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9/5/15

Jorge Luis Borges: El cuento policial








Hay un libro titulado El florecimiento de la nueva Inglaterra, de Van Wyck Books. Este libro trata de un hecho extraordinario que sólo la astrología puede explicar: el florecimiento de hombres-genios, en una breve parte de Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XIX. Prefiero, evidentemente, a este New England que tiene tanto de Old England.. Sería fácil hacer una lista infinita de nombres. Podríamos nombrar a Emily Dickinson, Hermán Melville, Thoreau, Emerson, William James, Henry James y, desde luego, a Edgar Allan Poe, que nació en Boston, creo que en el año 1809. Mis fechas son, como se sabe, débiles. Hablar del relato policial es hablar de Edgar Allan Poe, que inventó el género; pero antes de hablar del género conviene discutir un pequeño problema previo: ¿existen, o no, los géneros literarios?

  Es sabido que Croce, en unas páginas de su Estética —su formidable Estética—, dice: Afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda. Es decir, se niegan los géneros y se afirman los individuos. A esto cabría decir que, desde luego, aunque todos los individuos son reales, precisarlos es generalizarlos. Desde luego, esta afirmación mía es una generalización y no debe ser permitida.

  Pensar es generalizar y necesitamos esos útiles arquetipos platónicos para poder afirmar algo. Entonces, ¿por qué no afirmar que hay géneros literarios? Yo agregaría una observación personal: los géneros literarios dependen, quizás, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. El hecho estético requiere la conjunción del lector y del texto y sólo entonces existe. Es absurdo suponer que un volumen sea mucho más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre. Entonces existe el fenómeno estético, que puede parecerse al momento en el cual el libro fue engendrado.

  Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector ha sido —ese lector se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones— engendrado por Edgar Allan Poe. Vamos a suponer que no existe ese lector, o supongamos algo quizá más interesante; que se trata de una persona muy lejana de nosotros. Puede ser un persa, un malayo, un rústico, un niño, una persona a quien le dicen que el Quijote es una novela policial; vamos a suponer que ese hipotético personaje haya leído novelas policiales y empiece a leer el Quijote. Entonces, ¿qué lee?

  En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial.

  Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: …de cuyo nombre no quiero acordarme…, ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable. Luego… no hace mucho tiempo… posiblemente lo que suceda no será tan aterrador como el futuro.

  La novela policial ha creado un tipo especial de lector. Eso suele olvidarse cuando se juzga la obra de Poe; porque si Poe creó el relato policial, creó después el tipo de lector de ficciones policiales. Para entender el relato policial debemos tener en cuenta el contexto general de la vida de Poe. Yo creo que Poe fue un extraordinario poeta romántico y fue más extraordinario en el conjunto de su obra, en nuestra memoria de su obra, que en una de las páginas de su obra. Es más extraordinario en prosa que en verso. En el verso de Poe ¿qué tenemos? Tenemos aquello que justificó lo que Emerson dijo de él: lo llamó «the jingleman»; el hombre del retintín, el hombre del sonsonete. Tenemos a un Tennyson muy menor, aunque quedan líneas memorables. Poe fue un proyector de sombras múltiples. ¿Cuántas cosas surgen de Poe?

  Podría decirse que hay dos hombres sin los cuales la literatura actual no sería lo que es; esos dos hombres son americanos y del siglo pasado: Walt Whitman —de él deriva lo que denominamos poesía civil, deriva Neruda, derivan tantas cosas, buenas o malas—; y Edgar Allan Poe, de quien deriva el simbolismo de Baudelaire, que fue discípulo suyo y le rezaba todas las noches. Derivan dos hechos que parecen muy lejanos y que sin embargo no lo son; son hechos afines. Deriva la idea de la literatura como un hecho intelectual y el relato policial. El primero —considerar la literatura como una operación de la mente, no del espíritu— es muy importante. El otro es mínimo, a pesar de haber inspirado a grandes escritores (pensamos en Stevenson, Dickens, Chesterton —el mejor heredero de Poe—). Esta literatura puede parecer subalterna y de hecho está declinando; actualmente ha sido superada o reemplazada por la ficción científica, que también tiene en Poe a uno de sus posibles padres.

  Volvemos al comienzo, a la idea de que la poesía es una creación de la mente. Esto se opone a toda la tradición anterior, donde la poesía era una operación del espíritu. Tenemos el hecho extraordinario de la Biblia, una serie de textos de distintos autores, de distintas épocas, de muy distinto tema, pero todos atribuidos a un personaje invisible: el Espíritu Santo. Se supone que el Espíritu Santo, la divinidad o una inteligencia infinita dicta diversas obras a diversos amanuenses en diversos países y en diversas épocas. Estas obras son, por ejemplo, el diálogo metafísico, el libro de Job, la historia, el libro de los Reyes, la teogonía, el Génesis y luego las anunciaciones de los profetas. Todas esas obras son distintas y las leemos como si una sola persona las hubiera escrito.

  Quizá, si somos panteístas, no hay que tomar demasiado en serio el hecho de que ahora seamos individuos diferentes: somos diferentes órganos de la divinidad continua. Es decir, el Espíritu Santo ha escrito todos los libros y también lee todos los libros, ya que está, en diverso grado, en cada uno de nosotros.

  Ahora bien: Poe fue un hombre que llevó una vida desventurada, según se sabe. Murió a los cuarenta años, estaba entregado al alcohol, entregado a la melancolía y a la neurosis. No tenemos por qué entrar en los detalles de la neurosis; bástenos con saber que Poe fue un hombre muy desdichado y que se movió predestinado a la desventura. Para librarse de ella dio en fulgurar y, acaso, en exagerar sus virtudes intelectuales. Poe se consideraba un gran poeta romántico, un genial poeta romántico, sobre todo cuando no escribía en verso, sobre todo cuando escribía una prosa, por ejemplo, cuando escribió el relato de Arthur Gordon Pym. Tenemos el primer nombre sajón: Arthur, Edgar, el segundo escocés: Allan, Gordon y, luego, Pym, Poe, que son equivalentes. El se veía a sí mismo intelectual y Pym se jactaba de ser un hombre capaz de juzgar y pensar todo. Había escrito aquel poema famoso que todos conocemos, demasiado porque no es uno de sus buenos poemas: El cuervo. Luego dio una conferencia en Boston, en la cual explicó cómo había llegado a ese tema.

  Comenzó por considerar las virtudes del estribillo y luego pensó en la fonética del inglés. Pensó que las dos letras más memorables y eficaces del idioma inglés eran la «o» y la «r»; entonces dio inmediatamente con la expresión never more nunca más. Eso era todo lo que él tenía al principio. Luego vino otro problema, tenía que justificar la reconstrucción de esa palabra, ya que es muy raro que un ser humano repita regularmente never more al final de cada estrofa. Entonces, pensó que no tenía porqué ser racional, y esto lo llevó a concebir la idea de un pájaro que habla. Pensó en un loro, pero un loro es indigno de la dignidad de la poesía; entonces pensó en un cuervo. O sea, que estaba leyendo en aquel momento la novela de Charles Dickens, Barnaby Rudge en la cual hay un cuervo. De modo que él tenía un cuervo que se llama never more y que repite continuamente su nombre. Eso es todo lo que Poe tenía al principio.

  Luego pensó: ¿cuál es el hecho más triste, el más melancólico que puede registrarse? Ese hecho tiene que ser la muerte de una mujer hermosa. ¿Quién puede lamentar mejor ese hecho? Desde luego, el amante de esa mujer. Entonces pensó en el amante que acaba de perder a su novia que se llama Leonore para rimar con never more ¿Dónde sitúa al amante? Entonces pensó: el cuervo es negro, ¿dónde puede resaltar mejor la negrura? Tiene que resaltar contra algo blanco; entonces la blancura de un busto y ese busto ¿de quién puede ser? Es el busto de Palas Atenea; ¿y dónde puede estar? En una biblioteca. Ahora, dice Poe, la unidad de su poema" necesitaba un recinto cerrado.

