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17/1/19

Jorge Luis Borges: «Luis Greve, muerto» de Bioy Casares*






Equívoco destino literario el de Bioy Casares. No light but rather darkness visible murmuran con perplejidad sus lectores y los unos reprenden esa tiniebla que suponen irresoluble y los otros adoran esa tiniebla que suponen deliberada. Ambos están en el error: ni la oscuridad de los pasajes acriminados sobrevive a la relectura ni Bioy Casares busca para su obra los híbridos placeres de la incoherencia. Su falsa oscuridad, alguna vez, está hecha de elipsis; en general, de explicaciones y precisiones. El público enviciado en ciertas costumbres (favorable o aciaga connotación de determinadas palabras, hábito de enfilar tres epítetos, hábito de hacer coincidir los momentos intensos con las salidas o las puestas del sol...) no entiende al escritor que prescinde de ellas y lo juzga cubista o superrealista. Inevitablemente, eso ha acontecido con Bioy. Honrosa o no, puedo asegurar que esa atribución es del todo falsa. Me consta que ser profesionalmente joven no le parece menos absurdo que ser profesionalmente arcaico y que los almanaques no intervienen en su problema estético. Me consta que sin el menor esfuerzo ha rehusado las más inevitables tentaciones de nuestro tiempo: el arte al servicio de la revolución, el arte al servicio de la policía y del neotomismo, el fraudulento arte popular con metáforas (Fernán Silva Valdés, García Lorca), el retorno a Góngora, el retorno a Enrique Larreta, los deleites morosos y vanidosos de la tipografía. Es quizá el único poeta [sic] argentino que no se ha dedicado jamás una plaquette de 12 ejemplares en papel del Japón, numerados de Aries a Pisces.

De las piezas que integran Luis Greve, muerto, hay muchas que absolutamente me gustan —Catarsis, El azúcar y los muertos, Alejamiento, Los novios en tarjetas postales, El desertor—, pero sospecho que su encanto es indemostrable a quienes no lo sienten. En cambio, Cómo perdí la vista y Luis Greve, muerto pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura, son indudables. Se trata de dos cuentos fantásticos, pero no caprichosos. Un hombre negro, del tamaño de una rata, y casi inmortal, es la materia del primero; un fantasma entrevisto en el restaurant de Constitución, la del segundo. Bioy Casares logra que no sean increíbles. Logra también —lo cual es quizá más difícil— que no borren los personajes comunes que los rodean.

Nuestra literatura es muy pobre de relatos fantásticos. La facundia y la pereza criolla prefieren la informe tranche de vie o la mera acumulación de ocurrencias. De ahí lo inusual de la obra de Bioy Casares. En Caos y en La nueva tormenta la imaginación predomina; en este libro —en las mejores páginas de este libro— esa imaginación obedece a un orden. Nada tan raro como el orden en las operaciones del espíritu, ha dicho Fénelon.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937

Nota

* Publicado en francés, en La Revue Argentine, 5ème Anée, N° 26, Juin 1938, revista bimensual que se editaba en París. Tuvo 32 números, de 1934 a 1939. Su director fue Edmond de Narval, seudónimo de Octavio González Roura (1896-1976). Fue financiada gracias a los recursos de la exitosa y famosa empresa "Société de Laboratoires Gomina Argentine" que González Roura había creado a principios de la década del 30 en París. (Dato de "Francofilia y afirmación de la argentinidad: los itinerarios accidentados de La Revue Argentine", por Diana Quattrocchi-Woisson). Según la investigadora, la correspondencia de González Roura contiene cartas intercambiadas con Sur, referentes a la autorización de los textos. 









Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana



Imágenes:
Arriba: Bioy Casares en foto de Daniel Merle Vía La Nación
Abajo: Portada de la primera edición de Luis Greve, muerto
Buenos Aires, Editorial Destiempo, 1937

7/12/18

Edgar Lee Masters en versión de Borges: Tres poemas (bilingüe)





Ana Rutledge

Oscura, indigna, pero salen de mí
Las vibraciones de una música eterna:
"Sin rencor para nadie, con caridad para todos".
En mí el perdón de millones de hombres para millones
Y la faz bienhechora de una nación
Resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta yerba,
Adorada en vida por Abraham Lincoln,
Desposada con él, no por la unión
Sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
Del polvo de mi pecho.


Ana Rutledge

Out of me unworthy and unknown
The vibrations of deathless music;
“With malice toward none, with charity for all.”
Out of me the forgiveness of millions toward millions,
And the beneficent face of a nation
Shining with justice and truth.
I am Anne Rutledge who sleep beneath these weeds
Beloved in life of Abraham Lincoln,
Wedded to him, not through union,
But through separation.
Bloom forever, O Republic,
From the dust of my bosom!




Petit, el poeta

Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, como una discusión entre insectos—
Yambos desfallecidos que la fuerte brisa despierta—
Pero el pino hace una sinfonía con ellos.
Triolets, rondeles, villanelas, sextinas,
Baladas a docenas con el mismo viejo argumento:
Las nieves y las rosas de ayer se han desvanecido,
Y qué es el amor sino una rosa que se marchita?
La vida a mi alrededor en el pueblo:
Tragedia, comedia, valentía, verdad,
Coraje, fidelidad, heroísmo, fracaso—
Todo eso en el telar y con qué dibujos!
Monte, pastizales, ríos y arroyos—
Ciego toda mi vida a todo eso.
Triolets, sextinas, villanelas, rondeles,
Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, qué minúsculos yambos,
Mientras Homero y Whitman rugían en los pinos!


