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22/2/19

Jorge Luis Borges reseña «An Encyclopadeia of Pacifism», de Aldous Huxley







En aquella segunda división de la Anatomía de la melancolía —año de 1621— que estudia los remedios contra ese mal, el autor enumera la contemplación de palacios, de ríos, de laberintos, de surtidores, de jardines zoológicos, de templos, de obeliscos, de mascaradas, de fuegos de artificio, de coronaciones y de batallas. Su candor nos divierte; en una lista de espectáculos saludables, nadie ahora incluiría el de una batalla. (Nadie, tampoco, dejó paradójicamente de embelesarse con la verosímil carga a la bayoneta del impetuoso film pacifista Sin novedad en el frente...)

En cada una de las ciento veintiocho páginas de esta apretada Enciclopedia del pacifismo, Huxley combate fríamente la guerra. Jamás incurre en la diatriba o en la mera elocuencia: las tentaciones sentimentales del argumento no existen para él. Como a Benda o a Shaw, el crimen de la guerra le indigna menos que la insensatez de la guerra, que la compleja imbecilidad de la guerra. Sus razonamientos son de tipo intelectual, no de tipo patético. Sin embargo, es demasiado inteligente para ocultar que el pacifismo predicado por él exige más valor que la mera obediencia de los soldados. Escribe: «Resistir sin violencia no quiere decir no hacer nada. Significa hacer el esfuerzo enorme que se requiere para vencer el mal con el bien. Ese esfuerzo no confía en músculos fuertes y en armamentos diabólicos: confía en el valor moral, en el dominio de sí mismo y en la conciencia inolvidable y tenaz de que no hay un hombre en la tierra (por brutal, por personalmente hostil que sea) sin un fondo nativo de bondad, sin el amor de la justicia, sin un respeto por lo verdadero y lo bueno, que pueden ser alcanzados por todo aquel que use los medios adecuados».

Huxley es admirablemente imparcial. Los «militaristas de izquierda», los partidarios de la lucha de clases, no le parecen menos peligrosos que los fascistas. «La eficacia militar —observa— requiere una concentración del poder, un grado sumo de centralización, la conscripción o la esclavitud al gobierno y el establecimiento de una idolatría local cuyo dios es la nación misma o un tirano semidivinizado. La defensa militar del socialismo contra el fascismo viene a ser, en la práctica, la transformación de la comunidad socialista en una comunidad fascista.» Y luego: «La revolución francesa recurrió a la violencia y terminó en una dictadura militar y en la imposición permanente de la conscripción o esclavitud militar. La revolución rusa recurrió a la violencia; Rusia, ahora, es una dictadura militar. Parece que una verdadera revolución —es decir, el pasaje de lo inhumano a lo humano— no se puede realizar por medios violentos.»




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Antologado también en J.L.B.: Miscelánea (Buenos Aires, 2011)

Foto: Aldous Huxley by Jeanloup Sieff (c. 1963)


25/5/18

Jorge Luis Borges: A 150 años de la Revolución (1810-1960)







