15/6/17

Jorge Luis Borges: La fruición literaria






Sospecho que los novelones policiales de Eduardo Gutiérrez y una mitología griega y el Estudiante de Salamanca y las tan razonables y tan nada fantásticas fantasías de Julio Verne y los grandiosos folletines de Stevenson y la primer novela por entregas del mundo: las 1001 Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.
La lista es heterogénea y no puede confesar otra unidad que la consentida por la edad tempranísima en que los leí. Yo era un hospitalario lector en este anteayer, un cortesísimo indagador de vidas ajenas y todo lo aceptaba con venturosa y alacre resignación. En todo creía, hasta en las malas ilustraciones y en las erratas. Cada cuento era una aventura y yo buscaba lugares condignos y prestigiosos para vivirla: el descanso más empinado de la escalera, un altillo, la azotea de la casa.
Luego descubrí las palabras: descubrí su agasajo legible y hasta memorable y hospedé muchas tiradas en prosa y verso. Algunas —todavía— suelen acompañarme la soledad, y el agrado que me inspiraron se ha hecho costumbre; otras han caído piadosamente de mi recuerdo, como el Tenorio, que alguna vez supe íntegro y que han extirpado los años y mi desgano. Despacito, a través de inefables chapucerías de gusto, intimé con la literatura. No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor. En cambio, sé que fue apasionadísimo mi primer encuentro con el Sartor Resartus o Sastre Zurcido del energuménico Tomas Carlyle: libro arrumbado, que hace años está leyéndose solo en la biblioteca. Después, fui mereciendo amistades escritas que todavía me honran: Schopenhauer, Unamuno, Dickens, De Quincey, otra vez Quevedo.
¿Y en el día de hoy? He dado en escritor, en crítico, y debo confesar (no sin lástima y conciencia de mi pobreza) que releo con un muy recordativo placer y que las lecturas nuevas no me entusiasman. Ya tiendo a contradecirles la novedad, a traducirlas en escuelas, en influencias, en combinación. Conjeturo que de ser sinceros, todos los críticos del mundo (y aun algunos de Buenos Aires) dirían lo mismo. Es natural: la inteligencia es económica y arregladora y el milagro le parece una mala costumbre. Admitirlo, ya es injustificarse.
Escribe Menéndez y Pelayo: Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan! (Historia de la poesía americana, tomo segundo, página 103). Esta que parece advertencia, es una confesión. Esos tan resucitadores ojos de la historia ¿qué son sino un sistema de lástimas, de generosidades o sencillamente de cortesías? Se me replicará que sin ellos, confundiremos el plagiario con el inventor, la sombra y el bulto. Cierto, pero una cosa es la justiciera repartición de glorias y otra la pura fruición estética. Es lamentable observación mía que cualquier hombre, a fuerza de recorrer muchos volúmenes para juzgarlos (y no es otra la tarea del crítico) incurre en mero genealogista de estilos y en rastreador de influencias. Vive en esta pavorosa y casi inefable verdad: La belleza es un accidente de la literatura; depende de la simpatía o antipatía de las palabras manejadas por el escritor y no está vinculada a la eternidad. Los epígonos, los frecuentadores de temas ya poetizados, suelen conseguirla y casi nunca los novadores.
Nuestra desidia conversa de libros eternos, de libros clásicos. Ojalá existiera algún libro eterno, puntual a nuestra gustación y a nuestros caprichos, no menos inventivo en la mañana populosa que en la noche aislada, orientado a todas las horas del mundo. Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin lectura final.
Si las obtenciones de belleza verbal que puede ministramos el arte fueran infalibles, existirían antologías no cronológicas y hasta sin nómina de escritores ni escuelas. La sola evidencia de hermosura de cada composición bastaría para justificarla. Claro que esa conducta sería estrafalaria y aun peligrosa en las antologías al uso. ¿Cómo admirar los sonetos de Juan Boscán, si no sabemos que fueron los primeros de que adoleció nuestro idioma? ¿Cómo sufrir los de Mengano, si ignoramos que ha perpetrado otros muchos que son todavía más íntimos del error y que además, es amigo del antologista?
Temo no ser entendido en este lugar, y a riesgo de simplificar demasiado el asunto, buscaré un ejemplo. Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó, y no es paradoja. Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar, no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero… Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aún, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase.
Hablo sin intención de ironía. La distancia y la antigüedad (que son los énfasis del espacio y del tiempo) tiran de nuestro corazón. Ya Novalis enunció esa verdad y Spengler ha sabido razonarla grandiosamente, en libro famoso. Yo quiero señalar su atingencia con la literatura, que es cosa patética. Si ya nos engravece pensar que hace dos mil quinientos años vivieron hombres, ¿cómo no ha de conmovernos saber que versificaron, que fueron espectadores del mundo, que hospedaron en las palabras leves y duraderas algo de su pesada vida fugaz, que esas palabras están cumpliendo un largo destino?
El tiempo, tan preciado de socavador, tan famoso por sus demoliciones y sus ruinas de Itálica, también construye. Al erguido verso de Cervantes
¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!…
lo vemos refaccionado y hasta notablemente ensanchado por él. Cuando el inventor y detallador de Don Quijote lo redactó, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Sospecho que los contemporáneos suyos lo sentirían así:
¡Vieran lo que me asombra este aparato!…
o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.
En general, el destino de los inmortales es otro. Los pormenores de su sentir o de su pensar suelen desvanecerse o yacen invisibles en su labor, irrecuperables e insospechados. En cambio, su individualidad (esa simplificadísima idea platónica que en ningún rato de su vida fueron con pureza) se aferra como una raíz a las almas. Se vuelven pobres y perfectos como un guarismo. Se hacen abstracciones. Son apenas un manojito de sombra, pero lo son con eternidad. Les conviene demasiado esta oración: Quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra (Quevedo: La hora de todos y la fortuna con seso, episodio XXXV). Pero hay diversas inmortalidades.
Tierna y segura inmortalidad (alcanzada alguna vez por hombres medianos, pero de honesta dedicación y largo fervor) es la del poeta cuyo nombre está vinculado a un lugar del mundo. Ésa es la de Burns, que está sobre tierras labrantías de Escocia y ríos que no se apuran y cordilleritas; ésa es la de nuestro Carriego, que persiste en el arrabal vergonzante, furtivo, casi enterrado que hay en Palermo al sur y en donde un extravagante esfuerzo arqueológico puede reconstruir el baldío cuya ruina actual es la casa y el despacho de bebidas que se ha hecho Emporio. Hay también un inmortalizarse en cosas eternas. La luna, la primavera, los ruiseñores, manifiestan la gloria de Enrique Heine; el mar que sufre cielo gris, la de Swinburne; los andenes estirados y los embarcaderos, la de Walt Whitman. Pero las inmortalidades mejores —las de señorío de la pasión— siguen vacantes. No hay poeta que sea voz total del querer, del odiar, de la muerte o del desesperar. Es decir, los grandes versos de la humanidad no han sido aún escritos. Esa es imperfección de que debe alegrarse nuestra esperanza.





En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto arriba: Borges y Xul Solar almorzando en Quilmes con dos amigas, 1938
Collection of Museo Xul Solar Fuente

Imagen abajo: Edición facsimilar (2017) de El idioma de los argentinos, intervenida artísticamente 
con óleo y acuarelas por Xul Solar Fuente


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