Mostrando las entradas con la etiqueta Revista Sur. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Revista Sur. Mostrar todas las entradas

17/1/19

Jorge Luis Borges: «Luis Greve, muerto» de Bioy Casares*






Equívoco destino literario el de Bioy Casares. No light but rather darkness visible murmuran con perplejidad sus lectores y los unos reprenden esa tiniebla que suponen irresoluble y los otros adoran esa tiniebla que suponen deliberada. Ambos están en el error: ni la oscuridad de los pasajes acriminados sobrevive a la relectura ni Bioy Casares busca para su obra los híbridos placeres de la incoherencia. Su falsa oscuridad, alguna vez, está hecha de elipsis; en general, de explicaciones y precisiones. El público enviciado en ciertas costumbres (favorable o aciaga connotación de determinadas palabras, hábito de enfilar tres epítetos, hábito de hacer coincidir los momentos intensos con las salidas o las puestas del sol...) no entiende al escritor que prescinde de ellas y lo juzga cubista o superrealista. Inevitablemente, eso ha acontecido con Bioy. Honrosa o no, puedo asegurar que esa atribución es del todo falsa. Me consta que ser profesionalmente joven no le parece menos absurdo que ser profesionalmente arcaico y que los almanaques no intervienen en su problema estético. Me consta que sin el menor esfuerzo ha rehusado las más inevitables tentaciones de nuestro tiempo: el arte al servicio de la revolución, el arte al servicio de la policía y del neotomismo, el fraudulento arte popular con metáforas (Fernán Silva Valdés, García Lorca), el retorno a Góngora, el retorno a Enrique Larreta, los deleites morosos y vanidosos de la tipografía. Es quizá el único poeta [sic] argentino que no se ha dedicado jamás una plaquette de 12 ejemplares en papel del Japón, numerados de Aries a Pisces.

De las piezas que integran Luis Greve, muerto, hay muchas que absolutamente me gustan —Catarsis, El azúcar y los muertos, Alejamiento, Los novios en tarjetas postales, El desertor—, pero sospecho que su encanto es indemostrable a quienes no lo sienten. En cambio, Cómo perdí la vista y Luis Greve, muerto pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura, son indudables. Se trata de dos cuentos fantásticos, pero no caprichosos. Un hombre negro, del tamaño de una rata, y casi inmortal, es la materia del primero; un fantasma entrevisto en el restaurant de Constitución, la del segundo. Bioy Casares logra que no sean increíbles. Logra también —lo cual es quizá más difícil— que no borren los personajes comunes que los rodean.

Nuestra literatura es muy pobre de relatos fantásticos. La facundia y la pereza criolla prefieren la informe tranche de vie o la mera acumulación de ocurrencias. De ahí lo inusual de la obra de Bioy Casares. En Caos y en La nueva tormenta la imaginación predomina; en este libro —en las mejores páginas de este libro— esa imaginación obedece a un orden. Nada tan raro como el orden en las operaciones del espíritu, ha dicho Fénelon.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937

Nota

* Publicado en francés, en La Revue Argentine, 5ème Anée, N° 26, Juin 1938, revista bimensual que se editaba en París. Tuvo 32 números, de 1934 a 1939. Su director fue Edmond de Narval, seudónimo de Octavio González Roura (1896-1976). Fue financiada gracias a los recursos de la exitosa y famosa empresa "Société de Laboratoires Gomina Argentine" que González Roura había creado a principios de la década del 30 en París. (Dato de "Francofilia y afirmación de la argentinidad: los itinerarios accidentados de La Revue Argentine", por Diana Quattrocchi-Woisson). Según la investigadora, la correspondencia de González Roura contiene cartas intercambiadas con Sur, referentes a la autorización de los textos. 









Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana



Imágenes:
Arriba: Bioy Casares en foto de Daniel Merle Vía La Nación
Abajo: Portada de la primera edición de Luis Greve, muerto
Buenos Aires, Editorial Destiempo, 1937

7/12/18

Edgar Lee Masters en versión de Borges: Tres poemas (bilingüe)





Ana Rutledge

Oscura, indigna, pero salen de mí
Las vibraciones de una música eterna:
"Sin rencor para nadie, con caridad para todos".
En mí el perdón de millones de hombres para millones
Y la faz bienhechora de una nación
Resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta yerba,
Adorada en vida por Abraham Lincoln,
Desposada con él, no por la unión
Sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
Del polvo de mi pecho.


Ana Rutledge

Out of me unworthy and unknown
The vibrations of deathless music;
“With malice toward none, with charity for all.”
Out of me the forgiveness of millions toward millions,
And the beneficent face of a nation
Shining with justice and truth.
I am Anne Rutledge who sleep beneath these weeds
Beloved in life of Abraham Lincoln,
Wedded to him, not through union,
But through separation.
Bloom forever, O Republic,
From the dust of my bosom!




Petit, el poeta

Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, como una discusión entre insectos—
Yambos desfallecidos que la fuerte brisa despierta—
Pero el pino hace una sinfonía con ellos.
Triolets, rondeles, villanelas, sextinas,
Baladas a docenas con el mismo viejo argumento:
Las nieves y las rosas de ayer se han desvanecido,
Y qué es el amor sino una rosa que se marchita?
La vida a mi alrededor en el pueblo:
Tragedia, comedia, valentía, verdad,
Coraje, fidelidad, heroísmo, fracaso—
Todo eso en el telar y con qué dibujos!
Monte, pastizales, ríos y arroyos—
Ciego toda mi vida a todo eso.
Triolets, sextinas, villanelas, rondeles,
Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, qué minúsculos yambos,
Mientras Homero y Whitman rugían en los pinos!


Petit, the Poet

Seeds in a dry pod, tick, tick, tick,
Tick, tick, tick, like mites in a quarrel—
Faint iambics that the full breeze wakens—
But the pine tree makes a symphony thereof.
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus,
Ballades by the score with the same old thought:
The snows and the roses of yesterday are vanished;
And what is love but a rose that fades?
Life all around me here in the village:
Tragedy, comedy, valor and truth,
Courage, constancy, heroism, failure—
All in the loom, and oh what patterns!
Woodlands, meadows, streams and rivers—
Blind to all of it all my life long.
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus,
Seeds in a dry pod, tick, tick, tick,
Tick, tick, tick, what little iambics,
While Homer and Whitman roared in the pines!



Chandler Nicholas

Bañándome cada mañana, afeitándome,
Vistiéndome después,
Pero nadie en la vida para alegrarse
Con mi trabajada apariencia.
Caminando cada día, respirando hondo
En pro de mi salud,
Pero la vitalidad ¿de qué me sirvió?
Adelantando cada día la mente
Con meditación y lectura,
Pero nadie con quien canjear sabidurías.
No era un ágora, no era un banco de liquidación
Para lo intelectual, Spoon River.
Buscando, pero no buscado de nadie:
Maduro, afable, utilizable, pero no utilizado.
Encarcelado aquí en Spoon River,
Menospreciado por los buitres mi hígado,
Devorándose solo.


Chandler Nicholas

Every morning bathing myself and shaving myself,
And dressing myself.
But no one in my life to take delight
In my fastidious appearance.
Every day walking, and deep breathing
For the sake of my health.
But to what use vitality?
Every day improving my mind
With meditation and reading,
But no one with whom to exchange wisdoms.
No agora, no clearing house
For ideas, Spoon River.
Seeking, but never sought;
Ripe, companionable, useful, but useless.
Chained here in Spoon River,
My liver scorned by the vultures,
And self-devoured!


Revista Sur, Buenos Aires, Año 1, N° 3, invierno de 1931

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana





25/5/18

Jorge Luis Borges: A 150 años de la Revolución (1810-1960)







Como en una mística teogonía, la Revolución de 1810, nuestra madre, es también la primera de nuestras hijas. Mejor será decir que nacimos de esa voluntad de ser otros. Venezolanos y argentinos fundaron con batallas la libertad en todo el continente; es famosa la parte que a Buenos Aires le cupo en esas guerras creadoras. Ciento cincuenta años han transcurrido; nuestro país, para el bien o para el mal, es el que está más lejos del español, del indio y del negro. Otra labor de Buenos Aires, la menos sudamericana de las ciudades, fue la literatura gauchesca, invención de señores de la ciudad que por obra de las guerras civiles o de la faena pastoril habían compartido riesgos hermosos con los hombres de la llanura. No sé qué habrá sido Buenos Aires para los primeros porteños; sospecho que la sintieron de un modo casi idéntico al nuestro, ya que las circunstancias importan menos que los conceptos previos. La sentimos hoy como un instrumento delicado y preciso, como una necesaria proyección de nuestras voluntades y de nuestros cuerpos; en suma, como un hábito indispensable. Más allá de nuestras aversiones o preferencias, es indiscutible que Buenos Aires cumple su voluntario destino de gran ciudad, de ámbito favorable a los trabajos y a los ocios del hombre. Sin el estímulo de Buenos Aires, ni el cordobés Lugones, ni el francés Groussac, ni el nicaragüense Darío, ni, en un plano menor, el uruguayo Florencio Sánchez, hubieran sido lo que son. Agréguese a lo ya señalado la dirección de un vasto país, la sujeción del indio que apenas alejó la superficial conquista española, la asimilación de gentes dispares, la perspicaz y hospitalaria curiosidad por cuanto acontece en el mundo, y se pensará que Buenos Aires puede ufanarse de su siglo y medio de historia.
Estos honrosos y aun gloriosos trabajos Buenos Aires ejecutó, y otro no menos admirable y más enigmático, que es olvidarlos e ignorarlos enteramente, salvo para fines retóricos, cuando el calendario impone una fecha o cuando las autoridades (según la pésima costumbre francesa) rebajan el nombre de una persona a nombre de una calle, apresurando y fomentando el olvido. Otras muy diversas memorias —no sin algún remordimiento lo escribo— suele preferir Buenos Aires: la crónica del Riachuelo y del Maldonado, los anales infames y un tanto apócrifos del cuchillero y del tahúr. A esta curiosa nostalgie de la boue corresponden, según es fama, el culto de la voz de Gardel y el hecho cíclico de que cada cien años nuestra ciudad, como si renegara de su destino, impone a la República el mismo dictador cobarde y astuto y entonces Entre Ríos o Córdoba tienen que salvarse y salvarnos.
He declarado nuestro anverso de luz y nuestro reverso de sombra; que otros descubran la secreta raíz de este antagónico proceso y nos digan si la fecha que celebramos merece la tristeza o el júbilo.