Petit, the Poet

Seeds in a dry pod, tick, tick, tick,
Tick, tick, tick, like mites in a quarrel—
Faint iambics that the full breeze wakens—
But the pine tree makes a symphony thereof.
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus,
Ballades by the score with the same old thought:
The snows and the roses of yesterday are vanished;
And what is love but a rose that fades?
Life all around me here in the village:
Tragedy, comedy, valor and truth,
Courage, constancy, heroism, failure—
All in the loom, and oh what patterns!
Woodlands, meadows, streams and rivers—
Blind to all of it all my life long.
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus,
Seeds in a dry pod, tick, tick, tick,
Tick, tick, tick, what little iambics,
While Homer and Whitman roared in the pines!



Chandler Nicholas

Bañándome cada mañana, afeitándome,
Vistiéndome después,
Pero nadie en la vida para alegrarse
Con mi trabajada apariencia.
Caminando cada día, respirando hondo
En pro de mi salud,
Pero la vitalidad ¿de qué me sirvió?
Adelantando cada día la mente
Con meditación y lectura,
Pero nadie con quien canjear sabidurías.
No era un ágora, no era un banco de liquidación
Para lo intelectual, Spoon River.
Buscando, pero no buscado de nadie:
Maduro, afable, utilizable, pero no utilizado.
Encarcelado aquí en Spoon River,
Menospreciado por los buitres mi hígado,
Devorándose solo.


Chandler Nicholas

Every morning bathing myself and shaving myself,
And dressing myself.
But no one in my life to take delight
In my fastidious appearance.
Every day walking, and deep breathing
For the sake of my health.
But to what use vitality?
Every day improving my mind
With meditation and reading,
But no one with whom to exchange wisdoms.
No agora, no clearing house
For ideas, Spoon River.
Seeking, but never sought;
Ripe, companionable, useful, but useless.
Chained here in Spoon River,
My liver scorned by the vultures,
And self-devoured!


Revista Sur, Buenos Aires, Año 1, N° 3, invierno de 1931

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
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30/6/18

Jorge Luis Borges: El nacionalismo y Tagore (1961)







A fines de la primera guerra mundial, Tagore publicó en San Francisco tres conferencias cuyo tema común era el examen y la reprobación del nacionalismo. Desde 1917 ha cambiado el contexto (digámoslo así) de la obra; nadie ha olvidado que en Italia y en Alemania dos dictadores profesaron abiertamente el nacionalismo, uno con énfasis, otro con énfasis y con despiadada eficacia. Ahora, bajo la inocente máscara del marxismo, el gobierno de Rusia también está ejerciendo el nacionalismo. A los acontecimientos que he enumerado cabría agregar otros, que puede suplir el lector; ninguno de ellos invalida, en 1961, el libro que Tagore escribió hace ya casi medio siglo. El énfasis retórico y cierta resignación oriental al uso de lugares comunes no logran ocultar la agudeza del pensamiento de su autor.

Que a la India le falta sentido histórico es una observación que todos los orientalistas han hecho. Hacia 1910, Hermann Oldenberg quiso rebatir esta idea y alegó dos libros famosos de la literatura clásica, uno de Ceylán y otro de Kashmir; su probidad no le permitió silenciar que el primero registra dinastías de serpientes que preceden a las dinastías humanas y que el segundo habla de reyes que gobiernan cien o doscientos años después de la muerte de los hijos que los suceden. Deussen ha escrito que los hindúes nunca se rebajaron a la tarea egipcia de contar sombras; Tagore explica las imprecisiones o extravagancias de la cronología de la India por el desdén que otorgan los hindúes a los hechos políticos. La eternidad les interesa, no el tiempo.

Consideremos ahora la tesis general de la obra. Tagore no investiga las razones mentales o económicas del nacionalismo, aunque admite la parte preponderante que les corresponde a la soberbia y a la codicia. Para Tagore, la raíz del mal está en la nación o, si se prefiere, en la forma misma de los estados occidentales, que engendra fatalmente el nacionalismo y su sombra sangrienta, el imperialismo. Tagore tenía por Inglaterra un amor personal, que lo movió a escribir estas palabras: "Hemos sentido la grandeza de esta gente como se siente el sol, pero su nación es para nosotros una niebla sofocante y espesa que oculta al mismo sol". Cifraba en Inglaterra las mejores virtudes del Occidente, pero le resultaba intolerable que la forma política de ese pueblo rigiera a los hindúes. En la página 131 se lee: "No estoy en contra de una nación en particular, pero sí en contra de la idea general de todas las naciones. ¿Qué es una nación? Es un pueblo entero bajo la especie de un poder organizado. Esta organización promueve incesantemente el poderío y la eficacia del pueblo, pero su tenaz voluntad desvía las energías humanas de su naturaleza más alta, donde moran el sacrificio y el impulso creador. Es así como la capacidad de sacrificio del individuo se desvía de su verdadero fin, que es moral, para servir a la organización, que es mecánica. Ello le otorga un sentimiento de exaltación moral que lo hace infinitamente peligroso a la humanidad. No lo incomoda su conciencia cuando puede transferir su responsabilidad a esa máquina, que es la criatura de su intelecto y no de su total personalidad. Mediante este artificio, un pueblo que ama la libertad perpetúa la esclavitud en vastas regiones del mundo, fortalecido por la convicción halagüeña de haber cumplido con su deber".

Shaw rechazaba el capitalismo, que condena a los unos a la pobreza y a los otros al tedio; parejamente Rabindranath Tagore rechazaba el imperialismo, que disminuye a los oprimidos y al opresor. La cultura oriental y la occidental se conjugaron en este hombre, que manejó los dos instrumentos del inglés y del bengalí; en cada página de este libro conviven la afirmación asiática de las ilimitadas posibilidades del alma y el recelo que la máquina del estado inspiraba a Spencer.

