Mostrando las entradas con la etiqueta El humor de Borges. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta El humor de Borges. Mostrar todas las entradas

29/3/19

Jorge Luis Borges: El jugador






A Borges le fascinaba el azar que brinda la vida. A pesar de su timidez, se entregaba al azar en cuanto podía. Para él fue azar tanto viajar en globo como perderse en los arrabales de Buenos Aires o recorrer países remotos. No fue ajeno al juego. Alguna vez me comentó: «En una época fui jugador. Nunca me interesaron el póker ni la canasta, pero jugué al truco y al mus, que no llegué a entender demasiado».

—Al truco, usted me contó que había jugado con Nicolás Paredes —interrumpí.

  —Sí. Él era un gran jugador —recordó Borges—. Yo aprendí muchas picardías de Paredes y llegué a jugar en pareja con él. Otras veces jugamos mano a mano. Recuerdo que en la segunda visita que le hice, Paredes me preguntó si sabía jugar al truco; yo le contesté imprudentemente que sí. Entonces él sacó las barajas y nos pusimos a jugar. Al principio él me dejó ganar. Después me di cuenta de que ésa era la clásica o la consabida astucia de los tahúres; empezó luego a ganar él, y finalmente me ganó todo el dinero que yo tenía, que era bastante para la época. Paredes era un profesional del juego. Entonces le pedí que me prestara diez centavos para el tranvía. Paredes me devolvió todo el dinero que estaba encima de la mesa. Un poco molesto yo le pregunté si él había hecho trampa; y me contestó: «Bueno, usted tiene que entender que siempre yo voy a ser el ganador».

  —¡Qué linda anécdota! ¿Y él le enseñó luego a jugar bien?

  —Sí, yo fui aprendiendo con él, y algunas veces jugamos en pareja contra otros. Era un excelente jugador de truco.

  —¿Alguna vez usted me contó que jugaba a la ruleta, también? —vuelvo a preguntar.

  —Bueno, en una época sí; me gustaba la ruleta y fui inventor de algunas martingalas que no tuvieron demasiado éxito, ya que eran totalmente ineficaces. Alguna vez, sin embargo, llegué a ganar siguiendo ese método.

  —¿En qué consistía, Borges?

  —Yo anotaba los pares y los impares de, digamos, diez o doce bolillas, en el exacto orden en que iban saliendo; los anotaba y luego trazaba una línea, los unía y formaba una simetría. Una vez logrado esto, yo los seguí y, algunas veces, me dio buen resultado.

  —¿Con ese procedimiento esperaba salir de pobre?

  —No, no. Yo lo hacía para entretenerme, para demostrarme a mí mismo que podía ganar con ese método; pero no por codicia. No, digamos, al estilo Dostoievski, que lo hacía de una manera casi enfermiza. Yo tenía en claro que nadie gana a la ruleta y lo hacía con un interés que, bueno, podemos llamar placer intelectual.

  —¿Llegó a perder dinero con su sistema?

  —La mayoría de las veces sí. Gané otras, pero cuando perdía, perdía lo que ganaba y el capital invertido también. De manera que nunca me fue bien en el juego. Luego yo pensé en inventar un sistema de juego en el que no se ganara ni se perdiera nunca. La gente juega, en la mayoría de los casos, porque está desesperada, porque debe dinero o porque quiere dejar de ser pobre. Y luego viene la humillación de perder, la humillación que perdiendo en el juego puede llegar a ser trágica. Sin embargo, usted ve cómo se fomenta el juego, y eso lo hacen hasta los gobiernos; a mí me parece una inmoralidad… Yrigoyen fue el presidente más íntegro en ese sentido. Él quería cerrar el Jockey Club y el casino de Mar del Plata, pero no tuvo éxito. Tampoco llegó a pisar el hipódromo, y cuando lo invitaron a una carrera donde se corría un Gran Premio, él se ofendió y les contestó con una carta muy severa. ¡Cómo lo iban a invitar al Presidente de la República a concurrir a un sitio donde se jugaba por dinero! Él lo sintió como una ofensa, y yo creo que tenía razón, ya que el juego es un vicio, una cuestión de azar donde no hay esfuerzo personal.

