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6/2/19

Jorges Luis Borges: La conducta novelística de Cervantes








Ningún otro destino escrito fue tan dejado de la mano de su dios como Don Quijote. Ninguna otra conducta de novelista fue tan deliberadamente paradójica y arriesgada como la de Cervantes. Así la tesis que me he determinado a presentar y a razonar en esta alegación.

Antes conviene aliviarse de dos errores. Uno es la antigua equivocación que ve en el Quijote una pura parodia de los libros de caballería: suposición que el mismo Cervantes, con perfidia que entenderemos después, se ha encargado de propalar. Otro es el también ya clásico error que hace de esta novela una repartición de nuestra alma en dos apuradas secciones: la de la siempre desengañada generosidad y la de lo práctico. Ambas lecturas son achicadoras de lo leído: ésta lo desciende a cosa alegórica, y hasta de las más pobres; aquélla lo juzga circunstancial y tiene que negarle (aunque así no fuera su voluntad) una permanencia larga en el tiempo. Además, ni lo paródico ni lo alegórico son valederas manifestaciones de arte: lo primero no es más que el revés de otra cosa y ésta le hace tanta falta para existir, como la luz y el cuerpo a la sombra; lo último es una categoría gramatical más que literaria, una seudo humanización de voces abstractas por medio de mayúsculas. El Quijote no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor. Es decir, no es ni más ni menos que el título. Cervantes, en hecho de verdad, fue un hagiógrafo, pero no es la casi santidad de Alonso Quijano lo que interesa hoy a mi pluma, sino lo desaforado del método de Cervantes para convencernos bien de ella. Este método no es el usual de la persuasión; es otro insospechable y secreto que provoca, sin traicionarse nunca, una reacción compasiva o hasta enojada frente a las indignidades sin fin que injurian al héroe. Cervantes teje y desteje la admirabilidad de su personaje. Imperturbable, como quien no quiere la cosa, lo levanta a semidiós en nuestra conciencia, a fuerza de sumarias relaciones de su virtud y de encarnizadas malandanzas, calumnias, omisiones, postergaciones, incapacidades, soledades y cobardías.

El procedimiento se trasluce con seguridad en la primera parte, tan secundaria en mérito. Allí menudean las cargosas retahílas de palos y puñetazos, censuradas con aparente justicia por nuestro Groussac. En la segunda, las tentaciones en que puede caer el lector son más considerables y más sutiles. El arte de Cervantes, diez años mayor, asume aquí toda la audacia peligrosísima de su destreza y pone a Don Quijote, no ya en el inventado riesgo de que le peguen, sino en el verdadero y muy serio de que le perdamos cariño. Diré algunos ejemplos, no todos, de ese incomparable jugarse entero del escritor.

Los de soledad son de no acabar. Don Quijote es la única soledad que ocurre en la literatura del mundo. Prometeo, amarrado a la visible peña caucásica, siente la compasión del universo a su alrededor y es visitado por el Mar, caballero anciano en su coche, y por el especial enojo de Zeus. Hamlet despacha concurridos monólogos y triunfa intelectualmente, sin apuro en las antesalas de su venganza, sobre cuantos conviven con él. Raskolnikov, el ascético y razonador asesino de Crimen y castigo, sabe que todos sus minutos son novelados y ni la borra de sus sueños se pierde. Pero Don Quijote está solo, dejadamente solo, y cualquier eventualidad lo interrumpe. Ése es el necesario sentido de los Crisóstomos, de las Marcelas, de los cautivos y de las otras curiosas impertinencias que interceptan a cada vuelta de hoja la presencia del héroe y que tanto escándalo y vacilación han puesto en la crítica. Ni siquiera en los últimos trámites de su muerte (gran posesión y dramaticidad de todo vivir, por pobre que sea) consigue Don Quijote ocupar la franca y solemne atención de su historiador. Éste lo hace arrepentirse de su heroísmo, apostasía inútil, para mencionar después casualmente y en la mitad de un párrafo, que falleció. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió. Así, con aparatoso desgano, se despidió Miguel de Cervantes de Don Quijote.

Tampoco la inconsciencia de su rareza (especie de inocente nube para sí en que viajan los dioses) le fue concedida al caballero por su cronista. Hay un lugar, patético, en que Don Quijote habla directamente de su locura y se sabe loco y lo dice. Es la aventura contemplativa y extática de los santos. Don Quijote discurre acerca de ellos y piensa al fin:

Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. Otro más llevadero, es aquel en que Don Quijote conversa sobre la ridiculez de su traza: Así que señor gentilhombre, ni este caballo… ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante... (segunda parte, capítulo XVI).

Pero el ejemplo más iluminativo de cuantos puedo recordar aquí, es el tan festejado como no entendido capítulo que trata de los consejos a Sancho. Hasta don Américo Castro (en su libro encaminado a probar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera) se limita a emparejar los consejos de Don Quijote con los de Isócrates y a declarar el contenido ético de esas moralidades. Admite sin embargo que los consejos en sí nada tienen de insólito, en cuanto a las ideas, y su mayor interés reside en los reflejos que provocan en Sancho y en el ambiente de ironía y buena gracia que envuelve el diálogo (El pensamiento de Cervantes, página 359). Yo voy más lejos; los consejos para mí no son lo que importa, sino el hecho de darlos. Reanímese la escena: Sancho, por decisión burlona del duque acaba de ser nombrado gobernador de una ínsula, que no por apócrifa y tirada en medio del campo, es menos codiciable. En esto llegó Don Quijote y sabiendo lo que pasaba…, con licencia del duque le tomó de la mano y se fue con él a su estancia con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, e hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él. Apurado y coercitivo está Don Quijote en dar esos consejos, que el escudero subido a gobernador no ha pedido y que son más bien una continuación de la autoridad del hidalgo. ¡Qué insinuaciones las de su prólogo! Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, oh Sancho, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que desgracias al cielo que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, oh hijo, atento a este tu Catón, que quiero aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto… Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra. ¿No está induciéndonos aquí Miguel de Cervantes a que palpemos envidia en el carácter honestísimo de Don Quijote? ¿No es más odiosa la sola insinuación de esa envidia que esa otra obscena aventura en que tirado Don Quijote en el campo, cruza una piara de cerdos encima de él?

Atropellos y desmanes son los que dije que evidencian la confianza de su escritor en la invulnerabilidad central de su héroe. Sólo en Cervantes ocurren valentías de ese orden.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)

Imagen: 
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía


27/1/19

Jorge Luis Borges: Las coplas de Jorge Manrique





La más escuchada voz que verso español habló de la muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso, censuró la censura. Arguye Quintana: Al ver el título de esta obra, se esperan los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte. Menéndez y Pelayo lo ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la composición, diecisiete se contraen al elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano, es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal de cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet.

  Por su ademán, esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien mirados, son su confirmación. Elogio fúnebre, pudor filosófico, doctrinal de cristiana filosofía, nombre de Bossuet, ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante forasteros.
  