El nacionalismo tienta a los hombres no sólo con el oro y con el poder sino con la hermosa aventura, con la abnegada devoción y con la honrosa muerte. Tiene su calendario de verdugos pero también de mártires. Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo. 





Sur, Buenos Aires, n° 270, mayo-junio de 1961
Número homenaje en el centenario de Rabindranath Tagore (1861-1961)

Véase también Jorge Luis Borges: La llegada de Tagore

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23/5/18

Jorge Luis Borges en «Debates de "Sur"»*: Moral y literatura








¿Tiene razón Oscar Wilde cuando sostiene que no hay libros morales o inmorales, sino únicamente libros bien o mal escritos?

¿Hace bien Anton Chéjov en afirmar que su arte consiste en describir exactamente a los ladrones de caballos sin agregar que está mal robar caballos?

¿Debe seguirse a Gide cuando sostiene que con buenos sentimientos se hace mala literatura?

¿O queda la posibilidad de imaginar que la belleza de un libro puede surgir, en parte al menos, de su moralidad explícita o implícita; que el arte puede consistir en agregar que está mal robar caballos, y que con buenos sentimientos puede hacerse, no sólo mala, sino también buena literatura?


Responde Jorge Luis Borges:

En razón misma de su tono imperioso, el aforismo de Wilde me parece más apto para cerrar que para abrir una discusión. Quizá no hay libros inmorales, pero hay lecturas que lo son, claramente. El Martín Fierro (amplío aquí una observación de María Rosa Oliver) fue escrito para demostrar que el ejército convierte en vagabundos y en forajidos a los hombres de campo; es leído inmoralmente por quienes buscan los placeres de la ruindad (consejos de Vizcacha), de la crueldad (pelea con el moreno), del sentimentalismo de los canallas y de la bravata orillera (passim). Otras publicaciones son inmorales de intención y de ejecución. Así, yo tengo para mí que una de las causas del entontecimiento gradual de los argentinos son las revistas populares: notorias cátedras de codicia y de servilismo. ¿Qué decir de esos instrumentos que rebajan el universo a una suma de ceremonias oficiales y de ceremonias mundanas, que no proponen otro ideal que el ocioso vivir de los millonarios, que reducen la historia del país a una lista completa de concurrentes al Teatro de la Ranchería, que interminablemente añoran al mazorquero, al negro esclavo y al virrey, que prodigan los campeonatos de golf, los torneos de bridge, los extensos gauchos apócrifos de Quirós y los árboles genealógicos? No nos dejemos embaucar por la connotación sexual de la palabra inmoralidad; más inmoral que fomentar la lascivia es fomentar el servilismo o la estolidez.

Stevenson (Ethical studies) observa que un personaje de novela es apenas una sucesión de palabras y pondera la extraña independencia que parecen lograr, sin embargo, esos homúnculos verbales. El hecho es que una vez lograda esa independencia, una vez convencidos los lectores de que tal personaje no es menos vario que los que habitan la "realidad" (quienes, por lo demás, tampoco son, o somos, otra cosa que una serie de signos), el juicio moral del autor importa poco. Además, todo juicio es una generalización, una mera vaguedad aproximativa. Para el novelista, como tal, no hay personajes malos o buenos; todo personaje es inevitable. I understand everything and everyone, declara Bernard Shaw, and am nobody and nothing.

Cabe, por consiguiente, decir a Chéjov: Si los ladrones de caballos son reales, la opinión de su autor no los modifica.

Vedar la ética es arbitrariamente empobrecer la literatura. La puritánica doctrina del arte por el arte nos privaría de los trágicos griegos, de Lucrecio, de Virgilio, de Juvenal, de las Escrituras, de San Agustín, de Dante, de Montaigne, de Shakespeare, de Quevedo, de Browne, de Swift, de Voltaire, de Johnson, de Blake, de Hugo, de Emerson, de Whitman, de Baudelaire, de Ibsen, de Butler, de Nietzsche, de Chesterton, de Shaw; casi del universo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 126, abril de 1945**



*   Responden también Victoria Ocampo, José Bianco y Roger Caillois

** Antes en en Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936

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Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


8/5/18

Jorge Luis Borges: José Bianco, «Las Ratas»







Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo más de esas ficciones policiales. (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre.

En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica). Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el efecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir "las chuscadas de uso", a quien la pesca le parece "un gesto superfluo" y que reprueba, con indignación de urbanista, "las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí...". En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata en James y en Bianco de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.

Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. "Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir" leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?

El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: "Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia").

Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman nunca sabré por qué psicológicas). El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que las diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor...

Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.



Prólogo a Bianco, José; Las Ratas
Buenos Aires, Editorial Sur, 1943
Reseña publicada en la revista Sur, Número 11, Enero de 1944
Luego en Borges en Sur (1999) y en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges retratado por Bioy Casares
En diario Clarín, 12 de junio de 2016

7/4/18

Jorge Luis Borges: «La estatua casera» de Adolfo Bioy Casares






Sospecho que un examen general de la literatura fantástica revelaría que es muy poco fantástica. He recorrido muchas Utopías —desde la epónima de More hasta Brave new world— y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica... su enciclopedia, en fin: todo ello articulado y orgánico, por supuesto, y (me consta que soy muy exigente) sin alusión a los trabajos injustos que padeció el capitán de artillería Alfredo Dreyfus. De las novelas imaginativas de Wells (y aun de las de Swift) sabemos que hay en cada trama un solo elemento fantástico; de las 1001 Noches, que buena parte de su maravilla es involuntaria, ya que los egipcios del siglo trece creían en los talismanes y en los conjuros. En resumen: poco me asombraría que la Biblioteca Fantástica Universal no pasara de un tomo de Lewis Carroll, de un par de films de Disney, de un poema de Coleridge y (por distracción del autor) de los Opera omnia de Manuel Gálvez.