Sur, Buenos Aires, N.º 267, noviembre-diciembre de 1960
Número especial de la revista Sur titulado
«A 150 años de la Revolución. Examen de conciencia». 
Victoria Ocampo & Jorge Luis Borges & Ernesto Sábato 
& Carlos Alberto Erro & Eduardo González Lanuza 
& Fryda Schultz de Mantovani & Enrique Anderson Imbert & otros
Luego, antologado en Miscelánea
Buenos Aires, 2011
Imagen: Borges (sin atribución ni fecha) Vía ABC Cultura

23/5/18

Jorge Luis Borges en «Debates de "Sur"»*: Moral y literatura








¿Tiene razón Oscar Wilde cuando sostiene que no hay libros morales o inmorales, sino únicamente libros bien o mal escritos?

¿Hace bien Anton Chéjov en afirmar que su arte consiste en describir exactamente a los ladrones de caballos sin agregar que está mal robar caballos?

¿Debe seguirse a Gide cuando sostiene que con buenos sentimientos se hace mala literatura?

¿O queda la posibilidad de imaginar que la belleza de un libro puede surgir, en parte al menos, de su moralidad explícita o implícita; que el arte puede consistir en agregar que está mal robar caballos, y que con buenos sentimientos puede hacerse, no sólo mala, sino también buena literatura?


Responde Jorge Luis Borges:

En razón misma de su tono imperioso, el aforismo de Wilde me parece más apto para cerrar que para abrir una discusión. Quizá no hay libros inmorales, pero hay lecturas que lo son, claramente. El Martín Fierro (amplío aquí una observación de María Rosa Oliver) fue escrito para demostrar que el ejército convierte en vagabundos y en forajidos a los hombres de campo; es leído inmoralmente por quienes buscan los placeres de la ruindad (consejos de Vizcacha), de la crueldad (pelea con el moreno), del sentimentalismo de los canallas y de la bravata orillera (passim). Otras publicaciones son inmorales de intención y de ejecución. Así, yo tengo para mí que una de las causas del entontecimiento gradual de los argentinos son las revistas populares: notorias cátedras de codicia y de servilismo. ¿Qué decir de esos instrumentos que rebajan el universo a una suma de ceremonias oficiales y de ceremonias mundanas, que no proponen otro ideal que el ocioso vivir de los millonarios, que reducen la historia del país a una lista completa de concurrentes al Teatro de la Ranchería, que interminablemente añoran al mazorquero, al negro esclavo y al virrey, que prodigan los campeonatos de golf, los torneos de bridge, los extensos gauchos apócrifos de Quirós y los árboles genealógicos? No nos dejemos embaucar por la connotación sexual de la palabra inmoralidad; más inmoral que fomentar la lascivia es fomentar el servilismo o la estolidez.

Stevenson (Ethical studies) observa que un personaje de novela es apenas una sucesión de palabras y pondera la extraña independencia que parecen lograr, sin embargo, esos homúnculos verbales. El hecho es que una vez lograda esa independencia, una vez convencidos los lectores de que tal personaje no es menos vario que los que habitan la "realidad" (quienes, por lo demás, tampoco son, o somos, otra cosa que una serie de signos), el juicio moral del autor importa poco. Además, todo juicio es una generalización, una mera vaguedad aproximativa. Para el novelista, como tal, no hay personajes malos o buenos; todo personaje es inevitable. I understand everything and everyone, declara Bernard Shaw, and am nobody and nothing.

Cabe, por consiguiente, decir a Chéjov: Si los ladrones de caballos son reales, la opinión de su autor no los modifica.

Vedar la ética es arbitrariamente empobrecer la literatura. La puritánica doctrina del arte por el arte nos privaría de los trágicos griegos, de Lucrecio, de Virgilio, de Juvenal, de las Escrituras, de San Agustín, de Dante, de Montaigne, de Shakespeare, de Quevedo, de Browne, de Swift, de Voltaire, de Johnson, de Blake, de Hugo, de Emerson, de Whitman, de Baudelaire, de Ibsen, de Butler, de Nietzsche, de Chesterton, de Shaw; casi del universo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 126, abril de 1945**



*   Responden también Victoria Ocampo, José Bianco y Roger Caillois

** Antes en en Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936

Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana



Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


8/5/18

Jorge Luis Borges: José Bianco, «Las Ratas»







Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo más de esas ficciones policiales. (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre.

En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica). Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el efecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir "las chuscadas de uso", a quien la pesca le parece "un gesto superfluo" y que reprueba, con indignación de urbanista, "las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí...". En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata en James y en Bianco de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.

Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. "Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir" leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?

El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: "Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia").

Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman nunca sabré por qué psicológicas). El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que las diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor...

Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.



Prólogo a Bianco, José; Las Ratas
Buenos Aires, Editorial Sur, 1943
Reseña publicada en la revista Sur, Número 11, Enero de 1944
Luego en Borges en Sur (1999) y en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges retratado por Bioy Casares
En diario Clarín, 12 de junio de 2016

7/4/18

Jorge Luis Borges: «La estatua casera» de Adolfo Bioy Casares






Sospecho que un examen general de la literatura fantástica revelaría que es muy poco fantástica. He recorrido muchas Utopías —desde la epónima de More hasta Brave new world— y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica... su enciclopedia, en fin: todo ello articulado y orgánico, por supuesto, y (me consta que soy muy exigente) sin alusión a los trabajos injustos que padeció el capitán de artillería Alfredo Dreyfus. De las novelas imaginativas de Wells (y aun de las de Swift) sabemos que hay en cada trama un solo elemento fantástico; de las 1001 Noches, que buena parte de su maravilla es involuntaria, ya que los egipcios del siglo trece creían en los talismanes y en los conjuros. En resumen: poco me asombraría que la Biblioteca Fantástica Universal no pasara de un tomo de Lewis Carroll, de un par de films de Disney, de un poema de Coleridge y (por distracción del autor) de los Opera omnia de Manuel Gálvez.

El reciente libro de Bioy Casares empieza por una enérgica vindicación de los cuentos fantásticos. Su argumento (si lo interpreto bien) es de orden moral: le parece una cobardía la explicación, una deshonra no inferior a la de quienes acumulan rarezas y acaban por declarar que se despertaron "y que todo era un sueño". De acuerdo, pero nuestro resentimiento ante ese recurso no es de índole moral: es su grosera facilidad lo que nos repugna. Otra cosa es la puntual justificación de hechos al parecer irreducibles: cf. G. K. Chesterton.

Paso a lo fundamental de este libro de Bioy Casares —y de todos sus libros—. Su voluntaria y cuidadosa incoherencia —¿me atreveré a decirlo?— me impresiona menos que sus ocasionales desahogos autobiográficos, que su nihilismo criollo. En el capítulo Una plaza y dos parques, Adolfo Bioy juega a las greguerías. Juega muy bien, pero es un juego que otros pueden jugar. (Un juego, en mi opinión, más adecuado a la literatura oral que a la escrita. Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías). Considero, en cambio, una página como Alrededor de la muerte. Su veracidad, su música, su temblor, su desesperación minuciosa, son admirables.

Traficar en consejos y en profecías es peligroso, cuando no impertinente, pero yo creo percibir en la terrible lucidez de esa página la voz fundamental —y futura— del escritor. Entiendo que en La vida múltiple de Juan Ruteno, los capítulos mejores son asimismo los que se parecen más a la realidad. Verbigracia: la evocación del verano denigrante de Buenos Aires.

Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte.




En Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
Y en Jorge Luis Borges, Miscelánea, 2011
Imagen: Caricatura de Adolfo Bioy Casares por Andrés Alvez Vía


5/4/18

Jorge Luis Borges: Los laberintos policiales y Chesterton







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse. Era un percance de hombre, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato considerado como una de las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rogét, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— parecerían solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los confidentes borrosos de Jean Racine o como los apartes escénicos.

La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1934, de Phillpotts.) El cuento breve es de carácter problemático, estricto; su código puede ser el siguiente:

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el ascensorista suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.

C) Avara economía en los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.

D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de quince hombres —mejor dicho, de quince apellidos, porque nada sabemos de su carácter— y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector —sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida, los ingeniosos trucos seudocientíficos y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de force de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.