    No dexó grandes tesoros
    ni alcançó muchas riquezas
    ni baxillas,
    mas hizo guerra a los moros
    ganando sus fortalezas
    y sus villas;
    y en las lides que venció
    cavalleros y cavallos
    se prendieron
    y en este oficio ganó
    las rentas e los vasallos
    que le dieron.
  

  Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes, vencedor en veinticuatro batallas y Adelantado mayor del reino de León, y otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un hombre el amor filial que deben profesarle.

  Claro que al negar lo elegíaco de esta elegía festejadísima, no quiero negar su hermosura. Dos maneras de hermosura hay en ella: una, la gran aplicabilidad de sus versos, lo proverbial y lapidario de su dicción; otra, su índole de novela, que se trasluce tan a las claras en la sentencia final:
  
    Assí con tal entender
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer,
    de hijos y hermanos
    y criados…
  
y que asciende alguna vez a cuento de Poe:

    Después de puesta la vida
    tantas veces por su ley
    al tablero;
    después de tan bien servida
    la corona de su Rey
    verdadero;
    después de tanta hazaña
    a que no puede bastar
    cuenta cierta,
    en la su villa de Ocaña
    vino la muerte a llamar
    a su puerta.  

  No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un esperanzarse curioso en la inmortalidad. Desde el punto de vista absoluto que su nombradía merece, esas carencias las anonadan. (Sé que Lope de Vega dijo de ellas que merecían estar escritas con letras de oro: locución rumbosa que expresa una convicción y no la argumenta.)

  Dice Menéndez y Pelayo: «¡Dichoso Jorge Manrique entre nuestros poetas, puesto que a través de los siglos su pensamiento cristiano y filosófico continúa haciendo bien, y cuando entre españoles se trata de muerte y de inmortalidad, sus versos son siempre de los primeros que ocurren a la memoria, como elocuentísimo comentario y desarrollo del Surge qui dormís et exsurge, de San Pablo!» (Antología de líricos castellanos, tomo 6). Yo pregunto con humildad: ¿Cuál es el pensamiento cristiano y filosófico y a través de los siglos bienhechor, de Jorge Manrique? Releo las Coplas y compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad, luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción. El nombre de España ha durado más que su imperio, luego los imperios no existen y los ingleses no deben alegrarse del que seudo tienen.

  Yo no entiendo de estas divisiones jerárquicas de la realidad y no sé por qué razón la hora de la muerte ha de ser más verdadera que las de vivir y el viernes que el lunes. Si todo es ilusorio, también la muerte lo es y muere su muerte. ¿Sólo ha de ser inmortal el dejar de ser?

  Manrique, sin confiar en contestación, interroga:

    ¿Qué se ficieron las damas,
    sus tocados, sus vestidos,
    sus olores?
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?
    ¿Qué se fizo aquel trobar,
    las músicas acordadas
    que tañían?
    ¿Qué se fizo aquel dançar
    y aquellas ropas chapadas
    que traían?

Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación:
  
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?

  Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? Hay la respuesta cristiana (la de Manrique), tan profanadora de todo recuerdo nuestro de amor y que siente así: Fuego encendido en los infiernos es el fuego carnal y está bien que se desbarate y se pierda y que el alma consiga alguna vez el don de olvidarlo. Hay la respuesta cientificista que a nadie satisface y que dicen todos: El individuo no es inmortal, pero sí la especie y ella garantiza la inmortalidad de todo sentir. Hay una tercera respuesta que he vislumbrado y que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad.

  Lector: Por la vereda de las coplas hemos llegado a la metafísica. Ya eres el poseedor de tu ignorancia; y la mía no te hace falta.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar



Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)







Imagen arriba: Escultura Jorge Manrique, Paredes de Nava , Palencia Vía y Vía
Abajo:
Reproducción de la primera página de la Glosa famosíssima sobre las coplas que hizo don Jorge Manrique a la muerte del maestre de Santiago su padre, de Alonso de Cervantes, publicada en 1501 Vía


21/12/18

Jorge Luis Borges: Apunte férvido sobre las tres vidas de la milonga (1927)







Juan de Dios Filiberto —que es un par de patillas y un acordeón que andan entristeciendo el Riachuelo— ha formulado, como quien no quiere la cosa, una desunión tripartita de la milonga: léase del tango. En los fondos de la revista El Hogar del quince de julio, le prescribe esta trinidad: A la milonga —nos dice Filiberto— yo la divido en tres grupos: 1°, la milonga agreste, que es la de pulpería (la de Martín Fierro con el negro); 2°, la milonga compadrona que es la entrerriana, peleadora y buscapleitos, y 3°, la milonga porteña, que es la milonga mía, del dolor y del trabajo; la milonga de la necesidad, de la fatiga, del obrero que trabaja todo el día y que, de noche, le limpia la cara roñosa a las penas, cantándole a la novia todas las angustias de ese perro flaco que se llama Destino...

Paso sobre el estilo alegórico-basurero de la formulación, tan sintomático del ultraísmo abaratado de los repórters, y pienso en lo que en ella se dice.

Vamos por partes. La primera que a la historia de la milonga aquí le recetan, la agreste que es la de pulpería, no es demasiado clara. Decir agreste es aludir al campo nomás; decir de pulpería es pasarse a las orillas también, cosa que no está mal, puesto que de las orillas fue la milonga. El mostrador de madera y el changango del compadrito la generaron y fue tal vez una decantación del cantar por cifra, aunque distinta de él. El Cancionero bonaerense de Lynch empieza por adjudicársela al gaucho, pero a los dos renglones escribe que sólo la practican el compadraje de la capital y de la campaña y que no hay bailecito de medio pelo en que no figure y que la bailan en los casinos de los mercados Once de Setiembre y Constitución. Añade que los organistas la han arreglado y la hacen oír con aire de danza o habanera. Esto lo notició Lynch el ochenta y tres. Rossi (Cosas de negros, páginas 121-124) también la ve orillera a la milonga y no de la pampa. Ese par de pareceres nos insinúan que la milonga agreste no es tal.

Ya nos encara la segunda vida de la milonga, la milonga compadrona que es la entrerriana, peleadora y buscapleitos, según el definidor nos anuncia. Esa milonga feliz de atropellar es la consabida, es la que se insolentó en bravatas de lugares de Buenos Aires allá por el ochenta. Es la que se llevó muy bien con las coplas:
Soy del barrio e Monserrá
donde relumbra el acero;
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.
Parao en las Cinco Esquinas
con toda mi contingencia
por ver si te rompo el… alma
ando haciendo diligencia.
Yo soy del barrio del Alto,
soy del barrio del Retiro,
yo soy el que nunca miro
con quién tengo que pelear
y en trance de milonguear,
nadies se me puso a tiro.
Esa alma varona y sobradora de la milonga es la que está en los tangos antiguos —en Rodríguez Peña, en Don Juan, en El entrerriano, en El apache argentino, en Las siete palabras, en Pinta brava, en El caburé— además en La payanca y en Don Esteban. ¿Dónde lo entrerriano de esa alma? La respuesta es de ingrata facilidad: a esa alma la precisa entrerriana el definidor, para que la tercera milonga, la suya, la de ese perro flaco que le lava la cara a la novia que se llama Destino, sea la verdadera porteña. Y eso, ya sabemos que no lo es. Es una rezongona quejumbre itálica y no otra cosa.

