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2/3/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El arte debería liberarse del tiempo ("En diálogo", I, 12)






Osvaldo Ferrari: En la audición de hoy conversamos con Borges sobre la belleza. Antes del inicio del diálogo sobre la belleza se transcribe la respuesta de Borges a la pregunta por el lugar que deberían ocupar el arte y la literatura en nuestra época, formulada en una conversación anterior.

Jorge Luis Borges: El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea… Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —Otra de las cosas de las que ya no se suele hablar, ni pensar, Borges, además del espíritu, es la belleza. Lo curioso es que ni siquiera los artistas, ni los escritores, últimamente, hablan de lo que supuestamente fue siempre su inspiración o su objetivo; es decir, de la belleza.

    —Bueno, quizá la palabra se haya gastado, pero el concepto no; porque, ¿qué finalidad tiene el arte si no la belleza? Ahora, quizá la palabra belleza no sea bella, pero el hecho lo es, desde luego.

    —Cierto. Pero, en su escritura, en sus poemas, en sus cuentos…

    —Yo trato de evitar lo que se llama «el feísmo», que me parece horrible, ¿no? Pero ha habido tantos movimientos literarios con nombres horribles. Por ejemplo, en México hubo un movimiento literario apodado de un modo terrorífico: el estridentismo. Pero finalmente se calló la boca, que era lo mejor que podía hacer. Aspirar a ser estridente, qué incómodo ¿no? Era un amigo mío: Manuel Maples Arce; él dirigió ese movimiento contra un gran poeta: Ramón López Velarde. Él dirigió ese movimiento estridentista, y yo recuerdo el primer libro de él, que, desde luego, sin ningún asomo de belleza, se llamaba Andamios interiores, lo cual es muy muy incómodo, ¿no? (ríe), tener andamios interiores. Yo recuerdo un solo verso, que no estoy seguro de que sea un verso, y era éste: «Y en todos los periódicos se ha suicidado un tísico», el único verso que recuerdo, y, quizá, ese olvido sea piadoso, ya que si ése era el mejor verso del libro, quizá no convenga esperar mucho de él. Y lo he visto muchos años después en el Japón —creo que fue embajador de México en el Japón— y eso lo hizo olvidar no la literatura, pero sí su literatura. Pero, ha quedado en las historias de la literatura —que recogen todo— como fundador del estridentismo (ríen ambos), una de las formas más incómodas de la literatura, querer ser estridente.

    —Sí, ahora, ya que hablamos de la belleza, quiero consultarlo sobre algo que me ha llamado siempre la atención: Platón dice que de todos los entes arquetípicos, sobrenaturales, el único visible en la Tierra, el único manifiesto, es la belleza.

    —Bueno, pero manifiesto a través de otras cosas.

    —Captable por los sentidos.

    —No sé si por los sentidos.

    —Así dice Platón.

    —Bueno, desde luego, supongo que la belleza de un verso tiene que pasar por el oído, y la belleza de una escultura tiene que pasar por el tacto y por la vista. Pero ésos son medios, nada más. No sé si vemos la belleza o si la belleza nos llega a través de formas, que pueden ser verbales o escultóricas, o auditivas en el caso de la música. Walter Pater dijo que todas las artes aspiran a la condición de la música. Ahora, yo creo que eso puede explicarse porque en la música el fondo y la forma se confunden. Es decir, usted puede contar el argumento, digamos, de un cuento —posiblemente traicionándolo— o el argumento de una novela, pero no puede contar el argumento de una melodía, por sencilla que sea. Stevenson dijo —pero yo creo que es un error— que un personaje literario no es otra cosa que una sarta de palabras. Bueno, eso es verdad, pero, al mismo tiempo, es necesario que lo sintamos como algo que no sea esa mera sarta de palabras, es necesario que creamos en él, me parece.

    —Es necesario que de alguna manera sea real.

    —Sí, porque creo que si sentimos a un personaje como una sarta de palabras, ese personaje no ha sido creado felizmente o acertadamente. Por ejemplo, tratándose de una novela, debemos creer que los personajes viven más allá de lo que el autor nos dice de ellos. Por ejemplo, si pensamos en un personaje cualquiera, un personaje de una novela o de un drama, tenemos que pensar que ese personaje —en los momentos en que no lo vemos— duerme, sueña, cumple con diversas funciones. Porque, si no, sería del todo irreal para nosotros.

    —Claro. Hay una frase de Dostoievsky que me llama tanto la atención como la de Platón. Él dice acerca de la belleza: «En la belleza, Dios y el diablo combaten, y el campo de batalla es el corazón del hombre».

    —Es una frase muy parecida a la de Ibsen: «Que la vida es un combate con el demonio en las grutas o en las cavernas del cerebro, y que la poesía es el hecho de celebrar el juicio final sobre uno mismo», y hay cierto parecido, ¿verdad?

    —Hay cierto parecido. Ahora, Platón atribuye a la belleza un destino, una misión. Y, entre nosotros, Murena ha dicho que él considera que la belleza puede transmitir una verdad extramundana.

    —Y, supongo que si no la transmite es inútil; si no la recibimos como una revelación más allá de lo que nos dan los sentidos. Pero, yo creo que es común ese sentimiento. Yo he notado que la gente es continuamente capaz de frases poéticas, que no aprecia. Por ejemplo, mi madre (yo he usado esa frase literariamente), mi madre comentaba la muerte de una prima nuestra, que era muy joven, con la cocinera, cordobesa. Y la cocinera le dijo, sin darse cuenta de que era una frase literaria. «Pero señora, para morir, sólo se precisa estar vivo». Sólo se precisa… y ella no se dio cuenta de que era una frase memorable. Yo la usé después en un cuento. «No se precisa más que estar vivo»*, no se precisa, como que no se requieren otras condiciones para la muerte, uno suministra ésa que es la única. Creo que la gente continuamente dice frases memorables y no se da cuenta. Y quizá la función del artista sea recoger esas frases y retenerlas. En todo caso, Bernard Shaw dice que casi todas las frases ingeniosas de él, son frases que él ha oído casualmente. Pero eso puede ser una frase ingeniosa más, o un rasgo de la modestia de Shaw.

    —El escritor sería, en ese caso, un gran coordinador del ingenio de los demás.

    —Sí, y, digamos, un amanuense de los otros, un amanuense, bueno, de tantos maestros, que quizá lo importante sería ser el amanuense y no el generador de la frase.

    —Una memoria individual de lo colectivo.

    —Es cierto, vendría a ser eso, exactamente.


* Hombre de la esquina rosada

Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges janvier 1983 à Paris


21/1/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El orden y el tiempo ("En diálogo", I, 4)






Osvaldo Ferrari: Después de haber colocado, Borges, la piedra fundamental, después de haber fundado, como dijo usted, nuestro ciclo de audiciones; circulamos ahora, irreversiblemente, por estas misteriosas ondas radiales. ¿Qué opina de esto?

Jorge Luis Borges: El diálogo es uno de los mejores hábitos del hombre, inventado —como casi todas las cosas— por los griegos. Es decir, los griegos empezaron a conversar, y hemos seguido desde entonces.

  —Ahora, en esta semana, he advertido que si usted se propuso a través de las letras —o si las letras se propusieron a través de usted— un vasto conocimiento del mundo, yo me he embarcado en un conocimiento no menos vasto al tratar de conocer a Borges para que todos lo conozcan mejor.

    —Bueno, «conócete a ti mismo», etcétera, etcétera, sí, como dijo Sócrates, contra Pitágoras, que se jactaba de sus viajes. Por eso Sócrates dijo: «Conócete a ti mismo», es decir, es la idea del viaje interior, no del mero turismo —que yo practico también— desde luego. No hay que desdeñar la geografía, quizá no sea menos importante que la psicología.

    —Seguramente. Una de las impresiones que uno tiene al conocer su obra y al conocerlo a usted, Borges, es la de que hay un orden al que usted guarda rigurosa fidelidad.

    —Me gustaría saber cuál es (ríe).

    —Bueno, es un orden que preside, naturalmente, su escritura y sus actos.