The scandal of Father Brown, el más reciente libro de Chesterton (Londres, 1935) me ha sugerido los dictámenes anteriores. De las cinco series de crónicas del pequeño eclesiástico, ésta debe ser la menos feliz. Incluye, sin embargo, dos cuentos que no me gustaría ver rechazados de la antología o canon browniano: el tercero, La fulminación del libro; el octavo, El problema insoluble. La premisa de aquél es emocionante: se trata de un averiado libro sobrenatural que opera la instantánea desaparición de cuantos imprudentes lo abren. Alguien anuncia por teléfono que tiene el libro por delante y que lo va a abrir; el interlocutor espantado "oye una especie de explosión silenciosa". Otro de los fulminados deja un agujero en un vidrio; otro, un rasgón en una lona; otro, su deshabitada pierna de palo. El dénouement es bueno, pero puedo jurarles que el más devoto de sus lectores lo presintió, al promediar la página 73... Abundan rasgos que son muy de G. K.: verbigracia, aquel lóbrego enmascarado de guantes negros, que resulta después un aristócrata, opugnador total del nudismo.

Los lugares del crimen son admirables, como en todo libro de Chesterton —y cuidadosa y sensacionalmente falsos. ¿Ha denunciado alguien la afinidad entre el Londres fantástico de Stevenson y el de Chesterton, entre los enlutados caballeros y jardines nocturnos del Suicide Club y los de la ahora quíntuple Saga del Padre Brown?



Sur, Buenos Aires, Año V, N° 10, julio de 1935
Y también en J. L. Borges, Ficcionario, México, FCE, 1985

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Retrato de Borges sin data, incluido
en Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964)


28/3/18

Langston Hughes en versión de Borges: El negro habla de ríos (bilingüe)








He conocido ríos...
He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la
fluencia de sangre humana por las venas humanas.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.

Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes,
he armado mi cabaña cerca del Congo y me ha arrullado el sueño,
he tendido la vista sobre el Nilo y he levantado pirámides en lo alto.

He escuchado el cantar del Mississippi cuando Lincoln bajó a New Orleans,
y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol.

He conocido ríos:
ríos envejecidos, morenos.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.


The Negro Speaks of Rivers

I've known rivers...
I've known rivers ancient as the world and older than the flow
of human blood in human veins.
My soul has grown deep like the rivers.

I bathed in the Euphrates when dawns were young.
I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep.
I looked upon the Nile and raised the pyramids above it.

I heard the singing of the Mississippi when
Abe Lincoln went down to New Orleans,
And I've seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.

I've known rivers:
Ancient, dusky rivers.
My soul has grown deep like the rivers.




Revista Sur, Buenos Aires, Año I,  N° 2, otoño de 1931

Véase también Borges: "Biografía sintética de James Langston Hughes"

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Vía Corbis Images



25/3/18

Jorge Luis Borges: «La espada dormida», de Manuel Peyrou







Sur, Buenos Aires, 1944

Acerca de esta Espada dormida, se pronunciará inevitablemente el nombre de Chesterton. La cuidadosa irrealidad, los pulcros misterios, la economía y el ingenio del diálogo, justifican esa aproximación y quizá la exigen, pero los cuentos policiales de Chesterton suelen adolecer de un propósito apologético y éstos de Manuel Peyrou son felices como aquellas New Arabian Nights en que el joven Stevenson propuso una versión del futuro Eduardo Séptimo de Inglaterra, bajo la cariñosa especie del Príncipe Florizel de Bohemia. Tan hábilmente disimulan estas ficciones los arduos y tenaces borradores que sin duda los precedieron, que corren el albur de parecer meros favores del azar y la negligencia, meras felicidades fortuitas. Tal no es la verdad, por supuesto; el malhadado azar puede suministrar a sus clientes las opera omnia de Vicente Huidobro o un verso de Ezra Pound, pero no un solo párrafo de Johnson o el más tenue diálogo de este libro. Todo en él ha sido premeditado, todo parece una improvisación venturosa, un don accidental de las divinidades secretas.

Una superstición de nuestro tiempo juzga que un libro que debate un problema es, de antemano, superior a otro libro que únicamente quiere encantar. Sin embargo, las irresponsables 1001 Noches han sobrevivido a infinitos poemas alegóricos, densos de erudición alcoránica; La hora de todos de Quevedo a su Política de Dios y gobierno de Cristo; Huckleberry Finn a los laboriosos productos de Norris y de Dreiser. La espada dormida es, ante todo, un libro agradable. ¿Necesitaré agregar que ese epíteto no encierra el menor matiz de condescendencia y que un libro que propone (y que logra) la felicidad del lector es, en cualquier época de la historia, en cualquier país del planeta, algo agradecible e impar?

En estos cuentos ejemplares, Manuel Peyrou demuestra comprender lo que no han comprendido los individuos del erróneo y funesto Detection Club: el cuento policial nada tiene que ver con la investigación policial, con las minucias de la toxicología o de la balística. Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula. Por eso es conveniente que su acción esté ubicada en otro país. Así lo entendió Poe, su inventor, con su Rué Morgue y con su Faubourg Saint-Germain; así Chesterton, que prefiere un Londres fantasmagórico. Tales artificios impiden que para juzgar la ficción (en la que priman el rigor y el asombro) se recurra a la mera realidad (en la que priman la rutina y la delación, el imprevisible azar y el vano detalle). Quienes reprochan a Peyrou la elección de escenarios extraños, olvidan que en un cuento policial escrito en Buenos Aires, Buenos Aires no debe figurar, o sólo puede figurar deformado, como en las páginas de Bustos Domecq.

Toda improbable antología futura que no incluya La espada dormida o La playa mágica me parecerá, bien lo sé, un libro inexplicable y algo monstruoso.






En: revista Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 127, mayo de 1945, p. 124
Luego publicado en Borges en Sur (1999)
Al pie: Manuel Peyrou en clase de esgrima - Foto Acervo Familia Peyrou

17/2/18

Jorge Luis Borges: Los premios nacionales de poesía 1961-1965







Con motivo de la adjudicación de los premios nacionales de poesía por el trienio 1961-65 a Silvina Ocampo, Alberto Girri y Jorge Vocos Lescano, el 14 de agosto se realizó una reunión en Sur. Borges pronunció estas palabras y luego los autores premiados firmaron ejemplares de sus obras.

Queridos amigos:

Sur y la tarde nos congregan para celebrar un triple acontecimiento: la adjudicación de los premios nacionales de poesía a Silvina Ocampo, a Girri y a Vocos Lescano.

A mí, quizás por castigo de mis culpas, me toca frecuentar el mundo, el ambiente literario de Buenos Aires, y he podido comprobar algo que es casi milagroso —y hablo desde una experiencia literaria larga, acaso demasiado larga— y he comprobado, y esto me sorprende, me asombra, la unánime aprobación con la cual ha sido recibido el fallo del jurado.

Esto ocurre muy raras veces, por lo pronto es la primera vez que yo lo he observado, ya que siendo muchos los candidatos y pocos los premios, es natural que mucha gente se sienta defraudada, que haya resentimientos, quejas, etc. Pero en este caso no ha ocurrido, asombrosamente, así; en este caso creo que todos han sentido, no sólo la justicia del fallo, sino —digamos— la fatalidad, la necesidad del fallo.

Quizá los mismos muchos pretendientes que han sido defraudados, piensan esencialmente lo que yo estoy pensando: los premios no podían otorgarse de otro modo. Estamos ante un caso de justicia evidente y esencial.

Y ahora yo querría decir algunas palabras, que serán breves, sobre los tres protagonistas de este premio.

Y voy a referirme en primer término a nuestra amiga Silvina Ocampo. Ella me ha honrado con su amistad desde hace muchos años. Yo he sentido, a veces, casi como una suerte de temor ante su sabiduría. La sabiduría parece un atributo más propio de los mármoles y de las sentencias que de los seres humanos. Pero yo he sentido esa sabiduría en Silvina, esa sabiduría acompañada de comprensión, de indulgencia, de perdón. Cuántas veces me he sentido comprendido, justificado, finalmente absuelto por ella. Todo esto es íntimo, lo sé, pero estoy emocionado como estamos creo que todos en esta tarde y por eso me he permitido decir estas cosas íntimas. Pero, desde luego, debemos considerar la obra literaria de este gran poeta que es Silvina Ocampo. No diré máximo poeta, porque la palabra máximo parece prestarse a polémicas... y no tiene que haber nada polémico en esta tarde de compartida emoción y felicidad entre nosotros.

En la poesía de Silvina Ocampo como en las más altas páginas de la prosa de Virginia Woolf, se opera algo milagroso. Tenemos por un lado la poesía como un objeto verbal, diríamos lo que se encierra en versos como ese epitafio: "La sangrienta luna"... o "the mortal moon has her eclipse endured" de Shakespeare. Es decir, versos que existen como objetos verbales, más allá de su sentido. Pero en la poesía de Silvina Ocampo además de ese carácter tornasolado, cambiante y como infinitamente variable hay también una profunda emoción. Y así Silvina Ocampo ha realizado lo que Chesterton atribuye a la más o menos apócrifa traducción de Ornar Khayian de Edward Fitzgerald. Hay versos, nos dice Chesterton, que pasan como un suspiro y quedan como un monumento, y este doble carácter está en la poesía de Silvina Ocampo. No quiero enumerar composiciones suyas porque, como he dicho muchas veces, en las enumeraciones lo único que se nota son las omisiones. Pero la palabra enumeración me trae inevitablemente a la memoria esa Enumeración de la patria que ya es una de las piezas clásicas de nuestra joven literatura argentina.

Y ahora querría decir algo sobre Girri.