Alguna vez —si los primitivos tangos no engañan— una felicidad sopló sobre las tapias rosadas del arrabal y estuvo en el empaque dominguero del compadrito y en la jarana de las chiruzas en el portón. ¿Qué valentías la gastaron, qué generosidades, qué fiestas? Lo cierto es que pasó y que el bandoneón cobarde y el tango sin salida están con nosotros. Hay que sobrellevarlos, pero que no les digan porteños.



Revista Martín Fierro, año 4, no. 43, Bs.As., 07/1927
En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Edición facsimilar de El idioma de los argentinos con ilustraciones de Xul Solar,iniciativa conjunta del Museo Nacional Bellas Artes, la Fundación Pan Klub y la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, y acompañó la muestra “Xul Solar. Panactivista”, que pudo verse hasta el 18 de junio de 2018 en el Pabellón de Exposiciones Temporarias del MNBA. Vía


28/10/18

Jorge Luis Borges: Ricardo Molinari, "El imaginero"






Ricardo E. Molinari es hombre pudoroso de su alma y sólo comunicativo de ella por símbolos. Lo circunstancial de su vida no está en las páginas confesadas por él; pero sí la traducción de ésta en aceptaciones, en corazonadas, en gratitudes. Nombra las cosas como agradeciéndoles el favor que nos hacen con existir. Su concepto del idioma es hedónico: las palabras le son gustosas, pero no las de tamaño y de majestad, sino las de cariño y de estimación. Es poeta de Buenos Aires, de la íntima sustancia provinciana de Buenos Aires. El arriate prolijo, la engalanada vela de la Candelaria que es conjuradora de lluvias, las sucesiones y como dinastías de patios que hay en las casas viejas, condicen bien con él. Es poeta de agrados, es una presencia inusitadísima de poesía en nuestra "poesía" y no se arrepentirá el que lo busque. 

Cinco lugares de su libro quiero manifestar. El primero es esta imaginación del amor, que tal vez no marre: En qué piedad o dulzura se irán aclimatandolas cosas que ella mira! El segundo es una tácita declaración por virtud de la palabra nuestra, emparejadora en él de dos porvenires: Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar. El tercero es una descripción del recuerdo, gusto americanísimo, pues el ayer de nuestra casa es otro que el hoy: Este agobio —en que voy por mi memoria- corrigiendo el pueblo. El cuarto es esta gran palabra patética: Con cuatro golpes de campanas supe que ya serían distintas mis mañanas. El quinto, de eficacia menos apresurada, dice la correlación de los hombres y la inseguridad o pobreza de cada yo: Lo ajeno y lo propio de lo que he vivido. Escribí de líneas, pero la integridad de algunas composiciones —La oda descalza, el Poema de la niña velazqueña, las dos Veletas, la Elegía para un pueblo que perdió sus orillas, el Poema del almacén es tan fina y agradable como sus partes. Dos mitos, dos reverencias volvedoras, las de El imaginero. Una es el mar, el no mirado mar soñado y encariñado desde nuestro polvoriento hinterland del oeste Liniers, Urquiza; otra es la costumbre, con las vivencias que por ella están gobernadas: la tarde, el amistoso amor, la luna en el hueco.




























En El idioma de los argentinos (1928) [R]
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House


Imagen arriba: Ricardo Molinari (sin data) vía
Abajo: Cover, Editorial PROA, 1927
Portaba con ilustración de Norah Borges



20/7/18

Jorge Luis Borges: Hombres pelearon (1928)














Ésta es la relación de cómo se enfrentaron coraje en menesteres de cuchillo el Norte y el Sur. Hablo de cuando el arrabal, rosado de tapias, era también relampagueado de acero; de cuando las provocativas milongas levantaban en la punta el nombre de un barrio; de cuando las patrias chicas eran fervor. Hablo del noventa y seis o noventa y siete y el tiempo es caminata dura de desandar.
Nadie dijo arrabal en esos antaños. La zona circular de pobreza que no era el centro, era las orillas: palabra de orientación más despreciativa que topográfica. De las orillas, pues, y aun de las orillas del Sur fue El Chileno: peleador famoso de los Corrales, señor de la insolencia y del corte, guapo que detrás de una zafaduría para todos entraba en los bodegones y en los batuques; gloria de matarifes en fin. Le noticiaron que en Palermo había un hombre, uno que le decían El Mentao, y decidió buscarlo y pelearlo. Malevos de la Doce de Fierro fueron con él.
Salió de la otra punta de una noche húmeda. Atravesó la vía en Centro América y entró en un país de calles sin luz. Agarró la vereda; vio luna infame que atorraba en un hueco, vio casas de decente dormir. Fue por cuadras de cuadras. Ladridos tirantes se le abalanzaron para detenerlo desde unas quintas. Dobló hacia el norte. Silbidos ralos y sin cara rondaron los tapiales negros; siguió. Pisó ladrillo y barro, orilló la Penitenciaría de muros tristes. Cien hamacados pasos más y arribó a una esquina embanderada de taitas y con su mucha luz de almacén, como si empezara a incendiarse por una punta. Era la de Cabello y Coronel Díaz: una parecita, el fracaso criollo de un sauce, el viento que mandaba en el callejón.
Entró duro al boliche. Encaró la barra nortera sin insolencia: a ellos no iba destinada su hazaña. Iba para Pedro el Mentao, tipo fuerte, en cuyo pecho se enanchaba la hombría y que orejeaba, entonces, los tres apretados naipes del truco.
Con humildad de forastero y mucho señor, El Chileno le preguntó por uno medio flojo y flojo del todo que la tallaba ¡vaya usté a saber con quiénes! de guapo y que le decían El Mentao. El otro se paró y le dijo en seguida: Si quiere, lo vamos a buscar a la calle. Salieron con soberbia, sabiendo que eran cosa de ver.
El duro malevaje los vio pelear. (Había una cortesía peligrosa entre los palermeros y los del Sur, un silencio en el que acechaban injurias.)
Las estrellas iban por derroteros eternos y una luna pobre y rendida tironeaba del cielo. Abajo, los cuchillos buscaron sendas de muerte. Un salto y la cara del Chileno fue disparatada por un hachazo y otro le empujó la muerte en el pecho. Sobre la tierra con blandura de cielo del callejón, se fue desangrando.
Murió sin lástimas. No sirve sino pa juntar moscas, dijo uno que, al final, lo palpó. Murió de pura patria; las guitarras varonas del bajo se alborozaron.
Así fue el entrevero de un cuchillo del Norte y otro del Sur. Dios sabrá su justificación: cuando el juicio retumbe en las trompetas, oiremos de él.
(Dedicado a Sergio Piñero)