    —Mis actos, yo no sé. La verdad es que he obrado de un modo tan irresponsable… Usted dirá que lo que yo escribo no es menos irresponsable, pero yo trato de que lo sea, ¿no? Además, tengo la impresión de vivir… casi de cualquier modo. Aunque trato de ser un hombre ético, eso sí. Pero mi vida es bastante casual, y trato de que mi escritura no sea casual, es decir, trato, bueno, de que haya algo de cosmos, aunque sea esencialmente el caos. Como puede ocurrir con el universo, desde luego: no sabemos si es un cosmos o si es un caos. Pero, muchas cosas indican que es un cosmos: tenemos las diversas edades del hombre, los hábitos de las estrellas, el crecimiento de las plantas, las estaciones, las diversas generaciones también. De modo que cierto orden hay, pero un orden… bastante pudoroso, bastante secreto, sí.

    —Ciertamente. Pero, para identificarlo de alguna manera: ése su orden se parece —me parece a mí— a lo que Mallea describió como un sentido severo, o «una exaltación severa de la vida», propia del hombre argentino.

    —Bueno, ojalá fuera propia del hombre argentino.

    —Diríamos, del arquetipo de hombre argentino.

   —Del arquetipo más bien, ¿eh?, porque en cuanto a los individuos, no sé si vale la pena pensar mucho en ello. Aunque nuestro deber es tratar de ser ese arquetipo.

    —¿No es cierto?

    —Sí, porque… fue predicado por Mallea porque él, como se habla de la «Iglesia invisible» —que no es ciertamente la de los diversos personajes de la jerarquía eclesiástica—, él habló del «argentino invisible», de igual modo que se habla de la Iglesia invisible. El argentino invisible sería, bueno, los justos. Y, además, los que piensan justamente, más allá de los cargos oficiales.

    —Una vez usted me dijo que por la misma época de Mallea, o quizás antes, usted había pensado también en este «sentido severo de la vida», en esta exaltación.

    —Sí, quizá sea la sangre protestante que tengo, ¿no? Creo que en los países protestantes es más fuerte la ética. En cambio, en los países católicos se entiende que los pecados no importan; confiesan, a uno lo absuelven, uno vuelve a cometer el mismo pecado. Hay un sentido ético, creo, más fuerte entre los protestantes. Pero quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No importa, tendremos que inventarla otra vez.

   —Pero la ética de los protestantes parecería tener que ver con cuestiones, por ejemplo, económicas, y de tipo…

    —Sexuales.

    —Sexuales. Aunque no últimamente.

    —No, últimamente no, caramba (ríe); yo diría que todo lo contrario, ¿eh?

    —Yo siento que su fidelidad a ese orden personal —no diría a un método, sino a un ritmo, a veces a una eficaz monotonía— proviene de su infancia y se mantiene vigente hasta hoy, inclusive.

    —Bueno, yo trato de que sea así. Yo tengo mucha dificultad para escribir, soy un escritor muy premioso, pero precisamente eso me ayuda, ya que cada página mía, por descuidada que parezca, presupone muchos borradores.

    —Justamente, de eso hablo, de esa prolijidad, de…

   —Yo, el otro día, estuve dictándole algo y usted habrá visto cómo me demoro en cada verbo, cada adjetivo, cada palabra. Y, además, en el ritmo, en la cadencia, que para mí es lo esencial de la poesía.

    —En ese caso, usted sí se acuerda del lector.

    —Sí, creo que sí (ríe).

  —Bien, entonces yo —repito— advierto ese orden en sus poemas, en sus cuentos, en su conversación.

    —Bueno, muchas gracias.

    —Hoy quisiera hablar con usted sobre aquello que me ha parecido su mayor preocupación: me refiero al tiempo. Usted ha dicho que la palabra eternidad es inconcebible.

    —Es una ambición del hombre, yo creo: la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del tiempo, es decir, eterno. Claro que no sé cuánto tiempo duró esa experiencia porque estaba fuera del tiempo. No puedo comunicarla tampoco, fue algo muy hermoso.

    —Sí, no es concebible la eternidad; así como, quizá, hablamos del infinito pero no es concebible por nosotros, aunque sí podemos concebir lo inmenso…

    —Bueno, en cuanto a lo infinito, digamos, lo que señaló Kant: no podemos imaginarnos que el tiempo sea infinito pero menos podemos imaginarnos que el tiempo empezó en un momento, ya que si imaginamos un segundo en el que el tiempo empieza, bueno, ese segundo presupone un segundo anterior, y así infinitamente. Ahora, en el caso del budismo, se supone que cada vida está determinada por el karma tejido por el alma en su vida anterior. Pero, con eso nos vemos obligados a creer en un tiempo infinito: ya que si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra vida anterior, y así infinitamente. Es decir, no habría una primera vida, ni tampoco habría un primer instante del tiempo.

    —En ese caso, habría una sospechable forma de eternidad.

    —No, de eternidad no: de infinita prolongación del tiempo. No, porque la eternidad creo que es otra cosa; la eternidad —yo he escrito sobre eso en un cuento que se llama «El Aleph»— es la, bueno, la muy aventurada hipótesis de que existe un instante, y que en ese instante convergen todo el pasado, todos nuestros ayeres como dijo Shakespeare, todo el presente y todo el porvenir. Pero, eso era un atributo divino.

    —Lo que se ha llamado la tríada temporal.

    —Sí, la tríada temporal.

    —Ahora, lo que advierto es que esta familiaridad, por momentos angustiosa, con el tiempo, o con la preocupación por el tiempo que usted tiene, bueno, me ha hecho sentir que en esos momentos en que usted habla del tiempo, el tiempo parece corporizarse, parece tomar forma corpórea, parece percibírselo como un ente corporal.

    —Y, en todo caso, el tiempo es más real que nosotros. Ahora, también podría decirse —y eso lo he dicho muchas veces— que nuestra sustancia es el tiempo, que estamos hechos de tiempo. Porque, podríamos no estar hechos de carne y hueso: por ejemplo, cuando soñamos, nuestro cuerpo físico no importa, lo que importa es nuestra memoria y las imaginaciones que urdimos con esa memoria. Y eso es evidentemente temporal y no espacial.

   —Cierto. Ahora, fíjese: Murena decía que el escritor debía volverse anacrónico, es decir, contra el tiempo.

    —Es una espléndida idea, ¿eh? Casi todos los escritores tratan de ser contemporáneos, tratan de ser modernos. Pero eso es superfino ya que, de hecho yo estoy inmerso en este siglo, en las preocupaciones de este siglo, y no tengo por qué tratar de ser contemporáneo, ya que lo soy. De igual modo, no tengo por qué tratar de ser argentino, ya que lo soy, no tengo por qué tratar de ser ciego ya que, bueno, desgraciadamente, o quizás afortunadamente, lo soy… tenía razón Murena.

    —Es interesante porque él no dice metacrónico, o más allá del tiempo, sino anacrónico: contra el tiempo. A diferencia, quizá, infiero, del periodista o del cronista de la historia.

    —Adolfo Bioy Casares y yo fundamos una revista que duró —no quiero exagerar— tres números, que se llamaba Destiempo. Y la idea era ésa, ¿no?

    —Coincide, cómo no.

   —Nosotros no sabíamos lo de Murena, pero, en fin, coincidimos con él. Se llamaba Destiempo la revista, claro, eso dio lugar a una broma previsible, inevitable; un amigo mío, Néstor Ibarra, dijo: «Destiempo…, ¡más bien contratiempo!» (ríen ambos), refiriéndose al contenido de la revista Contretemps, sí.

  —Murena se refería al tiempo del artista o del escritor como al tiempo eterno del alma, contraponiéndolo a lo que él llamaba: «El tiempo caído de la historia».

    —Sí, quizás uno de los mayores errores, de los mayores pecados de nuestro siglo, es esa importancia que le damos a la historia. Eso no ocurría en otras épocas. En cambio, ahora parece que uno vive un poco en función de la historia. Por ejemplo, en Francia, donde, claro, los franceses son muy inteligentes, muy lúcidos, les gustan mucho los cuadros sinópticos; bueno, el escritor escribe en función de su tiempo, y se define, digamos, como un hombre de tradición católica, nacido en Bretaña, y que escribe después de Renán y contra Renán, por ejemplo. El escritor está haciendo su obra para la historia, en función de la historia. En cambio, en Inglaterra no, eso se deja para los historiadores de la literatura. Bueno, claro, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla», es decir, cada inglés está aislado —exactamente en la etimología de «isla»— y entonces escribe más bien en función de su imaginación, o de sus recuerdos, o de lo que fuere. Y no piensa en su futura clasificación en los manuales de la historia de la literatura.