Como en una mística teogonía, la Revolución de 1810, nuestra madre, es también la primera de nuestras hijas. Mejor será decir que nacimos de esa voluntad de ser otros. Venezolanos y argentinos fundaron con batallas la libertad en todo el continente; es famosa la parte que a Buenos Aires le cupo en esas guerras creadoras. Ciento cincuenta años han transcurrido; nuestro país, para el bien o para el mal, es el que está más lejos del español, del indio y del negro. Otra labor de Buenos Aires, la menos sudamericana de las ciudades, fue la literatura gauchesca, invención de señores de la ciudad que por obra de las guerras civiles o de la faena pastoril habían compartido riesgos hermosos con los hombres de la llanura. No sé qué habrá sido Buenos Aires para los primeros porteños; sospecho que la sintieron de un modo casi idéntico al nuestro, ya que las circunstancias importan menos que los conceptos previos. La sentimos hoy como un instrumento delicado y preciso, como una necesaria proyección de nuestras voluntades y de nuestros cuerpos; en suma, como un hábito indispensable. Más allá de nuestras aversiones o preferencias, es indiscutible que Buenos Aires cumple su voluntario destino de gran ciudad, de ámbito favorable a los trabajos y a los ocios del hombre. Sin el estímulo de Buenos Aires, ni el cordobés Lugones, ni el francés Groussac, ni el nicaragüense Darío, ni, en un plano menor, el uruguayo Florencio Sánchez, hubieran sido lo que son. Agréguese a lo ya señalado la dirección de un vasto país, la sujeción del indio que apenas alejó la superficial conquista española, la asimilación de gentes dispares, la perspicaz y hospitalaria curiosidad por cuanto acontece en el mundo, y se pensará que Buenos Aires puede ufanarse de su siglo y medio de historia.
Estos honrosos y aun gloriosos trabajos Buenos Aires ejecutó, y otro no menos admirable y más enigmático, que es olvidarlos e ignorarlos enteramente, salvo para fines retóricos, cuando el calendario impone una fecha o cuando las autoridades (según la pésima costumbre francesa) rebajan el nombre de una persona a nombre de una calle, apresurando y fomentando el olvido. Otras muy diversas memorias —no sin algún remordimiento lo escribo— suele preferir Buenos Aires: la crónica del Riachuelo y del Maldonado, los anales infames y un tanto apócrifos del cuchillero y del tahúr. A esta curiosa nostalgie de la boue corresponden, según es fama, el culto de la voz de Gardel y el hecho cíclico de que cada cien años nuestra ciudad, como si renegara de su destino, impone a la República el mismo dictador cobarde y astuto y entonces Entre Ríos o Córdoba tienen que salvarse y salvarnos.
He declarado nuestro anverso de luz y nuestro reverso de sombra; que otros descubran la secreta raíz de este antagónico proceso y nos digan si la fecha que celebramos merece la tristeza o el júbilo.





Sur, Buenos Aires, N.º 267, noviembre-diciembre de 1960
Número especial de la revista Sur titulado
«A 150 años de la Revolución. Examen de conciencia». 
Victoria Ocampo & Jorge Luis Borges & Ernesto Sábato 
& Carlos Alberto Erro & Eduardo González Lanuza 
& Fryda Schultz de Mantovani & Enrique Anderson Imbert & otros
Luego, antologado en Miscelánea
Buenos Aires, 2011
Imagen: Borges (sin atribución ni fecha) Vía ABC Cultura

2/5/18

Jorge Luis Borges: Versos de Carriego





Dos ciudades, Paraná y Buenos Aires, dos fechas, 1883 y 1912, definen en el tiempo y en el espacio el breve ciclo de la vida de Evaristo Carriego. Hombre de clara y vieja cepa entrerriana, sentía la nostalgia del destino valeroso de sus mayores y buscaba una suerte de compensación en las románticas ficciones de Dumas, en la leyenda napoleónica y en el culto idolátrico de los gauchos. Así, un poco pour épater le bourgeois, un poco por influjo de los Podestá o de Eduardo Gutiérrez, dedicó una poesía a la memoria de san Juan Moreira.* Las circunstancias de su vida pueden cifrarse en pocas palabras. Ejerció el periodismo, frecuentó los cenáculos literarios y se embriagó, como toda su generación, de Almafuerte, de Darío y de Jaimes Freyre. De chico, le he oído recitar de memoria las ciento y tantas estrofas de El misionero y a través del tiempo sigo escuchando la pasión de su voz. Poco sé de sus opiniones políticas; es verosímil conjeturar que era vaga y sonoramente anarquista. Como todos los sudamericanos cultos de principios de siglo, era, o se sentía, una especie de francés honorario y, hacia 1911, abordó el conocimiento directo de la lengua de Hugo, otro de sus ídolos. Leía y releía el Quijote y es acaso típico de su gusto que Lugones le agradara menos que Herrera. Los nombres que he enumerado hasta ahora bien pueden agotar el catálogo de sus módicas, pero no negligentes lecturas. Trabajaba continuamente, urgido por la fiebre suave de la tuberculosis. Fuera de alguna peregrinación a casa de Almafuerte, en La Plata, no hizo otros viajes que los que pueden deparar a la mente la historia y la historia novelada. Murió a los veintinueve años, a la misma edad y del mismo mal que John Keats. Los dos tuvieron hambre de gloria; la pasión era lícita en aquel tiempo, ajeno todavía a las malas artes de la publicidad.