Girri ha buscado y sigue emprendiendo las aventuras más audaces del arte contemporáneo, al mismo tiempo ha traducido ejemplarmente a Donne. Y este hecho tiene una significación especial ya que esas traducciones no están hechas como un ejercicio filológico sino porque hay una esencial afinidad entre el traducido y el traductor. Por lo demás Donne está quizás más cerca de nuestra sensibilidad que de la sensibilidad de muchos de sus contemporáneos. Y de igual manera que Donne buscó no la poesía de la dulzura que todos buscaban en su tiempo, sino esa otra poesía, no menos admirable y ardua, de lo áspero, así Girri ha buscado deliberadamente la misteriosa poesía de la aspereza y de lo aparentemente —pero sólo aparentemente— caótico. Es una ardua aventura, como lo he dicho, y él la ha logrado con la felicidad que todos sabemos.

Y ahora llego a nuestro gran poeta de Córdoba y de la Argentina, Vocos Lescano. Tendríamos que pensar en tantos y en tan admirables sonetos suyos. Pero yo no puedo olvidar aquella composición suya en la cual él fue, por decir así, nuestra voz. La voz de aquellos días aurorales de 1955. La voz de esa Revolución que casi estamos perdiendo ahora por debilidad de los unos y por complicidad, me atrevo a decirlo, de otros.

He nombrado a tres poetas muy diversos, pero todos ellos idénticos en la función poética, en la necesidad interior que los lleva al ejercicio de ese arte misterioso que es la poesía.

Está bien que esta celebración ocurra en Sur, en este nuevo edificio de Sur, que ya está lleno, podemos decirlo, de memorias futuras para nosotros, entre ellas la memoria de esta tarde, que será para mí, lo sé, y creo que para ustedes, inolvidable.

Y ya que he hablado de Sur, ya que Victoria Ocampo nos ha congregado, quiero repetir, para terminar, una vindicación de Sur, del espíritu de Sur, del espíritu de Victoria, que he debido hacer otras veces. Y es la absurda acusación de falta de argentinidad. La hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo. Ahora bien, es difícil definir lo argentino, precisamente porque lo argentino es algo elemental y lo elemental es de difícil o de imposible definición. Pero si ya existe en el cielo platónico un arquetipo de lo argentino, y creo que existe, uno de los atributos de ese arquetipo es la hospitalidad, la curiosidad, el hecho de que de algún modo somos menos provincianos que los europeos, es decir nos interesan todas las variedades del ser, todas las variedades de lo humano; nos interesan todas las variedades de la geografía y de la historia, del espacio y del tiempo. Y esa tendencia argentina a ver el universo y a ver no sólo lo que ocurre aquí ahora, sino lo que ocurrió en otras partes, lo que ocurrirá en todas partes. Todo eso ha sido estimulado generosamente, admirablemente y eficazmente por nuestra admirable amiga Victoria Ocampo.

Estas son las cosas que yo quería decir.


En revista Sur, Buenos Aires, N° 291, noviembre-diciembre de 1964
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
Foto: Alberto Girri, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, c. 1965 

16/2/18

Jorge Luis Borges: Elementos de preceptiva (1933)






Propongo a la consideración del lector este modesto espécimen literario:

Una vez había dos globos
y no sabía en cuál subir.
Al punto me dirigí
al del viaje de cien años,
que me llevó a un país estraño
donde las mulas ladraban...

Es el exordio de una chabacana milonga, que luego se desmoronaba en un cúmulo de incongruencias idiotas, a imagen de la línea del fin. Su revelación me fue deparada en un almacén de campaña cerca del Arapey, a principios del año 31, y la repito con la seguridad de no equivocarme. Quererla por ingenua o menospreciarla, me parece igualmente inútil. Prefiero, ahora, distinguir sus operaciones. En cuanto a sus propósitos, seguramente irrecuperables y vagos, dejo su investigación final al Juicio Final —o al ascendente y rápido Spitzer, que sube por los hilos capilares de las formas más características hasta las vivencias estéticas originales que las determinaron. Básteme deslindar los efectos que producen en mí.

Una vez había dos globos. En este verso, la inauguración oficial de los cuentos de hadas —la equivalencia criolla del érase una vez español— prepara la mención de los globos, que figuran más bien entre los encantos del siglo diecinueve. Ese feliz anacronismo sentimental es el primer "efecto" de la milonga. Si Gracián la hubiera perpetrado, yo recelaría otro peor: una discordia espuria entre la soledad de la vez y la dualidad de los globos.

Y no sabía en cuál subir. Segundo desvío. De golpe, el hecho intemporal del verso anterior se nos convierte en un increíble rasgo biográfico.

Al punto me dirigí. Tercer desvío. Brusca determinación no esperada.

Al del viaje de cien años. Cuarto desvío, por donde se viene a saber que el inocente compadrito de la milonga ya conocía los globos y que el destino de uno era una expedición venerable, que confiere (o requiere) longevidad en quienes la acometen. Se calla el derrotero del otro, no menos admirable sin duda.

Que me llevó a un país estraño. Sorpresa negativa, sorpresa de que no haya sorpresa, porque un país estraño es lo menos que puede justificar ese viaje.

Donde las mulas ladraban. Aquí se aborda por primera vez una maravilla directa —claro que con pobre fortuna—. Mulas ladraban quiere ser una incongruencia total, pero se libra felizmente de serlo, por la común connotación de rencor que hay en las dos palabras.

Hasta aquí el examen. No lo emprendí para simular virtudes secretas en la destartalada milonga, sino para ilustrar las actividades que puede promover en nosotros cualquier forma verbal. Ese delicado juego de cambios, de buenas frustraciones, de apoyos, agota para mí el hecho estético. Quienes lo descuidan o ignoran, ignoran lo particular literario.

Otro barato ejemplo. Son dos renglones de la letra de un tango nombrado Villa Crespo; su autor, pienso que Tagle Lara.

¿Donde están aquellos hombres y esas chinas,
vinchas rojas y chambergos que Requena conoció?

Son cuatro sus oscuras victorias. La primera, el tono interrogativo impuesto a la pena, el interrogar ¿dónde están? para significar no están. La segunda, el acento valeroso de la palabra hombres, que manda y vibra como guapos aquí, por contaminación o emulación de la palabra chinas —que es posterior—. La tercera, la definición de esa morena humanidad fin-de-siècle según sus atributos: vinchas rojas y chambergos. La cuarta, la sustitución de la primera persona por la tercera, del insignificativo yo conocí por el nombre determinado.

Copio un tercer ejemplo, de venerada procedencia esta vez. Se trata del verso ciento siete del primer libro de los doce que suman Paradise Lost. Es como sigue:

El estudio de la venganza, el odio inmortal.

Es evidente aquí la reciprocidad de las partes: estudio —palabra moderada y asidua— se proyecta sobre venganza; inmortal, palabra de majestuoso ambiente, sobre odio.

Un cuarto ejemplo, que es una estrofa de un poema de Cummings. Vierto palabra por palabra del inglés: El terrible rostro de Dios, más resplandeciente que una cuchara, resume la imagen de una sola palabra fatal; hasta que mi vida (que gustó del sol y la luna) se parece a algo que no ha sucedido. Soy una jaula de pájaro sin ningún pájaro, un collar en busca de un perro, un beso sin labios; una plegaria a la que le faltan rodillas pero algo late dentro de mi camisa que prueba que está desmuerto el que, viviente, no es nadie. Nunca te he querido querida como ahora quiero. Una imperfecta simetría, un dibujo frustrado y aliviado por continuas sorpresas, es la notoria ley de esa estrofa. Cuchara en vez de espada o de estrella, en busca en vez de sin, la palabra camisa en el lugar de la palabra pecho, quiero sin el pronombre personal, desmuerto (undead) por vivo, son sus más inequívocas variaciones... Die Ros ist ohn Warum, la rosa es sin porqué, leemos en el libro primero del Cherubiniscber Wandersmann de Silesius. Yo afirmo lo contrario, yo afirmo que es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa. Creo que siempre pasan de una las causas de la instantánea gloria o del inmediato fiasco de un verso. Creo en los razonables misterios, no en los milagros brutos.

Un ejemplo quinto y final, que será esta vez de equivocación. Leo en un cartel callejero de exhortación católica:

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los adultos, que han vivido, que han meditado, creen en Dios.

Sospecho que la obligación de ser inequívoco ha desfigurado un buen borrador, que paso a restaurar.

Los jóvenes sin experiencia creen en los hombres.
Los hombres creen en Dios.

Basta el contrapeso de jóvenes para que hombres equivalga con plenitud a las siete palabras eliminadas.

Los evidentes y morosos análisis que acabo de indicar, justifican dos conclusiones. Una la validez de la disciplina retórica, siempre que la practiquen sin vaguedad; otra, la imposibilidad final de una estética. Si no hay palabra en vano, si una milonga de almacén es un orbe de atracciones y repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore of this world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a un Shakespeare? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una línea?

Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos momentos. De cualquier modo, que ésta preceda a aquélla, y la justifique.

La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica y de lo más común.