En El idioma de los argentinos 
[Con Sentirse en muerte conforman "Dos esquinas"]
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Retrato de Borges por Richard Augusto Pajuelo  [+] 


19/5/18

Jorge Luis Borges: Otra vez la metáfora (1928)






La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas es tarea fundamental del poeta y que por ellas debe medirse su valimiento. Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese error. No quiero dragonear de hijo pródigo; si lo menciono, es para advertir que la metáfora es asunto acostumbrado de mi pensar. Ayer he manejado los argumentos que la privilegian, he sido encantado por ellos; hoy quiero manifestar su inseguridad, su alma de tal vez y quién sabe.
Suele solicitarse de los poetas que hablen privativamente en metáforas y se afirma que la metáfora es única poetizadora, que es el hecho poético, por excelencia. Sin embargo, la poesía popular no ejerce metáforas. Léanse los romances viejos, el del conde Arnaldos, el del rey moro que perdió Alhama, el de Fontefrida, y luego los romances ya literarios de Góngora o de D. Juan Meléndez Valdés y se advertirá en éstos una pluralidad de metáforas y en aquéllos su inasistencia casi total. Idéntica observación sale de confrontar las genuinas coplas camperas con las epopeyas de Ascasubi y de José Hernández. El hecho puede tal vez resolverse así. Las cosas (pienso) no son intrínsecamente poéticas; para ascenderlas a poesía, es preciso que las vinculemos a nuestro vivir, que nos acostumbremos a pensarlas con devoción. Las estrellas son poéticas, porque generaciones de ojos humanos las han mirado y han ido poniendo tiempo en su eternidad y ser en su estar… Afirmo que también en poesía anda bien la fórmula de Unamuno: Los mártires hacen la fe.
ídolos a los Troncos, la Escultura;
Dioses, hace a los ídolos el Ruego,
como cautelosamente pensó y enrevesadamente escribió D. Luis de Góngora (Sonetos Varios, XXXII).
Por consiguiente, asevero que cualquier tema de la literatura recorre dos obligatorios períodos: el de poetización y el de explotación. El primero es pudoroso, torpe, casi lacónico; vaivén de corazonadas y de temores lo hace pueril y apenas si se atreve a decir en voz alta cómo se llama. Su manera de hablar es la exclamación, el relato desocupado, la palabra sin astucia de epítetos. El segundo es resuelto, conversador: el tema ya tiene firmeza de símbolo y su solo nombre —cargado de recuerdos valiosos— es declarador de belleza. Su voz es la metáfora, consorcio de palabras ilustres. (Creo de veras que la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía, ya formadísimo. La poesía de los vocablos entreverados por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar.)
Remy de Gourmont observa: En el estado actual de las lenguas europeas, casi todas las palabras son metáforas. El hecho es irrecusable y basta hojear un diccionario etimológico para testificar su verdad pero le falta virtualidad polémica. Creo que es imposible prescindir de metáforas al hablar y que es imposible entendernos sin olvidarlas. ¿A qué pensar en ingenieros de puentes cuando oigo la palabra pontífice y en cinturones cuando oigo la palabra zona y en chivatos cuando oigo la palabra tragedia y en cuerdas trenzadas cuando oigo la palabra estropajo y en mandaderos si me hablan de ángeles y en precaverme de piratas si me hablan de abordar un problema? Desde luego hay categorías convertibles; el espacio y el tiempo, lo físico y lo moral, hacen canje continuo de sus palabras. ¿Hay efectuación de metáfora en eso? Casi ninguna, puesto que esas metáforas sedicentes no son advertidas por nadie y no expresan la igualación o comparación de dos conceptos, sino la presentación de uno solo. Argumentar que la palabra grotesco es metafórica, porque deriva de gruta, es como argumentar que en la cifra 10 el concepto de la Nada absoluta interviene, a causa de su símbolo, el cero. (Precisamente, esta difícil sustantivación del no ser, la palabra Nada, parece haber sido inventada por la casualidad, por inercia gramatical, no por empeño de corporificar abstracciones. Dice Andrés Bello: Antiguamente nada significaba siempre cosa: nada no es más que un residuo de la expresión cosa nada, cosa nacida, cosa criada, cosa existente. De aquí el usarse en muchos casos en que no envuelve negación: ¿Piensa usted que ese hombre sirva para nada?, esto es, para alguna cosa. De aquí también el emplearse con otras palabras negativas sin destruir la negación: Ese hombre no sirve para nada, es decir, para cosa alguna. Y si tiene por sí solo el sentido negativo precediendo al verbo, no vemos en esto sino lo mismo que sucede con otras expresiones indudablemente positivas; así en mi vida le he visto, es lo mismo que no le he visto en mi vida. De suerte que nada no llegó a revestirse de la significación negativa sino por un efecto de la frecuencia con que se le empleaba en proposiciones negativas donde la negación no era significada por esta palabra, sino por otras a que estaba asociada.)
La metáfora es una de tantas habilidades retóricas para conseguir énfasis. No sé por qué razón ha de ser puesta sobre las otras. Yo creo que la invención o hallazgo de pormenores significativos la aventaja siempre en virtualidad. He leído muchas metáforas sobre la sufrida lentitud de los bueyes; ninguna me ha impresionado tanto como esta observación nada metafórica, hecha por el algunas veces poeta Gabriel y Galán:
…los bueyes
de cuyos bezos charolados cuelgan
tenues hilos de baba transparente
que el manso andar no quiebra.
Escribiré dos ejemplos más. El converso antioqueno de la relación A death in the desert de Browning, narra la muerte perseguida y guardada del evangelista San Juan, y dice con devoción: Esto no sucedió en la cueva exterior ni en la secreta cámara de la roca (donde lo tuvimos acostado sobre un cuero de camello y esperamos durante sesenta días que muriese) sino en la gruta central, porque algo de la luz del mediodía allí se alcanzaba, y no queríamos perder lo último que pudiera suceder en ese rostro. Shakespeare principia así un soneto: No mis propios temores ni el alma profética del ancho mundo soñando en cosas que vendrán... y lo que se sigue. Aquí el experimento es crucial. Si la locución alma profética del mundo es una metáfora, sólo es una imprudencia verbal o una mera generalización de quien la escribió; si no lo es, si el poeta creyó de veras en la personalidad de una alma pública y total de este mundo, entonces ya es poética.
Generalmente, se admira la invención de metáforas. Sin embargo, más importante que su invención es la oportunidad para ubicarlas en el discurso y las palabras elegidas para definirlas. Considérese una misma metáfora en dos poetas, infausta en uno y de siempre lista eficacia para maravillar, en otro. Razona Góngora (A la Armada en que los Marqueses de Ayamonte passavan a ser Virreyes de México):
Velero bosque de árboles poblado
que visten hojas de inquieto lino…
Aquí la igualación del bosque y la escuadra, está justificada con desconfianza y la traducción de mástiles en árboles y de velámenes en hojas, peca de metódica y fría.
Inversamente, Quevedo fija la idéntica imaginación en cuatro palabras y la muestra movediza, no estática. La anima, soltándola por el tiempo (Inscripción de la Statua Augusta del César Carlos Quinto en Aranjuez):
Las Selvas hizo navegar…
La concepción clásica de la metáfora es quizá la menos imposible de cuantas hay: la de considerarla como un adorno. Es definición metafórica de la metáfora, ya lo sé; pero tiene sus precelencias. Hablar de adorno es hablar de lujo y el lujo no es tan injustificable como pensamos. Yo lo definiría así: El lujo es el comentario visible de una felicidad. Gracias a Dios, no soy adverso a avenidas embanderadas, a quintas con terrazas, a terrazas con puestas de sol, a jugar con lindas piezas al ajedrez. Lo que pasa es que casi nunca me siento merecedor de esas munificencias. En cambio, me parece justificadísimo que una mujer hermosa (cuya belleza ya es una continua felicidad) viva en continuo aniversario y veinticinco de mayo de esa belleza. Yo soy un hombre más o menos enlutado que viaja en tramway y que elige calles desmanteladas para pasear, pero me parece bien que haya coches y automóviles y una calle Florida con vidrieras resplandecientes. Me parece asimismo bien que haya metáforas, para festejar los momentos de alguna intensidad de pasión. Cuando la vida nos asombra con inmerecidas penas o con inmerecidas venturas, metaforizamos casi instintivamente. Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como él.




