23/9/17

Jorge Luis Borges: La adjetivación (1926)






La invariabilidad de los adjetivos homéricos ha sido lamentada por muchos. Es cansador que a la tierra la declaren siempre sustentadora y que no se olvide nunca Patroclo de ser divino y que toda sangre sea negra. Alejandro Pope (que tradujo a lo plateresco la litada) opina que esos tesoneros epítetos aplicados por Homero a dioses y semidioses eran de carácter litúrgico y que hubiera parecido impío el variarlos. No puedo ni justificar ni refutar esa afirmación, pero es manifiestamente incompleta, puesto que sólo se aplica a los personajes, nunca a las cosas. Remy de Gourmont, en su discurso sobre el estilo, escribe que los adjetivos homéricos fueron encantadores tal vez, pero que ya dejaron de serlo. Ninguna de esas ilustres conjeturas me satisface. Prefiero sospechar que los epítetos de ese anteayer eran lo que todavía son las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad. Sabemos que debe decirse andar a pie y no por pie. Los griegos sabían que debía adjetivarse onda amarga. En ningún caso hay una intención de belleza.
Esa opacidad de los adjetivos debemos suponerla también en los más de los versos castellanos, hasta en los que edificó el Siglo de Oro. Fray Luis de León muestra desalentadores ejemplos de ella en las dos traslaciones que hizo de Job: la una en romance judaizante, en prosa, sin reparos gramaticales y atravesada de segura poesía; la otra en tercetos al itálico modo, en que Dios parece discípulo de Boscán. Copio dos versos. Son del capítulo cuarenta y aluden al elefante, bestia fuera de programa y monstruosa, de cuya invención hace alarde Dios. Dice la versión literal: Debajo de sombrío pace, en escondrijo de caña, en pantanos húmedos. Sombríos su sombra, le cercarán sauces del arroyo.
Dicen los tercetos:
Mora debajo de la sombra fría
de árboles y cañas. En el cieno
y en el pantano hondo es su alegría.