El reciente libro de Bioy Casares empieza por una enérgica vindicación de los cuentos fantásticos. Su argumento (si lo interpreto bien) es de orden moral: le parece una cobardía la explicación, una deshonra no inferior a la de quienes acumulan rarezas y acaban por declarar que se despertaron "y que todo era un sueño". De acuerdo, pero nuestro resentimiento ante ese recurso no es de índole moral: es su grosera facilidad lo que nos repugna. Otra cosa es la puntual justificación de hechos al parecer irreducibles: cf. G. K. Chesterton.

Paso a lo fundamental de este libro de Bioy Casares —y de todos sus libros—. Su voluntaria y cuidadosa incoherencia —¿me atreveré a decirlo?— me impresiona menos que sus ocasionales desahogos autobiográficos, que su nihilismo criollo. En el capítulo Una plaza y dos parques, Adolfo Bioy juega a las greguerías. Juega muy bien, pero es un juego que otros pueden jugar. (Un juego, en mi opinión, más adecuado a la literatura oral que a la escrita. Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías). Considero, en cambio, una página como Alrededor de la muerte. Su veracidad, su música, su temblor, su desesperación minuciosa, son admirables.

Traficar en consejos y en profecías es peligroso, cuando no impertinente, pero yo creo percibir en la terrible lucidez de esa página la voz fundamental —y futura— del escritor. Entiendo que en La vida múltiple de Juan Ruteno, los capítulos mejores son asimismo los que se parecen más a la realidad. Verbigracia: la evocación del verano denigrante de Buenos Aires.

Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte.




En Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
Y en Jorge Luis Borges, Miscelánea, 2011
Imagen: Caricatura de Adolfo Bioy Casares por Andrés Alvez Vía


5/4/18

Jorge Luis Borges: Los laberintos policiales y Chesterton







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse. Era un percance de hombre, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato considerado como una de las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rogét, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— parecerían solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los confidentes borrosos de Jean Racine o como los apartes escénicos.

La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1934, de Phillpotts.) El cuento breve es de carácter problemático, estricto; su código puede ser el siguiente:

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el ascensorista suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.

C) Avara economía en los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.

D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de quince hombres —mejor dicho, de quince apellidos, porque nada sabemos de su carácter— y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector —sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida, los ingeniosos trucos seudocientíficos y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de force de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.

The scandal of Father Brown, el más reciente libro de Chesterton (Londres, 1935) me ha sugerido los dictámenes anteriores. De las cinco series de crónicas del pequeño eclesiástico, ésta debe ser la menos feliz. Incluye, sin embargo, dos cuentos que no me gustaría ver rechazados de la antología o canon browniano: el tercero, La fulminación del libro; el octavo, El problema insoluble. La premisa de aquél es emocionante: se trata de un averiado libro sobrenatural que opera la instantánea desaparición de cuantos imprudentes lo abren. Alguien anuncia por teléfono que tiene el libro por delante y que lo va a abrir; el interlocutor espantado "oye una especie de explosión silenciosa". Otro de los fulminados deja un agujero en un vidrio; otro, un rasgón en una lona; otro, su deshabitada pierna de palo. El dénouement es bueno, pero puedo jurarles que el más devoto de sus lectores lo presintió, al promediar la página 73... Abundan rasgos que son muy de G. K.: verbigracia, aquel lóbrego enmascarado de guantes negros, que resulta después un aristócrata, opugnador total del nudismo.

Los lugares del crimen son admirables, como en todo libro de Chesterton —y cuidadosa y sensacionalmente falsos. ¿Ha denunciado alguien la afinidad entre el Londres fantástico de Stevenson y el de Chesterton, entre los enlutados caballeros y jardines nocturnos del Suicide Club y los de la ahora quíntuple Saga del Padre Brown?



Sur, Buenos Aires, Año V, N° 10, julio de 1935
Y también en J. L. Borges, Ficcionario, México, FCE, 1985

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Retrato de Borges sin data, incluido
en Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964)


28/3/18

Langston Hughes en versión de Borges: El negro habla de ríos (bilingüe)








He conocido ríos...
He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la
fluencia de sangre humana por las venas humanas.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.

Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes,
he armado mi cabaña cerca del Congo y me ha arrullado el sueño,
he tendido la vista sobre el Nilo y he levantado pirámides en lo alto.

He escuchado el cantar del Mississippi cuando Lincoln bajó a New Orleans,
y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol.

He conocido ríos:
ríos envejecidos, morenos.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.


The Negro Speaks of Rivers

I've known rivers...
I've known rivers ancient as the world and older than the flow
of human blood in human veins.
My soul has grown deep like the rivers.

I bathed in the Euphrates when dawns were young.
I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep.
I looked upon the Nile and raised the pyramids above it.

I heard the singing of the Mississippi when
Abe Lincoln went down to New Orleans,
And I've seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.

I've known rivers:
Ancient, dusky rivers.
My soul has grown deep like the rivers.