  —También a la lotería jugó durante un largo tiempo. Borges entrecierra los ojos y concluye nostálgico:

  —Sí, yo seguí por años, cuando trabajaba en la biblioteca de Almagro, un número de lotería. Ahora, fíjese cómo en el azar la suerte siempre me fue esquiva. Cuando dejé de trabajar en la biblioteca, dejé también de comprar el billete, y a los pocos días salió premiado con la grande.


En: Alifano, RobertoEl humor de Borges (1995)
Imagen: Borges' Mid Lecture at First Church, junto a David Young
5-6 de mayo de 1983, Oberlin College Archives, Foto Edsel Little

28/5/18

Jorge Luis Borges: La perdida poesía







El 30 de noviembre de 1983, junto al embajador de la India en la Argentina, me tocó acompañar a Borges en un diálogo sobre el budismo, que se llevó a cabo en el Centro de Informaciones de las Naciones Unidas. Antes de retirarnos, una elocuente poetisa se acercó a Borges para entregarle su libro. Era, según ella, una serie de poemas inspirados en el budismo zen, que había titulado, crédulamente, Versos místicos. Con José Bianco y Alberto Lis, que nos acompañaban, nos costó trabajo arrancar a Borges de las manos de la perseverante poetisa.

Una vez instalados en el restaurante donde cenamos, Borges me pidió que le leyera algunos de los versos místicos. No pasé, por supuesto, del primero. «Está bien, me interrumpió Borges. Es suficiente. Le propongo que cuando nos vayamos olvidemos este libro piadosamente sobre la mesa». Así lo hicimos, pero cuando ya habíamos ganado la calle, un mozo nos alcanzó para entregarnos el libro y reprocharnos nuestro olvido. Fuimos luego a un café y repetimos el hecho con un resultado similar, ya que la persona ubicada en una mesa vecina nos hizo notar el olvido. El libro fue depositado finalmente sobre un banco de la plaza San Martín.

A la mañana siguiente, cuando llego a su casa, Borges me recibe sonriendo. «Tengo que mostrarle algo, Alifano», me dijo, al tiempo que exhibía el libro en su mano. «Parece un castigo del Buda por todo lo que hablé anoche. Hace un rato un señor le entregó a Fani los implacables versos místicos, sin duda destinados a seguirnos hasta el infierno».


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Imagen: Borges Interview at the Oberlin Inn 1
Oberlin College Archives, 1983, Foto John Harvith

6/5/18

Jorge Luis Borges: Huyendo del paraíso [Sobre el matrimonio y el divorcio]








Un tiempo antes de que sea aprobada la Ley de Divorcio, tenemos con Borges este diálogo en el que habla de su propia experiencia matrimonial y de la controvertida ley.

—Yo estuve casado cerca de tres años y mi experiencia en el matrimonio no fue demasiado feliz —me comenta—. Una mañana, con la ayuda de Norman Thomas di Giovanni, el traductor, me fui de mi casa. No soportaba más a Elsa, mi mujer. El matrimonio es lindo los primeros quince días; después empieza la declinación, y al cabo de un año puede convertirse en una condena insoportable.

—Volviendo a Wilde —interrumpo—, él decía que en el matrimonio las mujeres buscan su felicidad y los hombres pierden la suya.

—Bueno, la separación le enseña a uno que nunca más debe contraer matrimonio —sentencia Borges—. El matrimonio, también como decía Wilde, arruina al hombre como el alcohol y el tabaco. Sólo se diferencia en que cuesta mucho más caro.

—Sí. También, decía que sólo hay una cosa más horrenda que el matrimonio sin amor. El matrimonio con amor —completo con una sonrisa.