    —Pero, todo coincide con lo que usted dice: Murena sostenía que la servidumbre al tiempo por parte de los hombres nunca ha sido peor que en este momento de la historia, que en esta época.

    —Sí, bueno, uno de los que señalaron el hecho de que nuestra época es ante todo histórica, fue Spengler. En La decadencia de Occidente él señala que nuestra época es histórica. La gente se propone escribir en función de la historia. Con su obra casi prevé —un escritor casi prevé— el lugar que va a ocupar en los manuales de la historia de la literatura de su país.

    —¿Y qué lugar ocuparía en una época así, historizada, y dependiente del tiempo…?

    —Es que yo, sin duda, estoy historizado también: estoy hablando de la historia de esta época.

    —Claro, pero ¿qué lugar ocuparían el arte y la literatura, en una época de tal naturaleza?

   —El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política, o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea. Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —A pesar de lo dicho, nosotros no podemos liberarnos del tiempo, porque la audición debe concluir.

   —Bueno, pero la reanudaremos la próxima semana.

    —Sí. Cada vez es más grato hacerla.

    —Muchas gracias.

    —Gracias a usted, Borges.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges por Gianni Giansanti - Sygma / Corbis Images


16/9/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre el humor ("En diálogo", I, 22)





Osvaldo Ferrari: Se hacen diversas conjeturas, Borges, acerca de las fuentes de su humor; de su humor literario y de su humor respecto de todo tipo de cosas. Por ejemplo, se piensa en Bernard Shaw, se piensa en el doctor Samuel Johnson o en otros.

    Jorge Luis Borges: Bueno, yo no sabía que yo tuviera humor, pero parece que sí. Creo que como éste es un país muy supersticioso basta que uno diga algo contra esas supersticiones —que son múltiples— para que se lo considere una broma. Y creo que las personas, para no tomar en serio lo que yo digo, me acusan de humor; pero yo creo no tenerlo, yo creo ser un hombre sencillo, digo lo que pienso, pero —como eso suele contradecir muchos prejuicios— se supone que son bromas mías. Y así queda a salvo, bueno, mi fama… y quedan a salvo las cosas que yo ataco. Por ejemplo, yo publiqué hace poco un artículo: «Nuestras hipocresías», y lo que yo decía allí lo decía totalmente en serio, pero se consideró que se trataba de una serie de bromas muy ingeniosas, de modo que fui muy alabado precisamente por las personas que yo justamente atacaba.

    —Se lo convierte en inofensivo a través del humor.

    —Sí, yo creo que sí. Pero, al mismo tiempo el humor es algo que yo admiro —sobre todo en los otros—. Ahora, en mi caso, yo no recuerdo ninguna broma mía.

    —Pero, en la tradición del doctor Johnson, por ejemplo.

    —Eso sí, bueno, el humor y el ingenio sobre todo. Pero parece que es tan difícil… es difícil definir las cosas; precisamente las cosas más evidentes son las de definición imposible, ya que definir es expresar algo en otras palabras: esas otras palabras pueden ser menos expresivas que lo definido. Y, además, lo elemental no puede definirse, porque cómo va a definir usted, por ejemplo, el sabor del café, o esa tristeza agradable de los atardeceres; o esa esperanza, sin duda ilusoria, que uno puede sentir por la mañana. Esas cosas no pueden definirse.

    —No pueden definirse.

    —Ahora, en el caso de algo abstracto, sí puede definirse; usted puede dar una definición exacta de un polígono, por ejemplo, o de un congreso, esas cosas pueden definirse. Pero yo no sé hasta qué punto usted puede definir un dolor de muelas.

    —Pero sí se puede definir la falta de humor. En nuestro país, por ejemplo.

    —Ah, eso sí, la falta de humor y la solemnidad, que es uno de nuestros males, ¿no?; y que se manifiesta en tantas cosas. Por ejemplo, pocas historias habrá, tan breves como la historia argentina —cuenta escasamente dos siglos—, y sin embargo, en pocos países la gente estará tan abrumada de aniversarios, de fechas patrias, de estatuas ecuestres, de desagravios a los muertos ilustres.

    —Y de agravios.

    —Y de agravios, sí. Es terrible, claro que eso ha sido fomentado, desde luego.

—Usted caracteriza, a veces, a la historia argentina como muy cruel. Dentro de las características esenciales usted señala la crueldad.

    —Yo creo que sí; estaba leyendo hoy una estadística que ha publicado la policía sobre los asesinatos cometidos en los últimos años, y parece que, a partir de una fecha bastante reciente, cada año ha habido más crímenes. Pero eso corresponde, desde luego, y… a la pobreza; cuanto más pobre sea la gente más fácilmente será criminal.

    —Bueno, además es una característica de la época.

    —La violencia, sí.

    —Desgraciadamente…

    —Sí, pero yo creo que ese delito ético tiene una raíz económica.

    —Sí. En cuanto al humor, le decía que creo que usted ha admirado, a lo largo del tiempo, si no el humor, la ironía de un hombre como Shaw o como Johnson.

—Ah sí, desde luego, eso es indudable.

    —¿Y cómo definiría esas características en ellos dos?, porque son muy particulares, y son muy propias del genio inglés.

    —Y bueno, pues en ambos casos, esa ironía tiene su raíz en la razón, yo creo, ¿no? Es decir, no es arbitraria. A mí, personalmente, lo que Gracián llamaba ingenio me resulta desagradable, ya que se trata de juegos de palabras y los juegos de palabras conciernen simplemente a las palabras, es decir, a convenciones. En cambio, el humorismo puede ejercerse sobre hechos reales, y no simplemente sobre semejanzas entre una sílaba y otra.

    —Cierto. Y el humorismo en los ingleses, sí, es realmente muy razonable.

    —Muy razonable, pero, sin embargo, hay algo fantástico… yo creo que entre el ingenio y el humorismo, aunque el humorismo critique cosas reales, hay siempre algo fantástico en el humorismo, me parece, ¿no?; hay siempre un elemento de fantasía, de imaginación, que puede no existir en la ironía, o en el ingenio.

    —Ah, claro.

—Sí, de modo que hay un principio de fábula, un principio de sueño; algo irracional en el humorismo. Algo levemente mágico también. De manera que ésa sería la diferencia. Desgraciadamente no se me ocurre un ejemplo en este momento, pero, como he pensado sobre el tema, espero que la conclusión que yo afirme ahora sea válida.

    —Es que el ejemplo, de alguna manera, es usted. Porque a diferencia de Lugones, de Mallea y de muchos otros escritores argentinos, en los cuales se percibe, desgraciadamente, una falta de humor, usted, sin embargo, lo ha cultivado.

    —Bueno, Lugones a veces lo ha ensayado, pero con un resultado desdichado, yo diría. Por ejemplo: «La institutriz, una flaca escocesa enteramente isósceles, junto a la suegra obesa». Evidentemente hay una intención humorística, pero el resultado es más bien melancólico.

    —No se sospecha demasiado…

    —Bueno, la palabra isósceles es graciosa, ¿no? Eso cuadra más bien para una caricatura que para una imagen real, que es lo que se proponía Lugones, por lo demás. No recuerdo otras tentativas de ingenio de Lugones, en cambio, en Groussac sí; la ironía es evidente. Por ejemplo, lo vemos en aquella polémica que él tuvo, en que dijo: «El hecho de haberse puesto en venta un opúsculo del doctor… bueno, fulano de tal, puede ser un serio obstáculo a su difusión» (ríe). Ahí es evidente, ¿no?, ¿quién iba a comprar eso?

    —Ya que he insistido, Borges, en cuanto a Samuel Johnson, yo recuerdo que usted ha dicho que, en Inglaterra, de haberse elegido un autor nacional, la elección habría debido recaer sobre él.

    —Bueno, yo diría Johnson, Wordsworth… pero, puedo referirme a un libro ajeno, y harto más famoso; yo diría que si una convención requiere que cada país esté representado por un libro, en este caso, ese libro sería la Biblia. La Biblia, como nadie ignora, contiene textos hebreos, griegos, que fueron vertidos al inglés. Pero ahora esos textos forman parte del idioma inglés. Una cita bíblica en castellano o en francés puede resultar pedantesca, o puede no ser identificada de inmediato. En cambio, el lenguaje inglés coloquial está lleno de sentencias bíblicas. Y yo, claro, mi abuela —cuya familia era de predicadores metodistas— sabía de memoria la Biblia. Usted citaba una frase bíblica cualquiera, y ella le decía: «Libro de Job, capítulo tal, versículo tal», y seguía adelante; o «Libro de los Reyes» o «Cantar de los cantares».