En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Caricatura de Hermenegildo Sabat publicada en La Opinión, octubre 1972
incluida en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje), Fig. 41, pág. 123



20/3/18

Jorge Luis Borges: Para el centenario de Góngora







Yo siempre estaré listo a pensar en don Luis de Góngora cada cien años. El sentimiento es mío y la palabra Centenario lo ayuda. Noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende: buen porcentaje del recuerdo que apetecemos y del mucho olvido que nuestra flaqueza precisa.
Góngora ha ascendido a abstracción. La dedicación a las letras, la escritura esotérica y pudorosa, las actas martiriales de la incomprensión ajena y de la finura, están simbolizadas en él. El ocurrente cordobés Luis de Argote —hombre de amargura en los labios y de juventud empleada en amores— ahora se llama Góngora, de igual manera que dos palitos atados por el medio se llaman cruz. A ese alguien no lo juzgo. Parece horrenda cosa que un hombre se constituya en Juicio Final de otros hombres y quiera declarar inválidos, nulos y de ningún valor y efecto sus días. Yo a esa judicatura no la codicio.
Llego, pues, a su valor guarismal. Góngora —ojalá injustamente— es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre.
Consigno mi esperanza —demasiadas veces satisfecha— de no tener razón.




Esta nota titulada “Para el centenario de Góngora”, publicada en la revista Síntesis
Buenos Aires, Año I, Nº 1, junio de 1927, fue omitida por error ya que fue encontrado con posterioridad 
a la publicación de los volúmenes de Textos recobrados 1919-1929 y 1931-1955

En 1928 se incluyó en El idioma de los argentinos

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Góngora y Argote por Diego de Velázquez (1622)
Museum of Fine Arts, Boston



