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21/3/17

Esteban Peicovich: De cómo su madre evitó que Borges empedrara una calle del siglo pasado






Soy tan poco observador que cuando mi madre vivía le solicitaba detalles circunstanciales. Porque ahora se esperan detalles circunstanciales. Vamos a suponer que en un cuento describía un conventillo y alguien debía atravesar el patio. Podía haber flores. Entonces le preguntaba a mi madre qué tipo de flores podían existir en un conventillo. Y mi madre me las mostraba y yo las ponía, porque no me detengo en esas cosas. En otra oportunidad, como me gustaba situar todo en el pasado para estar más libre, le preguntaba cómo era tal calle. Me acuerdo de que un día estaba dictándole un cuento sobre Rosas y hablaba de los cascos de los caballos. “¿Sobre el empedrado? –preguntó mi madre– ¡Pero, estás loco!” Y yo le había dictado empedrado por no decir asfalto. “Bueno –señaló mi madre–, que yo recuerde, en esa época, todas las calles de Buenos Aires eran de tierra, salvo Florida y Perú, que estaban empedradas...” Y ella me evitó cometer esa gaffe de querer empedrar la calle Suipacha en tiempos de Rosas.






En Esteban Peicovich: El palabrista. Borges. Visto y oído
Buenos Aires, Editorial Marea, 2006
Foto arriba: Borges y Peicovich (sin atribución) vía El palabrero

1/8/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [5 de 5]






¿Matar a Borges? Consejo atribuido a Witold Gombrowicz al irse en 1963


Con Borges no se puede. Buscan enterrarlo y no hay caso. Ahora, a 30 años, Beatriz Sarlo recoge el testigo que Witold Gombrowicz arrojó desde el paquebote de su partida en 1969. Sus huérfanos escribas clamaban desde la dársena les tirara un último consejo y al áspero polaco no se le ocurrió mejor adiós que dejarlos turulatos:
Maten a Borges.
Esta sentencia parricida inútil suele pulsar en los talleres literarios pero muere en su intento. Estos días el ojo polifemo de Beatriz Sarlo lo volvió a reanimar. Su notable instrumental social la deja siempre en la calle de enfrente. Ella confiesa que la poesía de Borges le resulta compleja y allí debe estar la madre del borrego. Visualizar a Borges desde la sporca política de nuestro revisionismo es tarea fallida. ¿Ver de entrarle con cuchillo crítico para “matarlo” y dejar pasar a los retenidos por su genio? Suena a chiste. Nunca en otros mundos se propusieron matar a Shakespeare, a Cervantes o a Tolstoi. La literatura de los pueblos se renueva sin envejecer. Que el autor del Quijote recaudara impuestos, Tolstoi tuviera siervos o el Big Willy fantasmal esté envuelto en maledicencias mil, no explica sus obras. Para la sociología dos más dos son cuatro mientras la poesía mantiene su amor por el cinco.
Insistir en clavar la mariposa Borges en la pared del dogma social es tiempo ocioso. Las ideas últimas de Borges eran las de un ácrata sublimado que sólo ponía bombas en sus frases y jamás urdió plan alguno para mejorar la realidad urbana. Lo suyo fue intentar tomar el Palacio de Invierno de la Mitología, o, al menos, vivaquear en el pasado para traernos traducidos los cuentos y leyendas de Occidente y de Oriente. En cuanto a “lo argentino” propuso un destino universal a una sociedad sin cultura precolombina indagando e interpolando como pocos en nuestras poéticas del campo (Ascasubi) y del barrio (Carriego). Su prosa entretejió temas de allá y de acá hasta replicar el asesinato de Julio César en la pampa y cerrarlo con un “Pero, che…”, lo cual sí supo ver claro Sarlo al apuntar que era “un escritor bifronte que fue al mismo tiempo cosmopolita y nacionalista”. Aunque al precio de una lagrimita: “Su reputación en el mundo lo ha purgado de nacionalidad”. (dicho esto con mi amoroso respeto por la gran Sarlo, quien me descoloca cuando afirma no poder entrar en la poesía de Borges “porque me resulta compleja”, y por otro lado valorar “la luz perfecta de sus textos”).
Pero bien. Borges está cumpliendo 116 años. El calendario fraguado insiste en contar que pasaron treinta años del día en que se ocultó tras obituario y lápida. No tomo en serio el dato, aunque acepté, por elegancia social, rizar el rizo de la fecha y recordar algunos momentos en que como cronista observé al monstruo y recogí tinos y desatinos que siguen más a mano de mi memoria.
Quiero decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a treinta años de esa presunción, darnos a recordarlo puede ser borgeanamente un toque de ironía. Eso pretendieron estas cinco notas. Servir en su efeméride un trago de Borges. Bebida espirituosa y espiritual que como ninguna otra fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Mas en ácidos tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que se sepa bien quiénes somos ni quién fue ese planetario argentino que fraguó como domicilio virtual tres metros cuadrados de Ginebra. Para ello se preparó. Fundó una nueva imaginería, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Esta decisión la tomó en aquel día aparente de 1986. Pasados 30 años sobran pruebas de que el almácigo contiguo al de Calvino es fraguado y que Borges no “sobremuere” en ese camposanto como el periodismo divulga y los turistas aceptan.
¿Matar a Borges? No se lo propusieron Antonio Di Benedetto ni Juan José Saer, que brillan con impecable salud literaria a prueba de infundios. A mí se me da por imaginar (animista y maniático que soy) que Borges hizo “la del tero” en Ginebra y se recicló en invisible ballena voladora y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Que la pasa disparando asombro como Kafka angustia o Beckett estupor. A diferencia de Pessoa, Borges no eligió replicarse sino ser persona sucesiva en otros. El primer Borges en el que trasbordó fue, como es sabido, el Otro. A esos dos Borges siguieron millones más. Cada uno destinado al sueño de su singular biblioteca final en la que pulsa creciente formación de rémoras, de lapas, de satélites, de escribas periféricos, que quedaron fijados al infinito catálogo de sus espejos deslumbrantes y que para nada se proponen matarlo pues habitan en su interior.
No hay modo de escapar. Todos somos Borges. Desde el iletrado más perfecto del campo o la ciudad, no hay manera de abandonar su área de influencia. La que disparó ese díscolo genial que fue Gombrowicz en su minuto final de Argentina ante sofocados apóstoles quedó en la nada. Otras posteriores, igual. Es que ¿quién va y mata a quien llevaba de la mano a su propio niño intacto preservado hasta el mismo instante de aparentar morirse? ¿Al niño que no quiso dejar de ser y supo preservar de normas, cursilería, banalidad y los acosos de la adulterada adultez?
Insisto: nadie como él para eludir las trampas y escombros de la banal y mortal cotidianeidad. Lo supo pronto y por eso extendió su prolífica infancia, a nueve décadas. Creció en talla, calzó pantalones largos, conoció mujer (tal vez hasta bíblicamente), llegaron a vaciársele la mirada y apergaminársele la piel, pero del castillo de su inocencia inicial (esto es, de la eternidad) no salió nunca. Rechazó toda su vida obtener pasaporte de adulto y consecuente con su tozudez no se adulteró. Distante de todo contacto con la mismidad, al grosero fluir de la historia lo cambió por un mundo atemporal. Dedicó su genial curriculum a jugar con las muñecas de las fábulas. Y decidió para sí (nada menos) que la Creación lo fuera a su imagen y semejanza. Sólo alguien precoz hasta morir podría hacerlo. Y Georgie lo hizo.


