12/2/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 3. Literatura (I)








GEORGES CHARBONNIER: Hoy plantearemos a Jorge Luis Borges una pregunta que ya planteamos a Raymond Queneau y a Jacques Audiberti. En realidad, la pregunta será un poco distinta, pero el principio de la interrogación queda.
«¿Qué es la literatura?»
La formulación de la pregunta será distinta. Sabemos que la pregunta sobre la naturaleza de la literatura está en el núcleo de las preocupaciones literarias contemporáneas, y que la propia pregunta es materia prima de la literatura.
La experimentación hace su entrada en la literatura, y esta experimentación ya es literatura. Experimentación que se refiere al lenguaje, a la organización de la obra literaria, al tejido literario mismo o a todos estos elementos a la vez.
Así se construye la nueva novela, o con más exactitud una parte de la nueva novela, la más elaborada, la más significativa, Robbe-Grillet, Philippe Sollers y Michel Butor representan bien este paso.
Quizá será necesario mucho tiempo para que sepamos qué es la literatura, para conocerla, mientras que actualmente nos limitamos a reconocerla.
Quizá —y muchos parecen desearlo, como si la ignorancia fuera inseparable del contexto social de la literatura realizada, de la literatura nacida, lista para ser consumida—, quizá nunca sabremos qué es la literatura…
Pero, de nuevo, queda un hecho. Un buen número de personas se interrogan y plantean la cuestión: «¿Qué es la literatura?»
¿A quién planteársela si no, con prioridad, a los escritores que, sin duda alguna, aportan algo nuevo a la literatura? ¿A quién plantear la pregunta, si no a Jorge Luis Borges?
Jorge Luis Borges ¿cuándo sabe usted que hay literatura?
Se puede leer diversos textos y no pensar a su propósito: «Literatura».
¿A partir de qué momento diría usted que aparece la literatura?
¿Cómo reconocerla?

JORGE LUIS BORGES: Yo la reconozco de una manera física. Hay algo que cambia en mí. No me atrevo a hablar de la circulación de mi sangre o del ritmo de mi respiración, pero hay cosas que en seguida siento como pertenecientes a la poesía. Por ejemplo, si hubiera de analizar o justificar un verso como éste: «Le vent de l’autre nuit a jeté bas l'amour»[5], quizá me costaría algo, y la explicación no sería demasiado satisfactoria. Pero cuando lo digo, aun en mi mal francés, o cuando alguien lo dice, siento que estoy en presencia de la poesía. De la misma manera que sentimos, qué diré yo, el mar, o una mujer, o la puesta del sol, o la amistad o la inteligencia de los demás. Es una experiencia inmediata. Por ejemplo, usted va a una reunión o a un cocktail y dos personas le son presentadas. Una dice cosas muy inteligentes, la otra no habla o dice cosas triviales. De regreso a su casa tiene la convicción de que quien dijo las cosas inteligentes es un imbécil. ¡El otro es el inteligente! Creo que no nos equivocamos. Esta impresión inmediata de la poesía, o de la inteligencia, o de la belleza, es con razón la más valiosa. Mientras que el razonamiento es una especie de cadena, ¿no? Si nos equivocamos una sola vez, el resto ya no existe.
Creo que sentimos la poesía como la música, como el amor, o como la amistad, o todas las cosas del mundo. La explicación viene después.
G. C.: Consideremos el razonamiento. La explicación. Lo que viene después. Dicho de otro modo coloquémonos en el estadio del análisis. ¿Podríamos penetrar en el lenguaje mediante un análisis que permitiera descubrir que hay o no literatura? ¿Qué piensa usted de ello?