Esteban Echeverría fue el primer espectador de la pampa; Evaristo Carriego, parejamente, fue el primer espectador de los arrabales. No hubiera ejecutado su labor sin la vasta libertad de vocabulario, de temas y de metros que el modernismo deparó a las literaturas de lengua hispánica, de este y del otro lado del mar, pero el modernismo que lo estimuló, también le fue adverso. Una buena mitad de Misas herejes consta de parodias involuntarias de Darío y de Herrera. Más allá de esas páginas y de las lacras eventuales de las que quedan, el descubrimiento, llamémosle así, de nuestro suburbio define el mérito esencial de Carriego.

Para la ejecución cabal de la obra hubiera convenido que el autor fuera un hombre de letras, sensible a los matices o a las connotaciones de las palabras, o un hombre inculto, no muy distante de los personajes humildes que le imponía el tema. Desdichadamente, Carriego no era ninguno de los dos. Las reminiscencias de Dumas y el vocabulario lujoso del modernismo se interpusieron entre él y Palermo, y fue así inevitable que comparara su cuchillero con D’Artagnan. En dos o tres composiciones de El alma del suburbio rozó la épica y en otras la protesta social; en La canción del barrio pasó de la “cósmica chusma sagrada” a la modesta clase media. A esta segunda y última etapa corresponden sus más famosas, ya que no sus mejores, piezas poéticas. Por este camino llegó a lo que no es injusto llamar la poesía de la desdicha cotidiana, de las enfermedades, del desengaño, del tiempo que nos gasta y nos desanima, de la familia, del cariño, de la costumbre y casi de los chismes. Es significativo que el tango evolucionara de un modo paralelo.

En Carriego se ha cumplido el destino de todo precursor. La obra que para los contemporáneos fue anómala, corre ahora el albur de parecer trivial. A medio siglo de su muerte, Carriego pertenece menos a la poesía que a la historia de la poesía.

Sabemos que fue suya la muerte joven que parece ser parte del destino del poeta romántico. Más de una vez me he preguntado qué hubiera escrito de no habernos dejado. Una composición excepcional —El casamiento— puede prefigurar una desviación hacia el humorismo. Esto, evidentemente, es conjetural; lo indiscutible es que Carriego modificó, y sigue modificando, la evolución de nuestras letras y que algunas páginas suyas integrarán aquella antología a la que tiende toda literatura. A los personajes de su obra —el guapo, la costurerita que dio aquel mal paso, el ciego, el organillero— fuerza es agregar otro, el muchacho tísico y enlutado que lentamente caminaba entre casas bajas, ensayando algún verso o deteniéndose para mirar lo que muy pronto dejaría.

Posdata de 1974. La poesía trabaja con el pasado. El Palermo de las Misas herejes fue el de la niñez de Carriego y yo no lo alcancé. El verso exige la nostalgia, la pátina, siquiera ligera, del tiempo. Esto lo vemos asimismo en el curso de la literatura gauchesca. Ricardo Güiraldes cantó lo que fue, lo que pudo haber sido, su Don Segundo, no lo que era cuando él redactó su elegía.

*Martín Fierro no había sido canonizado aún por Lugones.