—Ah, yo recuerdo otra frase muy graciosa de Wilde: «Ella no me debe querer tanto ya que se casó conmigo» —agrega Borges muerto de risa—. Y otra: «El matrimonio es el único tema sobre el cual todas las mujeres están de acuerdo y todos los hombres en desacuerdo». ¡Qué graciosas e inapelablemente ciertas son esas frases que inventó Wilde!, ¿no?

—Esperemos que ésta no sea otra broma de Wilde… ¿Sabe que se está por aprobar la Ley de Divorcio? —le informo.

—Oí hablar de eso. Yo creo que el divorcio debe existir, porque eso de que el matrimonio es para toda la vida me parece un disparate; si un matrimonio no se lleva bien, creo que lo más juicioso es separarse.

—Sin embargo, hay sectores que se oponen…

—La Iglesia católica, sin duda —anticipa Borges—. El hecho de que no se admita el divorcio me parece injustificable. En Europa, en Estados Unidos y yo creo que en todos los países civilizados existe. Es una cosa de sentido común, algo beneficioso para ambas partes. Muchas veces el único modo de que haya buenas relaciones entre dos personas que han estado casadas y ya no se llevan bien es divorciándose.

—Sí. Y muchas veces hace posible que se vuelvan a hablar.

—Bueno, una amiga mía, la escritora María Luisa Bombal, se casó con el pintor Jorge Larco, y el matrimonio no funcionó.

—Yo la conocí en Chile a María Luisa, una excelente persona…

—Y a Larco, ¿usted lo conoció a Larco?

—No. Conozco su obra. A él no lo conocí.

—También una excelente persona. Era amigo de mi madre… Bueno, ellos estuvieron casados, tuvieron una discusión, al parecer bastante seria, se lo contaron a amigos comunes; éstos trataron de reconciliarlos, pero no fue posible. María Luisa me dijo: «El matrimonio es como un buen vino; cuando está a punto produce un gran placer beberlo. Si se pica es intomable». Yo creo que tenía razón, y como eran personas inteligentes se separaron de muy buena manera y tuvieron después una excelente relación. En mi caso no puedo hablar de esa suerte; yo no quise verla nunca más, y el hecho de ser ciego en este caso me favoreció, ya que podía pasar por su lado y no enterarme.



Texto y foto en: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)


28/4/18

Jorge Luis Borges: Conversación con Roberto Alifano sobre las elecciones de 1983









El político Azorín definía a la política como un juego sucio entre matones; entre nosotros, el político Solano Lima, la redefinió como un juego sucio entre caballeros. Borges, escéptico en todo, lo era aún más en política. Con motivo del retorno a la democracia y de las inminentes elecciones de 1983, mantuvimos esta conversación mientras almorzábamos en un restaurante de la calle Paraguay.

Alifano: —¿Por quién va a votar en las próximas elecciones, Borges? —le pregunto indiscretamente.

Borges: —Más bien yo diría contra quién voy a votar. Votaré contra los militares, contra los peronistas, pero no sé por quién. Es un pretexto, quizá, o un error, pero sinceramente no sé por quién voy a votar. Si pudiera, votaría en contra de todos los políticos.

—Ya veo que no tiene buena opinión de los políticos.


—No. En primer lugar no son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad. Yo no sé hasta qué punto la profesión de político es honrada. Recuerdo que Lincoln, después de haber ganado las elecciones en los Estados Unidos —lo cuenta Harrison en uno de sus libros—, no cumplió con lo que había prometido durante la campaña: liberar a los negros inmediatamente. Entonces una persona le reclamó, y él, sonriendo, por supuesto, le contestó: «Bueno, eso yo lo dije durante mi campaña, pero esas cosas los políticos las prometemos y luego es imposible cumplirlas».


—¿De manera que él prometió esas cosas sin estar seguro de poder cumplirlas?


