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16/2/19

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: La Poesía






Alifano: Borges, ¿qué es para usted la poesía? ¿Cómo la definiría?

Borges: Creo que la poesía es algo tan íntimo, algo tan esencial que no puede ser definido sin diluirse. Sería como tratar de definir el color amarillo, el amor, la caída de las hojas en el otoño… Yo no sé cómo podemos definir las cosas esenciales. Se me ocurre que la única definición posible sería la de Platón, precisamente porque no es una definición, sino porque es un hecho poético. Cuando él habla de la poesía dice: «Esa cosa liviana, alada y sagrada». Eso, creo, puede definir, en cierta forma, a la poesía, ya que no la define de un modo rígido, sino que ofrece a la imaginación esa imagen de un ángel o de un pájaro.

   A.: ¿O sea que al compartir la definición que da Platón, usted aceptaría la idea de que la poesía es, ante todo, el hecho estético?

   B.: Sí. Yo sigo pensando que la poesía es el hecho estético: es decir, que la poesía no es un poema. Porque qué es un poema: es tal vez sólo una serie de símbolos. La poesía, yo creo, es el hecho poético que se produjo cuando el poeta lo escribió, cuando el lector lo lee, y siempre se produce de un modo ligeramente distinto. Cuando eso sucede, a mí me parece que lo percibimos. La poesía es un hecho mágico, misterioso, inexplicable, aunque no incomprensible. Si no se siente el hecho poético cuando se la lee, quiere decir que el poeta ha fracasado.

    A.: Bueno, también puede fracasar el lector, ¿no le parece?

    B.: Ah, sí, eso sucede a menudo y es lo más común.

    A.: ¿De manera entonces que la justificación de un verso vendría después, Borges?

    B.: Por supuesto. Primero sentimos la emoción y después la explicamos o tratamos de explicarla. Al mismo tiempo, para sentir esa emoción es necesario que uno sienta que corresponde a una emoción. Es decir, si leemos un poema como un juego verbal, la poesía fracasa; lo mismo si pensamos que la poesía es sólo un juego de palabras. Yo diría más bien que la poesía es algo cuyo instrumento son las palabras, pero que las palabras no son la materia de la poesía. La materia de la poesía —si es lícito que usemos esta metáfora— vendría a ser la emoción. Y esa emoción tiene que ser compartida por el lector.

    A.: De esto que usted acaba de decir, se desprende que el único criterio para la poesía sería el criterio sensitivo, el criterio hedónico, ¿no es así?

    B.: Sí. Si sentimos placer, si sentimos emoción al leer un texto: ese texto es poético. Si no lo sentimos, es inútil que nos hagan notar que las rimas son nuevas, que las metáforas han sido inventadas por el autor o que responde a una corriente tal. Nada de eso sirve. Voy a hacer una confesión personal: yo me he pasado la vida repitiendo esos versos de Quevedo, que dicen:
  
    Su tumba son de Flandes las campañas
    y su epitafio la sangrienta luna.  

  Eso mi imaginación lo aceptaba, pero hace algún tiempo me dije: ¿Puede justificarse esta línea: «su epitafio la sangrienta luna»? Porque —y esto creo que no es una insensatez— podemos también concebir a la luna vista como la luna de la astronomía, o la luna de la bandera otomana. O sea que cuesta trabajo aceptar eso lógicamente. Pero tal vez lo menos importante es que lo aceptemos lógicamente, en cuanto que nuestra imaginación es la que lo acepta. La luna, en este caso, la sentimos sangrienta sobre los campos de batalla, como la luna roja que figura en el Apocalipsis.
  
    A.: Es cierto; además sentimos que hay algo de mágico en esos versos…

    B.: Sí, y la palabra epitafio no puede ser reemplazada por ninguna otra, ya que es una palabra esencial que dice por sí misma. Sin embargo, creo que sucede lo mismo con la palabra luna, no sé si podemos justificar lógicamente la palabra epitafio. Pero creo que lo fundamental es que cada uno de nosotros sienta que Quevedo ha escrito esos versos con sinceridad, y que estemos convencidos de que él puso esas palabras naturalmente. De lo contrario sentiríamos que el verso ha perdido toda su fuerza; como eso no sucede, el hecho poético está a salvo y ese soneto de Quevedo es algo mágico, algo misterioso y maravilloso.