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Foto: Borges en su casa (La Maga Colección 1996) 
Incluida en nota Los otros sobre Borges, el palabrista de E. Peicovich 





30/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [4 de 5]






Nadie imagine a Borges desnudo, vocinglero, sensual. Nadie lo toque. Hojearlo apenas, que su carne es papiro tras papiro, y esa escuálida, trémula voz de infante que asombra y desasombra, que juega con la grandes muñecas de los mitos, desayuna con Macbeth, codea a los fantasmas.
B:¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?
—A la cafetería. Se llama Azalea. 
B:¡Qué nombre! ¿no?
Despaciosamente lo acerco a la mesa, lo siento, descanso su bastón, miro sus pies. Están en el suelo, situados al azar, distintos, ajenos a la biblioteca que sostienen. Él se pone a olfatear. El animal Borges tratando de olisquear una palabra cicerone. Alguien dice “café”. Él mueve la cabeza. Dice también “café”. Escucha cómo la palabra “café” va hacia el camarero, cómo se apaga mientras el camarero la lleva. Sonríe: sabe que esa palabra va camino de dejar de ser palabra para regresar hecha café.
—Lo mismo sucede con la poesía...
(Sí, bien pudiera Borges estar imaginando algo así, me digo, imaginándolo)
¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo condenado a pendular sin brújula del día a la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en un hotel, por un cronista (que responde a Cronos) y tiembla. Es un maniquí de cera que podría disolverse ante el zumbido del Otis que nos llevará a tierra. Al salir se repone, y aguarda tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven). Aun en su invalidez Borges no deja de hechizar. De la obviedad extrae asombro. Su oficio es sorprender. 
B: ¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?
Otra de las charlas transcurrió a metros del Museo del Prado, en un hotel muy british: el Palace. Era la mañana de un mayo florido. Tras el desayuno María nos comentó que aprovecharía el tiempo de la entrevista para ir de compras. Fue escucharla y Borges ponerse de pie  con gesto rápido y seguro. Lo vi sacar su cartera del bolsillo del pantalón. Le escuché:
—María, ¿cuánto dinero necesitamos para hoy?
Así, con solemnidad de ciego, adelantó la cartera, abriéndola para que María tomase los billetes previstos. Un hábito que a él le alegraba cumplir cada mañana. María se metió en la ciudad y nos quedamos allí, a compartir un nuevo café “hablado”.
—Borges... ¿soñó usted anoche? 
B: Sí, soñé que hablaba con Alfonso Reyes. Tenía un tamaño desmesurado y yo ante él era más bien petiso. Reyes se me apareció con una cara como de tártaro. No entendí una sola palabra de lo que él decía y me daba mucha vergüenza. Estuvo a punto de ser una pesadilla, pero me desperté. Sentí el sabor único de la pesadilla. Tiene un sabor peculiar. Podría ser una prueba de que existe el infierno. 
—Entre las pocas reiteraciones que se notan en usted, está la de andar siempre quitando valor a su vida y a su obra, ¿por qué?
B: Porque creo que hay una equivocación. No creo merecer la atención que me dirige la gente. Quiero corregir ese error, aunque me beneficia a mí, desde luego. Trato de disuadir a la gente sobre lo que yo escribo. Cuando Frías me propuso hacer una edición de mis Obras Completas, yo le dije: “No, usted sólo venderá un ejemplar. ¿Por qué no hace una edición de las obras completas de Bioy Casares, de Sábato, de Cortázar?” Le di cinco o seis nombres, entre ellos el de un enemigo mío, pero no el mío, porque era para clavarse con ese libro, no convenía: “Y, mire, con la propaganda se hace todo”, me dijo él.
—¿Así le dijo? Bueno, pero usted está mucho más allá de ese tipo de especulaciones. Su obra tiene respuesta mundial...