—Sí. ¿No le parece una imnoralidad eso? Bueno, por esa razón yo no puedo admirar a ningún político. La profesión de los políticos es mentir. El caso de un rey es distinto; un rey es alguien que recibe ese destino, y luego debe cumplirlo. Un político no; un político debe fingir todo el tiempo, debe sonreír, simular cortesía, debe someterse melancólicamente a los cócteles, a los actos oficiales, a las fechas patrias.


—¿No cree que puede haber políticos sinceros?


—Yo no los conozco. No puedo admirar a personajes que se la pasan retratándose todo el tiempo y simulando cortesía. Los políticos son la forma más detestable de la hipocresía.


—Pero usted en algún momento se afilió a un partido político, el Partido Conservador.


—Sí, es cierto. Fue como una manera de asumir mi escepticismo, y, por qué no, mi aburrimiento. La política no me importa. De joven yo fui, como todo el mundo, socialista, fui también nacionalista. Al peronismo lo detesté. Ahora soy un hombre de centro, un hombre que votó por el radicalismo, ya que era la única posibilidad contra los peronistas.


—Sin embargo, usted ha manifestado muchas veces que es un anarquista spenceriano.


—Es cierto. Bueno, un anarquista que quiere un máximo de individuo y un mínimo de Estado, pero ya ve, el Estado se inmiscuye en todo. Yo me considero un anarquista individualista, un discípulo inofensivo de Herbert Spencer, un anciano melancólico y resignado. 


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Jorge Luis Borges con Raúl Alfonsín Foto ©Juan Carlos Piovano

23/2/18

Jorge Luis Borges: Entrevista en la Sociedad de Distribuidores de Diarios, Revistas y Afines [Agosto de 1979]





          

         En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, con motivo de un diálogo que mantuviéramos durante «El mes de las Letras» (en agosto de 1979), Borges fue abordado por un grupo de periodistas.



—¿De verdad le parece que vivimos en un tiempo que no podemos entender y que es difícil encontrar respuestas a eso? —pregunta uno.


—¿Usted entiende al tiempo presente? —responde Borges con una pregunta—. Yo no. Quizá sea más fácil entender épocas pasadas. El presente es algo que nos cerca, nos oprime, nos confunde. Yo no entiendo el presente; me siento perplejo, hay veces que me siento triste, siento una sensación de pesadilla ante ciertas cosas que suceden. Bueno, el hecho de que yo sea famoso ya es una prueba de lo extraño que es el presente.


Otro periodista pregunta:


—Señor, Borges, usted cuando se refiere a la mujer amada la trata siempre de una manera especial, la trata con preferencia, como algo diferente.


—Caramba —responde Borges visiblemente sorprendido—, de qué otra manera se la puede tratar. Sería alarmante no sentir preferencia hacia la mujer amada, sería muy raro.


De pronto Borges cambia imprevistamente de tema y dice en tono de broma:


—Bueno, tengo una mala noticia para ustedes, una mala noticia que seguramente va a alarmar a Manuel Mujica Láinez, que dice descender de él: Don Juan de Garay no existe. Era un Juan venido de un pueblo llamado Garay.


Una señorita, que se identifica como cronista, pregunta:

—¿A qué atribuye, señor Borges, esa pasión que los argentinos sentimos por usted?


—No sé, quizá a una prueba de generosidad argentina. Estaría mal que yo dijera que es una prueba de estupidez argentina; pero yo no voy a decirlo, claro. O una muestra de insensatez argentina; pero tampoco voy a decirlo. Diré, en todo caso, que estoy asombrado, gratamente asombrado por esa, bueno, como la llama usted, pasión argentina hacia mí.


La cronista incurre en otra pregunta:


—¿A quién le hubiera gustado que le gustara su obra?


—Yo alguna vez escribí que me hubiera gustado que le gustara a Lugones, pero esa era una pretensión mía, una ilusoria pretensión. No sé, me gustaría que le guste a Silvina Ocampo, pero a ella no todas las veces le gusta lo que yo escribo; con toda razón, sin duda.