    A.: Borges, de esto también se desprende que lo importante en el arte poético es encontrar las palabras justas.

    B.: En cierta forma sí. Esas palabras exactas son las que producen la emoción. Yo siempre recuerdo aquellos magníficos versos de Emily Dickinson, que podemos utilizar para ilustrar lo expresado. Ella escribe en un poema: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras». Aquí la idea es trivial. La idea de este polvo, polvo de muertos (todos seremos polvo algún día), es un lugar común, pero lo inesperado de todo es el «señores y señoras», que es lo que hace que eso sea mágico, poético. Si ella hubiera escrito «hombres y mujeres», no hubiera sido poético, sería algo común. Pero ella escribió: «Este tranquilo polvo fue señores y señoras» y encontró las palabras justas.

    A.: Lugones creía que lo esencial es la metáfora. ¿Qué opina usted, Borges?

    B.: Yo creo que es un error de Lugones. Para mí lo importante es la entonación, la cadencia que se le da a la metáfora. Por ejemplo, si decimos: «La vida es sueño», es una frase demasiado abstracta para ser poesía, ya que es fría, trivial. Pero, en cambio, si decimos como Shakespeare: «Hay hechos de madera de sueños, de sustancias de sueños», eso se acerca más a la poesía. Sin embargo, cuando Walter von Derfogel Waide dice: «He soñado mi vida, ¿fue verdadera?», ya la condición poética está dada más allá de Calderón y de Shakespeare. Algo similar ocurre con el sueño de Chuang Tzu, que dice: «Chuang Tzu soñó que era mariposa y no supo, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre». En ese breve texto se produce el hecho poético. La elección de la mariposa, además, es acertada, ya que la mariposa es algo tenue que parece hecho para la sustancia de los sueños. Si Chuang Tzu hubiese elegido un tigre no habría ocurrido lo mismo y la frase no la leeríamos como poética.

    A.: Una de las más hermosas definiciones del hecho estético le pertenece a usted, Borges. En un ensayo suyo se lee: «El hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce».

    B.: Ah, sí yo dije eso, es verdad. Ciertos crepúsculos, ciertos amaneceres, algunas caras trabajadas por el tiempo, están a punto de revelarnos algo, y esta inminencia de la revelación que no se produce, es para mí, el hecho estético. Ahora, el propio lenguaje es también de por sí una creación estética. Creo que no hay ninguna duda en ello; una prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las palabras de cerca, a verlas con lupa, las sentimos hermosas o no. Con la lengua materna no ocurre esto, ya que vemos y sentimos a las palabras ligadas al discurso.

    A.: Usted ha dicho también que las metáforas existen desde siempre. ¿Podría ampliar ese concepto, Borges?

    B.: Sí, como no. Yo creo que las metáforas si son verdaderas existen desde siempre, no creo que sea fácil inventarlas o descubrir afinidades que no hayan sido previstas ya. Pero podemos decirlas con una entonación distinta. Yo alguna vez pensé reducir todas las metáforas a cinco o seis que me parece son las esenciales.

    A.: ¿Cuáles serían esas metáforas?

    B.: Bueno, el tiempo y el río, el vivir y el soñar, la muerte y el dormir, las estrellas y los ojos, las flores y las mujeres. Ésas serían, creo yo, las metáforas esenciales que se encuentran en todas las literaturas; pero luego hay otras que son metáforas caprichosas.

    A.: ¿A cuáles incluiría dentro de esta definición?

   B.: No sé, pero creo que la función de los poetas es descubrirlas, aunque tal vez ya existen. Yo pienso que una metáfora no le es revelada a un poeta como una afinidad entre dos cosas lejanas; una metáfora le es revelada ya con sus formas, ya con su entonación. Yo no creo que Emily Dickinson pensara: «Este tranquilo polvo fue hombres y mujeres», y después lo sustituyera por: «señores y señoras»; eso me resulta increíble. Es más correcto suponer que todo eso le fue dado por alguien —que podríamos llamar el espíritu, la musa— en un solo acto, de una sola vez. Yo no creo que se llegue a la poesía a fuerza de progresiones, o a fuerza de buscar todas las variaciones posibles de las palabras. Yo creo que uno da con el adjetivo, o con los adjetivos que convienen. Yo recuerdo ahora un verso de Rafael Obligado que dice: «Estalla el cóncavo trueno». Y estoy seguro de que él no llegó a eso a través de ensayar varios adjetivos esdrújulos; yo creo que él llegó directamente a la palabra «cóncavo», que es la palabra justa, o la palabra que sentimos como justa, y es la que da su belleza al verso.