B: Eso no tiene nada que ver. también Perón fue elegido por nueve millones de votos. El consenso no significa nada. También puede ser el consenso en el error  ¿no?
—Sabe… a veces me parece que usted al escribir es más riguroso que  al hablar ... 
B: Lo que escribo es algo que he pulido, y cuando hablo, sólo doy lo que puedo dar hablando: pastillas, virutas. Una especie de arcilla que no ha sido plasmada. En fin, déjelo así, yo no soy ingenioso. 
—¿Cuál de los “dos” no es el ingenioso? ¿El “otro” o usted?
 B: ¿Cómo dice?
 —Me apoyo en su afirmación de que existen “dos” Borges…
B: Habrá más, habrá más...
—¿Y con cuál hablo ahora? 
B: En este momento con uno bastante sencillo. Le estoy contestando con sinceridad. 
—Le creo ¿pero a qué se refiere cuando dice que es dos Borges y no uno? 
B: Los dos Borges vendrían a ser el Borges privado y el Borges público. El público sería ese que sale con su palabra.
—Y ¿cuál de los dos, o son los dos, los que defienden la pena de muerte?
B: Lo que no se puede defender es la cárcel. La pena de muerte está bien. Yo, por ejemplo, preferiría ser ejecutado. Estar encarcelado me parece espantoso. Creo que si alguien comete una culpa, está bien que lo fusilen. A mí no me importaría. Al contrario, si me dijeran que van a ejecutarme esta noche, diría... “Pero qué suerte, vamos a simplificar todo”.
Destino literario si los hay, Borges vivió más allá de la sordidez del día a día. Aun ciego, “veía” el mundo como era, y también “a su manera”. Es una de esas grandes y raras flores que da la especie. Como Kafka. Como Beckett. Testigo literario de una sociedad variada y rara como la argentina, nos castigó en lo imbécil y nos representó en lo genial. Y en lo utópico. Nunca olvido lo más agudo que le escuché opinar sobre nuestra política:
B: “Tal vez llegue un tiempo en el que merezcamos no tener gobierno”
—Sí. Y ojalá que su vaticinio se nos cumpla. Me baso en William Blake quien decía que “todo lo que existe fue imaginado alguna vez”.
B: Qué hermoso ¿no? Me obliga a recordar otra espléndida frase de Blake: Muchachas de suave plata y de furioso oro. ¿Qué le parece? “Muchachas de suave...” aunque allí la palabra es “furioso”. Es uno de los versos más lindos del mundo.
—Para mí, en cambio, es aquel suyo que dice: Yo que he sido todos los hombres, no he sido nunca aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach.
B: Ahora lo corregí...
—¿Por qué lo hizo? Es perfecto. No había que tocarlo más...
B: Es que suena mejor. Si no queda muy sibilante. Ahora es así: Yo que he sido todos los hombres, no he sido nunca aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach.
De la poesía a la necesidad elemental sólo hay un paso. Borges de pronto dirá la frase que todo periodista cultural que se precie le habrá escuchado alguna vez: 
B: Por favor, ¿me puede acompañar al baño?
Y sí. Lo ayudé a alzarse y lo fui guiando al cuarto de baño, un espacio clásico, inglés, dotado también de mingitorio vertical, dos gateras de mármol. Hasta allí lo acerco y lo embalso. Él, que ya conocía el lugar, tantea con el brazo izquierdo la pared, se apoya y luego con la derecha se va abriendo la bragueta con lentitud. Yo me separo un metro, atento a una posible caída y le digo algo así como: 
—Usted tranquilo, Borges, estoy aquí cerca, tómese su tiempo.
(Es la espontánea boludez que dicta la ocasión: la boludez cortés) Y él que va, y mientras sostiene lo suyo, me dice:

B: Dígame, Peicovich ¿Usted sabe algo de John Birch?
Y yo, seducido, tratando de no mostrar una grieta ante el máximo gurú, hago “la gran argentina”: 

—Algo he visto por ahí, pero todavía no lo leí… Creo que es alguien que… ¿Qué escribió?
B: No, m’hijo. John Birch es como le dicen los ingleses a la pija. Y Lady Jane le dicen a la concha.