  Entonces situó el busto de Minerva en una biblioteca; ahí está el amante, solo, rodeado de sus libros y lamentando la muerte de su amada so lovesick more; luego entra el cuervo. ¿Por qué entra el cuervo? Bueno, la biblioteca es un lugar tranquilo y hay que contrastarlo con algo inquieto: él imagina una tempestad, imagina la noche tempestuosa que hace que el cuervo penetre. El hombre le pregunta quién es y el cuervo contesta never more y luego el hombre, para atormentarse de una forma masoquista, le hace preguntas para que en todas ellas le conteste: never more, never more, never more, nunca más, y sigue haciéndole preguntas. Al final, le dice al cuervo lo que puede entenderse como la primera metáfora que hay en el poema: arranqué su pico de su corazón y su forma de su puerta, y el cuervo (que ya simplemente es emblema de la memoria, de la memoria desdichadamente inmortal), el cuervo le contesta: never more. El sabe que está condenado a pasar el resto de su vida, de su vida fantástica, conversando con el cuervo, con el cuervo que le dirá siempre nunca más y le hará preguntas cuya respuesta ya conoce. Es decir, Poe quiere hacernos creer que escribió ese poema en forma intelectual; pero basta mirar un poco de cerca ese argumento para comprobar que es falaz.

  Poe pudo haber llegado a la idea del ser irracional usando, no un cuervo, sino un idiota, un borracho; entonces ya tendríamos un poema completamente distinto y menos explicable. Creo que Poe tenía ese orgullo de la inteligencia, él se duplicó en un personaje, eligió un personaje lejano —el que todos conocemos y que, indudablemente, es nuestro amigo aunque él no trata de ser nuestro amigo—: es un caballero, Auguste Dupin, el primer detective de la historia de la literatura. Es un caballero francés, un aristócrata francés muy pobre, que vive en un barrio apartado de París, con un amigo.

  Aquí tenemos otra tradición del cuento policial: el hecho de un misterio descubierto por obra de la inteligencia, por una operación intelectual. Ese hecho está ejecutado por un hombre muy inteligente que se llama Dupin, que se llamará después Sherlock Holmes, que se llamará más tarde el padre Brown, que tendrá otros nombres, otros nombres famosos sin duda. El primero de todos ellos, el modelo, el arquetipo podemos decir, es el caballero Charles Auguste Dupin, que vive con un amigo y él es el amigo que refiere la historia. Esto también forma parte de la tradición, y fue tomado mucho tiempo después de la muerte de Poe por el escritor irlandés Conan Doyle. Conan Doyle toma ese tema, un tema atractivo en sí, de la amistad entre dos personas distintas, que viene a ser, de alguna forma, el tema de la amistad entre don Quijote y Sancho, salvo que nunca llegan a una amistad perfecta. Que luego será el tema de Kim también, la amistad entre el muchachito menor y el sacerdote hindú, el tema de Don Segundo Sombra: el tema del tropero y el muchacho. El tema que se multiplica en la literatura argentina, el tema de la amistad que se ve en tantos libros de Gutiérrez.

  Conan Doyle imagina un personaje bastante tonto, con una inteligencia un poco inferior a la del lector, a quien llama el doctor Watson; el otro es un personaje un poco cómico y un poco venerable, también: Sherlock Holmes. Hace que las proezas intelectuales de Sherlock Holmes sean referidas por su amigo Watson, que no cesa de maravillarse y siempre se maneja por las apariencias, que se deja dominar por Sherlock Holmes y a quien le gusta dejarse dominar.

  Todo eso ya está en ese primer relato policial que escribió Poe, sin saber que inauguraba un género, llamado The Murders in the Rué Morgue (Los crímenes de la calle Morgue). Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.

  El pudo haber situado sus crímenes y sus detectives en Nueva York, pero entonces el lector habría estado pensando si las cosas se desarrollan realmente así, si la policía de Nueva York es de ese modo o de aquel otro. Resultaba más cómodo y está más desahogada la imaginación de Poe haciendo que todo aquello ocurriera en París, en un barrio desierto del sector Saint Germain. Por eso el primer detective de la ficción es un extranjero, el primer detective que la literatura registra es un francés. ¿Por qué un francés? Porque el que escribe la obra es un americano y necesita un personaje lejano. Para hacer más raros a esos personajes, hace que vivan de un modo distinto del que suelen vivir los hombres. Cuando amanece corren las cortinas, prenden las velas y al anochecer salen a caminar por las calles desiertas de París en busca de ese infinito azul, dice Poe, que sólo da una gran ciudad durmiendo; sentir al mismo tiempo lo multitudinario y la soledad, eso tiene que estimular el pensamiento.

  Yo me imagino a los dos amigos recorriendo las calles desiertas de París, de noche, y hablando ¿sobre qué? Hablando de filosofía, sobre temas intelectuales. Luego tenemos el crimen, ese crimen es el primer crimen de la literatura fantástica: el asesinato de dos mujeres. Yo diría los crímenes de la Rué Morgue, crímenes es más fuerte que asesinato. Se trata de esto: dos mujeres que han sido asesinadas en una habitación que parece inaccesible. Aquí Poe inaugura el misterio de la pieza cerrada con llave. Una de las mujeres fue estrangulada, la otra ha sido degollada con una navaja. Hay mucho dinero, cuarenta mil francos, que están desparramados en el suelo, todo está desparramado, todo sugiere la locura. Es decir, tenemos un principio brutal, inclusive terrible, y luego, al final, llega la solución.

  Pero esta solución no es solución para nosotros, porque todos nosotros conocemos el argumento antes de leer el cuento de Poe. Eso, desde luego, le resta mucha fuerza. (Es lo que ocurre con el caso análogo del doctor Jekyll y míster Hyde: sabemos que los dos son una misma persona, pero eso sólo pueden saberlo los lectores de Stevenson, otro discípulo de Poe. Si habla del extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, se propone desde el comienzo una dualidad de personas). ¿Quién podría pensar, además, que el asesino iba a resultar siendo un orangután, un mono?

  Se llega por medio de un artificio: el testimonio de quienes han entrado a la habitación antes de descubrirse el crimen. Todos ellos han reconocido una voz ronca que es la voz de un francés, han reconocido algunas palabras, una voz en la que no hay sílabas, han reconocido una voz extranjera. El español cree que se trata de un alemán, el alemán de un holandés el holandés de un italiano, etcétera; esa voz es la voz inhumana del mono, y luego se descubre el crimen; se descubre, pero nosotros ya sabemos la solución.

  Por eso podemos pensar mal de Poe, podemos pensar que sus argumentos son tan tenues que parecen transparentes. Lo son para nosotros, que ya los conocemos, pero no para los primeros lectores de ficciones policiales; no estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe. Los que leyeron ese cuento se quedaron maravillados y luego vinieron los otros.

  Poe ha dejado cinco ejemplos, uno se llama Tú eres el hombre: es el más débil de todos pero ha sido imitado después por Israel Zangwill en The big bow murder, que imita el crimen cometido en una habitación cerrada. Ahí tenemos un personaje, el asesino, que fue imitado después en El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux: es el hecho de que el detective resulta ser el asesino. Luego hay otro cuento que ha resultado ejemplar, La carta robada, y otro cuento, El escarabajo de oro. En La carta robada, el argumento es muy simple. Es una carta que ha sido robada por un crítico, la policía sabe que él la tiene. Lo hacen asaltar dos veces en la calle. Luego examinan la casa; para que nada se les escape, toda la casa ha sido dividida y subdividida; la policía dispone de microscopios, de lupas. Se toma cada libro de la biblioteca, luego se ve si ha sido encuadernado, se buscan rastros de polvo en la baldosa. Luego interviene Dupin. El dice que la policía se engaña, que tiene la idea que puede tener un chico, la idea de que algo se esconde en un escondrijo; pero el hecho no es así. Dupin va a visitar al político, que es amigo de él, y ve sobre la mesa, a la vista de todos, un sobre desgarrado. Se da cuenta de que ésa es la carta que todo el mundo ha buscado. Es la idea de esconder algo en forma visible, de hacer que algo sea tan visible que nadie lo encuentre. Además, al principio de cada cuento, para hacemos notar cómo Poe tomaba de un modo intelectual el cuento policial, hay disquisiciones sobre el análisis, hay una discusión sobre el ajedrez, se dice que el whist es superior o que las damas son superiores. 

   Poe deja esos cinco cuentos, y luego tenemos el otro: El misterio de Mary Rogêt, que es el más extraño de todos y el menos interesante para ser leído. Se trata de un crimen cometido en Nueva York: una muchacha, Mary Roger, fue asesinada, era florista según creo. Poe toma simplemente la noticia de los diarios. Hace transcurrir el crimen en París y hace que la muchacha se llame Marie Rogêt y luego sugiere cómo pudo haber sido cometido el crimen. Efectivamente, años después se descubrió al asesino y concordó con lo que Poe había escrito.