    A.: Bradley dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado.

    B.: Ah, sí. No recordaba eso, pero me da la razón a lo que expresé anteriormente. Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo existe. Parto de un concepto general; tengo más o menos en claro el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no siento que dependen de mi arbitrio. Creo que pasa lo mismo cuando leemos un buen poema; pensamos que ese poema también nosotros hubiéramos podido escribirlo, que ese poema ya preexistía en nosotros. Eso hace también que muchas veces a partir de ese texto, iniciemos uno nuevo o una variación del mismo.

    A.: Yo recuerdo ahora, Borges, que Emerson decía que la poesía nace de la poesía.

    B.: Eso es verdad. No necesariamente debe nacer ante la emoción que nos produce un hecho natural; también puede nacer de algo ya concebido poéticamente que nos emociona.

    A.: Sí, y la belleza puede acecharnos de diversas formas.

    B.: Yo creo que sí, que está acechándonos desde todas partes. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas. Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por el mundo. Mi maestro, el poeta judeo-español Rafael Cansinos-Assens, legó una plegaria a Dios, en la que dice: «Oh, Señor, que no haya tanta belleza»; y recuerdo que Browning escribió: «Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [16]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto de Borges sin atribución ni fecha: incluida en el mismo libro


29/12/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Sobre los clásicos







    A.: ¿Qué es un libro clásico, Borges?
  
    B.: Bueno, hay dos conceptos que suelen confundirse con cierta frecuencia; el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado. Yo creo que con la ayuda de Oswald Spengler, el autor de La declinación de El Occidente, podremos diferenciar esos conceptos y, desde luego, demostrar que no son iguales. Tomemos, por ejemplo, la palabra clásico, y veamos cuál es su etimología. Clásico viene de «clasis», que significa fragata o escuadra; es decir, un libro clásico es un libro ordenado, ordenado con cierto rigor, como tiene que estar todo ordenado a bordo. Shipshape, como diría un inglés. Pero además de ese sentido relativamente modesto de un libro ordenado, un libro clásico es un libro eminente en su género.

    A.: ¿Podemos decir entonces que El Quijote, La Comedia o El Fausto, por citar algunos ejemplos, son libros clásicos?

    B.: Sí. Pero el culto de esos libros ha sido llevado quizá a un extremo excesivo. Sabemos que los griegos consideraban como libros clásicos a La Ilíada y La Odisea. Sabemos que Alejandro Magno, según nos cuenta Plutarco, tenía siempre debajo de la almohada La Ilíada y su espada, que eran los dos símbolos de su destino de guerrero. La Ilíada era un libro eminente para los griegos; ellos lo veían como la suma de la poesía. Sin embargo, no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fuera indiscutible o exactamente cierto; eso corresponde a otro concepto.

    A.: Al concepto de un libro sagrado, ¿no es así?

    B.: Sí. Horacio dijo una vez «que a veces el buen Homero se queda dormido, pero nadie podría decir que el buen Espíritu Santo se ha quedado dormido». La diferencia de conceptos, como se ve, es clara. Pero, si usted me permite, antes de entrar al concepto de un libro sagrado, quisiera ampliar más lo anterior.

    A.: Sí, por supuesto.

    B.: En la antigüedad, el concepto que se tenía de un libro no era el que existe ahora entre nosotros. Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, para defender, para combatir, para exponer o para historiar una doctrina o una forma política; en la antigüedad, en cambio, no se tenía esa idea. Se pensaba que un libro era un sucedáneo de la palabra oral. Se lo veía de esa manera. Bástenos recordar aquel pasaje de Platón, en el cual dice que los libros son como estatuas, o como efigies: «parecen seres vivos, pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar».