Revista Sur, Buenos Aires, Año I,  N° 2, otoño de 1931

Véase también Borges: "Biografía sintética de James Langston Hughes"

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Vía Corbis Images



25/3/18

Jorge Luis Borges: «La espada dormida», de Manuel Peyrou







Sur, Buenos Aires, 1944

Acerca de esta Espada dormida, se pronunciará inevitablemente el nombre de Chesterton. La cuidadosa irrealidad, los pulcros misterios, la economía y el ingenio del diálogo, justifican esa aproximación y quizá la exigen, pero los cuentos policiales de Chesterton suelen adolecer de un propósito apologético y éstos de Manuel Peyrou son felices como aquellas New Arabian Nights en que el joven Stevenson propuso una versión del futuro Eduardo Séptimo de Inglaterra, bajo la cariñosa especie del Príncipe Florizel de Bohemia. Tan hábilmente disimulan estas ficciones los arduos y tenaces borradores que sin duda los precedieron, que corren el albur de parecer meros favores del azar y la negligencia, meras felicidades fortuitas. Tal no es la verdad, por supuesto; el malhadado azar puede suministrar a sus clientes las opera omnia de Vicente Huidobro o un verso de Ezra Pound, pero no un solo párrafo de Johnson o el más tenue diálogo de este libro. Todo en él ha sido premeditado, todo parece una improvisación venturosa, un don accidental de las divinidades secretas.

Una superstición de nuestro tiempo juzga que un libro que debate un problema es, de antemano, superior a otro libro que únicamente quiere encantar. Sin embargo, las irresponsables 1001 Noches han sobrevivido a infinitos poemas alegóricos, densos de erudición alcoránica; La hora de todos de Quevedo a su Política de Dios y gobierno de Cristo; Huckleberry Finn a los laboriosos productos de Norris y de Dreiser. La espada dormida es, ante todo, un libro agradable. ¿Necesitaré agregar que ese epíteto no encierra el menor matiz de condescendencia y que un libro que propone (y que logra) la felicidad del lector es, en cualquier época de la historia, en cualquier país del planeta, algo agradecible e impar?

En estos cuentos ejemplares, Manuel Peyrou demuestra comprender lo que no han comprendido los individuos del erróneo y funesto Detection Club: el cuento policial nada tiene que ver con la investigación policial, con las minucias de la toxicología o de la balística. Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula. Por eso es conveniente que su acción esté ubicada en otro país. Así lo entendió Poe, su inventor, con su Rué Morgue y con su Faubourg Saint-Germain; así Chesterton, que prefiere un Londres fantasmagórico. Tales artificios impiden que para juzgar la ficción (en la que priman el rigor y el asombro) se recurra a la mera realidad (en la que priman la rutina y la delación, el imprevisible azar y el vano detalle). Quienes reprochan a Peyrou la elección de escenarios extraños, olvidan que en un cuento policial escrito en Buenos Aires, Buenos Aires no debe figurar, o sólo puede figurar deformado, como en las páginas de Bustos Domecq.

Toda improbable antología futura que no incluya La espada dormida o La playa mágica me parecerá, bien lo sé, un libro inexplicable y algo monstruoso.






En: revista Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 127, mayo de 1945, p. 124
Luego publicado en Borges en Sur (1999)
Al pie: Manuel Peyrou en clase de esgrima - Foto Acervo Familia Peyrou

17/2/18

Jorge Luis Borges: Los premios nacionales de poesía 1961-1965







Con motivo de la adjudicación de los premios nacionales de poesía por el trienio 1961-65 a Silvina Ocampo, Alberto Girri y Jorge Vocos Lescano, el 14 de agosto se realizó una reunión en Sur. Borges pronunció estas palabras y luego los autores premiados firmaron ejemplares de sus obras.

Queridos amigos:

Sur y la tarde nos congregan para celebrar un triple acontecimiento: la adjudicación de los premios nacionales de poesía a Silvina Ocampo, a Girri y a Vocos Lescano.

A mí, quizás por castigo de mis culpas, me toca frecuentar el mundo, el ambiente literario de Buenos Aires, y he podido comprobar algo que es casi milagroso —y hablo desde una experiencia literaria larga, acaso demasiado larga— y he comprobado, y esto me sorprende, me asombra, la unánime aprobación con la cual ha sido recibido el fallo del jurado.

Esto ocurre muy raras veces, por lo pronto es la primera vez que yo lo he observado, ya que siendo muchos los candidatos y pocos los premios, es natural que mucha gente se sienta defraudada, que haya resentimientos, quejas, etc. Pero en este caso no ha ocurrido, asombrosamente, así; en este caso creo que todos han sentido, no sólo la justicia del fallo, sino —digamos— la fatalidad, la necesidad del fallo.

Quizá los mismos muchos pretendientes que han sido defraudados, piensan esencialmente lo que yo estoy pensando: los premios no podían otorgarse de otro modo. Estamos ante un caso de justicia evidente y esencial.

Y ahora yo querría decir algunas palabras, que serán breves, sobre los tres protagonistas de este premio.

Y voy a referirme en primer término a nuestra amiga Silvina Ocampo. Ella me ha honrado con su amistad desde hace muchos años. Yo he sentido, a veces, casi como una suerte de temor ante su sabiduría. La sabiduría parece un atributo más propio de los mármoles y de las sentencias que de los seres humanos. Pero yo he sentido esa sabiduría en Silvina, esa sabiduría acompañada de comprensión, de indulgencia, de perdón. Cuántas veces me he sentido comprendido, justificado, finalmente absuelto por ella. Todo esto es íntimo, lo sé, pero estoy emocionado como estamos creo que todos en esta tarde y por eso me he permitido decir estas cosas íntimas. Pero, desde luego, debemos considerar la obra literaria de este gran poeta que es Silvina Ocampo. No diré máximo poeta, porque la palabra máximo parece prestarse a polémicas... y no tiene que haber nada polémico en esta tarde de compartida emoción y felicidad entre nosotros.