  Tenemos, pues, el relato policial como un género intelectual. Como un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales. Poe sabía que lo que él estaba haciendo no era realista, por eso sitúa la escena en París; y el razonador era un aristócrata, no la policía; por eso pone en ridículo a la policía. Es decir, Poe había creado un genio de lo intelectual. ¿Qué sucede después de la muerte de Poe? Muere, creo, en 1849; Walt Whitman, su otro gran contemporáneo, escribió una nota necrológica sobre él, diciendo que Poe era un ejecutante que sólo sabía tocar las notas graves del piano, que no representaba a la democracia americana —cosa que Poe nunca se había propuesto. Whitman fue injusto con él, y también Emerson lo fue. 

   Hay críticos, ahora, que lo subestiman. Pero yo creo que Poe, si lo tomamos en conjunto, tiene la obra de un genio, aunque sus cuentos, salvo el relato de Arthur Gordon Pym, son defectuosos. No obstante, todos ellos construyen un personaje, un personaje que vive más allá de los personajes creados por él, que vive más allá de Charles Auguste Dupin, de los crímenes, más allá de los misterios que ya no nos asustan.

  En Inglaterra, donde este género es tomado desde el punto de vista psicológico, tenemos las mejores novelas policiales que se han escrito: las de Wilkie Collins, La dama de blanco y La piedra lunar. Luego tenemos a Chesterton, el gran heredero de Poe. Chesterton dijo que no se habían escrito cuentos policiales superiores a los de Poe, pero Chesterton ——me parece a mí— es superior a Poe. Poe escribió cuentos puramente fantásticos. Digamos La máscara de la muerte roja, digamos El tonel de amontillado, que son puramente fantásticos. Además cuentos de razonamiento como esos cinco cuentos policiales. Pero Chesterton hizo algo distinto, escribió cuentos que son, a la vez, cuentos fantásticos y que, finalmente, tienen una solución policial. Voy a relatar uno El hombre invisible, publicado en 1905 ó 1908.

  El argumento viene a ser, brevemente, éste: Se trata de un fabricante de muñecos mecánicos, cocineros, porteros, mucamas y mecánicos que vive en una casa de departamentos, en lo alto de una colina nevada en Londres. Recibe amenazas acerca de que él va a morir —es una obra muy pequeña, esto es muy importante para el cuento—. Vive solo con sus sirvientes mecánicos, lo cual ya tiene algo de horrible. Un hombre que vive solo, rodeado de máquinas que remedan, vagamente, las formas de hombre. Por fin, recibe una carta donde le dicen que va a morir esa tarde. Llama a sus amigos, los amigos van a buscar a la policía y lo dejan solo entre sus muñecos, pero antes le piden al portero que se fije si entra alguien en la casa. Le encargan al policeman, le encargan a un vendedor de castañas asadas, también. Los tres prometen cumplir. Cuando vuelven con la policía, notan que hay pisadas en la nieve. Las que se acercan a la casa son tenues, las que se alejan están más hundidas, como si llevaran algo pesado. Entran en la casa y encuentran que el fabricante de muñecos ha desaparecido. Luego ven que hay cenizas en la chimenea. Aquí surge lo más fuerte del cuento, la sospecha del hombre devorado por sus muñecos mecánicos, eso es lo que más nos impresiona. Nos impresiona más que la solución. El asesino ha entrado en la casa, ha sido visto por el vendedor de castañas, por el vigilante y por el portero, pero no lo han visto porque es el cartero que llega todas las tardes a la misma hora. Ha matado a su víctima, lo ha cargado en la bolsa de la correspondencia. Luego quema la correspondencia y se aleja. El padre Brown lo ve, charla, oye su confesión y lo absuelve porque en los cuentos de Chesterton no hay arrestos ni nada violento.

  Actualmente, el género policial ha decaído mucho en Estados Unidos. El género policial es realista, de violencia, un género de violencias sexuales también. En todo caso, ha desaparecido. Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial. Este se ha mantenido en Inglaterra, donde todavía se escriben novelas muy tranquilas, donde el relato transcurre en una aldea inglesa; allí todo es intelectual, todo es tranquilo, no hay violencia, no hay mayor efusión de sangre. He intentado el género policial alguna vez, no estoy demasiado orgulloso de lo que he hecho. Lo he llevado a un terreno simbólico que no sé si cuadra. He escrito La muerte y la brújula. Algún texto policial con Bioy Casares, cuyos cuentos son muy superiores a los míos. Los cuentos de Isidro Parodi, que es un preso que, desde la cárcel, resuelve los crímenes.

  ¿Qué podríamos decir como apología del género policial? Hay una que es muy evidente y cierta: nuestra literatura tiende a lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, los argumentos, todo es muy vago. En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin. Estos los han escrito escritores subalternos, algunos los han escrito escritores excelentes: Dickens, Stevenson y, sobre todo, Wilkie Collins. Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio.

  16 de junio de 1978







En Borges, oral (1979)
Repetimos por adecuadas las fotos: Borges at Poe´s grave in Baltimore, 1983 
Fotos posiblemente Jeff Jerome, curador de la tumba de Poe 

Archivo La Nación


 