J. L. B.: Sí, me gustaría que fuera así, pero creo más seguro atenerse a la emoción.
G. C.: Por el momento…
J. L. B.: Diría más bien a la emoción fisiológica.
G. C.: Por el momento, la emoción es un muy buen criterio.
J. L. B.: Analicemos. Imaginemos un verso. Podremos decir que en este verso el efecto se obtiene mediante un prosaísmo inesperado, y esto puede ser cierto. Pero en un verso que no nos gusta, con la misma razón podremos decir que ese verso es malo porque hay en él prosaísmo. El argumento llega demasiado tarde y el prosaísmo, por ejemplo, puede ser una virtud en un verso y una falla en otro. Lo llamamos virtud cuando el verso está logrado, antes de encontrar que el logro se debe a palabras prosaicas que se deslizaron entre las palabras nobles. Si el verso nos disgusta, decimos entonces, con toda razón, que ese verso no vale nada. La prueba es su prosaísmo. Lo mismo sucede con las metáforas. Podemos decir: sí, ese verso es admirable porque contiene una metáfora audaz. O: ese verso no vale nada porque contiene una metáfora extravagante. Lo que a veces viene a ser lo mismo.
G. C.: Quisiera saber cómo abordar un texto. Cómo, descartando la emoción, reconocer que revela literatura y no fiarme de la emoción. Fiarme de mi espíritu analítico. ¿Es esto posible?
J. L. B.: ¡Ah! ¡Es muy francesa esta idea de tener una conciencia literaria! Porque otros que no lo son, nosotros, por ejemplo, nos sentimos muy reconocidos cuando nos encontramos frente a la belleza. No soñamos con justificarla o razonarla. Para mí, esta idea de una conciencia intelectual, para saber si tengo el derecho de admirar…
G. C.: ¡Oh, no es para saber si tenemos el derecho!
J. L. B.: O si es necesario hacerlo.
G. C.: ¡No, tampoco!
J. L. B.: Quizá se trate de una ética.
G. C.: No, no. Es para saber si, habiendo analizado el fenómeno literario, se podría fabricar literatura a voluntad. He aquí lo que nos interesa. Así planteamos la pregunta. La pregunta de ninguna manera se plantea en el terreno: «¿Tenemos derecho?» o en el terreno: «¿Es necesario?»
J. L. B.: Perdone…
G. C.: El derecho y el deber no están en tela de juicio.
J. L. B.: Había entendido de una manera ética o jurídica.
G. C.: No, no. El derecho y el deber no están en tela de juicio. Tampoco la admiración. Por el momento, son puntos de vista que dejo de lado. Yo tomo el problema de otro modo. ¿Podría yo fabricar literatura con la ayuda de criterios que utilicen la lógica, la matemática, la lingüística, etc.?
J. L. B.: Bien. Responderé de una manera no francesa, que sería una manera demasiado artificial de actuar. Creo que la emoción es más natural; la emoción presente o la emoción del recuerdo, como decía Wordsworth. Todo eso produce poesía. Si no, habría que pensar en una máquina que hiciera versos; o en algo análogo a la máquina de pensar de Raimundo Lulio, por ejemplo, que intimaría a no pensar, a agotar las combinaciones de palabras hasta que estas palabras dieran ideas. Creo que es más fácil pensar o versificar que recurrir a métodos tan artificiales y penosos. Y que tampoco serían satisfactorios, ya que no explicarían nuestra emoción.
G. C.: ¡Oh, yo no sé nada! Y de golpe percibo que podría formular de otra manera la pregunta que le planteo.
J. L. B.: Entonces, si lo quiere usted así, se trata de un poeta artificial, un poeta mecánico, una especie de cuerpo o de máquina que hiciera versos mediante un arte combinatoria… ¿Es esto?
G. C.: Admitámoslo. Ese poeta «artificial», ¿sería o no un autómata?
J. L. B.: Al lector le daría lo mismo: no sabría si había sido producida por un azar sabiamente dirigido o si provenía de una conciencia humana. De todos modos, esto no le interesaría.
G. C.: Para el lector, pues, nada cambiaría.
J. L. B.: Asimismo, puesto que estamos un poco en el dominio de lo fantástico, podríamos pensar que los antiguos encontraron esta máquina y que se llama Homero, o Virgilio, digamos.
G. C.: ¡Absolutamente! ¿Por qué no?
J. L. B.: Y que todo se ha olvidado. Que, más tarde, se inventaron las biografías, etc., pero que toda literatura se producía de otra manera.
