto es lo más interesante— algunos de sus propios personajes. Borges no fue un místico.
¿Qué es exactamente un místico, y cuál la experiencia que lo define como tal? Tomo la definición de Gershom Scholem, por ser un autor que Borges frecuentaba y respetaba, en el capítulo "La autoridad religiosa y la mística" de su libro La cábala y su simbolismo nos dice Scholem: "Místico es aquel al que se ha concedido una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última... Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones".
El mismo Borges, en Qué es el budismo, enuncia las siguientes características que, según él, comparten la mística cristiana, islámica y budista: a) el desdén por los esquemas racionales; b) la percepción intuitiva, ajena a los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal e irrefutable; d) la aniquilación del Yo; e) la visión del múltiple universo transformado en unidad; f) una sensación de felicidad intensa.
Yo agregaría una g) la anulación de la duración, de la sucesión temporal, o sea una entrada —así fuera temporaria— en la eternidad, porque si bien Borges no la incluye en este texto en particular, más de una vez se refiere a ella. Esta anulación de la sucesión temporal supone otra cualidad fundamental de la experiencia mística, que es su carácter no verbal —ya que el lenguaje humano, el verbal al menos, es sucesivo, es decir, inconcebible sin la duración.
La visión mística resuelve las contradicciones: desaparece la distancia sujeto-objeto, se vuelven simultáneos presente, pasado y futuro, el espacio entero cabe en un punto, o en palabras de Blake:
To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.
Y se vuelven equivalentes lo uno y lo múltiple, el todo y la nada.
La lista de poetas místicos o visionarios es, al menos en Occidente, relativamente escasa y mayormente constante. Entre los autores que Borges frecuenta se suele tachar de místicos a Dante, Ángelus Silesius, Swedenborg, Blake, Whitman y Rimbaud. No a todos Borges les concede el título habilitante: reconoce la plena dignidad de místico a Swedenborg, y, siguiendo en esto a Emerson, lo convierte en prototipo del místico. Del místico, más que de poeta místico: ese sitial parece corresponderle a Blake ("Blake era un gran poeta, cosa que Swedenborg no era", dice Borges en los Diálogos con Osvaldo Ferrari).
Por su formación, Swedenborg no era poeta, sino hombre de ciencia; por eso sus escritos "en árido latín", al decir del poema "Emanuel Swedenborg" de Borges, nos presentan una suerte de topografía de las regiones celestiales e infernales. "Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vívidas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en término de experiencias eróticas o con metáforas de vino... En cambio en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente", dice Borges en la conferencia "Emanuel Swedenborg" de Borges, oral.
A Dante, en cambio, lo coloca —como a sí mismo— del lado de los que, sin experimentarlo, han procurado soñar un transporte semejante: "En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal", dice Borges en la misma conferencia. A los éxtasis soñados de Dante y los suyos propios, Borges agrega las supuestas iluminaciones de Rimbaud: "Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg) sino un artista en busca de experiencias que no logró", afirma Borges en "Dos interpretaciones de Arthur Rimbaud".
Más complejo es el caso de Walt Whitman, cuyo carácter de poeta místico fue afirmado por su discípulo Richard Bucke, quien sugirió que la experiencia mística originaria, la que daría origen al poema, tuvo lugar en "una mañana de junio de 1853 o 1854" repitiéndose luego. Autoridades respetables como Gershom Scholem y Malcolm Cowley coinciden en reconocer que el origen de "Hojas de hierba" se encuentra en una serie de experiencias místicas. Y sin embargo Borges no menciona, en sus dos ensayos consagrados al autor, "El otro Whitman" y "Nota sobre Walt Whitman", una posibilidad semejante. Recién 35 años más tarde, en 1967, en su Historia de la Literatura norteamericana, Borges admite que pudo haber habido "algo": "En 1848 [Whitman] viajó con su hermano a Nueva Orleáns. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó hondamente".
El caso es que a Borges, Whitman le sirve para otra cosa: para plantear la diferencia entre el escritor personaje y el escritor real. Dice en "Nota sobre Walt Whitman": "...hay dos Whitman: el 'amistoso y elocuente salvaje' de Leaves of Grass y el pobre literato que lo inventó... El mero vagabundo feliz que proponen los versos de Leaves of Grass hubiera sido incapaz de escribirlos". La clave de esta renuencia de Borges a concederle a Whitman el título de poeta místico puede ser en parte psicológica. Harold Bloom afirma en El canon occidental que Borges quería ser Whitman (algo que finalmente le tocaría en suerte no a él sino a Neruda) y quizás en los tempranos ensayos de Discusión (1932) todavía no había perdido las esperanzas. Si la poesía de Whitman efectivamente tenía un origen místico, él estaba en serias dificultades; si no, todavía había esperanzas.