22/3/15

Jorge Luis Borges: Emanuel Swedenborg






Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario —si es que admitimos esos superlativos— fue el más misterioso de los súbditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg. Quiero decir algunas palabras sobre él, y luego voy a hablar de su doctrina, que es lo más importante para nosotros.
Emanuel Swedenborg nació en Estocolmo en el año 1688, y murió en Londres en 1772. Una larga vida, más larga si pensamos en las breves vidas de entonces. Casi pudo haber cumplido cien años. Su vida se divide en tres períodos. Esos períodos son de intensa actividad. Cada uno de esos períodos dura —se ha computado— veintiocho años. Tenemos al principio a un hombre dedicado al estudio. El padre de este Swedenborg era un obispo luterano, y Swedenborg fue educado en el luteranismo, cuya base angular, según se sabe, es la salvación por la gracia, de la cual descree Swedenborg.
En su sistema, en la nueva religión que él predicó, se habla de la salvación por las obras, aunque esas obras no son, por cierto, misas ni ceremonias: son obras verdaderas, obras en las cuales entra todo el hombre, es decir su espíritu y, lo que es más curioso aún, también su inteligencia.
Pues bien, este Swedenborg empieza como sacerdote y luego se interesa por las ciencias. Le interesan, sobre todo, de un modo práctico. Luego se ha descubierto que él se adelantó a muchas invenciones ulteriores. Por ejemplo, la hipótesis nebular de Kant y de Laplace. Luego, como Leonardo Da Vinci, Swedenborg diseñó un vehículo para andar por el aire. El sabía que era inútil, pero veía el punto de partida posible para lo que nosotros llamamos actualmente aviones. También diseñó vehículos para andar bajo el agua, como había previsto Francis Bacon. Luego le interesó —hecho también singular— la mineralogía. Fue asesor de negocios de minas en Estocolmo, le interesó también la anatomía. Y, como a Descartes, le interesó el lugar preciso donde el espíritu se comunica con el cuerpo.
Emerson dice: Lamento decir que nos ha dejado cincuenta volúmenes. Cincuenta volúmenes de los cuales veinticinco, por lo menos, están dedicados a la ciencia, a la matemática, a la astronomía. Rehusó ocupar la cátedra de Astronomía en la Universidad de Upsala por que se negaba a todo lo que fuera teórico. Era un hombre práctico. Fue ingeniero militar de Carlos XII, que lo honró. Se trataron mucho los dos: el héroe y el futuro visionario. Swedenborg ideó una máquina para trasladar navíos por tierra, en una de esas guerras casi míticas de Carlos XII sobre las cuales ha escrito tan hermosamente Voltaire. Transportaron los barcos de guerra a lo largo de veinte millas.
Más tarde se trasladó a Londres, donde estudió las artes del carpintero, del ebanista, del tipógrafo, del fabricante de instrumentos. También dibujó mapas para los globos terráqueos. Es decir que fue un hombre eminentemente práctico. Y recuerdo una frase de Emerson; dice que ningún hombre llevó una vida más real que Swedenborg. Es necesario que sepamos esto, que unamos toda esa obra científica y práctica de él. Fue un político, además; fue senador del reino. A los 55 años ya había publicado unos veinticinco volúmenes sobre mineralogía, anatomía y geometría.
Ocurrió entonces el hecho capital de su vida. El hecho capital de su vida fue una revelación. Recibió esa revelación en Londres, precedida por sueños, que están registrados en su diario.
No se han publicado, pero sabemos que fue­ron sueños eróticos.
Y después vino la visitación, que algunos han considerado un acceso de locura. Pero eso está negado por la lucidez de su obra, por el hecho de que en ningún momento nos sentimos ante un loco.
Escribe siempre con gran claridad, cuando expone su doctrina. En Londres, un desconocido que lo había seguido por la calle entró a su casa y le dijo que era Jesús, que la Iglesia estaba decayendo —como la iglesia judía cuando surgió Jesucristo—, y que él tenía el deber de renovar la Iglesia creando una tercera iglesia, la de Jerusalén.
Todo esto parece absurdo, increíble, pero tenemos la obra de Swedenborg. Y esa obra es muy vasta, escrita en un estilo muy tranquilo. El no razona en ningún momento. Podemos recordar aquella frase de Emerson, que dice: Los argumentos no convencen a nadie. Swedenborg expone todo con autoridad, con tranquila autoridad.
Pues bien, Jesús le dijo que le encomendaba la misión de renovar la Iglesia y que le sería permitido visitar el otro mundo, el mundo de los espíritus, con sus innumerables cielos e infiernos. Que tenía el deber de estudiar la escritura sagrada. Antes de escribir nada, le dedicó dos años al estudio de la lengua hebrea, porque quería leer los textos originales. Volvió a estudiar los textos, y creyó encontrar en ellos el fundamento de su doctrina un poco a la manera de los cabalistas, que encuentran razones a lo que buscan en el texto sagrado.
Veamos, ante todo, su visión del otro mundo, su visión de la inmortalidad personal, en la cual creyó, y veremos que todo ello está basado en el libre albedrío. En la Divina Comedia de Dante —esa obra tan hermosa literariamente— el libre albedrío cesa en el momento de la muerte. Los muertos son condenados por un tribunal y merecen el cielo o el infierno. En cambio, en la obra de Swedenborg nada de eso ocurre. Nos dice que cuando un hombre muere no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que lo rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo. Empieza a notar algo que al principio lo alegra y que lo alarma después: todo, en el otro mundo, es más vivido que en éste.
Nosotros siempre pensamos en el otro mundo de un modo nebuloso, pero Swedenborg nos dice que ocurre todo lo contrario, que las sensaciones son mucho más vívidas en el otro mundo. Por ejemplo, hay más colores. Y si pensamos que en el cielo de Swedenborg, los ángeles, de cualquier modo que estén, están siempre de cara al Señor, podemos pensar también en una suerte de cuarta dimensión. En todo caso, Swedenborg nos repite que el otro mundo es mucho más vivido que éste. Hay más colores, hay más formas. Todo es más concreto, todo es más tangible que en este mundo. Tanto es así —dice él— que este mundo, comparado con el mundo que yo he visto en mis innumerables andanzas por los cielos y los infiernos, es como una sombra. Es como si nosotros viviéramos en la sombra.
Aquí recuerdo una sentencia de San Agustín. En la Civitas Dei, San Agustín dice que sin duda el goce sensual era más fuerte que en el Paraíso que aquí, porque no puede suponerse que la caída haya mejorado nada. Y Swedenborg dice lo mismo. El habla de los goces carnales en los cielos y los infiernos del otro mundo y dice que son mucho más vividos que los de aquí.
¿Qué sucede cuando un hombre muere? Al principio no se da cuenta de que ha muerto. Pro­sigue con sus ocupaciones habituales, lo visitan sus amigos, conversa con ellos. Y luego, poco a poco, los hombres ven con alarma que todo es más vivido, que hay más colores. El hombre piensa: Yo he vivido todo el tiempo en la sombra, y ahora vivo en la luz. Y eso puede alegrar­lo un momento.
Y luego se le acercan desconocidos y conversan con él. Y esos desconocidos son ángeles y demonios. Swedenborg dice que los ángeles no han sido creados por Dios, que los demonios no han sido creados por Dios. Los ángeles son hombres que han ascendido a ser angelicales; los demonios son hombres que han descendido a ser demoníacos. De modo que toda la población de los cielos y de los infiernos está hecha de hombres, y esos hombres son ahora ángeles y son ahora demonios.
Pues bien, al muerto se le acercan los ángeles. Dios no condena a nadie al infierno. Dios quiere que todos los hombres se salven.
Pero al mismo tiempo Dios ha concedido al hombre el libre albedrío, el terrible privilegio de condenarse al infierno, o de merecer el cielo. Es decir que la doctrina del libre albedrío —que la doctrina ortodoxa suspende después de la muerte—, Swedenborg la mantiene hasta después de la muerte. Entonces, hay una región intermedia, que es la región de los espíritus. En esa región están los hombres, están las almas de quienes han muerto, y conversan con ángeles y con demonios.
Entonces llega ese momento que puede durar una semana, puede durar un mes, puede durar muchos años; no sabemos cuánto tiempo puede durar. En ese momento el hombre resuelve ser un demonio, o llegar a ser un demonio o un ángel. En uno de los casos merece el infierno. Esa región es una región de valles y luego de grietas. Esas grietas pueden ser inferiores, que comunican con los infiernos; o grietas superiores, que comunican con los cielos. Y el hombre busca, conversa y sigue la compañía de quienes le gustan. Si tiene temperamento demoníaco, prefiere la compañía de los demonios. Si tiene temperamento angelical, la compañía de los ángeles. Si ustedes quieren una exposición de todo esto, por cierto mucho más elocuente que la mía, la encontrarán en el tercer acto de Man and Superman, de Bernard Shaw.
Es curioso que Shaw no mencione nunca a Swedenborg. Yo creo que él llegó a hacerlo a través de su propia doctrina. Porque en el sistema de John Tanner está mencionada la doctrina de Swedenborg, pero sin nombrarlo. Presumo que no fue un acto de deshonestidad de Shaw sino que llegó a creerlo sinceramente. Presumo que Shaw llegó a las mismas conclusiones a través de William Blake, que ensaya la doctrina de la salvación que predice Swedenborg.
Bien. El hombre conversa con ángeles, el hombre conversa con demonios, y le atraen más unos que otros; eso, según su temperamento. Quienes se condenan al infierno —ya que Dios no condena a nadie— se sienten atraídos por los demonios. Ahora, ¿qué son los infiernos? Los infiernos, según Swedenborg, tienen varios aspectos. El aspecto que tendrían para nosotros o para los ángeles. Son zonas pantanosas, zonas en las que hay ciudades que parecen destruidas por los incendios; pero ahí los réprobos se sienten felices. Se sienten felices a su modo, es decir, están llenos de odio y no hay un monarca de ese reino; continuamente están conspirando unos contra otros. Es un mundo de baja política, de conspiración. Eso es el infierno.
Luego tenemos el cielo, que es lo contrario, lo que corresponde simétricamente al infierno. Según Swedenborg —y ésta es la parte más difícil de su doctrina— habría un equilibrio entre las fuerzas infernales y las fuerzas angelicales, necesario para que el mundo subsista. En ese equilibrio siempre es Dios el que manda. Dios deja que los espíritus infernales estén en el infierno porque sólo en el infierno están felices.
Y Swedenborg nos refiere el caso de un espíritu demoníaco que asciende al cielo, aspira la fragancia del cielo, oye las conversaciones del cielo, y todo le parece horrible. La fragancia le parece fétida, la luz le parece negra. Entonces vuelve al infierno porque sólo en el infierno es feliz. El cielo es el mundo de los ángeles. Swedenborg agrega que todo el infierno tiene la forma de un demonio, y el cielo la forma general de un ángel. El cielo está hecho de sociedades de ángeles y ahí está Dios. Y Dios está representado por el sol.
De modo que el sol corresponde a Dios y los peores infiernos son los infiernos occidentales y los del norte. En cambio, al este y al sur los infiernos son más mansos. Nadie está condena­do a ellos. Cada uno busca la sociedad que quiere, busca los compañeros que quiere, y los busca según el apetito que ha dominado su vida.