G. C.: Podríamos pensarlo, claro está.
J. L. B.: Sí, agotando las combinaciones de palabras.
G. C.: No tenemos tiempo para ello.
J. L. B.: De agotarlas, no. No, no hace falta agotarlas. En general, creo que uno siente algo de esto. Cuando un poeta juega con las variantes, uno lo reconoce. Veamos el caso de los adjetivos. Recuerdo que se criticó los dos primeros versos de la Jerusalén de Tasso. Él escribió:
Canto Vanne pietose e’l capitano
Che’l gran sepolcro liberò di Cristo…
«Canto las armas piadosas (las armas de los cruzados) y al capitán que liberó la gran sepultura, el gran sepulcro de Cristo».
Uno de sus críticos más recientes, Modigliano, hombre muy inteligente por otra parte, dijo que gran sepolcro era un poco mecánico; que puesto que Tasso escribió: la gran sepultura, el gran sepulcro, esto no puede sorprender a nadie. Pero yo pienso que Tasso tuvo razón. En efecto, puesto que en el primer verso se obtenía ya un efecto con el empleo de un adjetivo inesperado (las armas «piadosas», por decir las armas de los cruzados), no era necesario utilizar otro epíteto sorprendente en el segundo verso. Si no sentiríamos que Tasso era un señor que trabajaba para variar los epítetos. El efecto quedaba destruido. Así pues, era mejor colocar un epíteto un poco trivial. Si no, todo esto olería a mecánico.
Es un poco el caso, creo yo, de Mallarmé. Uno siente siempre el esfuerzo. Uno siente que está demasiado consciente de lo que hace. No sé si usted comparte esta impresión. Sentimos la impresión de que Mallarmé ha trabajado sus versos. Si se quiere un ejemplo más preciso, ahí está el de Joyce. Uno tiene la impresión de que Joyce sabía que se trataba de un juego. Joyce dispone de un juego que vuelve a jugar. En el caso de Mallarmé uno no está muy seguro. Quizá quería, al contrario, ser poeta en el sentido en que Hugo, digamos, lo es.
G. C.: Tenemos la seguridad absoluta de que Mallarmé no se divertía.
J. L. B.: Yo escuché un disco de Joyce. Uno siente que Joyce se divierte enormemente. Las aliteraciones, las consonancias, son para él un juego, un hermoso juego. Del que se ríe.
Hablábamos de adjetivos. Voy a citarle un ejemplo de un adjetivo extravagante que quizá es el más débil de toda la literatura. Se trata de un texto de Gracián, Baltasar Gracián, del siglo XVII. Gracián habla de la isla Santa Elena. Dice que esta isla colocada en medio del océano sirve como lugar de descanso de las naves de la… (sigue el adjetivo que él encontró) Europa. Y Gracián encontró el adjetivo más sorprendente y más débil al mismo tiempo: ¡la «portátil» Europa! Uno no sabría ser más extravagante y más torpe al mismo tiempo. Es un caso extremo. Si uno busca adjetivos puede encontrarlos. ¡Mil! En todo caso, espero que sean encontrados. Evidentemente, el autor quería jugar con la sorpresa. La obtuvo en demasía, cubriéndose de ridículo. ¿Usted cree que sea bello: la «portátil Europa»?
G. C.: No, no lo parece.
J. L. B.: No. Más bien parece algo moderno, en el sentido pobre de la palabra.
G. C.: Me parece esto algo inquietante, porque trato de averiguar qué quiso decir.
J. L. B.: Quiso decir que los europeos viajan, que Europa es viajera, por lo tanto, portátil. Sí, simplemente eso.
G. C.: ¡Esto no es satisfactorio!
J. L. B.: No, evidentemente no es satisfactorio. Lo cité como ejemplo de ridículo y, al mismo tiempo, de barroco. Hay muchos escritores que han encontrado epítetos nuevos y sorpresivos que no eran ridículos.
Pero creo que nos alejamos un poco del punto central de su inquietud que tan mal comprendí en un principio.