    A.: ¿Tal vez para obviar esa dificultad inventó los diálogos platónicos, no?

    B.: Es cierto. En esos diálogos, Platón explora todas las posibilidades de un tema, tenemos también aquella carta, una carta muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Este acababa de publicar, es decir, de mandar a hacer muchas copias, en Atenas, de su Metafísica. Enterado, Alejandro le envía una carta censurándolo, diciéndole que ahora todos podían saber lo que antes sólo sabían los elegidos. Aristóteles le contesta defendiéndose, pero sin duda con toda sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». O sea que en la antigüedad no se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema. Se pensaba que un libro tenía que ser como una suerte de guía, algo que acompañara a una enseñanza oral.

    A.: Es decir, esos libros eran venerados, se los utilizaba muy bien, cumplían su propósito, pero no eran libros sagrados. ¿Ahora, de dónde viene el concepto de un libro sagrado, Borges?

    B.: Ese concepto es específicamente oriental. Spengler, por ejemplo, señala en La declinación de El Occidente, en uno de los capítulos que dedica a la cultura mágica, que un libro sagrado sería El Corán. Para los ulemas, para los doctores de la Ley Musulmana, ese libro no es un libro como los otros. Es un libro, dicen ellos (esto es increíble, pero es así como lo afirman) anterior a la lengua árabe; es decir, que ese libro no puede estudiarse históricamente o filológicamente, ya que es anterior a los árabes, es anterior a su lengua y, también, es anterior al mismo universo. Ni siquiera se admite que El Corán sea la palabra de Dios, es algo más íntimo y más misterioso. El Corán, para los musulmanes ortodoxos es un atributo de Dios, como su ira, su misericordia o su justicia. En el mismo texto se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es arquetipo celestial de El Corán, que está en el cielo y es venerada por los ángeles.

   A.: ¿Tendríamos ahí la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico?

    B.: Sí. Agregaré algo más: en un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras, sino también las letras con que fue escrito. Ese mismo concepto se aplica a Las Escrituras; la idea es ésta: El Pentateuco, La Torá es un libro sagrado, y eso quiere decir que una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo, en este caso, ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo, ya que el Espíritu Santo es quien escribe un libro, y en ese libro nada puede ser casual. En toda escritura humana, en cambio, siempre hay algo casual. La Sagrada Escritura es un texto absoluto y en un texto absoluto no interviene para nada el azar, todo debe ser, todo es, exacto.

    A.: ¿Por qué no nos introducimos un poco más en La Biblia?

    B.: Bueno, La Biblia, es decir, el conjunto de textos heterogéneos que corresponden a diversas épocas y a diversos autores, está atribuida a un solo autor. Ese autor es el Espíritu Santo, por eso mismo se la considera un texto sagrado.

   A.: ¿Qué es lo que lo lleva a afirmar a usted que La Biblia corresponde a diversas épocas y a diversos autores?

    B.: El hecho de que nada tienen en común, por ejemplo, El Cantar de los Cantares y El Libro de Job, El Libro de los Reyes y Ezequiel, El Éxodo y Los Salmos. Sin embargo todo ha sido atribuido a un solo autor, al Espíritu Santo.

    A.: Creo que fue Spinoza el que inició un estudio analítico de esos textos, ¿no es así?

    B.: Es verdad. Antes de Spinoza nadie había pensado en eso. Todo había sido aceptado, inclusive, como algo contemporáneo. Spinoza, de una manera metódica e histórica, estudia El Antiguo Testamento, y luego saca conclusiones muy interesantes y totalmente nuevas. Estos trabajos fueron proseguidos después y se ha llegado a conclusiones distintas a las que él arribó; pero fue Spinoza el inspirador de esos estudios.

    A.: Ahora, el concepto, que usted ya mencionó, de que en un libro sagrado no sólo son sagradas sus palabras, sino también las letras con que fue escrito, pertenece a los cabalistas, quienes lo aplican al estudio de las Sagradas Escrituras.