    —Recordaba la fuente, digamos.

—Sí, ella leía diariamente la Biblia. Y, además, no sé si usted sabe que en Inglaterra cada familia tiene una Biblia, y en las páginas en blanco, que están al final, se anota la crónica de la familia. Por ejemplo, los casamientos, los nacimientos, los bautismos, las muertes. Bueno, y esas biblias de la familia tienen valor jurídico: pueden usarse en un juicio, por ejemplo; son aceptadas como documentos auténticos por la ley: por ejemplo, en la family Bible (Biblia de la familia) dice tal cosa. Y, en Alemania, otro país protestante en su mayoría, hay un adjetivo: bibelfest, que quiere decir «firme en la Biblia», es decir, que sabe la Biblia de memoria. Lo mismo ocurre, como usted recordará, en el islam, donde la gente sabe el Corán de memoria. Creo que el nombre del famoso poeta persa Hafiz quiere decir «el que recuerda», es decir, el que sabe de memoria el Corán.

    —De alguna manera, el memorioso.

    —Sí, de alguna manera el pobre Funes (ríen ambos).

    —O usted mismo.

    —¿Cómo?

—Usted fue llamado «el memorioso» en un diario de Buenos Aires.

    —Hablando de Funes, me ha sucedido no una vez sino varias que me han preguntado si yo lo he conocido; si Funes existió. Pero eso no es nada, comparado con el hecho de que un periodista español me preguntó si yo guardaba todavía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

    —Que corresponde a un cuento suyo.

    —Sí, de un cuento mío, y cuando yo le dije que todo era una invención, me miró con mucho desprecio —él había creído que aquello era historia— y resultó que no, que eran meros fantaseos personales míos, y no tenían por qué ser tomados en cuenta. Y lo mismo me sucedió en Madrid, con mi cuento «El Aleph». Ahora, el Aleph, no sé si usted recuerda, es un punto en el que están todos los puntos del espacio, de igual modo que en la eternidad están todos los instantes del tiempo. Yo tomé la eternidad como modelo para «El Aleph». En fin, un cuento que ha gozado de indebida fama, sobre el Aleph, y que lleva ese título. Bueno, y un periodista me preguntó si realmente había un Aleph en Buenos Aires. Yo le dije: «Bueno, es que si hubiera uno, sería el objeto más famoso del mundo, y no se limitaría a figurar en un libro de cuentos fantásticos de un escritor sudamericano». Y entonces él me dijo, con una ingenuidad que casi me conmovió: «Sí, pero como usted menciona la calle y el número —dice calle Garay, número tal—». ¿Qué cosa puede haber más fácil que mencionar una calle y un número?

    —Él pensó que esa calle y ese número no eran inventados.

    —No, ciertamente la calle y el número no eran inventados, pero el hecho de que ocurriera algo así… a mí me dice que hay muchas personas, de diversas partes —sobre todo de América del Sur—, que vienen aquí y van a ver en la calle Corrientes tal número, porque hay un tango que dice Corrientes 1214 o algo así.

    —3-4-8.

    —¡Ah!, bueno, usted se acuerda. Pues hay personas que van a buscar eso, y se da un caso parecido, en que la fábula o la literatura son tomados en serio: parece que mucha gente que va a Londres, lo hace con la idea de ver la casa de Sherlock Holmes. Van a Baker Street (calle Baker), y buscan ese número. Entonces, para satisfacer a esas personas, o como una broma, ahora hay un museo de Sherlock Holmes; y ahí los turistas encuentran lo que esperan, ya que allí está, bueno, la percha, el laboratorio, el violín, la lupa, las pipas, en fin.

—A la medida de la fantasía de los visitantes.

    —Sí, todos esos atuendos, todos esos atributos de Holmes se encuentran allí ahora. Bueno, eso ya lo ha dicho Oscar Wilde con aquella frase: «La naturaleza imita al arte».

    —Cierto.

    —Y un ejemplo que da Oscar Wilde es el del caso de una señora que no quiso salir al balcón para ver la puesta del sol, porque esa puesta de sol estaba allí en un cuadro de Turner. Y agregó: «Uno de los peores ocasos de Turner» (ríe), porque la naturaleza no había imitado muy bien al pintor.

    —Veo que sin proponérnoslo, Borges, el humor volvió a buscarnos hacia el fin de la audición.

    —Es cierto, tiene razón.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Foto JLB en muestra "Borges universal" 
en Feria Internacional del Libro 2016 - Vía


28/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Conrad, Melville y el mar ("En diálogo", I, 8)