En la poesía de Silvina Ocampo como en las más altas páginas de la prosa de Virginia Woolf, se opera algo milagroso. Tenemos por un lado la poesía como un objeto verbal, diríamos lo que se encierra en versos como ese epitafio: "La sangrienta luna"... o "the mortal moon has her eclipse endured" de Shakespeare. Es decir, versos que existen como objetos verbales, más allá de su sentido. Pero en la poesía de Silvina Ocampo además de ese carácter tornasolado, cambiante y como infinitamente variable hay también una profunda emoción. Y así Silvina Ocampo ha realizado lo que Chesterton atribuye a la más o menos apócrifa traducción de Ornar Khayian de Edward Fitzgerald. Hay versos, nos dice Chesterton, que pasan como un suspiro y quedan como un monumento, y este doble carácter está en la poesía de Silvina Ocampo. No quiero enumerar composiciones suyas porque, como he dicho muchas veces, en las enumeraciones lo único que se nota son las omisiones. Pero la palabra enumeración me trae inevitablemente a la memoria esa Enumeración de la patria que ya es una de las piezas clásicas de nuestra joven literatura argentina.

Y ahora querría decir algo sobre Girri.

Girri ha buscado y sigue emprendiendo las aventuras más audaces del arte contemporáneo, al mismo tiempo ha traducido ejemplarmente a Donne. Y este hecho tiene una significación especial ya que esas traducciones no están hechas como un ejercicio filológico sino porque hay una esencial afinidad entre el traducido y el traductor. Por lo demás Donne está quizás más cerca de nuestra sensibilidad que de la sensibilidad de muchos de sus contemporáneos. Y de igual manera que Donne buscó no la poesía de la dulzura que todos buscaban en su tiempo, sino esa otra poesía, no menos admirable y ardua, de lo áspero, así Girri ha buscado deliberadamente la misteriosa poesía de la aspereza y de lo aparentemente —pero sólo aparentemente— caótico. Es una ardua aventura, como lo he dicho, y él la ha logrado con la felicidad que todos sabemos.

Y ahora llego a nuestro gran poeta de Córdoba y de la Argentina, Vocos Lescano. Tendríamos que pensar en tantos y en tan admirables sonetos suyos. Pero yo no puedo olvidar aquella composición suya en la cual él fue, por decir así, nuestra voz. La voz de aquellos días aurorales de 1955. La voz de esa Revolución que casi estamos perdiendo ahora por debilidad de los unos y por complicidad, me atrevo a decirlo, de otros.

He nombrado a tres poetas muy diversos, pero todos ellos idénticos en la función poética, en la necesidad interior que los lleva al ejercicio de ese arte misterioso que es la poesía.

Está bien que esta celebración ocurra en Sur, en este nuevo edificio de Sur, que ya está lleno, podemos decirlo, de memorias futuras para nosotros, entre ellas la memoria de esta tarde, que será para mí, lo sé, y creo que para ustedes, inolvidable.

Y ya que he hablado de Sur, ya que Victoria Ocampo nos ha congregado, quiero repetir, para terminar, una vindicación de Sur, del espíritu de Sur, del espíritu de Victoria, que he debido hacer otras veces. Y es la absurda acusación de falta de argentinidad. La hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo. Ahora bien, es difícil definir lo argentino, precisamente porque lo argentino es algo elemental y lo elemental es de difícil o de imposible definición. Pero si ya existe en el cielo platónico un arquetipo de lo argentino, y creo que existe, uno de los atributos de ese arquetipo es la hospitalidad, la curiosidad, el hecho de que de algún modo somos menos provincianos que los europeos, es decir nos interesan todas las variedades del ser, todas las variedades de lo humano; nos interesan todas las variedades de la geografía y de la historia, del espacio y del tiempo. Y esa tendencia argentina a ver el universo y a ver no sólo lo que ocurre aquí ahora, sino lo que ocurrió en otras partes, lo que ocurrirá en todas partes. Todo eso ha sido estimulado generosamente, admirablemente y eficazmente por nuestra admirable amiga Victoria Ocampo.

Estas son las cosas que yo quería decir.


En revista Sur, Buenos Aires, N° 291, noviembre-diciembre de 1964
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
Foto: Alberto Girri, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, c. 1965 

16/2/18

Jorge Luis Borges: Elementos de preceptiva (1933)






Propongo a la consideración del lector este modesto espécimen literario:

Una vez había dos globos
y no sabía en cuál subir.
Al punto me dirigí
al del viaje de cien años,
que me llevó a un país estraño
donde las mulas ladraban...

Es el exordio de una chabacana milonga, que luego se desmoronaba en un cúmulo de incongruencias idiotas, a imagen de la línea del fin. Su revelación me fue deparada en un almacén de campaña cerca del Arapey, a principios del año 31, y la repito con la seguridad de no equivocarme. Quererla por ingenua o menospreciarla, me parece igualmente inútil. Prefiero, ahora, distinguir sus operaciones. En cuanto a sus propósitos, seguramente irrecuperables y vagos, dejo su investigación final al Juicio Final —o al ascendente y rápido Spitzer, que sube por los hilos capilares de las formas más características hasta las vivencias estéticas originales que las determinaron. Básteme deslindar los efectos que producen en mí.

Una vez había dos globos. En este verso, la inauguración oficial de los cuentos de hadas —la equivalencia criolla del érase una vez español— prepara la mención de los globos, que figuran más bien entre los encantos del siglo diecinueve. Ese feliz anacronismo sentimental es el primer "efecto" de la milonga. Si Gracián la hubiera perpetrado, yo recelaría otro peor: una discordia espuria entre la soledad de la vez y la dualidad de los globos.