Tímidamente, otro representante de la prensa interroga:


—Usted, señor Borges, se declaró alguna vez admirador del Imperio Británico. ¿Lo sigue siendo?


—Bueno, lo que usted llama Imperio Británico ya no existe. Pero ya que usted gusta de los arcaísmos, por qué no me pregunta sobre lo que yo opino del Imperio Romano, digamos.


—¿Qué opina de la mentira? —arremete otro.


—Mark Twain decía que la verdad es el más preciado tesoro que tiene el hombre, y aconsejaba, por consiguiente economizarla. Yo creo que la mentira a veces es necesaria por razones de cortesía, de buena educación y de reserva también. Ahora, creo que es importante separar a la mentira del embuste. Yo tengo grandes amigos que son embusteros, y eso hasta suele resultar simpático, porque es una forma de mentira inofensiva, que no hace mal a nadie. Y, quizá, al cabo de un día uno ha mentido muchas veces, con palabras o callando; por eso una persona no deja de ser ética.


—¿Está seguro de su obra, señor Borges? —interroga otro.


—No, yo no tengo obra, lo mío es un conjunto de textos dispersos; pero eso no es una obra. Además yo no estoy seguro ni de mi propia vida, que es un hecho casual, o circunstancial como cualquier otra cosa, ni de mi existencia estoy seguro. Yo no sé nada, no estoy seguro de nada… Soy tan ignorante que ni siquiera sé la fecha de mi muerte.


—Pero su obra literaria existe, señor Borges —insiste el periodista.


—No, no. Lo que yo escribo, o lo que he escrito, ha sido casi una impertinencia de mi parte. Yo soy apenas un buen lector; diría que soy todos los autores que he leído. Pero bueno, he tenido la audacia de publicar algunas cosas y la suerte de ser algo conocido por esas cosas. A mí quizá me hubiera gustado ser mi padre, que escribió, pero tuvo la prudencia, mejor dicho, la decencia de no publicar. Mi padre decía que quería ser el hombre invisible de Wells, pasar desapercibido, que nadie notara su presencia. Y yo también aspiro a eso.


—Pero usted ya se ha ganado la inmortalidad —sentencia el periodista.


—Caramba, eso es terrible. La inmortalidad puede ser algo espantoso. Yo aspiro a la muerte, a la muerte total. Uno de mis temores es no morir, no desaparecer completamente; tengo la esperanza de la muerte. Después de todo las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico; puede ocurrir que con nosotros se inaugure una generación de inmortales. Sería una condena aterradora, ¿no? Bueno, hay algunos a los que les ha interesado la inmortalidad: Unamuno, por ejemplo, y, más hacia nuestros días, Sabato. A Sabato le interesa la inmortalidad, le interesa pasar a la posteridad. Él me dijo una vez que escribía para la posteridad. ¡Qué raro que alguien sienta esa misión! Oscar Wilde decía que la posteridad no ha hecho nada por nosotros.


—¿Yo quisiera saber cuál es el límite que usted encuentra entre el escritor y el periodista? —pregunta categórico otro hombre de prensa.


—Bueno, yo no sé si el periodismo debe ser celebrado; yo creo que no. Ya sé que decir algo así es una herejía. Pero bueno, tengamos paciencia, quizá algún día desaparezca el periodismo —Borges ríe y luego se disculpa—. Es mejor que eso no ocurra en seguida, ya que ustedes se quedarían sin trabajo.


—Pero hay grandes escritores que han sido periodistas, como usted mismo.


—Es cierto, Bernard Shaw, por ejemplo. En cuanto a mí, yo he sido periodista, pero no soy un gran escritor.


—¿Encuentra diferencia entre periodismo y literatura? —repite el periodista.