Osvaldo Ferrari: Periódicamente nos hemos acordado, Borges de dos escritores que se han ocupado esencialmente del mar. El primero…
Jorge Luis Borges: Joseph Conrad, ¿no?
Joseph Conrad, y el segundo, el autor de Moby Dick.
—Sí… y no se parecen en nada, ¿eh?, absolutamente. Porque Conrad cultivó un estilo oral o, en fin, ficticiamente oral. Claro, son los relatos de ese señor que se llama Marlowe, que cuenta casi todas las historias. En cambio, Melville, en Moby Dick —que es un libro muy original— revela, sin embargo, dos influencias; hay dos hombres que se proyectan sobre ese libro —benéficamente, desde luego—: Melville suele, a veces, reflejar o repetir… o, mejor dicho, en él resuenan dos voces. Una sería la de Shakespeare, y la otra la de Carlyle. Creo que se notan esas dos influencias en su estilo. Y él ha sido beneficiado por ellas. Ahora, en Moby Dick, el tema vendría a ser la idea del horror de lo blanco. Él puede haber sido llevado: él puede haber pensado, al principio, que la ballena tenía que ser identificada entre las otras ballenas. La ballena que había mutilado al capitán. Y entonces, él habrá pensado que podría diferenciarla haciéndola albina. Pero ésa es una hipótesis muy mezquina, mejor es suponer que él sintió el horror de lo blanco; la idea de que el blanco podía ser un color terrible. Porque siempre se asocia la idea del terror a la tiniebla, a la negrura; y luego, a lo rojo, a la sangre. Y él vio que el color blanco —que vendría a ser, para la vista, la ausencia de todo color— puede ser terrible también. Ahora, esa idea él puede haberla encontrado —por qué no encontrar sugestiones en un libro, en una lectura, de igual manera que en cualquier otra cosa; ya que una lectura es algo no menos vivido que cualquier otra experiencia humana—, yo creo que él encontró esa idea en «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» de Poe. Porque el tema de las últimas páginas de ese relato, lo que empieza con el agua de las islas; esa agua mágica, esa agua veteada, que puede dividirse según las vetas; bueno, en eso, hacia el final, está el horror de la blancura. Y ahí se explica por ese país de la Antártida que ha sido invadido alguna vez por gigantes blancos —el color blanco es terrible—, eso se va insinuando en las últimas páginas; Pym hace declarar claramente la idea de que las cosas blancas son terribles para esa gente. Y esa idea Melville la aprovechó para Moby Dick («aprovechó» es un apelativo peyorativo que yo lamento haber usado). En fin, ocurre eso. Y luego, hay un capítulo especialmente interesante que se llama «The whiteness of the wale» («La blancura de la ballena»), y ahí él se extiende con mucha elocuencia —una elocuencia que yo no puedo repetir ahora— sobre lo blanco como terrible.
Y como inmenso, quizá.
—Y como inmenso también. Bueno, ya que he dicho blanco —ya que me gustan tanto las etimologías—; podría recordar, en fin —no es un hecho bastante divulgado—, que tenemos, en inglés, la palabra «black», que significa negro y, en castellano, la palabra «blanco». Y, desde luego, en francés «blanc», en portugués «branco», en italiano «bianco». Y esas palabras tienen la misma raíz, porque en inglés —creo que la palabra sajona dio origen a dos palabras—: «bleak», que significa descolorido (se dice, por ejemplo, «In a bleak mood», cuando uno está no descolorido pero desganado, melancólico), y la otra «black» (negro), y ambas palabras: «black», en inglés, y «blanco» en castellano tienen la raíz. Tienen la misma raíz porque, en el principio, «black» no significaba propiamente negro, sino sin color. De modo que, en inglés, eso de no tener color se corrió hacia el lado de la sombra: «black» significa negro. En cambio, en las lenguas romances, esa palabra se corrió hacia el lado de la luz, hacia el lado de la claridad; y «bianco» en italiano, y «blanc» en francés, y «branco» en portugués, significan, bueno, albo, blanco. Es raro, esa palabra que se ramifica y toma dos sentidos opuestos; ya que solemos ver lo blanco como lo opuesto de lo negro, pero, la palabra de la cual proceden significa «sin color». Entonces, como digo, en inglés se corrió para el lado de la sombra —significa negro—, y en castellano para el lado de la claridad, y significa blanco.
Hay un claroscuro en la etimología.
—Es cierto, un claroscuro, excelente observación. Bueno, yo descubrí hace mucho tiempo —más o menos en la época en que descubrí La Divina Comedia— ese otro gran libro: Moby Dick. Ahora, creo que ese libro se publicó y que fue invisible durante un tiempo. Yo tengo una vieja edición —excelente, por lo demás— de la Enciclopedia Británica —año 1912—, la undécima edición; y hay un párrafo, no demasiado extenso, dedicado a Herman Melville, y en ese párrafo se habla de él como autor de novelas de viajes. Y, entre las otras novelas, en las cuales él se refiere a sus navegaciones, está Moby Dick, pero no se la distingue de las otras; está en una lista junto con las demás —no se advierte que Moby Dick es mucho más que los relatos de viaje, y que un libro sobre el mar—. Es un libro que se refiere, digamos, a algo esencial. Vendría a ser, según algunos, una lucha contra el mal, pero emprendida de un modo erróneo —ése sería el modo del capitán Hahib—. Pero lo curioso es que él impone esa locura a toda la tripulación, a toda la gente de la ballenera. Y Herman Melville fue ballenero —conoció esa vida personalmente, y muy, muy bien—. Aunque él era de una gran familia de New England (Nueva Inglaterra), fue ballenero. Y en muchos de sus cuentos él habla, por ejemplo, de Chile, de las islas que están cercanas a Chile; en fin, él conoció los mares. Yo querría hacer otra observación sobre Moby Dick, que no sé si se ha señalado, aunque, sin duda, todo ha sido dicho ya. Y es que el final —la última página de Moby Dick— repite, pero de un modo más palabrero, el final de aquel famoso canto del «Infierno» de Dante, en que se refiere a Ulises. Porque ahí, en el último verso, Dante dice que el mar se cerró sobre ellos. Y en la última línea de Moby Dick se dice, con otras palabras, exactamente lo mismo. Ahora, yo no sé si Herman Melville tuvo presente esa línea del episodio de Ulises; es decir, la nave que se