11/7/17

Jorge Luis Borges: El culteranismo







Si las matemáticas (sistema especializado de pocos signos, fundado y gobernado con asiduidad por la inteligencia) entrañan incomprensibilidades y son objeto permanente de discusión, ¿cuántas no oscurecerán el idioma, colecticio tropel de miles de símbolos, manejado casi al azar? Libros orondos —la Gramática y el Diccionario— simulan rigor en el desorden. Indudablemente, debemos estudiarlos y honrarlos, pero sin olvidar que son clasificaciones hechas después, no inventores o generadores de idioma. Ni las palabras asumen invariadamente la acepción que les es repartida por el diccionario ni hay una relación segura entre las ordenaciones de la gramática y los procesos de entender o de razonar.
Busco un ejemplo. Sírvanos de primera mitad este parecer, que desgloso de una devota página sobre Góngora: D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua española y de segunda mitad esta conclusión, que podemos suponer a la vuelta de muchas estadísticas y argumentos: Buenos Aires ha sido, y será siempre, el mayor puerto de esta república. Sintácticamente ambas oraciones se corresponden. Para los gramáticos, la frase y será siempre se repite con igual sentido en las dos. Ningún lector, sin embargo, se dejará llevar por este parecido fonético. En la segunda oración, la frase y será siempre es un juicio, es una probabilidad que se afirma, es una cosa que toca de veras al porvenir; en la primera, es casi una interjección, un énfasis más. En ésta, es emocional, afectiva; en aquélla, es intelectual. Decir D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua es dictaminar D. Luis es indudablemente el mayor poeta de la lengua española o exclamar D. Luis es, ¡a ver quién me lo discute!, el mayor poeta. La equivalencia cae fuera de la gramática y de la lógica; bástanos intuirla.
Piensa Novalis: Cada palabra tiene una significación peculiar, otras connotativas y otras enteramente arbitrarias y falsas (Werke, III, 207). Hay la significación usual, la etimológica, la figurada, la insinuadora de ambiente. La primera suele prevalecer en la conversación con extraños, la segunda es alarde ocasional de escritores, la tercera es costumbre de haraganes para pensar. En lo atañedero a la última, no ha sido legalizada por nadie y usada y abusada por muchos. Presupone siempre una tradición, es decir, una realidad compartida y autorizada y es postrimería de clasicismo. Entiendo por clasicismo esa época de un yo, de una amistad, de una literatura, en que las cosas ya recibieron su valoración y el bien y el mal fueron repartidos entre ellas. La torpe honestidad matemática de las voces ya se ha gastado y de meros guarismos de la realidad, ya son realidad. Son designación de las cosas, pero también son elogio, estima, vituperio, respetabilidad, picardía. Poseen su entonación y su gesto. (Séanos evidentísimo ejemplo el de las voces organito, costurerita, suburbio, en las que ha infundido Carriego un sentido piadoso y conmovedor que no tuvieron antes.) El proceso no varía nunca. La poesía —conspiración hecha por hombres de buena voluntad para honrar el ser— favorece las palabras de que se vale y casi las regenera y reforma. Luego, ya bien saturados los símbolos, ya vinculada la exaltación a un grupo de palabras y a otro la heroicidad y a otro la ternura, viene el solazarse con ellos. Esencialmente, el gongorismo o culteranismo. El academismo que se porta mal y es escandaloso.
El de la escuela cordobesa del mil seiscientos es el más famoso de todos. El anverso de esta nombradía es la individualidad saliente de su caudillo. Por el primer hombre de España lo tuvieron, casi con unanimidad, los de su época, y aunque la sola mención de Lope, de Cervantes y de Quevedo basta para la refutación de ese error, la atracción ejercida por don Luis de Góngora es indudable. Porque si no nos queremos negar a la razón, sino confesalla sinceramente, ¿quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no haya sido mirando a su luz?, finge interrogar, antes de 1628, Vázquez Siruela… El reverso es el general sosiego de la literatura española, remisa en teorizar. En su quietud casera el culteranismo es único escándalo y se le agradece el gentío.
El consenso crítico ha señalado tres equivocaciones que fueron las preferidas de Góngora: el abuso de metáforas, el de latinismos, el de ficciones griegas. Yo quiero considerarlos con precisión.
El primero es objeto de litigios que no se cansan. Los unos piensan que la numerosidad de metáforas es condenable; los otros, que se trata de una virtud.
Yo insinuaría —contra los contemporáneos, contra los antiguos, contra mis certidumbres de ayer que la cuestión no es de orden estético. ¿Acaso hay un pensar con metáforas y otros sin? La muerte de alguien ¿la sentimos en estilo llano o figurado? La única realidad estética de un poema ¿no es la representación que produce? Que el escritor se haya valido o no de metáforas para persuadirla, es curiosidad ajena a lo estético, es como hacer el cómputo de la cantidad de letras que empleó. La metáfora no es poética por ser metáfora, sino por la expresión alcanzada. No insisto en la disputa; todo sentidor de Croce estará conmigo.
He descubierto ilustres metáforas en la obra de don Luis. Escribo adrede el verbo, porque son de las que ningún fervoroso suyo ha elogiado. Copio la mejor de ellas, la del sentir eterno español, la del Rimado de Palacio, la de Manrique, la de que el tiempo es temporal:
Mal te perdonarán a ti las Horas,
las Horas que limando están los Días,
los Días, que royendo están los Años.
El crítico español Guillermo de Torre, en su alegato por la metáfora, quiere autorizarse con el famoso ejemplo de Góngora y copia este verso:
peinar el viento, fatigar la selva
cuyo primer hemistiquio acierta en lo de igualar el viento a una cabellera y no sé si en la prolijidad de peinarlo, y cuyo final es traducción fidelísima de Virgilio.
Venatu invigilantpueri, sylvasque fatigant
dice La Eneida, libro noveno, verso 605.
También, para ejemplo de metáforas que enigmatizan, es costumbre transcribir el principio de la Soledad primera, la de los campos:
Era del Año la Estación florida
en que el mentido Robador de Europa
(Media Luna las Armas de su Frente
y el Sol todos los Rayos de su Pelo).
Luciente honor del Cielo
en campos de Zafiro pace Estrellas.
Asiduos cabalistas (desde Pellicer o Salcedo y Coronel hasta los contemporáneos) han procurado la justificación lógica de esa tardanza y de ese impertinentísimo toro, que es disfraz de Júpiter y signo zodiacal y constelación y que no nos ayuda a imaginarnos la primavera. Sin embargo, aquí lo de menos es la metáfora; lo que importa son las palabras orondas —las palabras de clima de majestad— exhibidas por el autor. Propiamente, no hay comparaciones ahí; no hay sino la apariencia sintáctica de la imagen, su simulación. Metaforizar es pensar, es reunir representaciones o ideas. Don Juan de Jáuregui, cuyo honestísimo Discurso poético ha sido republicado por Menéndez y Pelayo y justicieramente elogiado (Ideas estéticas, III, 494) señala esa nadería de los cultos: Aun no merece el habla de los cultos en muchos lugares nombre de obscuridad, sino de la misma nada. También, Francisco de Cascales: Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la obscuridad solas palabras. Ahora bien, ¿puede haber poesía sin intuiciones? Arturo Schopenhauer ha escrito que la poesía es el arte de poner en juego la imaginación, mediante palabras. Sospecho que aceptar esa definición de traza romántica es premisa para admitir el culteranismo. Una cosa es presentar a la inteligencia un mundo verdadero o fingido y otra es fiarlo todo a la connotación visual o reverencial de vocablos arbitrariamente enlazados. Lo lamentable es que casi todos los poetas han abdicado la imaginación en favor de novelistas e historiadores y trafican con el solo prestigio de las palabras. Los unos viven de palabras de lejanía, los otros de palabras lujosas, los demás practican el diminutivo y la interjección y son héroes del quién pudiera y del nunca y del si supieras; ninguno quiere imaginar o pensar. Acaso, Góngora fue más consciente o menos hipócrita que ellos.
En lo atañedero a latinismos, es notorio que don Luis de Góngora los frecuentó ad majorem linguae hispanicae gloriam y que su ánimo fue probar que nuestro romance puede lo que el latín. Ahora, la soberbia española practica una diversa conducta: no quiere aceptar el socorro de barbarismos y pone su toda y poca fe en recetas caseras: en idiotismos, en refranes, en locuciones. Para nada quiere salir de su casa, ni para bromear. Yo confieso que a la cerrazón y hurañía de los puristas de hoy, prefiero las invasiones generosas de los latinizantes. Góngora y Quevedo lo fueron, y también Hurtado de Mendoza y Saavedra Fajardo y otros no tan ilustres. Fray Luis hebraizó con oportunidad; Cervantes italianizó; Gracián y Quevedo neologizaron. En suma, la tradición española no es tradicional, como los tradicionalistas pretenden.
Ya nos encara la tercera equivocación del culteranismo, la única sin remisión y sin lástima, porque es hendija por donde se le trasluce la muerte. Hablo de su permanente afán mitológico, de su manejo supersticioso de mitos griegos, quiero decir de nombres de mitos. Haraganería es ésa tan pública como ¡te juro por Dios! en boca de ateo o la fórmula conjurativa ¡cruz diablo! dicha por el que descree de la cruz y no se imagina, al pronunciarla, ningún demonio. Poesía es el descubrimiento de mitos o el experimentarlos otra vez con intimidad, no el aprovechar su halago forastero y su lontananza. El culteranismo pecó: se alimentó de sombras, de reflejos, de huellas, de palabras, de ecos, de ausencias, de apariciones. Habló —sin creer en ellos— del fénix, de las divinidades clásicas, de los ángeles. Fue simulacro vistosísimo de poesía: se engalanó de muertes.




En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House


Sofía Gandarias: Retrato de Borges 1985
Oleo sobre lienzo, papel de seda, collage 