Sur, Buenos Aires, Año III, N° 7, abril de 1933
Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas or el autor, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982
J. L. Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985


Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en Borges: cien años. Buenos Aires, Proa, 1999, pág. 86



28/12/17

Jorge Luis Borges: La Guerra en América (1941)








La noción de un atroz complot de Alemania para conquistar y oprimir todos los países del atlas, es (me apresuro a confesarlo) de una irreparable banalidad. Parece una invención de Maurice Leblanc, de Mr. Phillips Oppenheim o de Baldur von Schirach. Es notoriamente anacrónica: tiene el inconfundible sabor de 1914. Adolece de penuria imaginativa, de gigantismo, de crasa inverosimilitud. La circunstancia de que en esa fábula desdichada los alemanes cuentan con la complicidad lateral de los oblicuos japoneses y de los dóciles y pérfidos italianos la hace aún más ridícula... Desgraciadamente, la realidad carece de escrúpulos literarios. Se permite todas las libertades, incluso la de coincidir con Maurice Leblanc. Nada le falta, ni siquiera la más pura indigencia. Es tan versátil que también es monótona. Dos siglos después de la publicación de las ironías de Voltaire y de Swift, nuestros ojos atónitos han mirado el Congreso Eucarístico; hombres ya fulminados por Juvenal rigen los destinos del mundo. No importa que seamos lectores de Russell, de Proust y de Henry James: estamos en el mundo rudimental del esclavo Esopo y del cacofónico Marinetti. Destino paradójico el nuestro.

Le vrai peut quelque fois n'étre pas vraisemblable; lo inverosímil, lo verdadero, lo indiscutible, es que los directores del Tercer Reich procuran el imperio universal, la conquista del orbe. No haré enumeración de los países que han agredido ya y expoliado; no quiero que esta página sea infinita. Ayer los germanófilos perjuraban que el difamado Hitler ni siquiera soñaba en atacar este continente; ahora justifican y adulan su novísima hostilidad. Han aplaudido la invasión de Noruega y de Grecia, de las Repúblicas Soviéticas y de Holanda; no se qué júbilos elaborarán para el día en que a nuestras ciudades y a nuestras costas les sea deparado el incendio. Es infantil impacientarse; la misericordia de Hitler es ecuménica; en breve (si no lo estorban los vendepatrias y los judíos) gozaremos de todos los beneficios de la tortura, de la sodomía, del estupro y de las ejecuciones en masa. ¿No abunda en nuestras llanuras el Lebensraum, materia ilimitada y preciosa? Alguien, para frustrar nuestras esperanzas, observa que estamos lejísimo. Le respondo que siempre las colonias distan de la metrópoli; el Congo Belga no es lindero de Bélgica.






Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 87, diciembre de 1941 
(Número titulado La Guerra en América)

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Imagen arriba -original en color-: Borges (sin atribución autor) Casa de América Vía
Abajo: Sumario Sur n° 87, diciembre 1941



21/10/17

Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca (1928)








Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus nocturnos y que respondió: "Toda mi vida". Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó. De esa correcta aplicación de la ley de causalidad se sigue que el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos. Investigar las causas de un fenómeno, siquiera de un fenómeno tan simple como la literatura gauchesca, es proceder en infinito; básteme la mención de dos causas que juzgo principales.
Quienes me han precedido en esta labor se han limitado a una: la vida pastoril que era típica de las cuchillas y de la pampa. Esa causa, apta sin duda para la amplificación oratoria y para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregon hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto. El cowboy, a pesar de los libros documentales de Will James y del insistente cinematógrafo, pesa menos en la literatura de su país que los chacareros del Middle West o que los hombres negros del Sur... Derivar la literatura gauchesca de su materia, el gaucho, es una confusión que desfigura la notoria verdad. No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo. Las guerras de la Independencia, la guerra del Brasil, las guerras anárquicas, hicieron que hombres de cultura civil se compenetraran con el gauchaje; de la azarosa conjunción de esos dos estilos vitales, del asombro que uno produjo en otro, nació la literatura gauchesca. Denostar (algunos lo han hecho) a Juan Cruz Varela o a Francisco Acuña de Figueroa por no haber ejercido, o inventado, esa literatura, es una necedad; sin las humanidades que representan sus odas y paráfrasis, Martín Fierro, en una pulpería de la frontera, no hubiera asesinado, cincuenta años después, al moreno. Tan dilatado y tan incalculable es el arte, tan secreto su juego. Tachar de artificial o de inveraz a la literatura gauchesca porque ésta no es obra de gauchos, sería pedantesco y ridículo; sin embargo, no hay cultivador de ese género que no haya sido alguna vez, por su generación o las venideras, acusado de falsedad. Así, para Lugones, el Aniceto de Ascasubi "es un pobre diablo, mezcla de filosofastro y de zumbón"; para Vicente Rossi, los protagonistas del Fausto son "dos chacareros chupistas y charlatanes"; Vizcacha, "un mensual anciano, maniático"; Fierro, "un fraile federal-oribista con barba y chiripá". Tales definiciones, claro está, son meras curiosidades de la inventiva; su débil y remota justificación es que todo gaucho de la literatura (todo personaje de la literatura) es, de alguna manera, el literato que lo ideó. Se ha repetido que los héroes de Shakespeare son independientes de Shakespeare; para Bernard Shaw, sin embargo, "Macbeth es la tragedia del hombre de letras moderno, como asesino y cliente de brujas"... Sobre la mayor o menor autenticidad de los gauchos escritos, cabe observar, tal vez, que para casi todos nosotros, el gaucho es un objeto ideal, prototípico. De ahí un dilema: si la figura que el autor nos propone se ajusta con rigor a ese prototipo, la juzgamos trillada y convencional; si difiere, nos sentimos burlados y defraudados. Ya veremos después que de todos los héroes de esa poesía, Fierro es el más individual, el que menos responde a una tradición. El arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico.
Emprendo, ahora, el examen sucesivo de los poetas.

El iniciador, el Adán, es Bartolomé Hidalgo, montevideano. La circunstancia de que en 1810 fue barbero parece haber fascinado a la crítica; Lugones, que lo censura, estampa la voz "rapabarbas"; Rojas, que lo pondera, no se resigna a prescindir de "rapista". Lo hace, de una plumada, payador, y lo describe en forma ascendente, con acopio de rasgos minuciosos e imaginarios: "vestido el chiripá sobre su calzoncillo abierto en cribas; calzadas las espuelas en la bota sobada del caballero gaucho; abierta sobre el pecho la camiseta oscura, henchida por el viento de las pampas; alzada sobre la frente el ala del chambergo, como si fuera siempre galopando la tierra natal; ennoblecida la cara barbuda por su ojo experto en las baquías de la inmensidad y de la gloria". Harto más memorables que esas licencias de la iconografía, y la sastrería, me parecen dos circunstancias, también registradas por Rojas: el hecho de que Hidalgo fue un soldado, el hecho de que, antes de inventar al capataz Jacinto Chano y al gaucho Ramón Contreras, abundó —disciplina singular en un payador— en sonetos y en odas endecasílabas. Carlos Roxlo juzga que las composiciones rurales de Hidalgo "no han sido superadas aún por ninguno de los que han descollado, imitándolo". Yo pienso lo contrario; pienso que ha sido superado por muchos y que sus diálogos, ahora, lindan con el olvido. Pienso también que su paradójica gloria radica en esa dilatada y diversa superación filial. Hidalgo sobrevive en los otros, Hidalgo es de algún modo los otros. En mi corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino. Bartolomé Hidalgo descubre la entonación del gaucho; eso es mucho. No repetiré líneas suyas; inevitablemente incurriríamos en el anacronismo de condenarlas, usando como canon las de sus continuadores famosos. Básteme recordar que en las ajenas melodías que oiremos está la voz de Hidalgo, inmortal, secreta y modesta.
Hidalgo falleció oscuramente de una enfermedad pulmonar, en el pueblo de Morón, hacia 1823. Hacia 1841, en Montevideo, rompió a cantar, multiplicado en insolentes seudónimos, el cordobés Hilario Ascasubi. El porvenir no ha sido piadoso con él, ni siquiera justo.

Ascasubi, en vida, fue el "Béranger del Río de la Plata"; muerto, es un precursor borroso de Hernández. Ambas definiciones, como se ve, lo traducen en mero borrador —erróneo ya en el tiempo, ya en el espacio— de otro destino humano. La primera, la contemporánea, no le hizo mal: quienes la apadrinaban no carecían de una directa noción de quién era Ascasubi, y de una suficiente noticia de quién era el francés; ahora, los dos conocimientos ralean. La honesta gloria de Béranger ha declinado, aunque dispone todavía de tres columnas en la Encyclopaedia Britannica, firmadas por nadie menos que Stevenson; y la de Ascasubi... La segunda, la de premonición o aviso del Martín Fierro, es una insensatez: es accidental el parecido de las dos obras, nulo el de sus propósitos. El motivo de esa atribución errónea es curioso. Agotada la edición príncipe de Ascasubi de 1872 y rarísima en librería la de 1900, la empresa La Cultura Argentina quiso facilitar al público alguna de sus obras. Razones de largura y de seriedad eligieron el Santos Vega, impenetrable sucesión de trece mil versos, de siempre acometida y siempre postergada lectura. La gente, fastidiada, ahuyentada, tuvo que recurrir a ese respetuoso sinónimo de la incapacidad meritoria: el concepto de precursor. Pensarlo precursor de su declarado discípulo, Estanislao del Campo, era demasiado evidente; resolvieron emparentarlo con José Hernández. El proyecto adolecía de esta molestia, que razonaremos después: la superioridad del precursor, en esas pocas páginas ocasionales —las descripciones del amanecer, del malón— cuyo tema es igual. Nadie se demoró en esa paradoja, nadie pasó de esta comprobación evidente: la general inferioridad de Ascasubi. (Escribo con algún remordimiento; uno de los distraídos fui yo, en cierta consideración inútil sobre Ascasubi). Una liviana meditación, sin embargo, habría demostrado que postulados bien los propósitos de los dos escritores, una frecuente superioridad parcial de Aniceto era de prever. ¿Qué fin se proponía Hernández? Uno, limitadísimo: la historia del destino de Martín Fierro, referida por éste. No intuimos los hechos, sino al paisano Martín Fierro contándolos. De ahí que la omisión, o atenuación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche, el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar, pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe. (Lo mismo, con el ambiente marinero, hace Joseph Conrad.) Así, los muchos bailes que necesariamente figuran en su relato no son nunca descritos. Ascasubi, en cambio, se propone la intuición directa del baile, del juego discontinuo de los cuerpos que se están entendiendo (Paulino Lucero, pág. 204):

Sacó luego a su aparcera
la Juana. Rosa a bailar
y entraron a menudiar
media caña y caña entera.
¡Ah, china! si la cadera
del cuerpo se le cortaba,
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía,
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.