Versos de Carriego. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges

Buenos Aires, Eudeba, Serie del Siglo y Medio, 1963.
En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) 
Y en Miscelánea (1995, 2011)
Borges en la casa de Evaristo Carriego, Foto ©Pedro Raota

7/4/18

Jorge Luis Borges: «La estatua casera» de Adolfo Bioy Casares






Sospecho que un examen general de la literatura fantástica revelaría que es muy poco fantástica. He recorrido muchas Utopías —desde la epónima de More hasta Brave new world— y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica... su enciclopedia, en fin: todo ello articulado y orgánico, por supuesto, y (me consta que soy muy exigente) sin alusión a los trabajos injustos que padeció el capitán de artillería Alfredo Dreyfus. De las novelas imaginativas de Wells (y aun de las de Swift) sabemos que hay en cada trama un solo elemento fantástico; de las 1001 Noches, que buena parte de su maravilla es involuntaria, ya que los egipcios del siglo trece creían en los talismanes y en los conjuros. En resumen: poco me asombraría que la Biblioteca Fantástica Universal no pasara de un tomo de Lewis Carroll, de un par de films de Disney, de un poema de Coleridge y (por distracción del autor) de los Opera omnia de Manuel Gálvez.

El reciente libro de Bioy Casares empieza por una enérgica vindicación de los cuentos fantásticos. Su argumento (si lo interpreto bien) es de orden moral: le parece una cobardía la explicación, una deshonra no inferior a la de quienes acumulan rarezas y acaban por declarar que se despertaron "y que todo era un sueño". De acuerdo, pero nuestro resentimiento ante ese recurso no es de índole moral: es su grosera facilidad lo que nos repugna. Otra cosa es la puntual justificación de hechos al parecer irreducibles: cf. G. K. Chesterton.

Paso a lo fundamental de este libro de Bioy Casares —y de todos sus libros—. Su voluntaria y cuidadosa incoherencia —¿me atreveré a decirlo?— me impresiona menos que sus ocasionales desahogos autobiográficos, que su nihilismo criollo. En el capítulo Una plaza y dos parques, Adolfo Bioy juega a las greguerías. Juega muy bien, pero es un juego que otros pueden jugar. (Un juego, en mi opinión, más adecuado a la literatura oral que a la escrita. Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías). Considero, en cambio, una página como Alrededor de la muerte. Su veracidad, su música, su temblor, su desesperación minuciosa, son admirables.

Traficar en consejos y en profecías es peligroso, cuando no impertinente, pero yo creo percibir en la terrible lucidez de esa página la voz fundamental —y futura— del escritor. Entiendo que en La vida múltiple de Juan Ruteno, los capítulos mejores son asimismo los que se parecen más a la realidad. Verbigracia: la evocación del verano denigrante de Buenos Aires.

Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte.




En Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
Y en Jorge Luis Borges, Miscelánea, 2011
Imagen: Caricatura de Adolfo Bioy Casares por Andrés Alvez Vía


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


23/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición alemana de «La carreta», de Amorim







Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de Paulina Lucero. Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega, del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado lado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. “Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho.” Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el Martín Fierro. Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen… Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro, y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En Don Segundo los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho.

Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de “estancias” que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres.

Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un gewaltiges Erlebnis para el lector alemán. 


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 9 de julio de 1937
Foto: Amorim y Borges durante una tertulia en Salto, Uruguay
Imagen restaurada por el Institut Valenciá de Cultura

10/10/17

Jorge Luis Borges: El pensamiento en las conferencias. La biblioteca [Discurso]







3 de mayo de 1957

La Biblioteca

Al ser inauguradas las actividades del año en la institución que dirige, el autor de El tiempo, La doctrina de los ciclos y el Arte de injuriar, producciones en las que da la nota de su posición mental y espiritual como escritor, disertó sobre Biblioteca viva.

Es interesante destacar que el tema corresponde a un momento importante en la historia de la casa fundada por Moreno, desde que en el mismo dieron por iniciadas las actividades de la Escuela Nacional de Bibliotecarios.

“En esta escuela —comentó Borges— en la que se habrá de seguir la inspiración del fundador de la casa que hoy la ofrece a los estudios del país, concretándola en una realidad más de la cultura popular; en esta escuela, en la que habrán de estar siempre presentes el pensamiento y el espíritu del hombre que tuvo la misma preocupación que tendría, treinta años después, Domingo Faustino Sarmiento, y que éste condensaría en el angustioso y enérgico apotegma que ponía a consideración de sus conciudadanos la urgente necesidad de “educar al soberano”, se cumplirá ese cometido esencial de velar por los bienes espirituales de la Nación.”

