28/6/16

Jorge Luis Borges: La eternidad y T. S. Eliot








(Fragmento)

Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que la Eternidad fue inventada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de esa vertiginosa invención fue la barranca de Fourvière, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la inventó, —el obispo Ireneo— esa primera Eternidad fue otra cosa que un vano paramento sacerdotal o lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo; los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue decretada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún difuso texto platónico. La buena conexión y distinción de las Tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est inmediata et lucida fruido rerum infinitarum.* Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician toda la variedad del espacio y todos los minutos del tiempo.

T. S. Eliot (Selected essays, 1932, páginas 13 a 25), también ha requisado una Eternidad, pero de carácter estético. Estas son sus claras palabras: El sentido histórico hace escribir a un hombre, no meramente con su generación en la sangre, sino con la conciencia de que toda la literatura europea, y en ella la de su país, tiene un simultáneo existir y forma un orden que es también simultáneo... La aparición de una obra de arte afecta a cuantas obras de arte la precedieron. El orden ideal es modificado por la introducción de la nueva (de la efectivamente nueva) obra de arte. Ese orden es cabal antes de aparecer la obra nueva; para que ésta no lo destruya, una alteración total es imprescindible, siquiera sea levísima. El pasado es modificado por el presente, el presente es dirigido por el pasado. Y luego: El poeta debe sentir que la mente de Europa —la mente de su propia nación: esa mente que uno llega a reconocer como mucho más importante que su mente particular— es una mente que varía y que esa variación es un desarrollo que no pierde nada en su avance, que no jubila a Shakespeare ni a Homero ni a los decoradores murales de la caverna de Altamira.

La singularidad de esa doctrina es más evidente que su precisión o su empleo. Para no demorarnos en el asombro, conviene recordar los conceptos que intenta conciliar o eludir. Uno es la idea de progreso. Esa idea inestable bien puede corresponder a la realidad, pero el abyecto siglo diecinueve la apadrinó. Somos del siglo veinte —id est, ya somos demasiado evolucionados para dar crédito a groses [sic] falacias como la evolución. Quede esa ingenuidad para los varones de los daguerrotipos desvanecidos y de los botines de elástico. Burlas aparte, el indefinido progreso hace de todo libro el borrador de un libro sucesivo: condición que si linda con lo profético, da en lo insensato y embrionario también. Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dada, que engendró a Bretón. España admite con fervor esa cosmogonía, siempre que Góngora sea el iniciador de la serie, el primer Adán.

La hipótesis contraria, la de los clásicos, es mucho más inepta. Bernard Shaw hace notar que San Mateo Evangelista insiste en dos cosas: en el claro linaje de Jesús como hijo de José el carpintero (que era de la casa real de David) y en que Jesús no era hijo de José, sino del Espíritu y una virgen. Los postulados de la hipótesis clásica no son menos incompatibles. De un lado afirma que la erudición y el fino trabajo son las condiciones del arte; de otro que las tortugas moralistas de Lafontaine y la novela popular Don Quijote y la analfabeta Odisea tienen secreta y permanente razón. El público venera esas prescripciones, porque le importa menos la claridad que la aprobación de sus gustos —entre los que se cuenta el opinar que no hay como el progreso pero que no hay como lo antiguo también. A esa benévola admisión de opiniones confusas debe su favor la teoría. La contradicción es fundamental. El clasicismo quiere ser un canon estético, pero está henchido de eruditas lealtades y de fines vindicatorios. La prioridad le importa mucho más que la no perfección. Ha producido un monstruo peculiar —la antología histórica— donde se quieren conciliar vanamente el goce literario con la distribución precisa de glorias. Ha bendecido aberraciones como la fábula, que degrada los pájaros del aire y los árboles de la tierra a tristes ornamentos de la moral. Ha fomentado con tesón el anacronismo: la palabra Júpiter en la boca que cree en el Dios hebreo, la palabra Dios en la boca que cree en el generoso Azar. Ha conservado imaginaciones horribles: diosas paridas por la espuma, las seis gargantas y los dieciocho arcos de dientes de Escila, llenos de muerte negra, el perro venenoso de tres caras que cuida los dormitorios de hierro de las Euménides, una ingeniosa vaca de madera que sortea los inconvenientes de la liaison de una mujer y un toro, un anciano aquejado de elefantiasis que contrae matrimonio con su madre después de resolver una adivinanza, quimeras y amorcillos y basiliscos y fétidas harpías, un orbe de animales combinados y de obscenidades inútiles. Ha inventado el sentido histórico: recurso invulnerable, que expone la rudeza de la época para cubrir las imperfecciones de Calderón, y que venera en Calderón el más alto genio de esa época feliz, cuyo esplendor apenas imaginamos. No quiero traer más ejemplos: el amor anticuario del clasicismo es tan poderoso que un clasicismo recto, que juzgara según su propio canon y prescindiera de piedades históricas, importaría una novedad superior a cuantas nos remiten desde París, cada tantos inviernos.


Llego a la tesis formulada por Eliot. No es la vindicación o el instrumento de un gusto personal. No se propone recusar el acumulado orden clásico ni promete a sus clientes un talismán que vaticine glorias. No es una idea política, por más que su inventor quiera enardecerla contra las buenas invenciones sintácticas de Cari Sandburg o en pro del inverosímil Rostand. Su corolario —la influencia del presente sobre el pasado— es de una veracidad literal, aunque parece una travesura relativista. Pruebas no faltan. Los contemporáneos ven en el libro una generosa efusión, los descendientes un mundito especial que consta sobre todo de límites. Por obra de Barbusse y de Lawrence, las camas turbulentas de la saga de los Rougon-Macquart son de una reserva ya clásica. En cambio, Góngora, la "extrema izquierda", en el proceso literario español, era esencialmente un artífice algo menos complejo que Pope, que en el proceso literario inglés hace de Boileau. 



* Este primer párrafo puede encontrarse con variantes 

en el apartado II del ensayo Historia de la eternidad
en J. L. Borges, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953


Poesía,  Revista Internacional de Poesía Buenos Aires
Vol. 1, N° 3, Entr. 2, julio de 1933

Luego en Textos Recobrados 1931-1955

© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto Borges (detalle): Picture Alliance/Effigie/Leemage  



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