—Sí, son disciplinas distintas. La literatura se nutre de la imaginación, de la invención; el periodismo se dedica a hechos reales, y a veces a inventar hechos, lo cual es una forma de la inventiva también. Ahora, yo creo que el periodismo se parece peligrosamente a la literatura.


En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Foto: Jorge Luis Borges en su departamento entrevistado por Abel Posse. 1979


19/2/17

Roberto Alifano: Noches de Sabato







Reciprocidad editorial

Cierta vez un periodista del Corriere della Sera, de paso por Buenos Aires, le contó a Borges que los editores italianos de Ernesto Sabato, habían puesto como presentación en sus libros una faja donde decía: «Sabato el rival de Borges».
—¡Caramba! —se lamentó Borges—. ¡Cómo no se les ha ocurrido a mis editores poner en mis libros una faja que diga: «El rival de Sabato»!


Sótano y otros túneles

Una mañana llego con atraso a casa de Borges. Cuando Fani le anuncia mi presencia, el escritor se lamenta:
—Pero, Alifano, qué pena que usted llega tarde; recién acaba de marcharse un periodista norteamericano que vino a hacerme una entrevista. Me dijo: «Usted es el segundo escritor que voy a entrevistar; ayer estuve con el primer escritor argentino: Ernesto Sótano. Supongo que lo conoce, ¿verdad?»
Yo me di cuenta de quién se trataba y le respondí: «Pero, claro, por supuesto, señor. Es un autor que escribe sobre túneles, tumbas y cosas así. ¡Cómo no voy a conocer a Ernesto Sótano!»


Homónimos

Otro día, Borges me hace este comentario: «¡Caramba, mire lo que es la fama! Anoche tomé un taxi, y cuando el taxista me reconoció, me dijo: “Señor, qué honor el mío, tenerlo a usted como pasajero. Cuando se lo cuente a mi mujer y a mis hijos, seguramente no van a poder creerlo, señor, porque, ¿quién no conoce a Ernesto Sabato?”»


Un observador demasiado sensible

Caminábamos con Borges por Buenos Aires, y de pronto se detiene para contarme algo. «¡Caramba!, no le comenté aún que hoy me vino a ver un señor, y me dijo que se había encontrado con Sabato. ¿Y a que no sabe qué hizo cuando habló de la situación del país? Lloró. ¡Un exceso de histrionismo! ¿No le parece?»


Cuestión de prensa

Después de la grabación que había hecho Eduardo Falú de la Milonga del muerto, escrita por Borges y musicalizada luego por Sebastián Piana, en memoria de la guerra de las Malvinas, Borges nos habló de su reciente visita a los Estados Unidos y de una experiencia maravillosa que había tenido en California: un viaje en globo, en compañía de María Kodama. «En un avión —decía Borges— uno no tiene la sensación de volar. Los trayectos aéreos lindan con el tedio; no se sienten el mar ni las montañas. El globo, en cambio, nos depara la verdadera convicción del vuelo». El maestro Falú, asombrado por la predisposición de Borges hacia la aventura, lo interrumpió con una exclamación:
—¡Qué maravilla, Borges, es increíble que con más de ochenta años usted se anime a esas cosas! ¡Sabato seguramente no lo haría!
—Depende —contestó Borges— , si invitan fotógrafos, seguramente sí.


Sociedad anónima

Cuando yo era joven —me cuenta Borges— queríamos publicar con González Lanuza una revista donde no hubiera firmas, donde los autores de las notas no figuraran. Una revista anónima. Pero no tuvimos éxito, nadie aceptó colaborar. Todos querían ver sus nombres. En esa revista tampoco deberían figurar los directores, los secretarios de redacción ni los diagramadores.
Bueno —concluye Borges—, en esa época menos mal que no lo conocíamos a Sabato, porque sin duda no sólo que se hubiera negado, sino que habría encabezado un movimiento gremial en contra de nosotros. A Sabato le interesa figurar, que su nombre aparezca bien grande, quiere ser el primero, el número uno.