   B.: Sí, ese concepto pertenece a los cabalistas. Ellos estudian «La Biblia» de ese modo. Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet inicial de Breshit. «En el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural. Ahora, ¿por qué empieza con la letra bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b, que es la inicial de bendición, y el texto no podría empezar con una letra, digamos, que correspondiera a maldición. Bet es la inicial hebrea de brajá, cuyo significado es bendición.

    A.: Con un criterio lógico, aplicado a lo que usted hace referencia, ¿en qué difiere, por ejemplo, El Cantar de los Cantares de un poema de Virgilio, digamos, o El Libro de los Reyes de un libro de historia?

    B.: Yo creo que a ese concepto podemos darle infinitos sentidos. Yo recuerdo ahora algo que dijo Escoto Erígena: «La Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real». Personalmente me inclino a pensar, más allá de los infinitos sentidos que le da Erígena, que es obra de diversos autores, que la escribieron en diversas épocas.

    A.: Pero la superstición, Borges, no se reduce solamente a los llamados libros sagrados, suele alcanzar también a otras obras literarias.

B.: Ah, claro. Con el Martín Fierro, entre nosotros, existe una especie de veneración; algo igual pasa con Macbeth, con La Chanson de Roland y hasta con El Quijote. Pero eso es algo distinto. Yo creo que cada país observa una actitud similar para esos casos; salvo, claro está, en el caso de Francia, cuya literatura es tan vasta, tan rica, que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas.

    A.: Creo que la diferencia entre el concepto de un libro clásico y el concepto de un libro sagrado está clara.

    B.: Creo que sí. En todo caso, en el concepto de un libro sagrado, también cabría un acto de fe. Obras como La Ilíada, considerada por generaciones y generaciones como una obra clásica, venerada y estudiada (ya sabemos que en Alejandría los bibliotecarios se consagran al estudio de La Ilíada, y en el curso de esos estudios, inventaron los tan necesarios signos de puntuación), jamás se le ocurrió a ningún griego decir que fuera perfecta palabra por palabra.




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [19]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984



5/12/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: El Golem






    A.: Borges, alguna vez hablamos de la cábala; le propongo que hablemos de uno de sus mitos, de una de sus leyendas más curiosas, el Golem. ¿Le parece bien?
  
    B.: Sí, aquella leyenda inspiró una famosa novela a Gustav Meyrink y, muchos años después, me inspiró a mí un poema donde yo cuento la historia de Judá León, que fue rabino en Praga.

    A.: Un admirable poema del que Adolfo Bioy Casares dice que es el mejor que usted ha escrito. 
    
    B.: Es cierto; tal vez tenga razón. Ahora bien, la idea es ésta: Dios toma un terrón de tierra y luego le insufla vida, y así crea a Adán o a Adam, que en hebreo quiere decir tierra roja. Adán viene a ser para los cabalistas el primer Golem. Ha sido creado por la palabra divina, por un soplo de vida. Y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que las letras están barajadas, es decir, están unidas de tal forma, que si alguien poseyera el nombre de Dios, el nombre no revelado («Soy el que Soy», le responde Dios a Moisés, cuando éste le pide que le revele su nombre), o si alguien llegara al Tetragrámaton, al nombre de cuatro letras de Dios, y si supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y también un Golem; es decir, un hombre.

    A.: Algunas de esas leyendas han sido admirablemente aprovechadas por Gershom Scholem, ¿verdad?

    B.: Sí, ese libro se llama El simbolismo de la cábala. Esas leyendas han sido también aprovechadas literariamente por otros autores. Pero el libro de Scholem es, sin duda, el más claro y el más atractivo. He leído, además, la excelente traducción del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. Yo no sé hebreo, sin embargo, ese trabajo me pareció muy bueno… Y he leído, en una traducción inglesa, una versión de Zohar o Libro del Esplendor.

    A.: ¿Esos libros, obviamente, le habrán aportado nuevos datos sobre la cábala?

    B.: Ah, pero por supuesto. A través de esos volúmenes pude recopilar nuevos datos y ampliar muchos de los que ya tenía. Esos libros, sin embargo, no están escritos para enseñar la cábala a nadie. Están escritos, en todo caso, para insinuarla, para que un estudioso de la cábala pueda leer esos libros y pueda encontrarse fortalecido por ellos. Yo diría que esos trabajos son como los tratados publicados y no publicados por Aristóteles.