Mi carcajada se escuchó en Portugal.
(Guardo prueba de esta lección que recibí de Borges pues el grabador siguió en mi mano y registró la perla de la entrevista. En mis programas de radio éste es el audio más solicitado. Les asombra que el hombre que escribió Yo que he sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach pudiera decir pija y concha. A mí en cambio me deslumbra la anécdota. Es la más jocosa (y ética) que me dejó el periodismo).



Fuente: Diario Perfil, 15 de julio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006
Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich 
Foto: Borges y Esteban Peicovich 
Vía El palabrero




28/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [3 de 5]






Son varios los Borges verbales que pulsan en mi memoria. Sobresale, por primero, aquel de 1956, cuando aún no era Homero sino un Buda encastillado en la Biblioteca Nacional. Rodeado por noventa mil libros un mujerío a sus pies le leía cuentos en un inglés cipayo a la orilla del río menos inglés del mundo. Cada tanto, un bibliotecario furtivo le traía la copia de un manuscrito hebreo o el muy gozado versículo de Blake donde dice que todo lo que existe fue imaginado alguna vez. De aquel día me quedó un libro dedicado injustamente: “A Esteban Peicovich, del impoeta Jorge Luis Borges”. Años después, al recordarle la insólita autocalificación, respondió:
B: No es humildad. No se preocupe. Ya voy a volver a la poesía.
Sus anécdotas y ninguneos podrían alimentar un género literario. (“¿Marinetti?, un cretino fosforescente”; “¿Así que Machado tuvo un hermano?”; “¿En qué quedamos, Gerardo o Diego?”. Su dardo impreso más filoso apareció en  1980, en El País.  Junto a Calvino y Beckett el diario había requerido opiniones sobre la Enciclopedia Británica. Borges no dudó: “Debo  todo mi conocimiento literario a haber leído la Enciclopedia Británica y no haber leído jamás a Enrique Larreta.”
Pese a tener al periodismo entre sus fobias todo encuentro verbal con Borges fluía feliz. Un mediodía de 1984, en el bar del Hotel Mamounia, de Marraquech, le propuse, como aperitivo, el muy light cuestionario “a la Proust”:
 B: No creo que él lo haya hecho. Produce una serie de trivialidades. Eso lo hizo  la cocinera de Proust.
—Aseguran que le fue hecho al propio Proust.
B: O los enemigos de Proust. Es una especie de juego de sociedad.
—¿Cómo no intentar jugar con el más grande jugador que tenemos...?
B: ¡Pero claro!
—¿Cuál es el color de Borges?
 B: Mi color es el amarillo.
—¿El animal?
B: Bueno, podría ser el leopardo.
¿La flor?
B: El jazmín.
¿El pájaro?
B: Mis conocimientos ornitológicos son tan breves que no sé si distingo muy bien entre un pájaro y otro.
—Pero sí entre el colibrí y el cuervo.
B:  Pájaros muy literarios. ¿Qué pájaros naturales hay?
—Y, desde la paloma hasta el gorrión. Nuestro gorrión.
B: ¿El gorrión? Fue importado por Bieckert. No los había en la República Argentina. Yo diría la gaviota, sugiere el mar, está bien.
—¿A qué personaje histórico admira más?
B: Voy a ser muy localista: vamos a poner Sarmiento.
—¿Y el personaje histórico mujer?
B: Carlota Corday.
—¿Que personaje varón de la ficción le impresionó más?
B: Lord Jim, de Conrad.
—¿Y el personaje femenino?
B: Yo casi me olvido de que haya mujeres.
—Lo ayudo: desde Julieta a la Celestina.
B: ¿Lo dejamos en blanco?
—¿Y su pintor, Borges?
B: Podrían ser dos: Rembrandt y Turner.
—¿El músico?
B: El único músico al cual yo me he acercado con toda la humildad y la ignorancia: Brahms.
—¿El dramaturgo?
B: Uno tiene que decir Shakespeare. No, yo voy a decir Bernard Shaw.
—¿Y la película que recuerda más?
B: Ser o no ser, de Lubitsch. Creo que nadie la conoce, ¿no?
—La mencionan mucho en las historias del cine, la consideran. ¿Y el libro?
B: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Bien…Sigamos jugando con Proust.
—Sigamos jugando, aunque cometí una herejía. Le pedí una película  y no las había en tiempos de Proust.
B: Dentro de la trivialidad general, está bien.
—Dígame, ¿cuál es su filia más definida?