Los que llegan al cielo tienen una noción equivocada. Piensan que en el cielo rezarán continuamente; y les permiten rezar, pero al cabo de pocos días o semanas se cansan: se dan cuenta de que eso no es el cielo. Luego adulan a Dios; lo alaban. A Dios no le gusta ser adulado. Y también esa gente se cansa de adular a Dios. Luego piensan que pueden ser felices conversando con sus seres queridos, y al cabo de un tiempo comprenden que los seres queridos y los héroes ilustres pueden ser tan tediosos en la otra vida como en ésta. Se cansan de eso y entonces entran en la verdadera obra del cielo. Y aquí recuerdo un verso de Tennyson; dice que el alma no desea asientos dorados, simplemente, desea que le den el don de seguir y de no cesar.
Es decir, el cielo de Swedenborg es un cielo de amor y, sobre todo, un cielo de trabajo, un cielo altruista. Cada uno de los ángeles trabaja para los otros; todos trabajan para los demás. No es un cielo pasivo. No es una recompensa, tampoco. Si uno tiene temperamento angelical uno tiene ese cielo y está cómodo en él. Pero hay otra diferencia que es muy importante en el cielo de Swedenborg: su cielo es eminentemente intelectual.
Swedenborg narra la historia, patética, de un hombre que durante su vida se ha propuesto ganar el cielo; entonces, ha renunciado a to­dos los goces sensuales. Se ha retirado a la tebaida. Ahí se ha abstraído de todo. Ha rezado, ha pedido el cielo. Es decir, ha ido empobreciéndose. Y cuando muere, ¿qué ocurre? Cuan­do muere llega al cielo, y en el cielo no saben qué hacer con él. Trata de seguir las conversaciones de los ángeles, pero no las entiende. Trata de aprender las artes. Trata de oír to­do. Trata de aprender todo y no puede, porque él se ha empobrecido. Es, simplemente, un hombre justo y mentalmente pobre. Y entonces le conceden como un don el poder proyectar una imagen: el desierto. En el desierto rezaba como rezaba en la tierra, pero sin despegarse del cielo, porque él sabe que se ha hecho indigno del cielo mediante su penitencia, por­que él ha empobrecido su vida, porque él se ha negado a los goces y a los placeres de la vida, lo cual también está mal.
Esta es una innovación de Swedenborg. Por­que siempre se ha pensado que la salvación es de carácter ético. Se entiende que si un hombre es justo, se salva. El reino de los cielos es de los pobres de espíritu, etcétera. Eso lo comunica Jesús. Pero Swedenborg va más allá. Dice que eso no basta, que un hombre tiene que salvarse también intelectualmente. El se imagina el cielo, sobre todo, como una serie conversaciones teológicas entre los ángeles. Y si un hombre no puede seguir esas conversaciones es indigno del cielo. Así, debe vivir solo. Y luego vendrá William Blake, que agrega una tercera salvación. Dice que podemos —que tenemos— que salvarnos también por medio del arte. Blake explica que Cristo también fue un artista, ya que no predicaba por medio de palabras sino de parábolas. Y las parábolas son, desde luego, expresiones estéticas. Es decir, que la salvación sería por la inteligencia, por la ética y por el ejercicio del arte.
Y aquí recordamos algunas de las frases en que Blake ha moderado, de algún modo, las largas sentencias de Swedenborg; cuando dice, por ejemplo: El tonto no entrará en el cielo por santo que sea. O: Hay que descartar la santidad; hay que investirse de inteligencia.
De modo que tenemos esos tres mundos. Tenemos el mundo del espíritu y luego, al cabo de un tiempo, un hombre ha merecido el cielo, un hombre ha merecido el infierno. El infierno está regido realmente por Dios, que necesita ese equilibrio. Satanás es el nombre de una región, simplemente. El demonio es simplemente un personaje cambiante, ya que todo el mundo del infierno es un mundo de conspiraciones, de personas que se odian, que se juntan para atacar a otro.
Luego Swedenborg conversa con diversa gente en el paraíso, con diversa gente en los infiernos. Le es permitido todo eso para fundar la nueva iglesia. ¿Y qué hace Swedenborg?
No predica; publica libros, anónimamente, escritos en un sobrio y árido latín. Y difunde esos libros. Así pasan los últimos treinta años de la vida de Swedenborg. Vive en Londres. Lleva una vida muy sencilla. Se alimenta de leche, pan, legumbres. A veces, llega un amigo de Suecia y entonces se toma unos días de licencia.
Cuando fue a Inglaterra, quiso conocer a Newton, porque le interesaba mucho la nueva astronomía, la ley de gravedad. Pero nunca llegó a conocerlo. Se interesó mucho por la poesía inglesa. Menciona en sus escritos a Shakespeare, a Milton y a otros. Los elogia por su imaginación; es decir, este hombre tenía sentido estético. Sabemos que cuando recorría los países —porque viajó por Suecia, Inglaterra, Alemania, Austria, Italia— visitaba las fábricas, los barrios pobres. Le gustaba mucho la música. Era un caballero de aquella época. Llegó a ser un hombre rico. Sus sirvientes vivían en el piso bajo de su casa, en Londres (la casa ha sido demolida hace poco), y lo veían conversando con los ángeles o discutiendo con los demonios. En el diálogo nunca quiso imponer sus ideas. Desde luego, no permitía que se burlaran de sus visiones; pero tampoco quería imponer las: más bien trataba de desviar la conversación de esos temas.
Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vividas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en términos de experiencias eróticas o con metáforas de vino. Por ejemplo, un hombre que se encuentra con Dios, y Dios es igual a sí mismo. Hay un sistema de metáforas. En cambio, en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente.
Por eso su lectura no es exactamente divertida. Es asombrosa y gradualmente divertida. Yo he leído los cuatro volúmenes de Swedenborg que han sido traducidos al inglés y publicados por la «Everyman’s Library». Me han dicho que hay una traducción española, una selección, publicada por la Editora Nacional. He visto unas estenografías de él, sobre toda aquella espléndida conferencia que dio Emerson. Emerson dio una serie de conferencias sobre hombres representativos. Puso: Napoleón o el hombre de mundo: Montaigne o el escéptico; Shakespeare o el poeta; Goethe o el hombre de letras; Swedenborg o el místico. Esa fue la primera introducción que yo leí a la obra de Swedenborg. Esa conferencia de Emerson, que es memorable, finalmente no está del todo de acuerdo con Swedenborg. Había algo que le repugnaba: tal vez que Swedenborg fuera tan minucioso, tan dogmático. Porque Swedenborg insiste varias veces sobre los hechos. Repite la misma idea. No busca analogías. Es un viajero que ha recorrido un país muy extraño. Que ha recorrido los innumerables infiernos y cielos y que los refiere. Ahora vamos a ver otro tema de la doctrina de las correspondencias. Yo tengo para mí que él ideó esas correspondencias para encontrar su doctrina en la Biblia. El dice que cada palabra en la Biblia tiene por lo menos dos sentidos. Dante creía que había cuatro sentidos para cada pasaje.
Todo debe ser leído e interpretado. Por ejemplo, si se habla de la luz, la luz para él es una metáfora, símbolo evidente de la verdad. El caballo significa la inteligencia, por el hecho de que el caballo nos traslada de un lugar a otro. El tiene todo un sistema de correspondencia. En esto se parece mucho a los cabalistas.
Después de eso, llegó a la idea de que todo en el mundo está basado en correspondencias. La creación es una escritura secreta, una criptografía que debemos interpretar. Que todas las cosas son realmente palabras, salvo las cosas que no podemos entender y que tomamos literalmente.
Recuerdo aquella terrible sentencia de Carlyle, que leyó no sin provecho y que dice: La historia universal es una escritura que tenemos que leer y que escribir continuamente. Y es verdad: nosotros estamos presenciando continuamente la historia universal y somos actores de ella. Y nosotros también somos letras, también nosotros somos símbolos: Un texto divino en el cuál nos escriben. Yo tengo en casa un diccionario de correspondencias. Uno puede buscar cualquier palabra de la Biblia y ver cuál es el sentido espiritual que Swedenborg le dio.
El, desde luego, creyó sobre todo en la salvación por las obras. En la salvación por las obras no sólo del espíritu sino también de la mente. En la salvación por la inteligencia. El cielo para él es, ante todo, un cielo de largas consideraciones teológicas. Los ángeles, sobre todo, conversan. Pero también el cielo está lleno de amor. Se admite el casamiento en el cielo. Se admite todo lo que hay de sensual en este mundo. El no quiere negar ni empobrecer nada.
Actualmente, hay una iglesia swedenborgiana. Creo que en algún lugar de Estados Unidos hay una catedral de cristal. Y tiene algunos millares de discípulos en Estados Unidos, en Inglaterra (sobre todo en Manchester), en Suecia y en Alemania. Sé que el padre de William y Henry James era swedenborgiano. Yo he encontrado swedenborgianos en Estados Unidos, donde hay una sociedad que sigue publicando sus libros y traduciéndolos al inglés.
Es curioso que la obra de Swedenborg, aunque se haya traducido a muchos idiomas —incluso al hindú y al japonés— no haya ejercido más influencia. No se ha llegado a esa renovación que él quería. Pensaba fundar una nueva iglesia, que sería al cristianismo lo que la iglesia protestante fue a la iglesia de Roma.
Descreía parcialmente de las dos. Sin embargo, no ejerció esa vasta influencia que debería haber ejercido. Yo creo que todo eso es parte del destino escandinavo, en el cual parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal. Por ejemplo, los vikingos descubren América varios siglos antes de Colón y no pasa nada. El arte de la novela se inventa en Islandia con la saga y esa invención no cunde. Tenemos figuras que deberían ser mundiales —la de Carlos XII, por ejemplo—, pero pensamos en otros conquistadores que han realizado empresas militares quizás inferiores a la de Carlos XII. El pensamiento de Swedenborg hubiera debido renovar la iglesia en todas partes del mundo, pero pertenece a ese destino escandinavo que es como un sueño.
Yo sé que en la Biblioteca Nacional hay un ejemplar de Del infierno y sus maravillas. Pero en algunas librerías teosóficas no se encuentran obras de Swedenborg. Sin embargo, es un místico mucho más complejo que los otros; éstos sólo nos han dicho que han experimentado el éxtasis, y han tratado de transmitir el éxtasis de un modo hasta literario. Swedenborg es el primer explorador del otro mundo, el explorador que debemos tomar en serio.
En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal. Además, ahí está el verso que lo ata: él no pudo haber experimentado el verso.
En el caso de Swedenborg tenemos una larga obra. Tenemos libros como La religión cristiana en la Providencia Divina, y sobre todo ese libro que yo recomiendo a todos ustedes sobre el cielo y el infierno. Ese libro ha sido vertido al latín, al inglés, al alemán, al francés y creo que también al español. Allí la doctrina está contada con una gran lucidez. Es absurdo pensar que la escribió un loco. Un loco no hubiera podido escribir con esa claridad. Además, la vida de Swedenborg cambió en el sentido de que él dejó todos sus libros científicos. El pensó que los estudios científicos habían sido una preparación divina para encarar las otras obras.
Se dedicó a visitar los cielos y los infiernos, a conversar con los ángeles y con Jesús, y luego a referimos todo eso en una prosa serena, en una prosa ante todo lúcida, sin metáforas ni exageraciones. Hay muchas anécdotas personales memorables, como esa que les conté del hombre que quiere merecer el cielo pero sólo puede merecer el desierto porque ha empobrecido su vida. Swedenborg nos invita a todos a salvarnos mediante una vida más rica. A salvarnos mediante la justicia, mediante la virtud y mediante la inteligencia también.
Y luego vendrá Blake, que agrega que el hombre también debe ser un artista para salvarse. Es decir un triple salvación: tenemos que salvarnos por la bondad, por la justicia, por la inteligencia abstracta; y luego por el ejercicio del arte.
9 de junio de 1978