El bosque espeso y de ramas lleno
le cubre con su sombra, y la sauceda
que baña el agua es su descanso ameno.
Sombra fría. Pantano hondo. Bosque espeso. Descanso ameno. Hay cuatro nombres adjetivos aquí, que virtualmente ya están en los nombres sustantivos que califican. ¿Quiere esto decir que era avezadísimo en ripios Fray Luis de León? Pienso que no: bástenos maliciar que algunas reglas del juego de la literatura han cambiado en trescientos años. Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis.
Quevedo y el escritor sin nombre de la Epístola moral administraron con cuidadosa felicidad los epítetos. Copio unas líneas del segundo:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Hay conmovida gravedad en la estrofa y los adjetivos gárrula y aparente son las dos alas que la ensalzan.
El solo nombre de Quevedo es argumento convincente de perfección y nadie como él ha sabido ubicar epítetos tan clavados, tan importantes, tan inmortales de antemano, tan pensativos. Abrevió en ellos la entereza de una metáfora (ojos hambrientos de sueño, humilde soledad, caliente mancebía, viento mudo y tullido, boca saqueada, almas vendibles, dignidad meretricia, sangrienta luna); los inventó chacotones (pecaviejero, desengongorado, ensuegrado) y hasta tradujo sustantivos en ellos, dándoles por oficio el adjetivar (quijadas bisabuelas, ruego mercader, palabras murciélagas y razonamientos lechuzas, guedeja réquiem, mulato: hombre crepúsculo). No diré que fue un precursor, pues don Francisco era todo un hombre y no una corazonada de otros venideros ni un proyecto para después.
Gustavo Spiller (The Mind of Man, 1902, página 378) contradice la perspicacia que es incansable tradición de su obra, al entusiasmarse perdidamente con la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare. Registra algunos casos adorables que justifican su idolatría (por ejemplo: world-without-endhour, hora mundi infinita, hora infinita como el mundo), pero no se le desalienta el fervor ante riquezas pobres como éstas: tiempo devorador, tiempo gastador, tiempo infatigable, tiempo de pies ligeros. Tomar esa retahíla baratísima de sinónimos por arte literario es suponer que alguien es un gran matemático, porque primero escribió 3 y en seguida tres y al rato III y, finalmente, raíz cuadrada de nueve. La representación no ha cambiado, cambian los signos.
Diestro adjetivador fue Milton. En el primer libro de su obra capital he registrado estos ejemplos: odio inmortal, remolinos de fuego tempestuoso, fuego penal, noche antigua, oscuridad visible, ciudades lujuriosas, derecho y puro corazón.
Hay una fechoría literaria que no ha sido escudriñada por los retóricos y es la de simular adjetivos. Los parques abandonados, de Julio Herrera y Reissig, y Los crepúsculos del jardín incluyen demasiadas muestras de este jaez. No hablo, aquí de percances inocentones como el de escribir frío invierno; hablo de un sistema premeditado, de epítetos balbucientes y adjetivos tahúres. Examine la imparcialidad del lector la misteriosa adjetivación de esta estrofa y verá que es cierto lo que asevero. Se trata del cuarteto inicial de la composición «El suspiro» (Los peregrinos de piedra, edición de París, página 153).
Quimérico a mi vera concertaba
tu busto albar su delgadez de ondina
con mística quietud de ave marina
en una acuñación escandinava.
Tú, que no puedes, llévame a cuestas. Herrera y Reissig, para definir a su novia (más valdría poner: para indefinirla), ha recurrido a los atributos de la quimera, trinidad de león, de sierpe y de cabra, a los de las ondinas, al misticismo de las gaviotas y los albatros, y, finalmente, a las acuñaciones escandinavas, que no se sabe lo que serán.
Vaya otro ejemplo de adjetivación embustera; esta vez, de Lugones. Es el principio de uno de sus sonetos más celebrados:
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.
Estos epítetos demandan un esfuerzo de figuración, cansador. Primero, Lugones nos estimula a imaginar un atardecer en un cielo cuya coloración sea precisamente la de los crisoberilos (yo no soy joyero y me voy), y después, una vez agenciado ese difícil cielo crisoberilo, tendremos que pasarle una pincelada (y no de cualquier modo, sino una pincelada ligera y sin apoyar) para añadirle una decoración morada, una de las que son sutiles, no de las otras. Así no juego, como dicen los chiquilines. ¡Cuánto trabajo! Yo ni lo realizaré, ni creeré nunca que Lugones lo realizó.
Hasta aquí no he hecho sino vehementizar el concepto tradicional de los adjetivos: el de no dejarlos haraganear, el de la incongruencia o congruencia lógica que hay entre ellos y el nombre calificado, el de la variación que le imponen. Sin embargo, hay circunstancias de adjetivación para las que mi criterio es inhábil. Enrique Longfellow, en alguna de sus poesías, habla de la seca chicharra, y es evidente que ese felicísimo epíteto no es alusivo al insecto mismo, ni siquiera al ruido machacón que causan sus élitros, sino al verano y a la siesta que lo rodean. Hay también esa agradabilísima interjección final o epifonema de Estanislao del Campo:
¡Ah, Cristo! ¡Quién lo tuviera!
¡Lindo el overo rosao!
Aquí, un gramático vería dos adjetivos, lindo y rosao, y juzgaría tal vez que el primero adolece de indecisión. Yo no veo más que uno (pues overo rosao es realmente una sola palabra), y en cuanto a lindo, no hemos de reparar si el overo está bien definido por esa palabrita desdibujada, sino en el énfasis que la forma exclamativa le da. Del Campo empieza inventándonos un caballo, y para persuadirnos del todo, se entusiasma con él y hasta lo codicia. ¿No es esto una delicadeza?
Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones.
No me arriesgaré vanamente a formular una doctrina absoluta de los epítetos. Eliminarlos puede fortalecer una frase, rebuscar alguno es honrarla, rebuscar muchos es acreditarla de absurda.




En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: 
Borges en Paris 01 mayo 1980 
Foto Francoise Lochon/Getty Images


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