Y esta otra décima vistosa, como baraja nueva (Aniceto el Gallo, pág. 176):

Velay Pilar, la Porteña
linda de nuestra campaña,
bailando la media caña:
vean si se desempeña
y el garbo con que desdeña
los entros de ese gauchito,
que sin soltar el ponchito
con la mano en la cintura
le dice en esa postura:
¡mi alma! yo soy compadrito.

Es iluminativo también cotejar la noticia de los malones que hay en el Martín Fierro con la inmediata presentación de Ascasubi. Hernández (La vuelta, canto cuarto) quiere destacar el horror juicioso de Fierro ante la desatinada depredación; Ascasubi (Santos Vega, XIII), las leguas de indios que se vienen encima:

Pero al invadir la Indiada
se siente, porque a la fija
del campo la sabandija
juye delante asustada
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos y
cruzan atribulaos
por entre las poblaciones.

Entonces los ovejeros
coliando bravos torean
y también revolotean
gritando los teruteros;
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá
cuando los pampas avanzan
son los chajases que lanzan
volando: ¡chajá! ¡chajá!

Y atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan
como nubes, polvaredas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos
que al trote largo apuraos,
sobre los potros tendidos
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.

Lo escénico otra vez, otra vez la fruición de contemplar. En esa inclinación está para mí la singularidad de Ascasubi, no en las virtudes de su ira unitaria, destacada por Oyuela y por Rojas. Éste (Obras, IX, pág. 671) imagina la desazón que sus payadas bárbaras produjeron, sin duda, en don Juan Manuel y recuerda el asesinato, dentro de la plaza sitiada de Montevideo, de Florencio Varela. El caso es incomparable: Varela, fundador y redactor de El Comercio del Plata, era persona internacionalmente visible; Ascasubi, payador incesante, se reducía a improvisar los versos caseros del lento y vivo truco del sitio.
Ascasubi, en la bélica Montevideo, cantó un odio feliz. El facit indignatio versum de Juvenal no nos dice la razón de su estilo; tajeador a más no poder, pero tan desaforado y cómodo en las injurias que parece una diversión o una fiesta, un gusto de vistear. Eso deja entrever una suficiente décima de 1849 (Paulino Lucero, pág. 336):

Señor patrón, allá va
esa carta ¡de mi flor!
con la que al Restaurador
le retruco desde acá.
Si usté la lé, encontrará
a lo último del papel
cosas de que nuestro aquel
allá también se reirá;
porque a decir la verdá
es gaucho don Juan Manuel.

Pero contra ese mismo Rosas, tan gaucho, moviliza bailes que parecen evolucionar como ejércitos. Vuelva a serpear y a resonar esta primera vuelta de su media caña del campo, para los libres:

Al potro que en diez años
naides lo ensilló,
don Frutos en Cagancha
    se le acomodó,
    y en el repaso
    le ha pegado un rigor
    superiorazo.
Querelos mi vida —a los Orientales
que son domadores— sin dificultades.
¡Que viva Rivera! ¡que viva Lavalle!
Tenémelo a Rosas... que no se desmaye.
    Media caña,
    acompaña,
    Caña entera,
    como quiera.
Vamos a Entre Ríos, que allá está Badana,
a ver si bailamos esta Media Caña:
que allá está Lavalle tocando el violín,
y don Frutos quiere seguirla hasta el fin.
    Los de Cagancha
    se le afirman al diablo
    en cualquier cancha.

Copio, también, esta peleadora felicidad (Paulino Lucero, página 58):

Vaya un delito rabioso
cosa linda en ciertos casos
en que anda el hambre ganoso
de divertirse a balazos.

Coraje florido, gusto de los colores límpidos y de los objetos precisos, pueden definir a Ascasubi. Así, en el principio del Santos Vega:

El cual iba pelo a pelo
en un potrillo bragao,
flete lindo como un dao
que apenas pisaba el suelo
de livianito y delgao.

Y esta mención de una figura (Aniceto el Gallo, pág. 147):

Velay la estampa del Gallo
que sostiene la bandera
de la Patria verdadera
del Veinticinco de Mayo

Ascasubi, en La refalosa, presenta el pánico normal de los hombres en trance de degüello; pero razones evidentes de fecha le prohibieron el anacronismo de practicar la única invención literaria de la guerra de 1914; el patético tratamiento del miedo. Esa invención —paradójicamente preludiada por Rudyard Kipling, tratada luego con delicadeza por Sheriff y con buena insistencia periodística por el concurrido Remarque— les quedaba todavía muy a trasmano a los hombres de 1850.
Ascasubi peleó en Ituzaingó, defendió las trincheras de Montevideo, peleó en Cepeda, y dejó en versos resplandecientes sus días. No hay el arrastre de destino en sus líneas que hay en el Martín Fierro; hay esa despreocupada, dura inocencia de los hombres de acción, huéspedes continuos de la aventura y nunca del asombro. Hay también su buena zafaduría, porque su destino era la guitarra insolente del compadrito y los fogones de la tropa. Hay asimismo (virtud correlativa de ese vicio y también popular) la felicidad prosódica: el verso baladí que por la sola entonación ya está bien.
De los muchos seudónimos de Ascasubi, Aniceto el Gallo fue el más famoso; acaso el menos agraciado, también. Estanislao del Campo, que lo imitaba, eligió el de Anastasio el Pollo. Ese nombre ha quedado vinculado a una obra celebérrima: el Fausto. Es sabido el origen de ese afortunado ejercicio; Groussac, no sin alguna inevitable perfidia, lo ha referido así: "Estanislao del Campo, oficial mayor del gobierno provincial, tenía ya despachados sin gran estruendo muchos expedientes en versos de cualquier metro y jaez, cuando por agosto del 66, asistiendo a una exhibición del Fausto de Gounod en el Colón, ocurrióle fingir, entre los espectadores del paraíso, al gaucho Anastasio, quien luego refería a un aparcero sus impresiones, interpretando a su modo las fantásticas escenas. Con un poco de vista gorda al argumento, la parodia resultaba divertidísima, y recuerdo que yo mismo festejé en la Revista Argentina la reducción para guitarra, de la aplaudida partitura... Todo se juntaba para el éxito; la boga extraordinaria de la ópera, recién estrenada en Buenos Aires; el sesgo cómico del 'pato' entre el diablo y el doctor, el cual, así parodiado, retrotraía el drama, muy por encima del poema de Goethe, hasta sus orígenes populares y medievales; el sonsonete fácil de las redondillas, en que el trémolo sentimental alternaba diestramente con los puñados de sal gruesa; por fin, en aquellos años de criollismo triunfante, el sabor a mate cimarrón del diálogo gauchesco, en que retozaba a su gusto el hijo de la pampa, si no tal cual fuera jamás en la realidad, por lo menos como lo habían compuesto y 'convencionalizado' cincuenta años de mala literatura".
Hasta aquí, Groussac. Nadie ignora que ese docto escritor creía obligatorio el desdén en su trato con meros sudamericanos; en el caso de Estanislao del Campo (a quien inmediatamente después llama "payador de bufete"), agrega a ese desdén una impostura o, por lo menos, una supresión de la verdad. Pérfidamente lo define como empleado público; minuciosamente olvida que se batió en el sitio de Buenos Aires, en la batalla de Cepeda, en Pavón y en la revolución del 74. Uno de mis abuelos, unitario, que militó con él, solía recordar que del Campo vestía el uniforme de gala para entrar en batalla y que saludó, puesta la diestra en el quepí, las primeras balas de Pavón.
El Fausto ha sido muy diversamente juzgado. Calixto Oyuela, nada benévolo con los escritores gauchescos, lo ha calificado de joya. Es un poema que, al igual de los primitivos, podría prescindir de la imprenta, porque vive en muchas memorias. En memorias de mujeres, singularmente. Ello no importa una censura; hay escritores de indudable valor —Marcel Proust, D. H. Lawrence, Virginia Woolf— que suelen agradar a las mujeres más que a los hombres... Los detractores del Fausto lo acusan de ignorancia y de falsedad. Hasta el pelo del caballo del héroe ha sido examinado y reprobado. En 1896, Rafael Hernández —hermano de José Hernández— anota: "Ese parejero es de color overo rosado, justamente el color que no ha dado jamás un parejero, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores"; en 1916 confirma Lugones: "Ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal siempre despreciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabalgadura a los muchachos mandaderos". También han sido condenados los versos últimos de la famosa décima inicial:

Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.

Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno, sino bocado, y que sofrenar el caballo "no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso". Lugones confirma, o transcribe: "Ningún gaucho sujeta su caballo sofrenándolo. Ésta es una criollada falsa de gringo fanfarrón, que anda jineteando la yegua de su jardinera".
Yo me declaro indigno de terciar en esas controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a confesar que aunque los gauchos de más firme ortodoxia menosprecien el pelo overo rosado, el verso

En un overo rosao

sigue —misteriosamente— agradándome. También se ha censurado que un rústico pueda comprender y narrar el argumento de una ópera. Quienes así lo hacen, olvidan que todo arte es convencional; también lo es la payada biográfica de Martín Fierro.
Pasan las circunstancias, pasan los hechos, pasa la erudición de los hombres versados en el pelo de los caballos; lo que no pasa, lo que tal vez será inagotable, es el placer que da la contemplación de la felicidad y de la amistad. Ese placer, quizá no menos raro en las letras que en este mundo corporal de nuestros destinos, es en mi opinión la virtud central del poema. Muchos han alabado las descripciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que el Fausto presenta; yo tengo para mí que la mención preliminar de los bastidores escénicos las ha contaminado de falsedad. Lo esencial es el diálogo, es la clara amistad que trasluce el diálogo. No pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece —como el tango, como el truco, como Irigoyen— a la mitología argentina.
Más cerca de Ascasubi que de Estanislao del Campo, más cerca de Hernández que de Ascasubi, está el autor que paso a considerar: Antonio Lussich. Que yo sepa, sólo circulan dos informes de su obra, ambos insuficientes. Copio íntegro el primero, que bastó para incitar mi curiosidad. Es de Lugones y figura en la página 189 de El payador.
"Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un libro felicitado por Hernández, Los tres gauchos orientales, poniendo en escena tipos gauchos de la revolución uruguaya llamada campaña de Aparicio, diole, a lo que parece, el oportuno estímulo. De haberle enviado esa obra, resultó que Hernández tuviera la feliz ocurrencia. La obra del señor Lussich apareció editada en Buenos Aires por la imprenta de la Tribuna el 14 de junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich, agradeciéndole el envío del libro, es del 20 del mismo mes y año. Martín Fierro apareció en diciembre. Gallardos y generalmente apropiados al lenguaje y peculiaridades del campesino, los versos del señor Lussich formaban cuartetas, redondillas, décimas y también aquellas sextinas de payador que Hernández debía adoptar como las más típicas."
El elogio es considerable, máxime si atendemos al propósito nacionalista de Lugones, que era exaltar el Martín Fierro y a su reprobación incondicional de Bartolomé Hidalgo, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Ricardo Gutiérrez, de Echeverría. El otro informe, incomparable de reserva y de longitud, consta en la Historia crítica de la literatura uruguaya de Carlos Roxlo. "La musa" de Lussich, leemos en la página 242 del segundo tomo, "es excesivamente desaliñada y vive en calabozo de prosaísmos; sus descripciones carecen de luminosa y pintoresca policromía".
El mayor interés de la obra de Lussich es su anticipación evidente del inmediato y posterior Martín Fierro. La obra de Lussich profetiza, siquiera de manera esporádica, los rasgos diferenciales del Martín Fierro; bien es verdad que el trato de este último les da un relieve extraordinario que en el texto original acaso no tienen.
El libro de Lussich, al principio, es menos una profecía del Martín Fierro que una repetición de los coloquios de Ramón Contreras y Chano. Entre amargo y amargo, tres veteranos cuentan las patriadas que hicieron. El procedimiento es el habitual, pero los hombres de Lussich no se ciñen a la noticia histórica y abundan en pasajes autobiográficos. Esas frecuentes digresiones de orden personal y patético, ignoradas por Hidalgo o por Ascasubi, son las que prefiguran el Martín Fierro, ya en la entonación, ya en los hechos, ya en las mismas palabras.
Prodigaré las citas, pues he podido comprobar que la obra de Lussich es, virtualmente, inédita.
Vaya como primera transcripción el desafío de estas décimas:

Pero me llaman matrero
pues le juyo a la catana,
porque ese toque de diana,
en mi oreja suena fiero;
libre soy como el pampero
y siempre libre viví,
libre fui cuando salí
dende el vientre de mi madre
sin más perro que me ladre
que el destino que corrí...

Mi envenao tiene una hoja
con un letrero en el lomo
que dice: cuando yo asomo
es pa que alguno se encoja.
Sólo esta cintura afloja
al disponer de mi suerte.
Con él yo siempre fui juerte
y altivo como el lión;
no me salta el corazón
ni le recelo a la muerte.

Soy amacho tirador,
enlazo lindo y con gusto;
tiro las bolas tan justo
que más que acierto es primor.
No se encuentra otro mejor
pa reboliar una lanza,
soy mentao por mi pujanza;
como valor, juerte y crudo
el sable a mi empuje rudo
¡jué pucha! que hace matanza.

Otros ejemplos, esta vez con su correspondencia inmediata o conjetural. Dice Lussich:

Yo tuve ovejas y hacienda;
caballos, casa y manguera;
mi dicha era verdadera
¡hoy se me ha cortao la rienda!
Carchas, majada y querencia
volaron con la patriada,
y hasta una vieja enramada
¡que cayó... supe en mi ausencia!

La guerra se lo comió
y el rastro de lo que jué
será lo que encontraré
cuando al pago caiga yo.

Dirá Hernández:

Tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera
¡Y qué iba a hallar al volver!
tan sólo hallé la Tapera.

Dice Lussich:

Me alcé con tuito el apero,
freno rico y de coscoja,
riendas nuevitas en hoja
y trensadas con esmero;
una carona de cuero
de vaca, muy bien curtida;
hasta una manta fornida
me truje de entre las carchas,
y aunque el chapiao no es pa marchas
lo chanté al pingo en seguida.

Hice sudar al bolsillo
porque nunca fui tacaño:
traiba un gran poncho de paño
que me alcanzaba al tobillo
y un machazo cojinillo
pa descansar mi osamenta;
quise pasar la tormenta
guarecido de hambre y frío
sin dejar del pilcherío
ni una argolla ferrugienta.

Mis espuelas macumbé,
mi rebenque con virolas,
rico facón, güenas bolas,
manea y bosal saqué.
Dentro el tirador dejé
diez pesos en plata blanca
pa allegarme a cualquier banca
pues al naipe tengo apego,
y a más presumo en el juego
no tener la mano manca.

Copas, fiador y pretal,
estribos y cabezadas
con nuestras armas bordadas,
de la gran Banda Oriental.
No he güelto a ver otro igual
recao tan cumpa y paquete
¡ahijuna! encima del flete
como un sol aquello era
¡ni recordarlo quisiera!
pa qué, si es al santo cuete.

Monté un pingo barbiador
como una luz de ligero
¡pucha, si pa un entrevero
era cosa superior!
Su cuerpo daba calor
y el herraje que llevaba
como la luna brillaba
al salir tras de una loma.
Yo con orgullo y no es broma
en su lomo me sentaba.

Dirá Hernández:

Yo llevé un moro de número
¡sobresaliente el matucho!
con él gané en Ayacucho
más plata que agua bendita.
Siempre el gaucho necesita
un pingo pa fiarle un pucho.

Y cargué sin dar más güeltas
con las prendas que tenía;
jergas, poncho, cuanto había
en casa, tuito lo alcé.
A mi china la dejé
media desnuda ese día.

No me faltaba una guasca;
esa ocasión eché el resto:
bozal, mamador, cabresto,
lazo, bolas y manea.
¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no creerá todo esto!

Dice Lussich:

Y ha de sobrar monte o sierra
que me abrigue en su guarida,
que ande la fiera se anida
también el hombre se encierra.

Dirá Hernández:

Ansí es que al venir la noche
iba a buscar mi guarida.
Pues ande el tigre se anida
también el hombre lo pasa,
y no quería que en las casas
me rodiara la partida.

Se advierte que en octubre o noviembre de 1872, Hernández estaba tout sonore encore de los versos que en junio del mismo año le dedicó el amigo Lussich. Se advertirá también la concisión del estilo de Hernández, y su ingenuidad voluntaria. Cuando Fierro enumera: hijos, hacienda y mujer, o exclama, luego de mencionar unos tientos:

¡El que hoy tan pobre me vea
tal vez no creerá todo esto!

sabe que los lectores urbanos no dejarán de agradecer esas simplicidades. Lussich, más espontáneo o atolondrado, no procede jamás de ese modo. Sus ansiedades literarias eran de otro orden, y solían parar en imitaciones de las ternuras más insidiosas del Fausto:

Yo tuve un nardo una vez
y lo acariciaba tanto
que su purísimo encanto
duró lo menos un mes.

Pero ¡ay! una hora de olvido
secó hasta su última hoja.
Así también se deshoja
la ilusión de un bien perdido.

En la segunda parte, que es de 1873, esas imitaciones alternan con otras facsimilares del Martín Fierro, como si reclamara lo suyo don Antonio Lussich.
Huelgan otras confrontaciones. Bastan las anteriores, creo, para justificar esta conclusión: los diálogos de Lussich son un borrador del libro definitivo de Hernández. Un borrador incontinente, lánguido, ocasional, pero utilizado y profético.