G. C.: Voy a precisar mi pensamiento. Me preguntaba si, en el fondo, hay trayectos marcados de antemano en La Biblioteca de Babel; si podemos suponer que hay un orden; si puedo… espere, si puedo volver a encontrar ese orden. He aquí otra manera de formular mi pregunta. No es la única.
Otra manera más sencilla: ¿Podríamos, si tuviéramos los conocimientos lingüísticos necesarios, fabricar literatura? Descartemos la cuestión de saber si es deseable o no. He aquí la pregunta desnuda: ¿Es posible, o será posible?
J. L. B.: Sí, creo que es posible. Estamos en el caso del jugador de ruleta que posee un capital infinito. No puede perder, sólo con doblar su puesta cada vez. En un momento determinado ganará, en el terreno de la hipótesis. Por otra parte, si uno posee un capital infinito nunca pensaría en jugar a la ruleta. ¡Si el capital es infinito no se puede ni perder ni ganar! Por definición las dos cosas son imposibles, creo yo.
G. C.: La razón así lo indica. La pasión puede decir otra cosa.
J. L. B.: Sí, creo que se podría fabricar literatura.. Pero esta fabricación sería demasiado fastidiosa para el escritor, aun suponiendo un escritor inmortal. Regresemos al ejemplo del epíteto. Toma usted un sustantivo cualquiera, después saca su diccionario y ensaya todos los epítetos. Esto podría hacerse, pero se acabaría más pronto pensando en el sustantivo mismo, o esforzándose por emocionarse un poco.
La cosa sería posible, pero no sé si se trataría de una experiencia interesante. Sólo sería posible como experimento. Y sobre todo como un experimento posible. Y no como una experiencia a hacer. En el caso del verbo sería lo mismo.
G. C.: Para el lector, no cambiaría nada si no lo supiera. Para el escritor, la literatura quizá sería fastidiosa, ¡pero la fabricación de la literatura podría llegar a ser apasionante!
J. L. B.: ¿La fabricación de la literatura apasionante? ¿Para quién?
G. C.: Para el propio escritor. El descubrimiento de los secretos de fabricación podría ser apasionante.
J. L. B.: Ah, sí. Quizá estemos equivocados al separar dos cosas que coexisten. Tomemos un texto bien breve, un soneto. Ahí, evidentemente, algo hay de fabricación. Si nos resignamos al primer verso, es necesario que el cuarto rime con el primero. Estamos pues un poco en la máquina de hacer versos. Quizá nos hayamos equivocado al creer que de un lado está la emoción, el pesar, el amor, la espontaneidad, etc., que hacen versos. Y, del otro lado, una máquina de variaciones. Quizá hay ambas cosas en cualquier poema, sea cual fuere. Aun en cuatro líneas. Por un lado, una emoción previa. Por el otro, muy modestamente por otra parte, la fabricación.
G. C.: Toda vez que se respeta una forma…
J. L. B.: Toda vez que se respeta una forma hay que resignarse un poco a las variaciones, y digamos, ya que parece gustarle esa historia, es preciso resignarse a La Biblioteca de Babel.
G. C.: Sí, toda vez que se está en presencia de una forma.
J. L. B.: Toda vez. Y aun cuando se hagan versos libres, aun cuando no se quiera ser Hugo sino Walt Whitman, esos versos libres tienen leyes. El hecho es que estas leyes todavía son secretas para nosotros. Como las leyes de la prosa. Quizá serán descubiertas un día como lo hizo Pierre Menard, creo yo, en otra historia que escribí. Pierre Menard descubrió cuáles eran las leyes secretas de la prosa.
Escribimos un verso. Escribimos otro verso. Nos atenemos un poco al oído. Pero el oído, sin duda, está atónito; o entrevé esas leyes secretas. Sentimos que tal verso libre es posible después de tal otro y que aquel otro es imposible. Es decir, ¡que siempre hay un poco de La Bibtioteca de Babel ahí!
Hay un poco de la máquina.









[5] «El viento de la otra noche derribó al amor» [T] 

Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges in Sicily. Near Palermo. Bagheria. Villa Palagonia. 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos






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