Y no sabía en cuál subir. Segundo desvío. De golpe, el hecho intemporal del verso anterior se nos convierte en un increíble rasgo biográfico.

Al punto me dirigí. Tercer desvío. Brusca determinación no esperada.

Al del viaje de cien años. Cuarto desvío, por donde se viene a saber que el inocente compadrito de la milonga ya conocía los globos y que el destino de uno era una expedición venerable, que confiere (o requiere) longevidad en quienes la acometen. Se calla el derrotero del otro, no menos admirable sin duda.

Que me llevó a un país estraño. Sorpresa negativa, sorpresa de que no haya sorpresa, porque un país estraño es lo menos que puede justificar ese viaje.

Donde las mulas ladraban. Aquí se aborda por primera vez una maravilla directa —claro que con pobre fortuna—. Mulas ladraban quiere ser una incongruencia total, pero se libra felizmente de serlo, por la común connotación de rencor que hay en las dos palabras.

Hasta aquí el examen. No lo emprendí para simular virtudes secretas en la destartalada milonga, sino para ilustrar las actividades que puede promover en nosotros cualquier forma verbal. Ese delicado juego de cambios, de buenas frustraciones, de apoyos, agota para mí el hecho estético. Quienes lo descuidan o ignoran, ignoran lo particular literario.

Otro barato ejemplo. Son dos renglones de la letra de un tango nombrado Villa Crespo; su autor, pienso que Tagle Lara.

¿Donde están aquellos hombres y esas chinas,
vinchas rojas y chambergos que Requena conoció?

Son cuatro sus oscuras victorias. La primera, el tono interrogativo impuesto a la pena, el interrogar ¿dónde están? para significar no están. La segunda, el acento valeroso de la palabra hombres, que manda y vibra como guapos aquí, por contaminación o emulación de la palabra chinas —que es posterior—. La tercera, la definición de esa morena humanidad fin-de-siècle según sus atributos: vinchas rojas y chambergos. La cuarta, la sustitución de la primera persona por la tercera, del insignificativo yo conocí por el nombre determinado.

Copio un tercer ejemplo, de venerada procedencia esta vez. Se trata del verso ciento siete del primer libro de los doce que suman Paradise Lost. Es como sigue:

El estudio de la venganza, el odio inmortal.

Es evidente aquí la reciprocidad de las partes: estudio —palabra moderada y asidua— se proyecta sobre venganza; inmortal, palabra de majestuoso ambiente, sobre odio.

Un cuarto ejemplo, que es una estrofa de un poema de Cummings. Vierto palabra por palabra del inglés: El terrible rostro de Dios, más resplandeciente que una cuchara, resume la imagen de una sola palabra fatal; hasta que mi vida (que gustó del sol y la luna) se parece a algo que no ha sucedido. Soy una jaula de pájaro sin ningún pájaro, un collar en busca de un perro, un beso sin labios; una plegaria a la que le faltan rodillas pero algo late dentro de mi camisa que prueba que está desmuerto el que, viviente, no es nadie. Nunca te he querido querida como ahora quiero. Una imperfecta simetría, un dibujo frustrado y aliviado por continuas sorpresas, es la notoria ley de esa estrofa. Cuchara en vez de espada o de estrella, en busca en vez de sin, la palabra camisa en el lugar de la palabra pecho, quiero sin el pronombre personal, desmuerto (undead) por vivo, son sus más inequívocas variaciones... Die Ros ist ohn Warum, la rosa es sin porqué, leemos en el libro primero del Cherubiniscber Wandersmann de Silesius. Yo afirmo lo contrario, yo afirmo que es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa. Creo que siempre pasan de una las causas de la instantánea gloria o del inmediato fiasco de un verso. Creo en los razonables misterios, no en los milagros brutos.

Un ejemplo quinto y final, que será esta vez de equivocación. Leo en un cartel callejero de exhortación católica:

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los adultos, que han vivido, que han meditado, creen en Dios.

Sospecho que la obligación de ser inequívoco ha desfigurado un buen borrador, que paso a restaurar.

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los hombres creen en Dios.

Basta el contrapeso de jóvenes para que hombres equivalga con plenitud a las siete palabras eliminadas.

Los evidentes y morosos análisis que acabo de indicar, justifican dos conclusiones. Una la validez de la disciplina retórica, siempre que la practiquen sin vaguedad; otra, la imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore of this world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a un Shakespeare? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una línea?

Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos momentos. De cualquier modo, que ésta preceda a aquélla, y la justifique.

La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica y de lo más común.


Sur, Buenos Aires, Año III, N° 7, abril de 1933
Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas or el autor, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982
J. L. Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985


Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en Borges: cien años. Buenos Aires, Proa, 1999, pág. 86



28/12/17

Jorge Luis Borges: La Guerra en América (1941)








La noción de un atroz complot de Alemania para conquistar y oprimir todos los países del atlas, es (me apresuro a confesarlo) de una irreparable banalidad. Parece una invención de Maurice Leblanc, de Mr. Phillips Oppenheim o de Baldur von Schirach. Es notoriamente anacrónica: tiene el inconfundible sabor de 1914. Adolece de penuria imaginativa, de gigantismo, de crasa inverosimilitud. La circunstancia de que en esa fábula desdichada los alemanes cuentan con la complicidad lateral de los oblicuos japoneses y de los dóciles y pérfidos italianos la hace aún más ridícula... Desgraciadamente, la realidad carece de escrúpulos literarios. Se permite todas las libertades, incluso la de coincidir con Maurice Leblanc. Nada le falta, ni siquiera la más pura indigencia. Es tan versátil que también es monótona. Dos siglos después de la publicación de las ironías de Voltaire y de Swift, nuestros ojos atónitos han mirado el Congreso Eucarístico; hombres ya fulminados por Juvenal rigen los destinos del mundo. No importa que seamos lectores de Russell, de Proust y de Henry James: estamos en el mundo rudimental del esclavo Esopo y del cacofónico Marinetti. Destino paradójico el nuestro.