hunde, el mar que se cierra sobre la nave —eso está en la última página de Moby Dick y en el último verso de aquel canto del «Infierno» (no recuerdo el número) en que se narra el episodio de Ulises, que, para mí, es lo más memorable de La Divina Comedia—. Aunque ¿qué hay en La Divina Comedia que no sea memorable? Todo lo es, pero si yo tuviera que elegir un canto —y no hay ninguna razón para que lo haga— elegiría el episodio de Ulises, que me conmueve quizá más que el episodio de Paolo y Francesca… ya que hay algo misterioso en la suerte del Ulises de Dante: claro, él está en el círculo que corresponde a los embaucadores, a los embusteros, por el engaño del caballo de Troya. Pero uno siente que ésa no es la verdadera razón. Y yo he escrito un ensayo —figura en el libro de los Nueve ensayos dantescos—, en que yo digo que Dante tiene que haber sentido que lo que él había cometido era quizás algo vedado a los hombres, ya que él, para sus fines literarios, tiene que adelantarse a decisiones que la divina providencia tomará el día del juicio final. El mismo dice, en algún lugar de La Divina Comedia, que nadie puede prever las decisiones de Dios. Sin embargo, él lo hizo en su libro, en el cual condena a algunos al infierno, a otros al purgatorio; y hace que otros asciendan al paraíso. Él puede haber pensado, entonces, que lo que hacía era, bueno, no una blasfemia, pero, en fin, que no era del todo lícito que un hombre adoptara esas decisiones. Y así él, escribiendo ese libro, habría emprendido algo vedado. De igual modo que Ulises, queriendo explorar el hemisferio septentrional, y navegar guiándose por otras estrellas, también está haciendo algo prohibido; y es castigado por eso. Porque si no, no se sabe por qué es castigado. Es decir, yo sugiero que consciente o inconscientemente hay una vinculación, una afinidad de Ulises con Dante. Y he llegado a todo esto a través de Melville, que, sin duda, conocía a Dante, ya que Longfellow, durante la larga guerra civil norteamericana —la mayor guerra del siglo XIX— tradujo al inglés La Divina Comedia de Dante. Yo primero leí la versión de Longfellow, y después, en fin, me atreví a leer la versión italiana… yo tenía la idea, muy equivocada, de que el italiano es muy distinto del español. Sí, oralmente lo es; pero leído no. Además, uno lo lee con la lentitud que quiere, y las ediciones de la Comedia son excelentes. Y entonces, si uno no entiende un verso entiende el comentario. En las mejores ediciones hay, digamos, una nota por verso, y sería muy raro que uno consiguiera no entender las dos (ríen ambos). Bueno, caramba, nos hemos apartado un poco de Melville, pero Melville es evidentemente un gran escritor, sobre todo en Moby Dick, y también en sus cuentos. Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos —cada uno de los cuentos— por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sabato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir, hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Láinez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables.
Claro, una muy buena idea.
—Sí, una buena idea editorialmente, sí.
Pero, en cuanto a Conrad, usted me dijo alguna vez que había cuentos de Conrad que le recordaban no el mar sino el río; y en particular, el Delta del Paraná.
—Bueno, sí, en los primeros libros de Conrad, cuando él recurre a paisajes malayos, yo usaba mis recuerdos del Tigre como ilustraciones. De modo que yo he leído a Conrad un poco intercalando o interponiendo paisajes que yo recordaba del Tigre, ya que era lo más parecido. Y de paso, es raro el caso de Buenos Aires: una gran ciudad que tiene muy cerca un archipiélago casi tropical, o casi malayo. Es rarísimo eso, ¿no?, y con cañas. ¡Ah!, bueno, yo estuve hace poco en Brasil, y redescubrí algo que me había sido revelado ya por las novelas de Eça de Queiroz, que es el nombre que tiene el bastón en portugués. Se llama «bengala» —sin duda por las cañas de Bengala—; porque alguien me dijo: «A sua bengala», me tendió mi bastón, que es irlandés, y yo recordé aquella palabra (ríe), me pareció muy lindo que el bastón se llamara «bengala». Porque «bastón» no recuerda nada especialmente. Bueno, ¿qué puede recordar?, los bastos: es un basto grande, es un gran as de basto. En cambio, «bengala» ya nos trae toda una región, y el bengalí la palabra «bungalow», derivada de «bengala» también.
Veo, Borges, que el mar, a través de Conrad y de Melville, está muy cerca suyo; que lo retiene en la memoria a menudo.
—Sí, siempre, sí. Claro, hay algo de viviente, de misterioso… bueno, es el tema del primer capítulo de Moby Dick; el tema del mar como algo que alarma, y que alarma de un modo un poco terrible y un poco hermoso también, ¿no?
La alarma que crea la belleza, digamos.
—Sí, la alarma que crea la belleza, ya que la belleza es una forma de alarma o de inquietud, en todo caso.
Sobre todo si recordamos aquella frase de Platón, en El Banquete, que dice: «Orientado hacia el inmenso mar de la belleza».
—¡Ah!, es una linda frase. Sí, parece que son palabras esenciales, ¿no?
El mar.
—El mar, sí; que está tan presente en la literatura portuguesa y ausente en la literatura española, ¿eh? Por ejemplo, el Quijote es un libro…
De llanura.
—Sí, en cambio los portugueses, los escandinavos, los franceses —por qué no— después de Hugo, sienten el mar. Y Baudelaire lo sintió también y, evidentemente, el autor de El barco ebrio, Rimbaud, sintió el mar, que no había visto nunca. Pero, quizá no sea necesario ver el mar: Coleridge escribió su «Balada del viejo marinero» sin haber visto el mar, y cuando lo vio se sintió defraudado. Y Cansinos Assens escribió un admirable poema del mar; yo lo felicité, y me dijo: «Espero verlo alguna vez». Es decir, que el mar de la imaginación de Cansinos Assens y el mar de la imaginación de Coleridge eran superiores al mero mar, bueno, de la geografía (ríe).
Como usted verá, por una vez hemos logrado apartarnos de la llanura.
—Es cierto.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges en su casa (1985) por Patricio Salinas A. (Chile) [+] [FB]
Fue publicada en la Revista Jaque de Montevideo en 1985, que no está digitalizada
Foto y data cortesía de Castillo Alfredo