    A.: Volvamos al Golem, Borges.

    B.: Bueno el mito o la leyenda del Golem dice que si un rabino aprende o descubre el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha en arcilla, esa figura se anima y toma el nombre de Golem.

    A.: Ese descubrimiento haría del rabino casi un Dios, ¿no es así?

    B.: Sí. En una de las leyendas, en una de las muchas y variadas versiones que tiene la leyenda del Golem, se inscribe sobre la frente de esa figura la palabra Emet, que significa verdad. El Golem crece, y si lo dejan solo siguen creciendo infinitamente. Luego hay un momento que alcanza una altura tal que el dueño de ese Golem ya no puede alcanzarlo. El rabino entonces le pide que se incline para atarle los zapatos. El Golem lo hace, y al inclinarse, el rabino sopla y consigue borrar la primera letra: el Aleph de la palabra Emet; queda de esa manera la palabra Met, que significa muerte. Entonces el Golem, hecho polvo, cae a los pies de su artífice.

    A.: ¿De esas variadas versiones de la leyenda del Golem, conoce otras?

    B.: Yo conozco otra leyenda según la cual se cuenta que un rabino, o un grupo de rabinos, alquimistas todos, crean un Golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de crear también una figura así, pero que está más allá de esas supersticiones. El Golem llega a lo de este rabino, pero no habla, no responde a las preguntas del maestro, porque —según dice la leyenda— el Golem no puede hablar ni concebir; estas facultades le están vedadas. El rabino lo sigue interrogando. El Golem no contesta. Entonces le dice: «Eres un ser creado por los magos, regresa ya mismo a tu polvo». Y el Golem cae deshecho a sus pies.

    A.: ¿Por qué no pasamos a la leyenda que narra Gershom Scholem? ¿Qué pasa con ese Golem? 

    B.: Ese Golem nace, curiosamente, con un puñal en la mano. Se consigue crearlo mediante una gran tarea común. Son muchos los discípulos que participan en esa invención, ya que es imposible que un solo hombre pueda estudiar y comprender el Libro de La Creación. Entre todos los estudiosos de la cábala logran crear un Golem. Ese Golem, que ha nacido con un puñal en la mano, les pide a quienes lo han hecho, que lo maten «porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo». Y ya se sabe que la idolatría para Israel, como para el protestantismo, es uno de los máximos pecados. Sus creadores aceptan entonces la propuesta que les hace el Golem, y lo matan.

    A.: Borges, ¿y la leyenda que le inspiró a usted el poema, me refiero a la de Gustav Meyrink?

    B.: Bueno, ese poema que, como usted ha recordado, Bioy Casares asegura que es el más perfecto que yo haya perpetrado. Si usted me permite una digresión, voy a recordar algo.

    A.: Como no.

    B.: En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los libros de Carlyle, yo emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Recuerdo que adquirí un diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que aún sigue asombrándome, las páginas de la Crítica de La Razón Pura, de Kant, y del Fausto, de Goethe. Cuando concluí aquella empresa creí saber el alemán, que todavía no sé. Pero lo que quería contar era esto: por aquellos días, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, que ya estaba harto de las vicisitudes bélicas. Ese libro era El Golem, de Gustav Meyrink.

    A.: Borges, ¿y qué produjo en un joven de dieciséis años la lectura de ese libro?

    B.: Un enorme asombro. Ese mismo asombro, años después, me llevó a escribir el poema El Golem. [texto y audio]

    A.: Es decir que el contacto con el idioma alemán y el descubrimiento de aquella literatura fueron una marca que lo acompañaría siempre, ¿no?

    B.: Es cierto. Pero no sólo me marcaron para toda la vida, sino que también me arrebataron mágicamente. El ostensible tema del libro de Meyrink era el ghetto. Ahora, Voltaire ha observado con agudeza que la fe cristiana y el Islam proceden del judaísmo, pero que, no obstante eso, los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en toda Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una increíble teología.

    A.: Bueno, la cábala, precisamente, se desarrolla en esos ghettos, ¿no es así?