Le vrai peut quelque fois n'étre pas vraisemblable; lo inverosímil, lo verdadero, lo indiscutible, es que los directores del Tercer Reich procuran el imperio universal, la conquista del orbe. No haré enumeración de los países que han agredido ya y expoliado; no quiero que esta página sea infinita. Ayer los germanófilos perjuraban que el difamado Hitler ni siquiera soñaba en atacar este continente; ahora justifican y adulan su novísima hostilidad. Han aplaudido la invasión de Noruega y de Grecia, de las Repúblicas Soviéticas y de Holanda; no se qué júbilos elaborarán para el día en que a nuestras ciudades y a nuestras costas les sea deparado el incendio. Es infantil impacientarse; la misericordia de Hitler es ecuménica; en breve (si no lo estorban los vendepatrias y los judíos) gozaremos de todos los beneficios de la tortura, de la sodomía, del estupro y de las ejecuciones en masa. ¿No abunda en nuestras llanuras el Lebensraum, materia ilimitada y preciosa? Alguien, para frustrar nuestras esperanzas, observa que estamos lejísimo. Le respondo que siempre las colonias distan de la metrópoli; el Congo Belga no es lindero de Bélgica.






Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 87, diciembre de 1941 
(Número titulado La Guerra en América)

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Imagen arriba -original en color-: Borges (sin atribución autor) Casa de América Vía
Abajo: Sumario Sur n° 87, diciembre 1941



6/10/17

Jorge Luis Borges: ¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?







12 de julio de 1946


¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?


  En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la “viveza”, de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación.

  La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas.

 Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el Martín Fierro sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el Martín Fierro?


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en revista Sur, Buenos Aires, julio de 1946
Jorge Luis Borges en Virginia, USA, 1984


19/9/17

Jorge Luis Borges: Sobre la descripción literaria







Lessing, De Quincey, Ruskin, Remy de Gourmont, Unamuno, han preocupado y dilucidado el problema que voy a comentar. No me propongo refutar ni corroborar lo que han dicho; más bien indicaré, con acopio de ejemplos ilustrativos, las fallas habituales del género. La primera es de tipo metafísico; en los ejemplos desiguales que siguen el curioso lector la percibirá fácilmente.

Las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos... (Groussac)

La luna conducía su albo bajel por la extensión serena... (Oyuela)

¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé... (Lugones)

Al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella: las manzanas nadan reflejadas en el líquido y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. (Ortega y Gasset)

El puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. (Güiraldes)

Si no me engaño, los ilustres fragmentos que he congregado, sufren de una leve incomodidad. A una indivisa imagen sustituyen un sujeto, un verbo y un complemento directo. Para mayor enredo, ese complemento directo resulta ser el mismo sujeto, ligeramente enmascarado. El bajel conducido por la luna es la misma luna; las chimeneas y torres yerguen pirámides agudas y tallos rígidos que son las mismas torres y chimeneas; la luna de prima noche pasea por el fondo de la pileta una inspectora faz, que no difiere de la luna de prima noche. Güiraldes muy superfluamente distingue el arco sobre el río y el puente viejo y deja que dos verbos activos —tender y unir— agiten una sola imagen inmóvil. En el jocoso apóstrofe de Lugones, la luna es una sportswoman que dirige "por zodíacos y eclípticas un lindo cabriolé" —que es la misma luna. Los defensores de ese desdoblamiento verbal pueden argumentar que el acto de percibir una cosa —la frecuentada luna, digamos— no es menos complicado que sus metáforas, pues la memoria y la sugestión intervienen; yo les replicaría con el principio taxativo de Occam: No hay que multiplicar en vano las entidades.

Otro método censurable es la enumeración y definición de las partes de un todo. Me limitaré a un solo ejemplo:

Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas... sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio: la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. (Miró)

Trece o catorce términos integran la caótica serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en una sola imagen coherente. Esa operación mental es impracticable: nadie se aviene a imaginar pies del tipo X y añadirles una garganta del tipo Y y mejillas del tipo Z... —Herbert Spencer (The philosophy of style, 1852) ha discutido ya este problema.

Lo anterior no quiere vedar toda enumeración. Las de los Salmos, las de Whitman y las de Blake tienen valor interjectivo; otras existen verbalmente, aunque son irrepresentables. Por ejemplo, ésta:

Salió al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre, vejancón y potroso, descarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano. Pareció éste tirando por el ramal de una difunta dromedario, con una jornada de cuerpo, tan pesada, terca y perezosa, que conduciéndola al teatro, le faltó poco para reventar el demonio añejo. (Torres Villarroel)

He denunciado en esta página los dos errores habituales del género. En otras (verbigracia, en Discusión, 1932, págs. 109-114) he razonado el único procedimiento que me parece válido. El procedimiento indirecto, el que maneja con esplendor William Shakespeare en la escena primera del acto quinto del Merchant of Venice.



Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942

Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016

Imagen: Jorge Luis Borges at the Lincei Academy for the presentation 
of the Balzan Prize on March 1981 in Rome, Italy
Foto: Stefano Montesi, Corbis/Getty Images


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