12/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre la conjetura ("En diálogo", I, 24)








Osvaldo Ferrari: Hay un género, Borges, que usted ha producido. Se trata de un género a la vez literario y filosófico, y creo que usted lo ve como aquel que puede permitirse el hombre al pensar, y no ir más lejos. Ese género es la conjetura. Lo vemos en sus poemas, en su pensamiento, en sus cuentos; usted siempre dice quizá, tal vez, o usa otras maneras para expresar la conjetura.
Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, yo no tengo ninguna certidumbre, ni siquiera la certidumbre de la incertidumbre. De modo que creo que todo pensamiento es… bueno conjetural. Sobre todo en el caso de un cuento, digamos. Yo le dije en otra conversación que a mí me son revelados el principio y el fin del cuento, el punto de partida y la meta. Pero luego, todo lo que sucede entre esos dos términos es conjetural: yo tengo que averiguar qué época conviene, qué estilo conviene; y creo que lo mejor es intervenir lo menos posible en lo que uno escribe. Yo trato de que mis opiniones no intervengan, trato... bueno, ya teorías estéticas no tengo; trato de que mis teorías no intervengan tampoco. Porque creo que cada tema exige su retórica, y así yo estaba bastante insatisfecho del estilo de «Las ruinas circulares» pero hay amigos míos que me han dicho que ese estilo barroco es el que ese tema exigía. Y yo diría que cada tema exige su retórica y también desea ser contado en primera persona, bueno, necesita ocurrir en tal época, en tal país; todo eso es dado por el tema. Y mejor es esperar, después de esa primera revelación que me da el principio de una fábula y el fin vendrán otras que me dirán si eso ocurrió, digamos, a fines del siglo XIX o en un vago Oriente de Las mil y una noches. Ahora, yo en general prefiero los últimos años del siglo XIX, y prefiero lugares que queden un poco lejos, no sólo en el tiempo sino en el espacio, porque de esa manera yo puedo inventar, puedo imaginar en libertad. En cambio, lo contemporáneo ata. Además, la antigua tradición de la literatura es ésa: nadie supone que Homero hubiera militado en el sitio de Troya: se entiende que todo ocurre después. Y como el pasado es tan modificable; contrariamente a lo que se dice respecto de que no puede modificarse el pasado, yo creo que cada vez que recordamos el pasado lo modificamos, ya que nuestra memoria es falible. Y esa modificación puede ser benéfica.
Entonces, el pasado sería…
—El pasado es plástico, yo creo, y el futuro también. En cambio, el presente desgraciadamente no lo es; si yo siento un dolor físico, es inútil que trate de pensar que no lo siento porque ahí está el dolor, ¿no? O si yo siento una nostalgia de una persona, también estoy sintiéndola en el presente. Pero ¿qué puede saber uno sobre el pasado, sobre su propio pasado? Yo puedo imaginarme, quizá, que los años de mi adolescencia en Europa fueron dolorosos. La prueba está en que alguna vez, como todos los jóvenes, pensé en el suicidio —creo que todos los jóvenes han pensado en eso alguna vez, ¿eh?, todos han pronunciado el monólogo de Hamlet: «To be or not to be» (ser o no ser)— sin embargo, yo recuerdo aquellos años como si hubieran sido años muy felices, aunque me consta que no lo fueron; pero no importa: ha pasado tanto tiempo —el pasado es tan plástico— que yo puedo modificarlo. Y, ¿qué es la historia sino nuestra imagen de la historia? Esa imagen siempre mejora; es decir, propende a la mitología, a la leyenda. Además, cada país tiene su mitología privada; la historia de cada país es una cariñosa mitología, que quizá no se parezca en nada a la realidad. Es muy difícil que el presente sea siempre grato.
Entonces el pasado y el futuro serían conjeturales.
—Sí, yo creo que sí, pero quizá sea más fácil modificar el pasado que el futuro, porque el futuro uno suele pensarlo…, «bueno, es probable que ocurra tal cosa», «no, hay tales factores que se oponen». Pero el pasado, sobre todo un pasado un poco lejano, es una materia muy, muy dócil. Bueno, es que a la larga todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí misma; por eso casi no hay poetas de la felicidad. Aunque, bueno, Jorge Guillén, creo que fue un poeta de la felicidad. Whitman menos, porque en Whitman uno siente que él se impuso la felicidad como deber de un americano, y la felicidad no es eso, la felicidad tiene que ser espontánea, ¿no? En cambio, en el caso de Guillén, creo que uno siente la felicidad en los versos de él: «Y todo en el aire es pájaro». Eso podría ser una pesadilla: «Todo en el aire es pájaro», pero dicho por él no lo es: se parece a una felicidad. En cambio, la desdicha, la elegía, dan impresión de ser fáciles, de ser naturales.
Ahora, además de la conjetura, hay otro elemento significativo
—Es que la conjetura es general; por ejemplo, lógicamente no es imposible que el solipsismo sea cierto: lógicamente, quizá yo sea el único soñador, y yo he soñado toda la historia universal —todo el pasado, todo mi propio pasado—; quizá yo empiece a existir en este momento. Pero en este momento ya recuerdo que nos hemos reunido hace un cuarto de hora, un cuarto de hora creado por mí ahora —bueno, eso es posible: es posible que exista yo y mi presente, es lógicamente posible, nada más—. No para la imaginación, sería terrible imaginar eso. Además, uno percibe que más allá de los datos de los sentidos siente la presencia de otro. Por eso la filosofía de Locke es falsa: dice que debemos nuestro conocimiento a los sentidos; no, creo que además de los sentidos uno siente que hay otro, que hay otra cosa —y uno siente sobre todo, hostilidad, indiferencia, amor, amistad, adversidad—. Esas cosas se sienten más allá de los sentidos, creo.
Cierto. La conjetura es lícita, según su pensamiento; pero hay otro aspecto, que yo no sé si se ha desarrollado en los últimos años, o tiene mucho más tiempo del que pienso, y es el de que usted cree que los poemas, o los cuentos, o los pensamientos, nos son dados…
—Yo creo que no hay ninguna duda sobre eso. Además, es la idea inicial, es la idea, por ejemplo, de la musa; la musa dicta sus poemas al poeta, el poeta es el amanuense de la musa. Los hebreos pensaban en el espíritu, que dicta, bueno, los diversos libros de la Biblia a diversos amanuenses, en diversas épocas y diversas regiones del mundo. Pero todo eso es obra del espíritu.
Claro, pero curiosamente, ese pensamiento suyo de lo que nos es dado al crear, es un pensamiento —y yo sé que la palabra le va a parecer excesiva— invariablemente místico.
—Es que tiene que ser místico, porque físico no puede ser, y lógico tampoco. Esa idea de Poe respecto a que la obra estética es una obra intelectual, es una boutade de Poe, es una broma. Él no podía creer eso; ninguna persona se sienta a escribir un poema y lo hace a fuerza de razonamientos. Hay siempre algo que se le escapa. Bueno, Poe da una serie de razonamientos que, según él, lo llevaron a escribir El cuervo. Pero siempre, entre cada eslabón hay como una especie de intervalo de sombra, o algo que exige otros eslabones. Por eso, lo que él dijo no explica nada: él pudo reducir El cuervo a una serie de razonamientos, pero entre cada uno de los eslabones de ese razonamiento hay algo que no se aclara, que se debe... y, a la inspiración, digamos, a lo secreto. Ahora, ese secreto puede ser externo o puede ser el de nuestra memoria. Yeats creía en «La gran memoria»; creía que todo hombre hereda la memoria de sus mayores. Sus mayores, claro, van creciendo geométricamente: dos padres, cuatro abuelos, tantos bisabuelos, y así hasta abarcar el género humano. Él pensaba que en todo hombre convergen, digamos, esos virtualmente infinitos antepasados, de modo que no es necesario que un escritor tenga muchas experiencias personales, ya que todas están allí: cada uno dispone de ese secreto receptáculo de memorias, y con eso basta para la creación literaria.
Quiere decir que cuando a veces nos dicen, por ejemplo, que Elizabeth Browning era una poeta de inspiración mística, puede ser lícita esa expresión.
—¡Ah sí!, indudablemente, quizá podría aplicarse eso a todos los poetas, además; porque yo no concibo al poeta como un mero intelectual.
Naturalmente.
—Ahora, claro que hay escritores que sienten lo intelectual de un modo estético. Para mí, el mejor ejemplo de poeta intelectual sería Emerson, ya que Emerson no sólo es intelectual, sino bueno, él pensaba continuamente. En cambio, el caso de otros poetas intelectuales… No sé si lo son realmente. Bueno, Robert Frost lo sería, Emerson también.
Quizá Valéry.
—Es que en el caso de Valéry, uno observa que más bien lo impresiona el mundo externo, pero las ideas no, las ideas son vulgares; son imágenes más que ideas. Pero eso, en fin, cada lector tiene que resolverlo por su cuenta. A mí Valéry no me ha impresionado como poeta intelectual; pero como poeta sí, indudablemente. Uno de sus poemas define exactamente lo que es saborear una fruta, y sentir cómo esa fruta se funde en goce.
Quizá se asocie a Valéry con una visión intelectual por su vinculación a las matemáticas.
—Sí, eso sí.
Pero, entonces, tenemos por un lado la conjetura, por otro lo místico, y hay un tercer aspecto que me interesa…
—Y es que no solamente habrá un tercero, sino miles, supongo yo. ¿Pero cuál le interesa en este momento, Ferrari?
El que usted refleja a través de sus viajes —al volver de ellos y antes de partir—, y es que, a pesar del tiempo, no declina su amor por la vida, que es lo más propio del poeta, a mi manera de ver.
—Sí, yo creo que si uno fuera un poeta sentiría cada momento como poético. Es decir, uno viviría amando la vida, y al decir amando la vida, uno tendría que amar también las desdichas, los fracasos, las soledades. Todo eso es como el material para el poeta, sin el cual él no podría componer, y no se sentiría justificado. Porque yo... a mí no me gusta lo que yo escribo, pero si no escribo o si no estoy componiendo algo, siento que no soy leal a mi destino. Mi destino es precisamente el de conjeturar, el de soñar, y eventualmente el de escribir, y muy eventualmente el de publicar; eso es lo menos importante. Pero yo tengo que vivir en continua actividad, o tengo que creer que vivo en continua actividad imaginativa y, si es posible, racional también, pero, sobre todo imaginativa. Es decir, tengo que estar soñando todo el tiempo, tengo que vivir proyectado hacia el futuro. Me parece enfermizo pensar en el pasado, aunque el pasado puede depararnos la elegía también —que no es un género desdeñable—. Pero, en general, yo trato de olvidarme de lo que he escrito, porque si yo releyera lo que he escrito me sentiría descorazonado. En cambio, si vivo hacia adelante, si olvido lo que he escrito, desde luego, puedo repetirme, pero sigo viviendo; me siento justificado. De lo contrario, me siento perdido (ríe).
Yo creo que si usted releyera lo que ha escrito no ocurriría eso…
—Sí, pero es un experimento peligroso, mejor es no intentarlo, ¿eh? El resultado puede ser una obligación de silencio, ¿no?, un llamado al silencio.
En todo caso, quizá descubriría que su amor por la vida también ha sido una constante, aunque usted no lo haya advertido.
—Bueno, eso es una conjetura, una generosa conjetura suya.
La última, la última conjetura en esta conversación de hoy.
—¡Ah!, muy bien, ya continuaremos hablando de otros temas.
Ya continuaremos.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)  
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985 
 Prefacio: Jaime Labastida 
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Busto de Borges por Gérard Lartigue Vía