II. Gnoseología
¿Por qué seduce a Borges el conocimiento místico? Pienso que este interés se deriva de su escepticismo radical sobre el conocimiento humano. Para Borges, este siempre fue, es y será limitado y parcial: eso es lo que lo define. Nunca llegará el día en que tengamos certeza absoluta sobre alguna cosa, mucho menos sobre todas. De hecho, ni siquiera podemos estar seguros de que las categorías fundamentales de nuestra intuición (espacio, tiempo, yo) corresponden a la realidad. "Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo", nos advierte Borges en "Avatares de la tortuga". Damos por hecho que el mundo consta de objetos, las cualidades de los objetos y las acciones que pueden llevar a cabo o sufrir... ¿Pero... el mundo es así, o lo entendemos así porque nuestra lengua clasifica todo en sustantivos, adjetivos y verbos? En "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" nos enteramos de que en el hemisferio austral de Tlön, los idiomas no tienen sustantivos: por lo tanto "el mundo, para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes". Nuestra comprensión del mundo está determinada por nuestro pensamiento, es decir, por el lenguaje; de manera análoga, nuestra percepción del mundo está limitada por los sentidos que poseemos. "Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato", nos propone Borges en "La penúltima versión de la realidad", "imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que estas definen... La humanidad se olvidaría de que hubo espacio".
En este cuento fundamental (me refiero, claro, a "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius") Borges nos presenta un grupo de enciclopedistas que, cansados de esta infinita falibilidad del conocimiento humano del mundo, deciden crear la enciclopedia de un mundo ilusorio o ficcional, hecho a la medida de las capacidades humanas. Previsiblemente, este mundo cognoscible pasa a reemplazar al incognoscible mundo "real": "¿Cómo no someterse a Tlön", dice "Borges" —Borges personaje—, "a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres". La empresa de los tlönistas es la más vasta y ambiciosa acometida por el género humano, pero es acometida bajo el signo de la resignación. Los tlönistas renuncian a comprender el universo de Dios (hasta entonces llamado "real") y deciden crear otro, humano, es decir, de ficción —quizá sin saber que pasará a reemplazar al otro y se volverá real.
¿Está, entonces, el conocimiento humano condenado a vagar para siempre por los laberintos del relativismo y el error? La respuesta es sí, si lo pensamos únicamente como conocimiento racional, científico o filosófico, y aun como intuitivo, es decir, meramente humano. La respuesta es no, si lo pensamos como conocimiento místico. La experiencia mística iguala el conocimiento humano al divino, permite al hombre, sea de manera temporaria o permanente, ver el mundo con el ojo de Dios; y en algunos casos, lo convierte en Dios sin más. Borges, que no pudo experimentar este contacto en carne propia, y por lo tanto hablar, como es norma entre los místicos, en primera persona, procuró, nos dice, soñarlo, es decir, experimentarlo en tercera persona, a través de sus personajes.
El ejemplo más claro es el de Tzinacán, el sacerdote maya de "La escritura del Dios" que, a la manera de los cabalistas, busca una sentencia divina que permitirá a los hombres la unión con Dios, y la encuentra cifrada en las manchas del jaguar: "Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). Yo vi una rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo.
Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era un de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda para comprenderlo todo sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!"
III. Semiología
La revelación puede ser buscada (como en el caso de Tzinacán) o recibida por un elegido de Dios o del mero azar. Pero es ahí donde los problemas del místico recién empiezan. Tener la visión es difícil pero posible, lo que es imposible es comunicarlaEs ésta la angustia del "Borges" personaje de "El Aleph". Cuando ve el punto donde están todos los puntos del universo, siente "infinita veneración, infinita lástima" y llora. Pero recién cuando debe poner en palabras lo que vio habla de su desesperación: "Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos que presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente, al Occidente, al Norte y al Sur".
Notemos que dice "mi desesperación de escritor". En cuanto visión, la experiencia mística es completa y absolutamente satisfactoria. El ejemplo más extremo es el de Tzinacán, que encarcelado en un pozo, con todo su pueblo subyugado y quebrantado, es capaz de decir: "Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los íntimos designios del universo, no puede pensar en un hombre, por más que ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad".