Conferencia en la Universidad de Belgrano el 9 de junio de 1978
Transcripción y publicación en Borges oral
Buenos Aires, Emecé editores / Editorial de Belgrano, 1979
Fuente foto sin atribución de autor
Al pie, cover Borges oral


29/12/14

Jorge Luis Borges: El tiempo






     A Nietzsche le desagradaba que se hablara parejamente de Goethe y de Schiller. Y podríamos decir que es igualmente irrespetuoso hablar del espacio y del tiempo, ya que podemos prescindir en nuestro pensamiento del espacio, pero no del tiempo.
Vamos a suponer que sólo tuviéramos un sentido, en lugar de cinco. Que ese sentido fuera el oído. Entonces, desaparece el mundo visual, es decir, desaparecen el firmamento, los astros… Que carecemos de nuestro tacto: desaparece lo áspero, lo liso, lo rugoso, etcétera. Si nos faltan también el olfato y el gusto perderemos también esas sensaciones localizadas en el paladar y en la nariz. Quedaría solamente el oído. Allí tendríamos un mundo posible que podría prescindir del espacio. Un mundo de individuos. De individuos que pueden comunicarse entre ellos, pueden ser millares, pueden ser millones, y se comunican por medio de palabras. Nada nos impide imaginar un lenguaje tan complejo o más complejo que el nuestro —y por medio de la música. Es decir, podríamos tener un mundo en el que no hubiera otra cosa sino conciencias y música. Podría objetarse que la música necesita de instrumentos. Pero es absurdo suponer que la música necesita instrumentos. Los instrumentos se necesitan para la producción de la música. Si pensamos en tal o en cual partitura, podemos imaginarla sin instrumentos: sin pianos, sin violines, sin flautas, etcétera.
Entonces, tendríamos un mundo tan complejo como el nuestro, hecho de conciencias individuales y de música. Como dijo Schopenhauer, la música no es algo que se agrega al mundo; la música ya es un mundo. En ese mundo, sin embargo, tendríamos siempre el tiempo. Porque el tiempo es la sucesión. Si yo me imagino a mí mismo, si cada uno de ustedes se imagina a sí mismo en una habitación oscura, desaparece el mundo visible, desaparece de su cuerpo. ¡Cuántas veces nos sentimos inconscientes de nuestro cuerpo…! Por ejemplo, yo ahora, sólo en este momento en que toco la mesa con la mano, tengo conciencia de la mano y de la mesa. Pero algo sucede. ¿Qué sucede? Pueden ser percepciones, pueden ser sensaciones o pueden ser simplemente memorias o imaginaciones. Pero siempre ocurre algo. Y aquí recuerdo uno de los hermosos versos de Tennyson, uno de los primeros versos que escribió: «Time is flowing in the middle of the night» (El tiempo que fluye a medianoche). Es una idea muy poética esa de que todo el mundo duerme, pero mientras tanto el silencioso río del tiempo —esa metáfora es inevitable— está fluyendo en los campos, por los sótanos, en el espacio, está fluyendo entre los astros.
Es decir, el tiempo es un problema esencial. Quiero decir que no podemos prescindir del tiempo. Nuestra conciencia está continuamente pasando de un estado a otro, y ése es el tiempo: la sucesión. Creo que Henri Bergson dijo que el tiempo era el problema capital de la metafísica. Si se hubiera resuelto ese problema, se habría resuelto todo. Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos. Siempre podremos decir, como San Agustín: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan lo sé. Si me lo preguntan, lo ignoro».
No sé si al cabo de veinte o treinta siglos de meditación hemos avanzado mucho en el problema del tiempo. Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término —esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado—, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa. Vuelvo a recordar aquel hermoso verso de Boileau: «El tiempo pasa en el momento en que algo ya está lejos de mí». Mi presente —o lo que era mi presente— ya es el pasado. Pero ese tiempo que pasa, no pasa enteramente. Por ejemplo, yo conversé con ustedes el viernes pasado. Podemos decir que somos otros, ya que nos han pasado muchas cosas a todos nosotros en el curso de una semana. Sin embargo, somos los mismos. Yo sé que estuve disertando aquí, que estuve tratando de razonar y de hablar aquí, y ustedes quizás recuerden haber estado conmigo la semana pasada. En todo caso, queda en la memoria. La memoria es individual. Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria.
Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.
Tenemos, pues, el problema del tiempo. Ese problema puede no resolverse, pero podemos revisar las soluciones que se han dado. La más antigua es la que da Platón, la que luego dio Plotino y la que dio San Agustín después. Es la que se refiere a una de las más hermosas invenciones del hombre, Se me ocurre que se trata de una invención humana. Ustedes quizás pueden pensar de otro modo si son religiosos. Yo digo: esa hermosa invención de la eternidad. ¿Qué es la eternidad? La eternidad no es la suma de todos nuestros ayeres. La eternidad es todos nuestros ayeres, todos los ayeres de todos los seres conscientes. Todo el pasado, ese pasado que no se sabe cuándo empezó. Y luego, todo el presente. Este momento presente que abarca todas las ciudades, todos los mundos, el espacio entre los planetas. Y luego, el porvenir. El porvenir, que no ha sido creado aún, pero que también existe.
Los teólogos suponen que la eternidad viene a ser un instante en el cual se juntan milagrosamente esos diversos tiempos. Podemos usar las palabras de Plotino, que sintió profundamente el problema del tiempo. Plotino dice: hay tres tiempos, y los tres son el presente. Uno es el presente actual, el momento en que hablo. Es decir, el momento en que hablé, porque ya ese momento pertenece al pasado. Y luego tenemos el otro, que es el presente del pasado, que se llama memoria. Y el otro, el presente del porvenir, que viene a ser lo que imaginan nuestra esperanza o nuestro miedo.
Y ahora, vayamos a la solución que dio primeramente Platón, que parece arbitraria pero que sin embargo no lo es, como espero probarlo. Platón dijo que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. El empieza por eternidad, por un ser eterno, y ese ser eterno quiere proyectarse en otros seres. Y no puede hacerlo en su eternidad: tiene que hacerlo sucesivamente. El tiempo viene a ser la imagen móvil de la eternidad. Hay una sentencia del gran místico inglés William Blake que dice: «El tiempo es la dádiva de la eternidad». Si a nosotros nos dieran todo el ser… El ser es más que el universo, más que el mundo. Si a nosotros nos mostraran el ser una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio, el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días y noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria, tenemos las sensaciones actuales, y luego tenemos el porvenir, un porvenir cuya forma ignoramos aún pero que presentimos o tememos.
Todo eso nos es dado sucesivamente porque no podemos aguantar esa intolerable carga, esa intolerable descarga de todo el ser del universo. El tiempo vendría a ser un don de la eternidad. La eternidad nos permite vivir sucesivamente. Schopenhauer dijo que felizmente para nosotros nuestra vida está dividida en días y en noches, nuestra vida está interrumpida por el sueño. Nos levantamos por la mañana, pasamos nuestra jornada, luego dormimos. Si no hubiera sueño, sería intolerable vivir, no seríamos dueños del placer. La totalidad del ser es imposible para nosotros. Así nos dan todo, pero gradualmente.
La transmigración responde a una idea parecida. Quizás seríamos a un tiempo, como creen los panteístas, todos los minerales, todas las plantas, todos los animales, todos los hombres. Pero felizmente no lo sabemos. Felizmente, creemos en individuos. Porque si no estaríamos abrumados, estaríamos aniquilados por esa plenitud.
Llego ahora a San Agustín. Creo que nadie ha sentido con mayor intensidad que San Agustín el problema del tiempo, esa duda del tiempo. San Agustín dice que su alma arde, que está ardiendo porque quiere saber qué es el tiempo. El le pide a Dios que le revele qué es el tiempo. No por vana curiosidad sino porque él no puede vivir sin saber aquello. Aquello viene a ser la pregunta esencial, es decir, lo que Bergson diría después: el problema esencial de la metafísica. Todo eso lo dijo con ardor San Agustín.
Ahora que estamos hablando del tiempo, vamos a tomar un ejemplo aparentemente sencillo, el de las paradojas de Zenón. El las aplica al espacio, pero nosotros las aplicamos al tiempo. Vamos a tomar la más sencilla de todas; la paradoja o la aporía del móvil. El móvil está situado en una punta de la mesa, y tiene que llegar a la otra punta. Primero tiene que llegar a la mitad, pero antes tiene que cruzar por la mitad de la mitad, luego por la mitad de la mitad de la mitad, y así infinitamente. El móvil nunca llega de un extremo de la mesa al otro. Oh, si no, podemos buscar un ejemplo de la geometría. Se imagina un punto. Se supone que el punto no ocupa extensión alguna. Si tomamos luego una sucesión infinita de puntos, tendremos la línea. Y luego, tomando un número infinito de líneas, la superficie. Y un número infinito de superficies, tenemos el volumen. Pero yo no sé hasta dónde podemos entender esto, porque si el punto no es espacial, no se sabe de qué modo una suma, aunque sea infinita, de puntos inextensos, puede darnos una línea que es extensa. Al decir una línea, no pienso en una línea que va desde este punto de la tierra a la luna. Pienso, por ejemplo, en esta línea: la mesa, que estoy tocando. También consta de un número infinito de puntos. Y para todo eso se ha creído encontrar una solución.
Bertrand Russell lo explica así: hay números finitos (la serie natural de los números 1, 2. 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así infinitamente). Pero luego consideramos otra serie, y esa otra serie tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera. Está hecha de todos los números pares. Así, al 1 corresponde él 2, al 2 corresponde el 4, al 3 corresponde el 6… Y luego tomemos otra serie. Vamos a elegir una cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1 corresponde el 365, al 2 corresponde el 365 multiplicado por sí mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la tercera potencia. Tenemos así varias series de números que son todos infinitos. Es decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas que el todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos. Pero no sé hasta dónde nuestra imaginación puede aceptarlo.