B: Ponga todo lo escandinavo.
—¿Y la fobia?
B: Como fobia, la publicidad.
Le pregunto si quiere otro café. Dice que después. Algo lo irrita; algo, inmediatamente después, lo alegra. Y ríe.
B: ¿El primer recuerdo? El de un cartel y un arco iris. Puede ser Adrogué, puede ser Palermo o, si están del otro lado del Río de la Plata, puede ser una quinta en Paso del Molino, en Montevideo. Yo tengo un recuerdo así bien platense, digamos.
—¿Y recuerda su primer juguete?
 B: Era un palo de escoba. Luego me regalaron uno con una cabeza de caballo, y luego otro caballo. Pero para mí, el único, el verdadero caballo, era el palo de escoba. A los otros los veía como apócrifos.
—¿A qué edad conoció a la primera mujer?
B: Creo que como todos los hombres yo estoy enamorado desde siempre. Aunque el amor pueden ser imágenes del cine, del deporte... Antes nos enamorábamos de las mujeres del cine. Yo he sido fiel a Mary Pickford y a Katherine Hepburn.
—¿Usted rezó alguna vez?
B: Sí, siempre. Mi madre me pidió que rezara. Yo la quiero tanto y ella me lo pidió. Es un modo de estar cerca de ella también, ¿no? Ahora yo no sé si no estoy hablando en un teléfono al vacío, ¿no? Pero si no hay Dios yo no me comprometo con eso.
—¿Y Cristo?
B: No creo que fuera el hijo de Dios. Como figura histórica es incomparable.
—¿Y en cuanto a lo que nos ha quedado de Cristo: su palabra, sus parábolas...?
B: Hay un rasgo de Cristo que no me gusta y es el demagógico. “Los últimos serán los primeros”. ¿Por qué los últimos van a ser los primeros? O: “Dichosos los que lloran porque serán consolados”. No, los que lloran no pueden ser dichosos. Él tendía a exaltar la desdicha. Prefiero lo de Bernard Shaw cuando fueron a verlo unos obreros irlandeses patriotas y se habló de cómo Irlanda había sufrido, no sé, en manos de los daneses, de los ingleses, de medio mundo. Shaw les dijo: “Sí, pero el haber sido matados todos, no es un mérito”. Tenía razón: haber sufrido no es un mérito.
—¿Qué es un obrero para usted?
B: No pienso en la gente según el gremio. Yo veo en cada hombre a un individuo. El hecho de que sea un obrero, un estudiante, o que sea un profesor, es algo secundario; el oficio no es importante. Yo he conocido a gentes de toda clase, incluso a obreros y malevos también, y me di cuenta de un hecho. Por ejemplo, yo tenía amigos míos que eran tipógrafos y porque eran tipógrafos no eran menos importantes que si fueran A, B, C o D. Por eso le digo, ¿qué piensa usted del estudiante, del millonario? Bueno, qué sé yo.
—¿Quién es más real para usted, Macbeth o Perón?
B: Bueno, Macbeth, desde luego.
—¿Para usted la literatura es más real que la Historia?
B: La que llamamos Historia está hecha de memorias y de imágenes. El que usted ha mencionado es un personaje de la memoria, salvo que yo nunca pienso en él. A la larga todos nos convertimos en personajes de la memoria ajena. Macbeth lo es. Rosas también.
—¿Y Perón?
B: También, salvo que yo prefiero no mencionarlo. Ponga Rosas, que es lo mismo.
¿A qué le tiene miedo Borges, si tiene algún miedo?
B: A una larga vida. He vivido demasiado. Mi enemigo es la longevidad y estoy incurriendo en ella. Es lo que más me aterra. Puedo cesar en cualquier momento...
—¿Por qué cosa merecería Borges ir al infierno?
B: A veces he sido egoísta, insensible al afecto de otros. También por haber capitaneado el movimiento ultraísta, ¿no? El ultraísmo ha llevado a todos a los círculos del infierno dantesco, sí.
—¿Y si el infierno fuera una biblioteca, Borges?
B: Entonces no sería un infierno. Bueno, claro, depende de los autores, ¿no? Creo que si del infierno están excluidos los malos autores, incluso yo, entonces ya no selecciono, ¿no? Ahora, si llego a encontrarme con libros míos allí, mejor entonces, sí.
—¿Qué libro suyo tendría que estar en el infierno?
B: El que voy a publicar el año que viene. El no escrito todavía....
—¿Cuál ha sido el momento más grave de su vida?
B: He sido desdichado tantas veces que se precisaría una especie de concurso. Habría que elegir entre muchos momentos. Eso es lo grave.