Transmitir, comunicar la revelación mística es una variante más compleja del conocido desafío de explicarle los colores a un ciego de nacimiento: en relación a lo que ve el místico, todos somos ciegos de nacimiento... Y donde no hay experiencia compartida, el lenguaje es impotente. Se suele decir que la experiencia mística es inefable. Lo es, pero no porque esté más allá del lenguaje... Palabras siempre pueden inventarse. Es inexpresable porque unos pocos la han tenido y la mayoría no. En los Diálogos con Osvaldo Ferrari, Borges nos habla de un encuentro con un joven monje budista que había alcanzado dos veces el nirvana: "...me dijo también: 'hay otro monje con el Cual yo puedo hablar sobre esto, porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada'. Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia compartida, porque si usted está en Canadá y habla del sabor del mate, nadie puede saber exactamente cuál es".
Bajo este signo aparece la revelación del ya mencionado "El Congreso". En este relato, un número de hombres decide, un poco a la manera de los tlönistas, fundar un congreso de representantes de la humanidad. La paradoja de una representación que sea tan compleja y completa como lo representado ya había sido explorada por Borges en el mapa del imperio que coincide con el imperio ("Del rigor en la ciencia”), en el poema La tierra de Carlos Argentino Daneri ("El Aleph") y en otros textos. Los congresistas triunfan cuando se dan cuenta de que han fracasado: lejos de poder representar al universo en su totalidad, hay que entrar en unión mística con alguna de sus partes (en las cuales está la totalidad), y así estaremos más cerca de verlo: "Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que quiero ahora historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas, y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo..."
La imaginación del Aleph permite llevar al absurdo la paradoja de la incomunicabilidad de la experiencia mística, pues la premisa del relato parece ser: ¿qué si la experiencia visionaria le es otorgada a alguien que no la merece, que no tiene ningún talento para expresarla, ni siquiera para apreciarla? ¿Si en lugar de a un Shakespeare, a un Joyce o a un Borges, se la dan a un tarado como Carlos Argentino Daneri? Por eso en este relato la visión debe provenir de un objeto exterior al sujeto: sería difícil aceptar que alguien pudiera tener la capacidad espiritual de alcanzar el éxtasis y la absoluta incapacidad estética de ponerlo en palabras.
Llegado a este punto debo hacer una advertencia: la experiencia de ver el Aleph tiene algunos puntos en común con la experiencia mística, puede funcionar como análogo o modelo de la experiencia mística, pero no puede homologársele. El Aleph no es una visión interna, es un objeto externo. Para verlo no hace falta ningún tercer ojo, basta con los dos de la cara: cualquiera que se acueste en el sótano de la casa de la calle Garay puede hacerlo, hasta Daneri. En el Aleph no se ve a Dios, ni el cielo ni el infierno, apenas el universo físico —y hasta por ahí nomás, porque si bien "Borges" habla de ver el universo, su descripción abarca el planeta Tierra apenas. La visión del Aleph tampoco suministra una explicación última de los mecanismos que rigen el universo y tampoco —aunque algunos hayan afirmado lo contrario— una percepción simultánea de pasado, presente y futuro: es decir, una percepción en modo de eternidad: en el Aleph están todos los puntos del espacio, pero no todos los puntos del tiempo. Sólo en dos aspectos la visión del Aleph supera a la ordinaria: se ven todos los puntos del espacio a la vez, de manera no sucesiva sino simultánea, y se ve, también, el interior de las cosas: la sangre, el centro secreto de una pirámide, el propio esqueleto.
"En la Edad Media", afirma Borges en su prólogo a las Mystical Works de Swedenborg, "se pensó que el Señor había escrito dos libros: el que denominamos la Biblia y el que denominamos el universo". En "La biblioteca de Babel" las dos escrituras de Dios se funden en una: el universo toma la forma de una vastísima biblioteca, en la que están todos los libros, es decir el conocimiento de todas las cosas: pero la biblioteca es tan vasta que nadie puede hallar el libro que busca. También para este laberinto de libros la mística ofrece una salida, aunque el narrador no parece creer del todo en ella: "Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios". La otra posibilidad que se anuncia es la de un objeto que sea, como el Aleph, una fuente externa de revelación: un libro de libros que resuma y contenga a todos los libros de la biblioteca. Y junto con esta posibilidad, a través del narrador, reaparece la melancolía de un Borges excluido de semejante felicidad: "En algún anaquel de algún hexágono... debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios... No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno..."