Aludió, por tanto, a la importancia de la iniciativa y luego, entrando en tema, expresó:

“En una de sus Tres comedias para puritanos —el título encierra una paradoja, ya que en el siglo XVII los puritanos cerraron todos los teatros de Inglaterra—, Bernard Shaw refiere el incendio de la Biblioteca de Alejandría y hace exclamar a uno de sus personajes: “¡Está ardiendo la memoria del mundo!”. No sé de una metáfora mejor para definir una biblioteca que esta de la memoria; es tan feliz que casi no es una metáfora, sino la expresión de una verdad. San Agustín habla, en sus Confesiones, de los palacios y cavernas y ciudades de la memoria. Idéntico vértigo nos sobrecoge si pensamos en la cóncava biblioteca que nos rodea, armada, si sus catálogos no me engañan, de seiscientos cuarenta mil silenciosos volúmenes. El pasado argentino, la memoria argentina y buena parte de la memoria del mundo están encerrados en ellos.

”Se conjetura que nuestra memoria es total y que cada hombre está en posesión de todo su pasado y que, dado el estímulo necesario, puede recuperar cada imagen, cada línea leída, cada matiz de la angustia o de la esperanza. Del cerebro humano se ha escrito que es como un palimpsesto en el que se superponen infinitas escrituras. Parejamente, todo está en la vasta Biblioteca, y el arte de la escuela que inauguramos hoy consiste precisamente en su virtud de encontrarle todo, en esa virtud que hace de las bibliotecas no colecciones muertas, sino de libros vivos, capaces de inspirar y dirigir los trabajos del hombre.”


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 3 de mayo de 1957
Foto: Jorge Luis Borges en 1976

6/10/17

Jorge Luis Borges: ¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?







12 de julio de 1946


¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?


  En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la “viveza”, de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación.

  La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas.

 Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el Martín Fierro sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el Martín Fierro?


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en revista Sur, Buenos Aires, julio de 1946
Jorge Luis Borges en Virginia, USA, 1984


5/7/17

Jorge Luis Borges: «El matrero»






Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares han dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico. Inglaterra ha elegido a Shakespeare, el menos inglés de los escritores ingleses; Alemania, tal vez para contrarrestar sus propios defectos, a Goethe, que tenía en poco a su admirable instrumento, el idioma alemán; Italia, irrefutablemente, al alígero Dante, para repetir el melancólico calembour de Baltasar Gracián; Portugal, a Camoens; España, apoteosis que hubiera suscitado el docto escándalo de Quevedo y de Lope, al ingenioso lego Cervantes; Noruega, a Ibsen; Suecia, creo, se ha resignado a Strindberg. En Francia, donde las tradiciones son tantas, Voltaire no es menos clásico que Ronsard, ni Hugo que la Chanson de Roland; Whitman, en los Estados Unidos, no desplaza a Melville ni a Emerson. En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro.

Sarmiento ha enumerado famosamente las diversas variedades del gaucho: el baqueano, el rastreador, el payador y el gaucho malo, que Ascasubi ya nombraba el malevo. En el prólogo del Santos Vega o Los mellizos de la Flor (París, 1872) Ascasubi nos dice: «Es la historia de un malevo capaz de cometer todos los crímenes, y que dio mucho que hacer a la justicia». El culto de la obra de Hernández, iniciado por El payador (1916) de Lugones y abultado luego por Rojas, nos ha inducido a la singular confusión de los conceptos de matrero y de gaucho. Si el matrero hubiera sido un tipo frecuente, nadie seguiría recordando, al cabo de los años, el apodo o el nombre de unos pocos: Moreira, Hormiga Negra, Calandria, el Tigre del Quequén. Hay distraídos que repiten que el Martín Fierro es la cifra de nuestra complejísima historia. Aceptemos, durante unos renglones, que todos los gauchos fueron soldados; aceptemos también, con pareja extravagancia o docilidad, que todos ellos, como el protagonista de la epopeya, fueron desertores, prófugos y matreros y finalmente se pasaron a los salvajes. En tal caso, no hubiera habido conquista del desierto; las lanzas de Pincén o de Coliqueo habrían asolado nuestras ciudades y, entre otras cosas, a José Hernández le hubieran faltado tipógrafos. También careceríamos de escultores para monumentos al gaucho.