Llego a la obra máxima, ahora: el Martín Fierro.
Sospecho que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades. Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro: una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica. La primera es la tradicional: su prototipo está en la incompetencia benévola de los sueltos de periódicos y de las cartas que usurpan el cuaderno de la edición popular, sus continuadores son insignes y de los otros. Inconscientes disminuidores de lo que alaban, no dejan nunca de celebrar en el Martín Fierro la falta de retórica: palabra que les sirve para nombrar la retórica deficiente —lo mismo que si emplearan arquitectura para significar la intemperie, los derrumbes y las demoliciones. Imaginan que un libro puede no pertenecer a las letras: el Martín Fierro les agrada contra el arte y contra la inteligencia. El entero resultado de su labor cabe en estas líneas de Rojas: "Tanto valiera repudiar el arrullo de la paloma porque no es un madrigal o la canción del viento porque no es una oda. Así esta pintoresca payada se ha de considerar en la rusticidad de su forma y en la ingenuidad de su fondo como una voz elemental de la naturaleza".
La segunda —la del hiperbólico elogio— no ha realizado hasta hoy sino el sacrificio inútil de sus "precursores" y una forzada igualación con el Cantar del Cid y con la Comedia dantesca. Al hablar del coronel Ascasubi, he discutido la primera de esas actividades; de la segunda, básteme referir que su perseverante método es el de pesquisar versos contrahechos o ingratos en las epopeyas antiguas —como si las afinidades en el error fueran probatorias. Por lo demás, todo ese operoso manejo deriva de una superstición: presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular, la epopeya) valen formalmente más que otros. La estrafalaria y cándida necesidad de que el Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, siquiera de un modo simbólico, la historia secular de la patria, con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Tucumán y de Ituzaingó, en las andanzas de un cuchillero de 1870. Oyuela (Antología poética hispano-americana, tomo tercero, notas) ha desbaratado ya ese complot. "El asunto del Martín Fierro", anota, "no es propiamente nacional, ni menos de raza, ni se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pueblo, ni como nación políticamente constituida. Trátase en él de las dolorosas vicisitudes de la vida de un gaucho, en el último tercio del siglo anterior, en la época de la decadencia y próxima desaparición de este tipo local y transitorio nuestro, ante una organización social que lo aniquila, contadas o cantadas por el mismo protagonista."
La tercera distrae con mejores tentaciones. Afirma con delicado error, por ejemplo, que el Martín Fierro es una presentación de la pampa. El hecho es que a los hombres de la ciudad, la campaña sólo nos puede ser presentada como un descubrimiento gradual, como una serie de experiencias posibles. Es el procedimiento de las novelas de aprendizaje pampeano, The Purple Land (1885) de Hudson, y Don Segundo Sombra (1926) de Güiraldes, cuyos protagonistas van identificándose con el campo. No es el procedimiento de Hernández, que presupone deliberadamente la pampa y los hábitos diarios de la pampa, sin detallarlos nunca —omisión verosímil en un gaucho, que habla para otros gauchos. Alguien querrá oponerme estos versos, y los precedidos por ellos:

Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía,
y sus hijos y mujer.
Era una delicia el ver
cómo pasaba sus días.

El tema, entiendo, no es la miserable edad de oro que nosotros percibiríamos; es la destitución del narrador, su presente nostalgia.
Rojas sólo deja lugar en el porvenir para el estudio filológico del poema —vale decir, para una discusión melancólica sobre la palabra contra o contramilla, más adecuada a la infinita duración del Infierno que al plazo relativamente efímero de nuestra vida. En ese particular, como en todos, una deliberada subordinación del color local es típica de Martín Fierro. Comparado con el de los "precursores", su léxico parece rehuir los rasgos diferenciales del lenguaje del campo, y solicitar el sermo plebeius común. Recuerdo que de chico pudo sorprenderme su sencillez, y que me pareció de compadre criollo, no de paisano. El Fausto era mi norma de habla rural. Ahora —con algún conocimiento de la campaña— el predominio del soberbio cuchillero de pulpería sobre el paisano reservado y solícito, me parece evidente, no tanto por el léxico manejado, cuanto por las repetidas bravatas y el acento agresivo.
Otro recurso para descuidar el poema lo ofrecen los proverbios. Esas lástimas —según las califica definitivamente Lugones— han sido consideradas más de una vez parte sustantiva del libro. Inferir la ética del Martín Fierro, no de los destinos que presenta, sino de los mecánicos dicharachos hereditarios que estorban su decurso, o de las moralidades foráneas que lo epilogan, es una distracción que sólo la reverencia de lo tradicional pudo recomendar. Prefiero ver en esas prédicas, meras verosimilitudes o marcas del estilo directo. Creer en su valor nominal es obligarse infinitamente a contradicción. Así, en el canto VII de La ida ocurre esta copla que lo significa entero al paisano:

Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio, y salí
al tranco pa el cañadón.

No necesito restaurar la perdurable escena: el hombre sale de matar, resignado. El mismo hombre que después nos quiere servir esta moralidad:

La sangre que se derrama
no se olvida hasta la muerte.
la impresión es de tal suerte
que a mi pesar, no lo niego,
cai como gotas de juego
en la alma del que la vierte.

La verdadera ética del criollo está en el relato: la que presume que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar. (El inglés conoce la locución kill his man, cuya directa versión es matar a su hombre, descífrese matar al hombre que tiene que matar todo hombre.) “Quién no debía una muerte, en mi tiempo", le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. No me olvidaré tampoco de un orillero, que me dijo con gravedad: "Señor Borges, yo habré estado en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio".
Arribo, así, por eliminación de los percances tradicionales, a una directa consideración del poema. Desde el verso decidido que lo inaugura, casi todo él está en primera persona: hecho que juzgo capital. Fierro cuenta su historia, a partir de la plena edad viril, tiempo en que el hombre es, no dócil tiempo en que lo está buscando la vida. Eso algo nos defrauda: no en vano somos lectores de Dickens, inventor de la infancia, y preferimos la morfología de los caracteres a su adultez. Queríamos saber cómo se llega a ser Martín Fierro...
¿Qué intención la de Hernández? Contar la historia de Martín Fierro, y en esa historia, su carácter. Sirven de prueba todos los episodios del libro. El cualquiera tiempo pasado, normalmente mejor, del canto II, es la verdad del sentimiento del héroe, no de la desolada vida de las estancias en el tiempo de Rosas. La fornida pelea con el negro, en el canto VII, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las momentáneas luces y sombras que rinde la memoria de un hecho, sino al paisano Martín Fierro contándola. (En la guitarra, como solía cantarla a media voz Ricardo Güiraldes, como el chacaneo del acompañamiento recalca bien su intención de triste coraje.) Todo lo corrobora; básteme destacar algunas estrofas. Empiezo por esta comunicación total de un destino:

Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo ahugaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.

Entre las muchas circunstancias de lástima —atrocidad e inutilidad de esa muerte, recuerdo verosímil del barco, rareza de que venga a ahogarse a la pampa quien atravesó indemne el mar—, la eficacia máxima de la estrofa está en esa posdata o adición patética del recuerdo: tenía los ojos celestes como potrillito zarco, tan significativa de quien supone ya contada una cosa, y a quien le restituye la memoria una imagen más. Tampoco en vano asumen la primera persona estas líneas:

De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
tuve un terrible desmayo.
Caí como herido del rayo
cuando lo vi muerto a Cruz.

Cuando lo vio muerto a Cruz, Fierro, por un pudor de la pena, da por sentado el fallecimiento del compañero, finge haberlo mostrado.
Esa postulación de una realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar. El proyecto comporta así una doble invención: la de los episodios y la de los sentimientos del héroe, retrospectivos estos últimos o inmediatos. Ese vaivén impide la declaración de algunos detalles: no sabemos, por ejemplo, si la tentación de azotar a la mujer del negro asesinado es una brutalidad de borracho o —eso preferiríamos— una desesperación del aturdimiento, y esa perplejidad de los motivos lo hace más real. En esta discusión de episodios me interesa menos la imposición de una determinada tesis que este convencimiento central: la índole novelística del Martín Fierro, hasta en los pormenores. Novela, novela de organización instintiva o premeditada, es el Martín Fierro: única definición que puede trasmitir puntualmente la clase de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha. Ésta, quién no lo sabe, es la del siglo novelístico por antonomasia: el de Dostoievski, el de Zola, el de Butler, el de Flaubert, el de Dickens. Cito esos nombres evidentes, pero prefiero unir al de nuestro criollo el de otro americano, también de vida en que abundaron el azar y el recuerdo, el íntimo, insospechado Mark Twain de Huckleberry Finn.
Dije que una novela. Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de la novela. De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, es renunciar a toda posibilidad de un examen. La legislación de la épica —metros heroicos, intervención de los dioses, destacada situación política de los héroes— no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son.



No está en la primera edición de Discusión (1932)
Buenos Aires, Manuel Gleizer editor, 1932

Este ensayo se incluye recién en la edición 
de Buenos Aires, Emecé, 1957 al cuidado de José Edmundo Clemente 
Se suprimen "Nuestras imposibilidades", y se agrega la presente "La poesía gauchesca"
que agrupa y modifica sus anteriores "El coronel Acasubi" publicado en Sur I, verano 1931
y "Martín Fierro" que se agregaría en El hacedor  (1960)

Incuido en sus Obras Completas I (1923-1949) 2° ed.
© María Kodama 1995, 1996
Primera edición, abril 2011
Buenos Aires, Penguin House Mondadori Grupo Editorial, 2016


Foto: Jorge Luis Borges y el editor  Franco Maria Ricci, 1977 Vía


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...