15/6/17

Jorge Luis Borges: La fruición literaria






Sospecho que los novelones policiales de Eduardo Gutiérrez y una mitología griega y el Estudiante de Salamanca y las tan razonables y tan nada fantásticas fantasías de Julio Verne y los grandiosos folletines de Stevenson y la primer novela por entregas del mundo: las 1001 Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.
La lista es heterogénea y no puede confesar otra unidad que la consentida por la edad tempranísima en que los leí. Yo era un hospitalario lector en este anteayer, un cortesísimo indagador de vidas ajenas y todo lo aceptaba con venturosa y alacre resignación. En todo creía, hasta en las malas ilustraciones y en las erratas. Cada cuento era una aventura y yo buscaba lugares condignos y prestigiosos para vivirla: el descanso más empinado de la escalera, un altillo, la azotea de la casa.
Luego descubrí las palabras: descubrí su agasajo legible y hasta memorable y hospedé muchas tiradas en prosa y verso. Algunas —todavía— suelen acompañarme la soledad, y el agrado que me inspiraron se ha hecho costumbre; otras han caído piadosamente de mi recuerdo, como el Tenorio, que alguna vez supe íntegro y que han extirpado los años y mi desgano. Despacito, a través de inefables chapucerías de gusto, intimé con la literatura. No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor. En cambio, sé que fue apasionadísimo mi primer encuentro con el Sartor Resartus o Sastre Zurcido del energuménico Tomas Carlyle: libro arrumbado, que hace años está leyéndose solo en la biblioteca. Después, fui mereciendo amistades escritas que todavía me honran: Schopenhauer, Unamuno, Dickens, De Quincey, otra vez Quevedo.
¿Y en el día de hoy? He dado en escritor, en crítico, y debo confesar (no sin lástima y conciencia de mi pobreza) que releo con un muy recordativo placer y que las lecturas nuevas no me entusiasman. Ya tiendo a contradecirles la novedad, a traducirlas en escuelas, en influencias, en combinación. Conjeturo que de ser sinceros, todos los críticos del mundo (y aun algunos de Buenos Aires) dirían lo mismo. Es natural: la inteligencia es económica y arregladora y el milagro le parece una mala costumbre. Admitirlo, ya es injustificarse.
Escribe Menéndez y Pelayo: Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan! (Historia de la poesía americana, tomo segundo, página 103). Esta que parece advertencia, es una confesión. Esos tan resucitadores ojos de la historia ¿qué son sino un sistema de lástimas, de generosidades o sencillamente de cortesías? Se me replicará que sin ellos, confundiremos el plagiario con el inventor, la sombra y el bulto. Cierto, pero una cosa es la justiciera repartición de glorias y otra la pura fruición estética. Es lamentable observación mía que cualquier hombre, a fuerza de recorrer muchos volúmenes para juzgarlos (y no es otra la tarea del crítico) incurre en mero genealogista de estilos y en rastreador de influencias. Vive en esta pavorosa y casi inefable verdad: La belleza es un accidente de la literatura; depende de la simpatía o antipatía de las palabras manejadas por el escritor y no está vinculada a la eternidad. Los epígonos, los frecuentadores de temas ya poetizados, suelen conseguirla y casi nunca los novadores.
Nuestra desidia conversa de libros eternos, de libros clásicos. Ojalá existiera algún libro eterno, puntual a nuestra gustación y a nuestros caprichos, no menos inventivo en la mañana populosa que en la noche aislada, orientado a todas las horas del mundo. Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin lectura final.
Si las obtenciones de belleza verbal que puede ministramos el arte fueran infalibles, existirían antologías no cronológicas y hasta sin nómina de escritores ni escuelas. La sola evidencia de hermosura de cada composición bastaría para justificarla. Claro que esa conducta sería estrafalaria y aun peligrosa en las antologías al uso. ¿Cómo admirar los sonetos de Juan Boscán, si no sabemos que fueron los primeros de que adoleció nuestro idioma? ¿Cómo sufrir los de Mengano, si ignoramos que ha perpetrado otros muchos que son todavía más íntimos del error y que además, es amigo del antologista?
Temo no ser entendido en este lugar, y a riesgo de simplificar demasiado el asunto, buscaré un ejemplo. Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó, y no es paradoja. Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar, no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero… Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aún, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase.
Hablo sin intención de ironía. La distancia y la antigüedad (que son los énfasis del espacio y del tiempo) tiran de nuestro corazón. Ya Novalis enunció esa verdad y Spengler ha sabido razonarla grandiosamente, en libro famoso. Yo quiero señalar su atingencia con la literatura, que es cosa patética. Si ya nos engravece pensar que hace dos mil quinientos años vivieron hombres, ¿cómo no ha de conmovernos saber que versificaron, que fueron espectadores del mundo, que hospedaron en las palabras leves y duraderas algo de su pesada vida fugaz, que esas palabras están cumpliendo un largo destino?
El tiempo, tan preciado de socavador, tan famoso por sus demoliciones y sus ruinas de Itálica, también construye. Al erguido verso de Cervantes
¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!…
lo vemos refaccionado y hasta notablemente ensanchado por él. Cuando el inventor y detallador de Don Quijote lo redactó, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Sospecho que los contemporáneos suyos lo sentirían así:
¡Vieran lo que me asombra este aparato!…
o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.
En general, el destino de los inmortales es otro. Los pormenores de su sentir o de su pensar suelen desvanecerse o yacen invisibles en su labor, irrecuperables e insospechados. En cambio, su individualidad (esa simplificadísima idea platónica que en ningún rato de su vida fueron con pureza) se aferra como una raíz a las almas. Se vuelven pobres y perfectos como un guarismo. Se hacen abstracciones. Son apenas un manojito de sombra, pero lo son con eternidad. Les conviene demasiado esta oración: Quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra (Quevedo: La hora de todos y la fortuna con seso, episodio XXXV). Pero hay diversas inmortalidades.
Tierna y segura inmortalidad (alcanzada alguna vez por hombres medianos, pero de honesta dedicación y largo fervor) es la del poeta cuyo nombre está vinculado a un lugar del mundo. Ésa es la de Burns, que está sobre tierras labrantías de Escocia y ríos que no se apuran y cordilleritas; ésa es la de nuestro Carriego, que persiste en el arrabal vergonzante, furtivo, casi enterrado que hay en Palermo al sur y en donde un extravagante esfuerzo arqueológico puede reconstruir el baldío cuya ruina actual es la casa y el despacho de bebidas que se ha hecho Emporio. Hay también un inmortalizarse en cosas eternas. La luna, la primavera, los ruiseñores, manifiestan la gloria de Enrique Heine; el mar que sufre cielo gris, la de Swinburne; los andenes estirados y los embarcaderos, la de Walt Whitman. Pero las inmortalidades mejores —las de señorío de la pasión— siguen vacantes. No hay poeta que sea voz total del querer, del odiar, de la muerte o del desesperar. Es decir, los grandes versos de la humanidad no han sido aún escritos. Esa es imperfección de que debe alegrarse nuestra esperanza.





En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto arriba: Borges y Xul Solar almorzando en Quilmes con dos amigas, 1938
Collection of Museo Xul Solar Fuente

Imagen abajo: Edición facsimilar (2017) de El idioma de los argentinos, intervenida artísticamente 
con óleo y acuarelas por Xul Solar Fuente