Fuente: Diario Perfil, 8 de julio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich [Facebook]
Foto: Borges y Esteban Peicovich 1980
Vía Perfil CEdoc

Borges, el palabrista/1
Borges, el palabrista/2
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Borges, el palabrista/5


26/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [2 de 5]





De los pecados capitales, de su "odio" hacia Perón y Rosas, de Hitler

El lunes 21 de abril de 1980, sintiéndose solo en la trastienda de una sastrería de Madrid, Borges parecía beatífico y feliz. Acababa de probar, con éxito, el jacquet que vestiría en Alcalá de Henares para recibir de manos de un rey el premio Cervantes. Apoyado en un báculo de bambú negro comprado en Chinatown por dieciséis dólares, su rostro de inocencias y dudas sugería la imagen de la luna. Cuál fue la emoción que lo envolvió y apagó su “grave pecado” de no haber sido feliz, no lo sé. Pero de pronto, así como así, sus labios se movieron y del tarareo pasó a cantar en voz alta lo que parecía sonar a una milonga.
“Sí, milonga rioplatense. Se llama “Los orientales” —aclaró cuando volvimos al hotel. Ya en el bar, la obviedad de los primeros instantes dejó paso a las sorpresas.
—B: El café parece que no aparece, ¿no?
—Aquí se lo traen... pero con la mitad de café, ¿le ponemos la otra mitad de leche?
—B: Sí, con leche, sí. Medialunas no han traído, ¿no?
—Han traído, sí. Aquí la llaman “croissant”.
B: Cuando yo era chico mi madre decía “croissant”. Luego quedó “medialuna”. Porque “croissant” es una palabra fina, que correspondía a las confiterías. Después, en las lecherías ya no podía llamarse “croissant”, que es lo mismo. Luna creciente o media luna, es igual.
—¿Y usted qué opina, Borges, de los famosos pecados capitales?
B: Stevenson decía que los siete pecados capitales eran uno solo: la crueldad. El pecado contra el Espíritu Santo. Los demás no tienen importancia.
—Sin embargo la crueldad no está entre los siete. Y sí la pereza. ¿Cómo se lleva con ella?
B: Yo creo que he trabajado tanto porque soy muy haragán.
—¿Y con la envidia?
B: No, nunca. Por ejemplo, he estado enamorado y he sabido que otra persona amaba a la misma mujer que yo. Y yo pensaba, en fin, esto nos une. Los dos nos damos cuenta de que esta mujer es admirable y él debe sentir amistad por mí y yo sentir amistad por él. La idea de la rivalidad, de los celos, de la envidia, es horrible. Pero fíjese que cuando he confesado esto me han dicho que no, que es un bizantinismo, que es una paradoja, que eso no puede ser.
—A mí me parece una belleza.
B: ¿Cómo dice? Usted es la primera persona que no se escandaliza. Me alegra, sabe. Porque si yo quiero a una mujer y otro hombre la quiere también, quiere decir que nos parecemos de algún modo, ¿no? Nos encontramos en lo mismo. Es como si alguien dijera que le gusta el álgebra, pues a mí también; o la literatura, y a mí también; fulana de tal, a mí también. Eso nos une, digo yo.
—¿Cuál ha sido el pecado de gula de Borges?
B: La gula sería, a ver... los copos de maíz, el café y el dulce de leche. También el de guayaba. En general me gusta la comida seca. La comida mojada no me gusta.
—¿El vino sería una comida mojada?
B: No, yo no he bebido mucho vino. Cuando joven me gustaba el ajenjo. No me gustan las salsas. Sí el arroz, las uvas. Las uvas son como una purificación. En Japón encontré uvas dobles de las nuestras, con gusto a vino, riquísimas. Y las mandarinas son un prodigio. Sin semillas, y uno puede comerse la cáscara. Las bananas también son riquísimas en el Japón. Mejor dicho, los plátanos, porque banana es una palabra tosca. Me gustaba, como le digo, el ajenjo, que produce una alegría liviana... Cuando era chico lo bebían los compadritos en los almacenes. Cuando vivía en Mallorca tomaba hasta tres copas de ajenjo; después salíamos a escalar la montaña, y gracias al ajenjo yo me agarraba de las grietas y ascendía bastante bien. La embriaguez que nos producía era muy liviana; si no nos hubiéramos matado antes de llegar a la cumbre. Era en Valdemossa. Subíamos con un pintor sueco y un cordobés, también pintor, Octavio Pinto.