    B.: Sí. Ahora la cábala es de indiscutible raíz española, y Moisés León, su inventor, la atribuye a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso. Pero, como usted señaló, se desarrolla en esos barrios judíos y es allí donde encuentra terreno propicio para sus especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los iniciados puedan crear un Golem, así como Dios había creado a Adán.

    A.: Volviendo a Gustav Meyrink. Él hace uso de la leyenda del homúnculo y escribe su novela, ¿verdad?

    B.: Él hace uso de la leyenda y concibe una obra admirable. En ella, rescata los pormenores que dan origen al Golem y logra el clima onírico Alicia a través del espejo con un palpable horror que a mí, personalmente, no se me ha olvidado al cabo de los años. Meyrink, a diferencia de H. G. Wells, su contemporáneo, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, halla en la magia y en la superación de todo artificio mecánico, el camino de lo fantástico. Luego él nos dice: «Nada podemos hacer en literatura que no sea mágico».

    A.: Curiosamente esa novela ha sido olvidada al igual que El Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki.

    B.: Es verdad. Son obras que casi no tienen reedición. Pero el tiempo, que tiende a ser justo, acaso algún día coloque a esos autores en el lugar que merecerían estar. En cuanto a la cábala, como se ve, es una suerte de metáfora del pensamiento, una fuente inagotable de posibilidades literarias, que ha inspirado obras verdaderamente inmortales. Yo creo que la leyenda del Golem es una de ellas.



En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [23]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto: Roberto Alifano por Juan Pablo Sánchez Noli (Vía La Gaceta)


13/8/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: El laberinto y el tigre





A.: Borges, me gustaría que habláramos de dos temas que parecen obsesionarle y que se repiten a lo largo de su obra. Me refiero a los laberintos y a la figura del tigre. Le propongo que empecemos por el primero. ¿Cómo aparecen los laberintos en su literatura, qué atracción ejercen sobre usted?
Hasta la hora del ocaso amarillo
cuántas veces habré mirado
al poderoso tigre de Bengala
ir y venir por el predestinado camino
detrás de los barrotes de hierro
sin sospechar que eran su cárcel.
Después vendrían otros tigres,
el tigre de fuego de Blake;
después vendrían otros oros,
el metal amoroso que era Zeus,
el anillo que cada nueve noches
engendra nueve anillos y estos, nueve,
y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
del mito y de la épica,
oh un oro más precioso, tu cabello
que ansían estas manos.
A.: ¡Qué magnífico poema, Borges! Yo creo que a través de él usted explica, de un modo liviano, alado y sagrado, perdón por usar las palabras de Platón, su preferencia por el tigre y por el color amarillo.
B.: Yo cito también ahí las puestas de sol, otro tema muy frecuente en mis textos, que son amarillas; en todo caso a mí me parecen amarillas. Por esa razón yo usé también durante muchos años corbatas amarillas que asombraban a mis amigos. Algunos las veían chillonas, pero para mí no eran tan chillonas, sino apenas visibles. Me acuerdo ahora de aquella broma de Oscar Wilde, que le dijo a un amigo suyo —valga la metáfora—: «Mirá, sólo un sordo puede usar impunemente una corbata tan chillona». Y lo que es más raro aún es que yo le conté esta anécdota a una señora, y ella me contestó: «Y claro, porque no oye lo que la gente dice de ese corbata», con lo cual se mostró mucho más extravagante que Wilde, ¿no?



En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [26]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto: Roberto Alifano y Jorge Luis Borges (sin atribución ni fecha -quizás en Mexico-) Vía

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15/4/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Los libros






A.: Hay un tema sobre el que me gustaría que habláramos; el tema de los libros. Sé que es una de sus obsesiones y me interesaría escucharlo opinar al respecto.
Si de todos
No quedara uno solo, volverían
A engendrar cada hoja y cada línea,
Cada trabajo y cada amor de Hércules,
Cada lección de cada manuscrito.
Es decir, que si todo el pasado está en la biblioteca, todo el pasado salió de la imaginación de los hombres. Por eso yo creo que más allá de la virtud retórica, si es que el poema la tiene, de hecho, cada generación vuelve a reescribir los libros de las generaciones anteriores. Esas diferencias están en la entonación, en la sintaxis, en la forma; pero siempre estamos repitiendo las mismas fábulas y redescubriendo las mismas metáforas. Así que, en cierta manera, yo estoy de acuerdo con el califa Omar, no con el de la historia, sino con el que yo he determinado en mi poema.