En Buenos Aires, los conceptos de compadrito y de cuchillero han sufrido análoga confusión. El compadrito era el plebeyo del centro o de las orillas, el changador o el mayoral; era o no cuchillero. Despreciaba al ladrón y al hombre que vivía de las mujeres. Los veteranos de Bartolomé Hidalgo, «los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo» que Hilario Ascasubi exaltó y los ocurrentes conversadores que recrean la historia del doctor Fausto no son menos reales que los rebeldes que ha glorificado Gutiérrez. Don Segundo, el tropero viejo, es hombre de paz.

Es natural y acaso inevitable que la imaginación elija al matrero y no a los gauchos de la partida policial que andaba en su busca. Nos atrae el rebelde, el individuo, siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado; Groussac ha señalado esa atracción en diversas latitudes y épocas. Inglaterra se acuerda de Robin Hood y de Hereward the Wake; Islandia, de su Grettir el Fuerte. Cabe rememorar asimismo a aquel Billy the Kid, de Arizona, que al morir de un brusco balazo a los veintidós años debía a la justicia veintidós muertes, sin contar mejicanos, y a Macario Romero, de quien dice una copla un tanto jocosa:
¡Qué bonito era Macario
en su caballo retinto,
con la pistola en la mano,
peleando con treinta y cinco!
La historia universal es la memoria de las ulteriores generaciones y ésta, según se sabe, no excluye la invención y el error, que es tal vez una de las formas de la invención. El jinete acosado que se oculta, como por arte mágica, en la mera vaciedad de la pampa o en los enmarañados laberintos del monte o de la cuchilla, es una figura patética y valerosa que de algún modo precisamos. También el gaucho, por lo general sedentario, habrá admirado al prófugo que fatigaba las leguas de la provincia y atravesaba, desafiando la ley, las anchas aguas correntosas del Paraná o del Uruguay.

Menos de individuos, la historia de los tiempos que fueron está hecha de arquetipos; para los argentinos, uno de tales arquetipos es el matrero. Hoyo y Moreira pueden haber capitaneado bandas de forajidos y haber manejado el trabuco, pero nos gusta imaginarlos peleando solos, a poncho y a facón. Una de las virtudes del matrero, sin duda inapreciable, es la de pertenecer al pasado; podemos venerarlo sin riesgo. Matrerear podía ser un episodio en la vida de un hombre. El acero, el alcohol de los sábados y aquel recelo casi femenino de haber sido ofendido que se llama, no sé por qué, machismo, favorecían las reyertas mortales. En el Fausto se lee:
Cuando a usté un hombre lo ofiende,
ya sin mirar para atrás,
pela el flamenco y ¡sás! ¡trás!
dos puñaladas le priende.
Y cuando la autoridá
la partida le ha soltao,
usté en su overo rosao
bebiendo los vientos va.
Naides de usté se despega
porque se aiga desgraciao,
y es muy bien agasajao
en cualquier rancho a que llega.
Si es hombre trabajador,
ande quiera gana el pan:
para eso con usté van
bolas, lazo y maniador.
Pasa el tiempo, vuelve al pago,
y cuando más larga ha sido
su ausiencia, usté es recebido
con más gusto y más halago[*]
Es curioso advertir que la desgracia era del matador, no del muerto.
Este libro antológico no es una apología del matrero ni una acusación de fiscal. Componerlo ha sido un placer; ojalá compartan ese placer quienes vuelvan sus páginas.