—¿Usted sabe que cerca de Valdemossa vive Robert Graves?
B: ¡No me diga! Un gran poeta. Compré sus Obras completas. Buscaba un poema lindísimo que parece que él eliminó de sus obras. Ese poema merece ser muy antiguo, merece no ser contemporáneo, merece ser algo que los hombres han soñado durante mucho tiempo. El argumento es éste: Alejandro de Macedonia no muere en Babilonia sino que se extravía de su ejército y va errando por una geografía desconocida; ve una claridad, es un campamento. Hay hombres de piel amarilla y de ojos oblicuos, tártaros, chinos. Entonces, ya que su oficio es ser soldado, él entra y se alista en ese ejército. Pasan muchos años, hace la guerra; no le importa ser jefe, siempre es soldado; y un buen día, como pago del trabajo de guerrear distribuyen monedas. Es un hombre anciano ya y se queda mirando una de las monedas. Está allí, viejo, rodeado de tártaros o chinos y entonces dice: “Claro, es la moneda que yo hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia”. Su victoria contra los persas. Pero él dice: “Cuando yo era”. Claro, él ya es otro, un soldado perdido allí entre los chinos o los tártaros. Este poema merecería estar en Las mil y una noches o en Plutarco y sin embargo, qué raro, Graves lo eliminó. Es extraordinario. Haber inventado ese poema es haber inventado todo.
—¿Y cuál ha sido su pecado de soberbia?
B: No creo, no. Cuando converso con alguien siempre trato que el interlocutor tenga razón. La idea de una discusión es errónea. Los chinos dicen que no hay que discutir para ganar, sino para dar con la verdad. La idea de ganar es horrible. Por eso aquí, en Madrid, en las tertulias del café Colonial, Cansinos Assens impuso la costumbre de que no se hablara de ningún contemporáneo para que no se hablara mal de nadie. De modo que uno podía mencionar a Virgilio o a Platón, pero no a Gómez de la Serna o a Unamuno.
—¿Cometió alguna vez el pecado de avaricia?
B: Creo que ha sido el de no prestar libros para que no se quedaran con ellos.
—¿Y el de lujuria?
B: Creo que sí. Bueno, no sé si es un pecado. Creo como Stevenson que no es un pecado. Haber deseado bastante, querido mucho a la mujer, no es pecado. ¿No?
—¿Y si hablamos de la ira?
B: No. Xul Solar decía que era una pobreza mía el no enojarme. Porque yo me entristezco en lugar de enojarme. Hace bien desahogarse. No, ira, no. O tal vez sí, tres veces, cuando eché a los estudiantes de la clase por querer interrumpirla. Pero yo pensaba que eso no era personal, que tenía que defender la cátedra.
—Y una de esas veces defendió precisamente a Coleridge. Ellos llamaban a una huelga en apoyo a obreros portuarios...
B: Claro. Es cierto. Y les dije: "¿Qué tiene que ver Coleridge con el puerto de Buenos Aires?"
—Y… ¿tuvo acaso un octavo pecado suyo, inventado por usted para usted?
B: Y, bueno, yo he sentido odio por dos personas. Por Perón y por mi lejano pariente, Rosas. Y por nadie más que yo sepa. En el caso de Hitler no era odio. Decía yo, qué raro que este hombre que es un genio militar sea al mismo tiempo un loco. Me decía, por ese entonces, que si yo fuera Hitler echaría del país a quienes no tuvieran sangre judía. Hubiera sido más inteligente, ¿no? Mi padre, que era lúcido, decía siempre (un poco por el orgullo de la sangre inglesa de mi madre): “Pero al final ¿qué son los ingleses...? Si no son nada más que unos chacareros alemanes”.
—Si todo pudiera ser sintetizado en uno solo argumento, un solo tema, ¿cuál sería su tema?
B: Quizá todo lo que yo escriba esté basado en el hecho de la confusión de la personalidad. De que un hombre sea él, sea otro, sea todos. La búsqueda de lo único. Puede ser eso. Y ése sería mi único capital.
—Usted sabe que estos días no lo veo cometiendo “el peor de los pecados”. Todo lo contrario: lo veo feliz...
B: Es que estoy muy feliz. En Buenos Aires mis días son siempre iguales. Y además, los españoles son tan generosos conmigo...
—¿Hacia dónde va el hombre, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
B: Me parece que no necesita ir. Ya ha llegado a Caín.