En “El Zahir", relato que es en un sentido (el racional) el reverso de "El Aleph", y en otro (el místico) su complemento, el protagonista, nuevamente "Borges", se encuentra con el objeto mágico Zahir —en su caso, una moneda de veinte centavos— que una vez contemplado no puede olvidarse, y gradualmente todo su universo se resuelve (se simplifica) en él. El destino terrible de quienes han visto el Zahir parece ser el opuesto al del místico capaz de ver al universo en su casi infinita variedad: quien ve el Zahir experimenta un empobrecimiento absoluto que culmina en la idiotez o la locura. Ahí, sin embargo, estamos cometiendo el error de pensar según categorías racionales, en este caso, según la lógica de los opuestos. Porque la simplificación del universo perceptual es una de las técnicas más habituales para buscar la iluminación. Más modestamente, en todas las técnicas de meditación la mente debe concentrarse durante un tiempo más o menos prolongado en un solo objeto o proceso: la llama de una vela, la propia respiración, el cuerpo que gira, una plegaria o un sonido (el mantra).
En algún momento quizá se produzca la iluminación, o visión: ese objeto (que podemos ser nosotros mismos) se va adelgazando hasta rasgarse como si fuese el último velo que nos separa del otro lado de las cosas. En las palabras del relato: "Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto el Zahir pronto verá la Rosa... El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo... Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir... Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios".
En "El etnógrafo" la incomunicabilidad toma un sesgo distinto. Un etnógrafo norteamericano se va a vivir entre los pieles rojas para conocer "el secreto que los brujos revelan al iniciado". Murdock, que así se llama, vive dos años entre los indios, como los indios, llegando a soñar en su idioma. Al cabo de un largo proceso de iniciación el brujo le comunica el secreto. De vuelta en la universidad, decide no revelarlo. Su profesor le pregunta si acaso el idioma inglés es insuficiente. Murdock contesta: "Nada de eso... podría enunciarlo de cien modos distintos y aún contradictorios... El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos".
IV. Ética
Así como la lógica consiste en una serie de reglas o principios para ordenar el pensamiento, la ética se concibe como una serie de reglas o preceptos para ordenar o guiar la conducta humana. En el plano ético, la certeza es tan difícil de alcanzar como en cualquier otro, si no más: vivimos y obramos en una permanente atmósfera de duda, ambigüedad y ambivalencia. El "conócete a ti mismo" está tan alejado de las posibilidades humanas como el conocimiento de cualquier otra partícula del universo: una flor, un libro, un grano de arena.
Pero nuevamente aquí, existe la posibilidad de un atajo, o salto de nivel: el conocimiento de sí como súbita revelación: algo que podría quizá llamarse la revelación ética o la unión mística con uno mismo.
Así aparece en "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz": "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es... A Tadeo Isidoro Cruz... ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre". En Cruz, sabemos, este momento es aquel en que decide acatar "su destino de lobo, no de perro gregario" y pelear contra sus propios hombres "junto al desertor Martín Fierro". La revelación es en primer lugar ética (el hombre sabe qué debe hacer) y en el mismo movimiento de su identidad (el hombre sabe quién es o qué es). Ambos momentos están indisolublemente ligados, tanto que quizá sean el mismo momento: el hombre sabe quién es cuando sabe qué debe hacer.
V. Erótica
Otra metáfora tradicional de la experiencia mística es la experiencia erótica, tanto que para la culminación de ambas suele usarse la misma palabra, el "éxtasis". La imaginería erótica del éxtasis místico es particularmente fuerte en la mística cristiana: la unión con Cristo, o la divinidad, suele decirse en término de la culminación del coito. En el caso de Whitman, donde la unión se da con el cosmos entero, más que con un otro humano o al menos antropomórfico, el éxtasis sexual tiende a ser (como señala Harold Bloom) el de la masturbación. Fuera de la ya citada referencia a San Juan de la Cruz, no he encontrado en mis lecturas de Borges muchas referencias a la imaginería erótica de la experiencia mística. Tampoco se refiere Borges a la búsqueda del éxtasis por medio de las sustancias psicotrópicas o alucinógenas, aunque conoce bien la obra de Aldous Huxley, y el cuento "El etnógrafo" recoge la experiencia del chamanismo indoamericano.
VI. Estética
La experiencia personal de Borges más cercana a las que aquí hemos estado tratando parece haber sido la que describe en su texto "Sentirse en muerte". En él cuenta un paseo nocturno por calles alejadas de su costumbre "casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto". Llegado a una esquina, en un silencio sin más ruido que el "intemporal de los grillos" y "en asueto serenísimo de pensar" siente que el tiempo no ha pasado por allí, se dice "estoy en el mil ochocientos y tantos", y luego: "Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad". Este "momento de eternidad" en el que ha brevemente entrado le permite dudar de la existencia objetiva del tiempo. El tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara".