Versatilidad genética

Un mediodía fuimos a almorzar, invitados por el arquitecto Roberto Fischman, a un restaurante vecino al Congreso. Un conocido ginecólogo, el doctor Lichtenstein, compartía nuestra mesa. Borges estuvo alegre y bromeó todo el tiempo sobre los políticos argentinos que suelen comer en ese restaurante. El doctor Lichtenstein en algún momento del diálogo comentó que lo había atendido a Ernesto Sabato.
Borges interrumpió sorprendido:
—¡Pero no puede ser! ¿Usted oyó bien, Alifano, lo que yo acabo de oír?
—Sí, que Sabato se hace atender por un ginecólogo —respondí.
Luego Borges agregó sonriendo malicioso:
—Bueno, no es tan raro. En un escritor tan vasto como él todo es posible.


Posteridad

Estábamos de visita en la ciudad de Córdoba, en el bar del hotel Crillon, conversando con amigos, y Borges hace este comentario:
—Fue a verme un señor los otros días con el proyecto de un libro indestructible, que tenía que hacerse con no sé qué material, tenía que enterrarse para que lo descubrieran los arqueólogos del porvenir. Una especie de piedra roseta, sería. Me pidió un texto para ese libro. «Usted, dijo, puede trazar una síntesis del mundo actual; eso lo publicaremos en cuatro idiomas, el mismo texto en distintas formas, quizá alguna forma matemática para que sirva de ayuda, también». Y yo le dije: «Bueno, pero eso es suponer que al porvenir va a interesarle el pasado; posiblemente no. Posiblemente no haya arqueólogos en ese remoto porvenir que usted imagina». Ahora, yo me di cuenta de que él buscaba eso como una ocasión para hacerse publicidad. Y le propuse: «Bueno, acepto, pero si lo hacemos que sea de manera anónima, vamos a hacerlo sin que nadie lo sepa». Entonces él se dio cuenta de que yo no le salí bien. Y yo sugerí: «Mire, lo mejor es que hable de este tema con Sabato; a Sabato va a interesarle seguramente el proyecto, ya que a él le interesa la fama, la posteridad y todas esas cosas». Y sin duda Sabato ya habrá escrito ese mensaje para el porvenir.



En Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)
Foto: Borges, Sabato y Orlando Barone (s/d) Vía