7/11/16

Jorge Luis Borges: Un soneto de Don Francisco de Quevedo







No, no es el del entierro geográfico del grande Osuna, difunto que lloraron los ríos y cuyo velorio fue de volcanes, ni tampoco el consentidamente gracioso del narigón —materia forastera a las letras, porque una incongruencia así fisonómica sólo es visual y no puede alegrarnos de oídas. Otro es el soneto de que hablo y aunque las antologías nunca lo visitaron, lo tengo por una de las más intensas páginas de su autor: es decir, de la literatura mundial. El libro El Parnaso Español y Musas Castellanas lo registra; es de los sonetos a Lisi, en su libro cuarto, y lleva el número XXXI. Reza de esta manera:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de essotra parte en la rivera
Dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría
Y perder el respeto a lei severa.
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su forma dejarán, no su cuidado;
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Lo he copiado en su integridad, aunque demasiado bien sé que los tercetos lo abarcan. Es evidente que don Francisco de Quevedo, al sentarse a escribirlo, no tuvo más que la artesana intención de manufacturar un soneto al modo italiano, con las hipérboles ya reglamentarias del género, y que recién a las ocho líneas de petrarquizar, dio en especular y en sentir: riesgo que los entendidos repudian. Tales obreros de la versificación denunciarán también lo ripioso de los finales. Alma mía, agua fría, ley severa, ¡qué ociosidad para adjetivar! Nunca adolecieron de ella los cumplidores de sonetos sedicentes perfectos —José María de Heredia, Samain— que a trueque de evitar el ripio menor, consumaron casi siempre el total: el de catorce líneas, el de un entero soneto inútil y zángano.
¿Qué imperfección es, pues, la de este principio? Es (digo yo) la de cuanta metáfora se ha imaginado para decir la muerte. ¡Tan pudorosas y cobardes son todas ellas frente a la sola horrenda palabra que pujan por tapar!
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día
es una perífrasis boba, puesto que la terribilidad del morir no es la de un mero dejarnos sin luz y porque también los ojos se clausuran para dormir: ocupación blanda. ¿Y la alusión al Leteo y a sus aguas todoolvidadoras y sólo desafiables por la pasión? Es (o fue) ingeniosa, pero su actuación en boca no helénica es de falsedad y desvirtúa lo autobiográfico, lo poético.
Es decir, estos ocho renglones preparativos son un compás de espera, un escúcheme, un hacer tiempo casi de cualquier modo mientras la atención del auditorio está organizándose. No los precisaba Quevedo y si incurrió en la haraganería de componerlos, la culpa fue de la costumbre deplorabilísima de imponer tamaño de soneto a toda emoción. El sonetista (apunta don Ricardo Güiraldes) tiene un moldecito de budín en la mano y mete dentro todo lo que se le pone a tiro. Lo cual (añado yo) no quiere decir que los sonetos y los budines no sean manjares muy aceptables, alguna vez. Hay piezas de Enrique Banchs —ya tenemos en casa ejemplos no solamente de equivocación, sino de los otros— que saben reconciliarme con el soneto, con lo descomunal de sus leyes, con su arbitrariedad…
Consideremos, pues, los versos finales. En ellos puede escucharse ¡al fin! la voz de Quevedo, tan ausente de los no favorecidos cuartetos. Los destaco, los redimo de los demás y son el mayor sentir español:
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado.
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Ésta es abogacía originalísima por la inmortalidad: negocio en que se atareó Quevedo y a cuya probación dedicó las muchas páginas de un tratado que anda en sus Obras póstumas. Lo he recorrido; es discurso en que colaboraron la dialéctica y la dignidad varonil y la convicción y aun alguna vez el sarcasmo, pero su constante objeto es justificar que el alma es entidad separable y puede operar sin las representaciones —fantasmas, escribe el original— de que se abasteció en los sentidos. Es polémica anticipada con Hobbes, y fraileras citaciones latinas la hacen solemne. Imposible ubicar en su área teológica el pensamiento audacísimo de los versos. Si mencioné este opúsculo {Inmortalidad de el Alma, con que se prueba la Providencia de Dios para consuelo, y aliento de los Catholicos, y vergonzosa confusión de los Hereges) es para evidenciar la mucha intimidad de Quevedo con la cuestión.
Quevedo casi no razona; intuye más bien. La intensidad le es promesa de inmortalidad y no la intensidad de cualquier sentir, sino la de la apetencia amorosa y, más concretamente aún, la del acto. El goce, plenitud del ser, rebasa su minuto y afirma que quien alguna vez tanto vivió, ya no se olvidará de vivir y no morirá. La erótica sube a metafísica; los descaros y sábados de la carne son mensajeros de buenas noticias para el espíritu, hospes comesque corporis, invitado y compañero del cuerpo.
Quevedo, hispano íntegramente y seguro de la realidad de las cosas —no de la gasificada cosa en sí que para consuelo de ametafísicos preparó Kant, sino de las caseras cosas individuales— sugiere una supervivencia de lo corpóreo, de las ya para siempre apasionadas venas y médulas. El pensamiento es casi pagano y está, con no amainada grandiosidad, en otro soneto:
Sobre el Sol arderé, y el cuerpo frío
Se acordará de amor en polvo y tierra.
Ese frío —tan insignificativo y haragán, a primera vista— es insinuador, por contraste, de la carnalidad y aun de la satisfacción y ápice de ella, de la que escribió Schopenhauer: La cópula es al mundo lo que la palabra al enigma. A saber, el mundo es ancho en el espacio y viejo en el tiempo y de variedad inagotable en las formas. Todo esto, sin embargo, no es sino la manifestación de la voluntad de vivir y la concentración, el foco de esta voluntad, es el acto generativo {El mundo como voluntad y representación; segundo volumen, capítulo cuarenta y cinco, página 671 de la edición alemana de Eduardo Grisebach).
¿Qué pensar de la abogación de Quevedo? Yo pienso de ella lo que de las sedicentes pruebas dialécticas de que hay Dios, la ontológica, la cosmológica, la moral, la histórica y las que queden: pienso que su única virtud no dudosa es la de convencer a ya convencidos. Para decírsela a fervientes de la inmortalidad, es inmejorable. No le pido más: en trance de Dios y de inmortalidad, soy de los que creen. Mi fe no es unamunesca e incómoda; mis noches saben acomodarse en ella para dormir y hasta despachan realidad bien soñada en su vacación. Mi fe es un puede ser que asciende con frecuencia a una certidumbre y que no se abate nunca a incredulidad. No entiendo a los mecanicistas, incrédulos de que un solo átomo irrepresentable pueda perderse y muy seguros de la escondibilidad final de su yo. Al universo no le permiten escamotear una partícula de materia pero sí una infinitud de almas.
Quevedo no descreyó nunca de la materia, pero ésta le sirvió (lo hemos visto) para argumentar la inmortalidad. Quiero rememorar aquí cierto diálogo. Ocurrió en las medianías del mil cuatrocientos; su escena, un dormitorio oscuro en Ocaña; sus interlocutores, la Muerte y don Rodrigo Manrique, hombre de pelo rojo; su cronista, el capitán don Jorge Manrique. Dijo entonces la Muerte que son tres las posibles vidas del hombre: una, la temporal, perecedera, la que cumplimos entre las prolijidades del tiempo y las del espacio; otra, muy mejor, la de nuestra fama, la que en ajenas bocas vivimos; otra, la de inmortalidad. De don Francisco ya sabemos que obtuvo dos; esperemos que el Señor no le haya sido avaro de la tercera. Ya escribí alguna vez que la negación o dubitación de la inmortalidad es el máximo desacato a los muertos, la descortesía casi infinita.



En El idioma de los argentinos (1928)
Foto: Captura Jorge Luis Borges, imágenes inéditas



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