Fuente: Diario Perfil, 30 de junio de 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995

24/7/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [1 de 5]






Conocí a Borges cuando él tenía 56 años (y yo 26). Mi pueblo (Berisso) me encomendó invitarlo a dar una charla. Abrumado por lo que sentía “tamaña” misión llegué a la calle México donde él dirigía la Biblioteca Nacional y solicité verlo.
Me escuchó y sin ánimo de broma, dudó:
¿Berisso? ¿Ese pueblo existe?
Ofrecí pruebas verbales y aceptó. Fue sábado glorioso aquel de septiembre de 1956 en que lo esperé en La Plata. Borges todavía veía y descendió ágil del tren. Traía del brazo un junco de altos remos: a Cecilia Ingenieros, bailarina (un preboceto de Pina Bausch) que lo asistía como amante o secretaria o chaperona o lo que fuera. Ambos reían jugando con frases crípticas que a mí (muy verde aún) me sonaban a sánscrito.
Me tocó presentarlo (primera vez que me exponía en público) y lo pasé canutas. Mi timidez se puso densa: perdí el papel, derrapé, y tras titubear con sus datos biográficos escapé de ese patíbulo con un:
... y con ustedes, … Borges ... Borges ...
En este tartamudeo me paralicé. Fue un medio minuto sin zafar de estos puntos suspensivos hasta que algún dios del habla me tiró una cuerda y expulsé un exabrupto
…y con ustedes Borges… ¡el palabrista!
Fue así como debuté con Borges al que traté luego como cronista y lector. Pero ¿qué es “tratar” a un genio? Despejo equívocos. Ni fui su amigo ni experto en su obra. Solo un adicto entusiasta y un lazarillo de ocasión. Un espía en sus viajes y un ladrón confeso de su oralidad. Una buena suerte profesional me llevó a compartir vivencias únicas: seguir sus pasos en Marrakesh, llevarlo en brazos en Machu Picchu, acomodarlo ante la gatera de un mingitorio en Madrid o desactivar su pudor hasta conseguir la lista original de sus pecados.
Aquella vieja noche de Berisso habló sobre Almafuerte. Tras mágicos volatines y metáforas nos engatusó con un oxímoron: que Almafuerte era el Whitman argentino. Imberbes para un juicio crítico de peso la comparación nos pareció abultada pero no teníamos con qué darle. Si lo decía Borges debía ser así. Sus fabulaciones eran más ciertas que su verdad.
Lo volví a ver (sin que me reconociera) una noche de 1958 en que como reportero de Clarín salí raudo hacia Ezeiza: después de meses de dar clases en Texas Borges volvía al país. La palabra Borges ya sonaba en el mundo. Se venía la hora de cierre y por fin lo vimos asomar cansado, y lo peor, dispuesto a no atender a la prensa. Por fin se detuvo y alguien soltó un:
¿Cuál es la anécdota más curiosa que trae de Texas, señor Borges...?
Se espabiló un poco y casi musitando, deslizó…
–Sus leyendas, historias de gente muy valiente, como la historia del cowboy…
Y lo dejó allí, en curiosa pausa. Se iba el tiempo y no aparecía una nota a transmitir. Venir de Texas y hablarnos de un cowboy era como volver de Chascomús y hablarnos de un lechero. Pero de pronto saliéndose de su propia galera Borges extrajo un conejo extraordinario:
–…la historia del cowboy… negro.
Ahora, sí. En ese adjetivo aparecía el sorprendente Borges y aprontamos birome y oído. Nos contó entonces el caso de singular templanza de un cowboy que por sus fechorías iba ser ajusticiado un amanecer. Que llegada la hora, ya con el cordel en el cuello, el sheriff le anunció que por costumbre del condado antes de ser ahorcado tenía derecho a decir unas palabras. Aquí Borges tosió, hizo una pausa (literaria, seguro) y remató:
–Y el cowboy negro le respondió: “Yo no he venido aquí a hablar sino a morir”.
Ahora sí sabíamos que había vuelto Borges y teníamos miga para colorear la nota del regreso. El cowboy podía ser real o imaginario. No importaba. De haber sido blanco pasaría por gesto altanero del héroe. Que fuese negro lo convertía en borgiano y literario para siempre. ¿Acaso alguien había visto por entonces valorizar a un negro en un western?
En 1978 cubrí el viaje de los reyes de España que rumbo a Buenos Aires hicieron escala en Perú. Ambos mostraron interés puntual por visitar las ruinas de Machu Picchu, y las pistas de Nazca (sólo Sofía). Pero ni bien aterrizado en Lima un rey de mayor rango motivó que abandonara a los Borbones: allí estaba el mismísimo Borges con María alistándose para viajar al día siguiente al santuario a la misma hora que los reyes. Elegí entonces viajar con un rey verdadero. Nos embarcamos con Borges y María en el trencito angosto que parte de Cuzco y en cinco horas de mucho calor arribamos al pie de la explanada. Borges (79 años) llegó muy mal. Boqueba pálido y ni vasos de la Inca Cola (sic) ni el té de coca conseguían reponerlo del mal de altura. Debí atender la emergencia llevándolo en brazos, como a un niño, hasta el micro que asciende en espiral hasta el hotel internacional situado frente al santuario. Llegado al lobby y mientras María inquieta pedía un médico dejé a un Borges mudo e inmóvil sobre un sillón de la sala. Un grupo de turistas alemanes se interesó por el estado del anciano y al decirles que se trataba de un escritor argentino y escuchar dos de ellos el nombre, pegaron un grito, alertaron al resto y en un minuto el exánime Borges en camisa y tendido quedó bajo los flashes de una docena de Leikas invasivas. Fue una estampa tan bizarra que cada vez que la recuerdo me remite, por la similitud de la posición de los cuerpos en la escena, a La lección de anatomía, de Rembrandt.
Como éstas, son muchas las anécdotas borgianas que pulsan este mes en mi memoria y en la de todos los lectores que habitan la fantástica cueva del mago Borges. Ese Borges, vasto sustantivo, al que Sábato reconoció gran poeta y fijó con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.
Y si es así (y es así) ¿Cómo no seguir recordando sus anécdotas en alguna próxima columna?



Fuente: Diario Perfil, 26 de junio 2016
Basado en Esteban Peicovich: El palabrista. Borges visto y oído
Buenos Aires, Marea Editorial, 2006

Y en Esteban Peicovich: Borges, el palabrista  Buenos Aires, Libertarias/Prodhufi, 1995
Digitalización: Alacena roja
Sitio de Esteban Peicovich [Facebook] [Twitter]
Foto original color: Esteban Peicovich, Borges y  María Kodama
Viaje a Machu Picchu (Perú) a principios de los '80 (Perfil CEdoc)


Borges, el palabrista/2
Borges, el palabrista/3
Borges, el palabrista/4
Borges, el palabrista/5



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