Aquella vez Borges parece haber pisado el umbral de una revelación, y lo que alcanzó a vislumbrar permaneció, entonces, dentro del terreno de lo comunicable. La experiencia mística parcial, o momentánea, paradójicamente puede ser más dócil para su representación poética, que la experiencia mística total y completa. Porque de esta no puede hablarse, o si se habla, el resultado suele ser un balbuceo inepto (Scholem habla del carácter amorfo de la experiencia mística, diferenciándola así del don profetice», que es un don de palabras). Una experiencia mística verdadera es intransmisible y cuando se intenta hacerlo lo inepto del resultado puede llevar, paradójicamente, a sospechar que el pretendido místico es un farsante.
En "El acercamiento a Almotásim" este riesgo se elude mediante una astucia narrativa. El cuento se presenta como la reseña o resumen de una novela de igual título en la cual un peregrino —un estudiante de Bombay— busca a través de la casi infinita geografía humana de la India a un hombre de luz, un iluminado llamado Almotásim. De su "segunda versión" —la que "decae en alegoría"— se nos dice que "los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico". En último término de este ascenso es el más problemático: ¿cómo contar, cómo mostrar al "hombre que se llama Almotásim" sin decepcionar al lector? Borges y su autor ficcional, Mir Bahadur Alí, sortean con elegancia el dilema: "Al cabo de los años el estudiante llega a una galería 'en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor'. El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye". La revelación mística siempre está del otro lado de esa puerta, de ese umbral, donde terminan el lenguaje y la literatura. Un hombre puede pasar esa cortina, pero al hacerlo ha quedado fuera de nuestro alcance, se ha salido del relato. Aunque vuelva, lo que haya visto del otro lado no puede contárnoslo. Otro cuento de Borges, "El fin" nos pone cerca de ese umbral donde la experiencia estética, esta vez de la naturaleza, tiembla en el límite de la experiencia trascendente: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música..."
Llegamos así a la segunda de esas dos frases que me sugirieron la idea de un Borges nostálgico de la experiencia que nunca tuvo. Se encuentra en "La muralla y los libros". En ese texto, Borges señala que el mismo hombre que ordenó la edificación de la muralla china, el emperador Shih Huang Ti, fue el mismo que ordenó se quemaran todos los libros anteriores a él. La conjunción de ambas operaciones en un solo hombre parece sugerir un sentido que, admite Borges, sistemáticamente se le escapa, y luego de muchas conjeturas, resignadamente comenta: "...es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite... La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás, el hecho estético".
Aquí, Borges está definiendo (con la resignada y tentativa humildad de ese "quizá") al hecho estético —y por lo tanto a la belleza— como el lado de acá de la mística, lo que se encuentra en el umbral (en las orillas, estaríamos tentados a decir) de la experiencia visionaria. Y al leerla no puedo dejar de sentir, nuevamente, el tono entre triste y resignado de quien la escribe. Borges no proclama la continuidad entre estética y mística con el orgullo y la exaltación de quien ha descubierto una gran verdad, sino con la calma resignación de quien se sabe condenado a permanecer del lado de acá, del lado del hecho estético —que se sitúa en el punto donde el deseo está al borde de alcanzar su culminación, que tiembla permanentemente en el umbral de la revelación.
Así también se explica, y parece natural, que Borges haya sido capaz de poner en palabras, mejor que muchos místicos, la experiencia del éxtasis. La pudo poner en palabras porque no la había vivido. Es (ahora podemos entenderlo mejor) lo que había tratado de decirnos sobre Whitman. En las palabras del relato "El otro", "si Whitman la ha cantado es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho". A quien la ha vivido, le basta con haberla vivido. Quien no, necesita construirla con palabras, crear un análogo verbal de la experiencia que le ha sido negada. De aquí quizá provenga esa insatisfacción que nos parece inherente a la condición del artista, a diferencia del místico, que no puede concebirse sin la plenitud.
Esa tensión de la experiencia estética en el límite de la revelación, es la misma que encontramos en cada una de las frases de Borges, en las que el lenguaje está llevado al límite de sus posibilidades sin ir más allá de ellas, está llevado a ese umbral que lo potencia al máximo sin volverlo —como sí lo vuelve la experiencia mística lograda— impotente. La frustración del Borges místico es, aquí, la realización del Borges poeta. Su pérdida (si la hubo) es nuestra ganancia.



Carlos Gamerro [+] : El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006

Foto: Caricatura de Borges y foto de Carlos Gamerro


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