22/6/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El pensador literario ("En diálogo", II, 117)





Osvaldo Ferrari: Me ha parecido equivocada la idea de los que creen que usted no es un pensador, por tener menos que ver con la filosofía que con la literatura.
Jorge Luis Borges: Bueno, la filosofía, digamos, como conjunto de dudas, de vacilaciones. Un profesor argentino, de cuyo nombre no quiero acordarme, hacía estudiar a los alumnos una especie de catecismo, y tenían que contestar exactamente palabra por palabra. Es decir, tenían que aprenderlo de memoria, no tenían que entenderlo o pensar en variaciones. Y la primera pregunta era ésta: «¿Qué es la filosofía?»; y había que contestar exactamente así: «Un conocimiento claro y preciso». No preciso y claro. Ahora, eso es evidentemente falso: si yo le digo a usted que la continuación de la calle Perú se llama Florida, y la continuación de Bolívar se llama San Martín, se trata de un conocimiento claro y preciso, de escaso o nulo valor filosófico. Qué raro que alguien que redacta un texto no se dé cuenta de eso, ¿no? Bueno, lo habrá hecho con mucho apuro; y que después exigiera que repitieran eso. Si le decían «Un conocimiento preciso y claro»; no señor, no preciso y claro; claro y preciso, usted no ha estudiado, ¿no? (ríen ambos). Era un profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y empezaba cometiendo un error lógico tan obvio, tan escandaloso como ése. ¿Cómo va a ser la filosofía un conocimiento claro y preciso?; es el conocimiento de una serie de dudas y de explicaciones contradictorias.
Empezaba de manera antifilosófica.
—Pero, desde luego, sí; cómo la historia de la filosofía va a ser un conocimiento claro y preciso. No, uno aprende que ha habido, bueno, no sé, cinco, o cinco mil pensadores, que han considerado el universo o la vida de un modo completamente distinto. Bueno, desde el momento en que hay escuelas filosóficas, y en que hay un nombre por el que se han distinguido no se trata de un conocimiento claro y preciso. Se trata de una serie de dudas. Y recuerdo que De Quincey dijo que haber descubierto un problema, no es menos importante que haber descubierto una solución. Lo cual está bien.
Está muy bien. Pero usted ha establecido lo que yo llamaría un pensamiento literario, que aproxima a la verdad o a la realidad de una manera distinta; su visión del destino, particularmente de la predestinación que subyace en la vida de cada uno, contraponiéndolo al azar, por ejemplo.
—Sí, pero esa creencia en la predestinación, no significa que haya alguien que la conozca; significa más bien que hay como un mecanismo, bueno, como un mecanismo despiadado. Es decir, que si cada instante está determinado por el instante anterior, hay un mecanismo, ¿no?; pero eso no quiere decir que haya alguien que lo sepa o que lo prevea. Significa que hay algo que está operando más allá de nosotros, o quizá nosotros seamos esa operación. Claro que es una conjetura también, ya que no puede probarse.
Pero justamente, se conjetura, a diferencia del profesor de filosofía que usted conoció.
—Sí, es cierto, sí.
Ahora, usted suele referirse también a lo ordenado o a lo cósmico como contrapuesto al caos.
—Bueno, desde luego, ya que cosmos es orden y caos sería lo contrario. De paso, no sé si hemos hablado de la palabra cosmética, cuyo origen está en cosmos, y quiere decir el pequeño orden, el pequeño cosmos que una persona impone a su cara. La raíz es la misma, de modo que yo, por ejemplo, que no uso cosméticos, sería más bien caótico, ¿no? (ríen ambos). Bueno, y quizá mi cara sea caótica (ríe). Ahora, también se dice que la conciencia, desde adentro, va moldeando la cara.
Ah, qué bien está eso.
—Sí, y recuerdo una frase que le atribuyen a Lincoln; bueno, él necesitaba un secretario, y le trajeron, no sé por qué, una serie de fotografías, y él miró una de ellas y dijo: no. Y alguien le replicó: bueno, pero este señor no es responsable de su cara. Y Lincoln le dijo: cumplidos los treinta años, cada hombre es responsable de su cara; que vendría a ser la misma idea. Y cuando se dice «la cara es espejo del alma» viene a ser exactamente lo mismo, ¿no?, salvo que se lo está diciendo de un modo menos impresionante. «Cada hombre es responsable de su cara».
Lo decían los griegos y lo decía Leonardo da Vinci.
—La cara, sí.
Ahora, usted suele referirse a que en nuestra época parece haberse perdido un posible sentido ordenado a algo superior o cósmico, pareciera que nuestro modo de vida es el vivir de cualquier manera.
—Y el resultado está a la vista, además, creo que no hay ninguna duda. Ahora que nos acercamos al fin de este siglo, tengo la impresión de que este siglo es pobre comparado con el siglo XIX. Y quizás el XIX fue pobre comparado con el XVIII. Sin embargo, ya sé que esa división en siglos es arbitraria, y sé, además, que un siglo quizá deba ser juzgado por el siglo siguiente, que ha sido introducido por el anterior, ¿no? De modo que un fuerte argumento contra el siglo XIX, es que ha producido el siglo XX; un fuerte argumento contra el XVIII es que produjo el XIX. Aunque esa división en siglos es del todo arbitraria, pero parece que el pensamiento necesita esas convenciones.
Esa división del tiempo.
—Sí, parece que es necesario dividir, aunque sepamos que las generalizaciones son falsas; lo cual es una generalización, a su vez, desde luego.
Usted decía, hace poco, que una de las cosas cuya pérdida es lamentable, es la del sentido cristiano del bien y del mal en nuestra época.
—Bueno, no sólo cristiano, ya que el sentido del bien y del mal es anterior al cristianismo, la ética…
Está en Platón, por ejemplo.
—Sí, bueno, y la palabra «ética» creo que fue profesada por Aristóteles, que no tenía por qué tener, bueno, un conocimiento profético del cristianismo. Yo creo que es un instinto que cada uno tiene, pero que cuando obramos, sabemos si obramos bien o mal; más allá de las consecuencias, que pueden ser benéficas o pueden ser perjudiciales o satánicas.
Sin embargo, ¿cómo podría fundamentarse una ética que no tenga que ver con el bien y el mal? ¿Podría haber una ética sólo con sentido jurídico, por ejemplo?
—No, además, si hemos leído a Billy Bud sabemos que no, ya que ese admirable relato de Melville trata del conflicto entre la justicia y la ley. La ley es una tentativa, bueno, de codificar la justicia; pero muchas veces falla, como es natural.
Usted parece tener por la ética una apreciación superior, en el sentido de que creo que para usted podría ser más importante poseer una ética que poseer una religión.
—Y, poseer una religión es poseer una ética; bueno, una ética ayudada o perjudicada por una mitología. Y en esos casos, yo prefiero prescindir de la mitología.
—(Ríe). Sí…
—Bueno, en el Japón yo creo que hay esa idea, ya que, por ejemplo, el emperador, y casi todo el mundo, todas las personas son shintoístas y budistas. Y, sin embargo, son dos creencias muy, muy distintas: el budismo es una filosofía y el shintoísmo es la creencia en una suerte de panteísmo; ya que si hay, bueno, ocho millones de dioses, que van de un lado para otro, podemos sospechar que Omnia sunt plena Jovis, todas las cosas están llenas de Júpiter, o llenas de la divinidad, como escribió Virgilio. Creo que hubo una discusión entre jesuitas y pastores protestantes, que podían ser evangelistas o metodistas, o lo que fuera, sobre el número de conversos que habían logrado. Y luego se hizo una estadística y se descubrió que esos conversos eran los mismos. Es decir, que las personas eran budistas, shintoístas, católicas, protestantes, mormones, tal vez, en fin: se entendía que todas las religiones son facetas de una misma verdad, de manera que las religiones vendrían a ser diversas facetas de la ética. Claro que la ética es distinta en cada caso, o no es del todo igual.
Éste si me parece un pensamiento muy propiamente suyo, Borges: la extensión de la ética a lo religioso o lo religioso como integrante de la ética. Usted decía una vez que lo importante en un diálogo es el espíritu de indagación.
—Sí, por eso la idea de, bueno, caramba, que se encuentra desgraciadamente en Platón también: la idea de que alguien gane en una discusión, es un error, porque, qué importa; si se llega a descubrir una verdad, poco importa que salga de «a», de «b», de «c», de «d» o de «e». Lo importante es llegar a esa verdad o es indagar esa posible verdad. Pero, en general, se ve a la conversación como una polémica, ¿no?; es decir, se entiende que una persona pierde y otra gana, lo cual es un modo de estorbar la verdad o de hacerla imposible. Esa mera vanidad personal de tener razón; por qué querer tener razón. Lo importante es llegar a la razón, y si alguien puede ayudarnos mejor.
Ahora, esta preocupación por la verdad, parece ser más una preocupación de filósofos que de artistas. Los artistas parecen preocuparse más por encontrar la realidad, o lo que Platón llamaba «La real realidad».
—Sí, pero no sé si hay esencialmente una diferencia.
Claro.
—Yo creo que un escritor debe ser ético, en el sentido de que si narra un sueño, si narra una fábula, si narra un cuento fantástico o un cuento de ficción científica, debe creer en ese sueño. Es decir, sabe que históricamente no es real, pero tiene que ser algo que su imaginación acepta; y el lector, además, se da cuenta de si su imaginación lo acepta o no, ya que un lector descubre inmediatamente las insinceridades en una obra: creo que alguien, al leer algo, se da cuenta de si el autor lo ha imaginado, o si simplemente se está jugando con palabras; creo que eso se siente inmediatamente si uno es un buen lector. Yo estoy seguro de no ser un buen escritor, pero creo ser un buen lector (ríe), lo cual es más importante, ya que, bueno, uno dedica poca parte de su tiempo a la escritura y mucha a la lectura. Aun en el caso mío, en que no puedo hacerlo directamente. Bueno, ninguna de las dos cosas; tengo que hacerlo a través de otros ojos y de otras voces.
Bueno, yo disiento con usted en cuanto a la primera parte, yo creo que usted es equivalente en las dos operaciones.
—Hablando de la lectura, me acordé, como siempre vuelvo a hacerlo, de El Quijote. Bueno, a juzgar por lo que cuenta Cervantes, lo único que le pasó a Alonso Quijano fueron sus libros. Claro que hay un vago amor por Aldonza Lorenzo, hay la eventual amistad con Sancho; una amistad muy discutidora, y no siempre fácil, y parece que don Quijote no tiene infancia, lo conocemos a los cincuenta años, y lo primero que sabemos es que fue un lector.
Cierto.
—Y parece que los libros fueron lo más importante que le sucedió en toda su vida, ya que la decisión que toma Alonso Quijano de convertirse en don Quijote; bueno, sale de Amadís de Gaula, de Palmerín de Inglaterra, de las novelas de caballería que había leído.
La fe y la falta de fe, Borges, podrían ser, quizá, dos caminos personales; dos formas de aproximarse a la verdad.
—…Sí, y yo creo tener fe esencialmente. Es decir, tengo fe en la ética, y tengo fe en la imaginación también; aun en mi imaginación. Pero, tengo sobre todo fe en la imaginación de los otros, en los que me han enseñado a imaginar. Ahora, Blake creía que la salvación era triple: el primer ejemplo sería el de Jesús, que cree que la salvación es ética. Es decir, que un hombre se salva por sus obras. Después, tendríamos a Swedenborg, que agrega la idea de la salvación intelectual: él se imagina el paraíso como un lugar donde los ángeles conversan infinitamente sobre teología. Y después llega Blake, discípulo rebelde de Swedenborg, del sueco, y dice que la salvación tiene que ser estética también; y dice explícitamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» («El tonto no entrará en el cielo, por santo que sea»). Él creía que la salvación era estética también. Ahora, como él pensaba en Jesús, él creía que Jesús había enseñado también la salvación estética por medio de sus parábolas; que ya el hecho de que Jesús no se exprese por razones sino por parábolas, esas parábolas son obras de arte. De modo que él decía que Cristo había enseñado también la salvación intelectual, y la salvación estética. Él pensaba que el hombre que se salva del todo, es el que se salva éticamente, intelectualmente y estéticamente. Es decir, que todo hombre tiene que ser un artista.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Imagen: Caricatura de Borges por Fernao Campos Vía



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