[*] El más ilustre de los maestros literarios deplora, en cambio, su desdicha, no sus buenos momentos:
Es triste dejar sus pagos/y largarse a tierra ajena,/llevándose el alma llena/de tormentos y dolores,/mas nos llevan los rigores/como el pampero a la arena./
Jorge Luis Borges: El matrero
Selección y prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Edicom S.A., 1970


Incluido en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: José Edmundo Clemente (?), Borges y Rogelio García Lupo

en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (s/d) Vía



19/6/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Roberto Godel, «Nacimiento del fuego»






Un libro (creo) debe bastarse. Una convención editorial requiere, sin embargo, que lo preceda algún estímulo en letra bastardilla que corre el peligro de asemejarse a esa otra indispensable página en blanco que precede a la falsa carátula. Con la insegura autoridad que nos da despachar un prólogo, arriesgo, pues, las solicitaciones que siguen.

La primera es olvidar el vano debate de antiguos y modernos. Lugones, poeta no indigno de recordar a Hugo, crítico más adicto a la intimidación que a la persuasión, ha simplificado hasta lo monstruoso nuestros debates literarios. Ha postulado una diferencia moral entre el recurso de marcar las pausas con rimas, y el de omitir ese artificio. Ha decretado luz a quienes ejercen la rima, sombra y perdición a los otros. Peor aún: ha impuesto esa ilusoria simplificación a sus contendores, quorum pars parva fui. Éstos, lejos de repudiar ese maniqueísmo auditivo, lo han adoptado con fervor, invirtiéndolo. Niegan el dogma de la justificación por la rima y aun por el asonante, para instaurar el de justificación por el caos. De ahí la conveniencia de repetir, en nuestro Buenos Aires, que el hecho de rimar o de no rimar, no agota, acaso, la definición de un poeta. Roberto Godel rima con ansioso rigor: ello no basta para clasificarlo como actual o anticuado.

Otra tentación, casi inevitable, acecha en su notoria complejidad. La consabida insipidez de la poesía española, cuya historia no admite más escándalo que el promovido hace trescientos años por Luis de Góngora, hace que todo lo complejo se vincule a ese nombre. Godel no eludirá ese destino. Su agitación romántica no dejará de ser identificada con las hipérboles mecánicas del "precursor" —hombre de tan atrofiada imaginación que se burla una vez de un auto de fe provinciano, que se limitaba a un solo quemado vivo—. Góngora, como Oliverio Twist, quería más. El reproche consta en uno de sus sonetos...

Este Nacimiento del fuego registra en versos memorables el del amor: época de terribles esperanzas y de incertidumbres gloriosas. Leones, estrellas, sangre derramada, metales —todo lo antiguo, lo concreto y lo espléndido— forman el natural vocabulario de esta poesía; que se sabe tan rara y tan verdadera como los símbolos poderosos que invoca. El mundo externo penetra inmensamente en sus líneas, pero siempre como adjetivo de la pasión. Enamorarse es producir una mitología privada —a private mythology— y hacer del universo una alusión a la única persona indudable. La luz, para un escritor místico, no era sino la sombra de Dios. Shakespeare se distraía con las rosas, imaginándolas una sombra de su distante amigo.

Mi amistad con Roberto Godel es larga en el tiempo. En nuestro común Buenos Aires, en el desierto craso y chacarero de la Pampa Central, en un jardín mediterráneo en la Pampa, en otros menos sorprendentes jardines de los pueblos del Sur, he conocido muchos de los versos publicados aquí. Los he difundido oralmente; los he conmemorado con lentitud, bajo las peculiares estrellas de este hemisferio. Sé que también intimarán contigo, preciso aunque invisible lector.

Roberto Godel: Nacimiento del fuego
Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Francisco A. Colombo, 1932


Posdata de 1974
Al cabo de medio siglo, casi no pasa un día en que no recuerde este verso:

Corceles exquisitos y ruedas de silencio.

Invenciblemente la sigue en la memoria la inagotable y tenue estrofa de Jaimes Freyre:

Peregrina paloma imaginaria
que enardeces los últimos amores;
alma de luz, de música y de flores,
peregrina paloma imaginaria.




En Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

Luego, antologado en Miscelánea (2011)

Foto: Borges at the Hotel Villa Igea, in the Basile room (Palermo, Sicily, 1984)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Al pie: Tapa de la primera edición mencionada


4/2/17

Jorge Luis Borges: Eduardo Gutiérrez, escritor realista








Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay, los hombres de Artigas. All the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, cabe en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho. 
¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser "la personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro". 
Luego denuncia "la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje" y deplora, en el mismo dialecto pictórico y pintoresco, "que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma". Además, pondera la simpatía de Gutiérrez "por el noble hijo del desierto", saluda de paso a su hermano Carlos, "un bello espíritu, nutrido y gentil" y anota que "la influencia del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas creaciones".
El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre los dos temas de Hernández "pelea de Martín Fierro con la partida" y "pelea de Martín Fierro y de un negro". Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? 
Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra. 
Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por golpear a una vieja y que la amenaza de muerte "la primera vez que usté se limpie las manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía". Luego se va enviciando en el crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los dos casi rehúyen y a la que los empuja su fama. 
Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe... 
A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta "darnos la certidumbre de un hombre", para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el "verdadero" Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras "del renombrado autor argentino" ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que escribo: también, modos de muerte. 
Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911: "...aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez, especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento". 
Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es, desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida.


En Textos Cautivos (1986)
En Miscelánea (1995, 2011)
Primera publicación en El Hogar
9 de abril de 1937, Año 33, Número 1434
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 de octubre de 1975
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni



28/12/16

Jorge Luis Borges: Palabras pronunciadas en la comida que le ofrecieron los escritores [8 de agosto de 1946]








Hace un día o un mes o un año platónico (tan invasor es el olvido, tan insignificante el episodio que voy a referir) yo desempeñaba, aunque indigno, el cargo de auxiliar tercero en una biblioteca municipal de los arrabales del Sur. Nueve años concurrí a esa biblioteca, nueve años que serán en el recuerdo una sola tarde, una tarde monstruosa en cuyo decurso clasifiqué un número infinito de libros y el Reich devoró a Francia y el Reich no devoró las islas Británicas, y el nazismo, arrojado de Berlín, buscó nuevas regiones. En algún resquicio de esa tarde única, yo temerariamente firmé alguna declaración democrática; hace un día o un mes o un año platónico, me ordenaron que prestara servicios en la policía municipal. Maravillado por ese brusco avatar administrativo, fui a la Intendencia. Me confiaron, ahí, que esa metamorfosis era un castigo por haber firmado aquellas declaraciones. Mientras yo recibía la noticia con debido interés, me distrajo un cartel que decoraba la solemne oficina. Era rectangular y lacónico, de formato considerable, y registraba el interesante epigrama Dele-Dele. No recuerdo la cara de mi interlocutor, no recuerdo su nombre, pero hasta el día de mi muerte recordaré esa estrafalaria inscripción. Tendré que renunciar, repetí, al bajar las escaleras de la Intendencia, pero mi destino personal me importaba menos que ese cartel simbólico.*
No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado lo demás y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación los asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?
Quiero también decirles mi orgullo por esta noche numerosa y por esta activa amistad.

8 de agosto de 1946







*Borges se vio obligado a renunciar a su cargo en la biblioteca Miguel Cané. Victoria Ocampo narra el episodio: “Sorprendido por el nombramiento de inspector de aves de corral, Borges preguntó a un alto funcionario municipal por qué había sido elegido para el puesto, habiendo tantos empleados capaces de ocuparlo. ‘¿Fue usted partidario de los aliados?’, le interrogó el funcionario. ‘Sí’, dijo Borges. ‘Entonces, ¡qué quiere!’” (V. Ocampo, “Visión de Jorge Luis Borges", Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, N.º 55, diciembre de 1961). (N. del E.)

En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
También en: 
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia (1982)
Publicación original en revista 
Sur, Buenos Aires, Año XV, N.º 142, agosto de 1946.
Facsímil de la primera publicación en Sur, Archivo Digital Biblioteca Nacional Argentina
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