Vamos a tomar el momento presente. ¿Qué es el momento presente? El momento presente es el momento que consta un poco de pasado y un poco de porvenir. El presente en sí es como el punto finito de la geometría. El presente en sí no existe. No es un dato inmediato de nuestra conciencia. Pues bien; tenemos el presente, y vemos que el presente está gradualmente volviéndose pasado, volviéndose futuro. Hay dos teorías del tiempo. Una de ellas, que es la que corresponde, creo, a casi todos nosotros, ve el tiempo como un río. Un río fluye desde el principio, desde el inconcebible principio, y ha llegado a nosotros. Luego tenemos la otra, la del metafísico James Bradley, inglés. Bradley dice que ocurre lo contrario: que el tiempo fluye desde el porvenir hacia el presente. Que aquel momento en el cual el futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente.
Podemos elegir entre ambas metáforas. Podemos situar el manantial del tiempo en el porvenir o en el pasado. Lo mismo da. Siempre estamos ante el río del tiempo. Ahora, ¿cómo resolver el problema de un origen del tiempo? Platón ha dado esa solución: el tiempo procede de la eternidad, y sería un error decir que la eternidad es anterior al tiempo. Porque decir anterior es decir que la eternidad pertenece al tiempo. También es un error decir, como Aristóteles, que el tiempo es la medida del movimiento, porque el movimiento ocurre en el tiempo y no puede explicar el tiempo. Hay una sentencia muy linda de San Agustín, que dice: «Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit caela et terram» (es decir: No en el tiempo, sino con tiempo, Dios creó los cielos y la tierra). Los primeros versículos del Génesis se refieren no sólo a la creación del mundo, a la creación de los mares, de la tierra, de la oscuridad, de la luz, sino al principio del tiempo. No hubo un tiempo anterior: el mundo empezó a ser con el tiempo, y desde entonces todo es sucesivo.
Yo no sé si este concepto de los números transfinitos que explicaba hace un momento puede ayudarnos. No sé si mi imaginación acepta esa idea. No sé si la de ustedes puede aceptarla. La idea de cantidades cuyas partes no sean menos extensas que el todo. En el caso de la serie natural de los números aceptamos que la cifra de números pares es igual a la cifra de números impares, es decir, que es infinita; que la cifra de potencia del número 365 es igual a la suma total. ¿Por qué no aceptar la idea de dos instantes de tiempo? ¿Por qué no aceptar la idea de las 7 y 4 minutos y de las 7 y 5 minutos? Parece muy difícil aceptar que entre esos dos instantes haya un número infinito o transfinito de instantes.
Sin embargo, Bertrand Russell nos pide que lo imaginemos así.
Bernheim dijo que las paradojas de Zenón se basaban en un concepto espacial del tiempo. Que en la realidad lo que existe es el ímpetu vital y que no podemos subdividirlo. Por ejemplo, si decimos que mientras Aquiles corre un metro la tortuga ha corrido un decímetro, eso es falso, porque decimos que Aquiles corre a grandes pasos al principio y luego a pasos de tortuga al final. Es decir, estamos aplicando al tiempo unas medidas que corresponden al espacio. Pero vamos a suponer un transcurso de cinco minutos de tiempo. Para que pasen cinco minutos dé tiempo es necesario que pase la mitad de cinco minutos. Para que pasen dos minutos y medio, tiene que pasar la mitad de dos minutos y medio. Para que pase la mitad, tiene que pasar la mitad de la mitad, y así infinitamente, de suerte que nunca pueden pasar cinco minutos. Aquí tenemos las aporías de Zenón aplicadas al tiempo con el mismo resultado.
Y podemos tomar también el ejemplo de la flecha. Zenón dice que una flecha en su vuelo está inmóvil en cada instante. Luego, el movimiento es imposible, ya que una suma de inmovilidades no puede constituir el movimiento.
Pero si nosotros pensamos que existe un espacio real, ese espacio puede ser divisible finalmente en puntos, aunque el espacio sea divisible infinitamente. Si pensamos en un espacio real, también puede subdividirse en instantes, en instantes de instantes, cada vez en unidades de unidades.
Si pensamos que el mundo es simplemente nuestra imaginación, si pensamos que cada uno de nosotros está soñando un mundo, ¿por qué no suponer que pensamos de un pensamiento a otro y que no existen esas subdivisiones puesto que no las sentimos? Lo único que existe es lo que sentimos nosotros. Sólo existen nuestras percepciones, nuestras emociones. Pero esa subdivisión es imaginaria, no es actual. Luego hay otra idea, que también parece pertenecer al común de los hombres, que es la idea de la unidad del tiempo. Fue establecida por Newton, pero ya la había establecido el consenso antes de él. Cuando Newton habló del tiempo matemático —es decir, de un solo tiempo que fluye a través de todo el universo— ese tiempo está fluyendo ahora en lugares vacíos, está fluyendo entre los astros, esta fluyendo de un modo uniforme. Pero el metafísico inglés Bradley dijo que no había ninguna razón para suponer eso.
Podemos suponer que hubiera diversas series de tiempo, decía, no relacionadas entre sí. Tendríamos una serie que podríamos llamar a, b, c, d, e, f… Esos hechos están relacionados entre sí: uno es posterior a otro, uno es anterior a otro, uno es contemporáneo de otro. Pero podríamos imaginar otra serie, con alfa, beta, gamma… Podríamos imaginar otras series de tiempos.
¿Por qué imaginar una sola serie de tiempo? Yo no sé si la imaginación de ustedes acepta esa idea. La idea de que hay muchos tiempos y que esas series de tiempos —naturalmente que los miembros de las series son anteriores, contemporáneos o posteriores entre sí— no son ni anteriores, ni posteriores, ni contemporáneas. Son series distintas. Eso podríamos imaginarlo en la conciencia de cada uno de nosotros. Podemos pensar en Leibniz, por ejemplo.
La idea es que cada uno de nosotros vive una serie de hechos, y esa serie de hechos puede ser paralela o no a otras. ¿Por qué aceptar esa idea? Esa idea es posible; nos daría un mundo más vasto, un mundo mucho más extraño que el actual. La idea de que no hay un tiempo. Creo que esa idea ha sido en cierto modo cobijada por la física actual, que no comprendo y que no conozco. La idea de varios tiempos. ¿Por qué suponer la idea de un solo tiempo, un tiempo absoluto, como lo suponía Newton?
Ahora vamos a volver al tema de la eternidad, a la idea de lo eterno que quiere manifestarse de algún modo, que se manifiesta en el espacio y en el tiempo. Lo eterno es el mundo de los arquetipos. En lo eterno, por ejemplo, no hay triángulo. Hay un solo triángulo, que no es ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno. Ese triángulo es las tres cosas a la vez y ninguna de ellas. El hecho de que ese triángulo sea inconcebible no importa nada: ese triángulo existe.
O, por ejemplo, cada uno de nosotros puede ser una copia temporal y mortal del arquetipo de hombre. También se nos plantea el problema de si cada hombre tuviera su arquetipo platónico. Luego ese absoluto quiere manifestarse y se manifiesta en el tiempo. El tiempo es la imagen de la eternidad.
Yo creo que esto último nos ayudaría a entender por qué el tiempo es sucesivo. El tiempo es sucesivo porque habiendo salida de lo eterno quiere volver a lo eterno. Es decir, la idea de futuro corresponde a nuestro anhelo de volver al principio. Dios ha creado el mundo; todo el mundo, todo el universo de las criaturas, quiere volver a ese manantial eterno que es intemporal, no anterior al tiempo ni posterior; que está fuera del tiempo. Y eso ya quedaría en el ímpetu vital. Y también el hecho de que el tiempo está continuamente moviéndose. Hay quienes han negado el presente. Hay metafísicos en el Indostán que han dicho que no hay un momento en que la fruta cae. La fruta está por caer o está en el suelo, pero no hay un momento en que cae.
¡Qué raro pensar que de los tres tiempos en que hemos dividido el tiempo —el pasado, el presente, el futuro—, el más difícil, el más inasible, sea el presente! El presente es tan inasible como el punto. Porque si lo imaginamos sin extensión, no existe; tenemos que imaginar que el presente aparente vendría a ser un poco el pasado y un poco el porvenir Es decir, sentimos el pasaje del tiempo. Cuando yo hablo del pasaje del tiempo, estoy hablando de algo que todos ustedes sienten. Si yo hablo del presente, estoy hablando de una entidad abstracta. El presente no es un dato inmediato de nuestra conciencia.
Nosotros sentimos que estamos deslizándonos por el tiempo, es decir, podemos pensar que pasamos del futuro al pasado, o del pasado al futuro, pero no hay un momento en que podamos decirle al tiempo: «Detente ¡Eres tan hermoso…!» como quería Goethe. El presente no se detiene. No podríamos imaginar un presente puro; sería nulo. El presente tiene siempre una partícula de pasado, una partícula de futuro. Y parece que eso es necesario al tiempo. En nuestra experiencia, el tiempo corresponde siempre al río de Heráclito, siempre seguimos con esa antigua parábola. Es como si no se hubiera adelantado en tantos siglos. Somos siempre Heráclito viéndose reflejado en el río, y pensando que el río no es el río porque ha cambiado las aguas y pensando que él no es Heráclito porque él ha sido otras personas entre la última vez que vio el río y ésta. Es decir, somos algo cambiante y algo permanente. Somos algo, esencialmente misterioso.
¿Qué sería cada uno de nosotros sin su memoria? Es una memoria que en buena parte está hecha del ruido pero que es esencial. No es necesario que yo recuerde, por ejemplo, para ser quien soy, que he vivido en Palermo, en Adrogué, en Ginebra, en España. Al mismo tiempo, yo tengo que sentir que no soy el que fui en esos lugares, que soy otro. Ese es el problema que nunca podremos resolver: el problema de la identidad cambiante. Y quizás la misma palabra cambio sea suficiente. Porque si hablamos de cambio de algo, no decimos que algo sea reemplazado por otra cosa. Decimos: La planta crece. No queremos decir con esto que una planta chica deba ser reemplazada por una más grande. Queremos decir que esa planta se convierte en otra cosa. Es decir, la idea de la permanencia en lo fugaz.
La idea del futuro vendría a justificar aquella antigua idea de Platón, que el tiempo es imagen móvil de lo eterno. Si el tiempo es la imagen de lo eterno, el futuro vendría a ser el movimiento del alma hacia el porvenir. El porvenir sería a su vez la vuelta a lo eterno. Es decir, que nuestra vida es una continua agonía. Cuando San Pablo dijo: «Muero cada día», no era una expresión patética la suya. La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizás lo sepamos alguna vez. Quizás no. Pero mientras tanto, como dijo San Agustín, mi alma arde porque quiero saberlo.
23 de junio de 1978