En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [18]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto: Roberto Alifano y Borges (sin data) Vía


2/2/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Funes y el insomnio







A.: Borges, me interesaría conocer la circunstancia que motivó su magnífico cuento Funes el memoriosoy si usted no se opone, que indaguemos un poco a ese curioso personaje que compensa sus carencias a través de la memoria. ¿Es cierto que corresponde a una crisis suya de insomnio?
B.: Bueno, yo no comparto demasiado su criterio, pero ¡qué le vamos a hacer!… Ahora, le voy a revelar un hecho que tal vez pueda interesar a los psicólogos. Usted sabe que una vez escrito ese cuento, una vez descripta esa horrible perfección de la memoria, que acababa matando a su hombre, el insomnio que tanto me angustiaba desapareció.
A.: O sea que la consumación de ese cuento fantástico obró como terapia en usted. Hay mucha gente que sostiene que ese cuento es autobiográfico; sin duda lo es, ya que es como una especie de hipérbole de un estado mental suyo. ¿No es así?
B.: Cierto, sólo que en lugar de decir Borges, dije Funes. Yo me he quitado ahí algunas cosas y, obviamente, me he agregado otras que no tengo. Por ejemplo, Funes, el compadrito, no hubiera podido escribir el cuento; yo, en cambio, he podido hacerlo y he podido olvidarme de Funes y olvidarme también —no siempre— del desagradable insomnio. Ahora, yo creo que ese cuento debe su fuerza a que el lector siente que no se trata de una fantasía habitual, sino que yo estoy contando algo que puede tocarlo a él y que me tocaba a mí cuando lo escribí. Todo ese cuento viene a ser una especie de metáfora, como señaló usted, una parábola, del insomnio.
A.: Se nota, por otra parte, una constante muy concreta en todo el relato. Es decir, el personaje está situado en un lugar determinado y su drama se desarrolla también en ese lugar.
B.: Yo creo que logré en Funes el memorioso un cuento con formas concretas. Sí, está ubicado en un sitio determinado; ese sitio es Fray Bentos, en el Uruguay. Yo pasé, cuando niño, algunas temporadas en ese lugar, en casa de un tío mío; o sea que hay recuerdos de infancia. Luego busqué un personaje muy simple, un compadrito de pueblo. Como tenía que justificar eso de algún modo, bueno, describí una caída de caballo, en realidad una serie de pequeñas invenciones novelísticas, que por supuesto no le hacen mal a nadie. Finalmente le di ese título; un título que hace juego con el cuento.
A.: Borges, en idioma inglés, sin embargo, Funes the memorius, debe resultar extraño, ya que la palabra «memorius» no existe.
B.: Ah, no, esa palabra en inglés no existe y es verdad, le da un carácter grotesco al cuento, un carácter extravagante. En cambio, en español —aunque no sé si alguien ha usado la palabra «memorioso»— si uno oyera a un hombre de pueblo decir: «fulano es muy memorioso», uno por supuesto lo entendería. De modo que, como le dije, creo que el título Funes el memorioso hace juego con el cuento. Ahora, si se lo pone en otro idioma, por ejemplo, usando la palabra memorié, o alguna otra parecida, se puede interpretar que lleva un elemento intelectual. Y así puede parecer la historia de un personaje muy sencillo y muy desdichado a quien mata a temprana edad el insomnio.






Título original: Conversaciones con Borges [25]
Roberto Alifano, 1984

Imagen color sin atribución ni fecha: Juan José Arreola, Jorge Luis Borges
y Roberto Alifano en la Feria del Libro (y reportaje) vía


18/3/16

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Algunos recuerdos personales








A.: Borges, le propongo concretamente, que hablemos de usted. ¿Podemos evocar, por ejemplo, sus primeras lecturas infantiles, su contacto con la literatura, sus padres, su hermana Norah, sus amigos, sus maestros?




Título original: Conversaciones con Borges [12]
Roberto Alifano, 1984
Foto: Borges con Ulyses Petit de Murat, 1967



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