3/4/16

Roberto Alifano: El Borges canyengue






   La relación odioamor que supo guardar Borges, para escándalo de muchos, con el tango, se transformó en una rutina para el escritor, que solía gozar con el asombro de los otros. Gustaba expresar su preferencia por la milonga y a pedido de Carlos Guastavino escribió varias que fueron recopiladas en un libro. Algunas de ellas, como la de Jacinto Chiclana, la de Albornoz o la de Manuel Flores son ya populares. Edmundo Rivero las supo cantar como nadie.
Una noche ofreció un recital al que asistió un Borges emocionado hasta las lágrimas. Lo acompañé después a cenar a una cantina del barrio del Abasto, donde registré este diálogo:
—La milonga es como un saludo. De manera tranquila y conversadora narra los duelos y los hechos de sangre. Es una de las conversaciones más lindas de Buenos Aires, como lo es también el truco, un juego lleno de picardía y dialogado entre los contrincantes.
—Yo sé que a usted le molesta la sensiblería del tango.
—Sí, es lo que más me molesta; la sensiblería de las letras de tango. La música no, la música hasta suele resultarme agradable a veces. Un día yo estaba con mi madre en los Estados Unidos, en Texas, y un amigo paraguayo que vivía allí nos invitó a su casa, puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, esos tangos que me parecen realmente atroces como La cumparsita y Organito de la tarde, y de pronto, con mi madre nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo adentro de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba.
—Pero tengo entendido que a usted le gustan algunos tangos.
—Bueno, me gusta otro tipo de tango. Me gusta El apache argentinoEl pollitoUna noche de garufa, no sé, tangos que no son sensibleros.
—Gardel, por supuesto, no le gusta.
—No, no me gusta.
—¿Por qué no le gusta Gardel?
—Bueno, él inventó el tangocanción, que a mí me parece una miseria. Gardel lo inaugura… Hablábamos de sensiblería, bueno, su máxima expresión. Está todo el tiempo quejándose porque «la mina se le fue del bulín», porque «se le enfermó la viejita»… No sé, se queja todo el tiempo.
—Es la forma del tango, Borges.
—Sí, claro, pero a mí me parece muy triste. Gardel es una de las formas de decadencia de este país. Su figura, además, es la de un malevo sentimental, un compadre con sonrisa de oreja a oreja, un compadre francés, porque era francés, no sé si usted lo sabe.
—Sí, por supuesto que lo sé. Se llamaba Charles Romualdo Gardes. Era de Toulouse, como Paul Groussac.
—Sí. Y él no lo negó nunca. Se llamaba así, Charles Gardes; pero yo no sabía que se llamaba Romualdo también.
—Ese era su nombre completo.
—Caramba, yo no entiendo cómo mucha gente se puede sentir orgullosa de Gardel. Fue un hombre que vivió más en París y en Nueva York que en la Argentina. Eso no está mal; sobre todo si tenemos en cuenta que había nacido en Francia. Ahora, qué raro que hubiera nacido en Toulouse como Groussac. Yo creo que a Groussac esa afinidad no le habría alegrado demasiado, ¿no?
—Y, no tenían nada que ver…
—No. ¿Usted sabe algo más de Gardel? ¿A usted le gusta?
—Mire, mucho de él no sé; algunas cosas las sé a través de Edmundo Guibourg, que usted también lo conoce. Guibourg fue compañero de colegio de Ceferino Namuncurá.
—No sé quién es…
—Fue el hijo del cacique Calfulcurá. Un obispo lo trajo a Buenos Aires y lo puso de pupilo en el colegio Pío IX, donde también estudió Gardel. A Namuncurá la Iglesia argentina quiere beatificarlo.
—Ah, claro, alguien me habló de él; aunque yo tengo una vaga idea de ese asunto. Y Guibourg qué dice, ¿era buena persona Gardel?
—Sí, Guibourg dice que era muy buena persona; sobre todo un hombre de gran generosidad, un excelente amigo.
—Ulyses Petit de Murat también lo trató, pero no sé si opina lo mismo.
—No conozco la opinión de Ulyses. Guibourg dice que sí, que era buena persona.
—Yo recuerdo que la gente lo apodaba con cierto afecto… A ver, cómo era que le decían… sí, el Busto que sonríe… y algunos eran más graciosos: el Mudo, también le decían… Yo le oí decir a mucha gente: «¡Este Gardel canta mejor cada día!». ¿No es raro eso?
—Son expresiones populares del afecto…
—Sí. No sé quién me dijo que cuidaba mucho sus grabaciones, que no se resignaba ni al menor error, excepto en la versión definitiva, cuando intencionalmente deslizaba alguno, para dejar en los oyentes una idea de espontaneidad. Qué curioso que aún perdure su voz, ¿no?
—¡Qué raro que usted no lo llegara a conocer!
—Bueno, era un hombre muy famoso. Yo sabía de su existencia, pero como a mí no me gusta el tango… Ernesto Palacio sí que lo conoció y era un devoto de Gardel. Bueno, muchos amigos míos de aquella época iban a oírlo cantar. A mí no me interesaba el tango en esa época; ahora tampoco. A mis sobrinos les gustaba mucho; yo en cambio puedo prescindir de Gardel. Seguramente hay algo que yo no percibo… Quizá sea un defecto mío, quizá soy indigno de Gardel.



Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)
Foto: Borges y Alifano (sin atribución de autor)
en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [1983]



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...