En Borges oral (1979)
Foto s-d: Borges dicta una conferencia en 
el Club Pueyrredón de Mar del Plata



3/11/14

Jorge Luis Borges: El libro





I

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.


En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.


Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.

Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aqella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.


Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.


Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.


No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración esto le hubiera gustado a Pitágoras siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).


Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.


Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién se pregunta Séneca puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.


En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.


Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.


A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.


Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno
es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.

Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.


Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.


El segundo gran concepto del libro repito es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.


Es curioso no creo que esto haya sido observado hasta ahora que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es digámoslo así el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.


Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.


En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.


Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.


Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.


Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.


Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.


Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.


Emerson lo contradice es el otro gran trabajo sobre los libros que existe . En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.


Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.


Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.


Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.


Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.


Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.


El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas donde también se expresa que los Vedas crean el mundo , puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.


Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.


He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del sigio XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.


Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto superticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.


Eso es lo que quería decirles hoy.



II

Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.


A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie. Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo los maravillaron tanto las letras que les dieron el nombre de runas, es decir, de misterios, de cuchicheos.


Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.


De los diversos géneros literarios, el catálogo y la enciclopedia son los que más me placen. No adolecen, por cierto, de vanidad. Son anónimos como las catedrales de piedra y como los generosos jardines.





En Jorge Luis Borges, Libro de los Libros
Obra crítica, Vol. I: "Literaturas antiguas"
Compilación y edición de Morphynoman

Vía Ignoria


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