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26/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre el ultraísmo (1966)






Durante las primeras décadas de este siglo surgieron grupos de escritores que tomaron la singular decisión de ser contemporáneos, actuales, como si fueran habitables el pasado y el porvenir y no fuera fatal el presente. Ser moderno, tal es el único deber, ordenó Hermann Bahr. Estos grupos adoptaron diversos rótulos; fueron expresionistas, futuristas, cubistas, imagistas, vorticistas, creacionistas y dadaístas. De todos ellos los primeros, que ejecutaron su labor en Alemania y Austria, me parecen hoy los más importantes. Al cabo de los años perduran en mi memoria líneas y estrofas de Johannes Becher o de Wilhelm Klemm. Hay además un libro de aquel tiempo, que de algún modo justifica y condena lo que se dio en llamar “moderno”: el ilegible pero a veces espléndido Ulises de James Joyce. Lo demás es polvo y ceniza. ¿Qué esperar o qué no esperar de volúmenes titulados Horizon carré o, con cursilería no digna de Vargas Vila, Manual de espumas

Aquí, como en todas las regiones de lengua hispánica, las cosas ocurrieron un poco tarde. Fundamos o, mejor dicho importamos el ultraísmo, ya prohijado irónicamente en España por el gran escritor judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens. La primacía de la metáfora fue su dogma. Ese dogma era falso; en buena lógica, basta un solo buen verso no metafórico para probar que la metáfora no es un elemento esencial. He aquí una estrofa: 

Yo deliré de hambre muchos días
y no dormí de frío muchas noches,
para salvar a Dios de los reproches
de su hambre humana y de sus noches frías.

Otra:

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.

Nos ocurrió además un percance. Nuestra “revolución”, según lo he señalado muchas veces, ya había sido prefigurada y superada por el Lunario sentimental (1909) de Lugones y, en lo que a prosa se refiere, por El payador, que data del 16. 

En la biblioteca de Alejandría los primeros editores de Homero inventaron la puntuación; unos dos mil años después, los poetas jóvenes rechazamos esa innovación peligrosa. Igualmente severos nos mostramos con las letras mayúsculas.

En cuanto a la demasiado polémica Boedo-Florida*, que hoy se estudia en las aulas, fue un ardid periodístico tramado por Ernesto Palacio y Roberto Mariani. Yo hubiera preferido militar en el grupo de Boedo, ya que mis composiciones, entonces, trataban del suburbio, pero Evar Méndez me informó que ya estaba inscrito en el de Florida. 

En memorables noches discutimos largamente de estética; nuestra obra, mala o buena, vendría después.  

Abril de 1966


Véase también "Florida" y "Boedo" 
Asimismo, ver la entrada posterior del blog, Ultraísmo de 1920/21, 44 años después.


* En revista Testigo, Buenos Aires, Año 1, Nº 2, abril-mayo-junio de 1966

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Placa en Puerta del sol - Madrid
Foto (otra versión):  Miguel Ruibal [+] [TW] [FB] 1998

31/1/19

Jorge Luis Borges: "Florida" y "Boedo"









Un movimiento enjuiciado por sus actores y por los artistas de hoy (1957)


Al respecto, no diré nada nuevo, sino lo ya conocido y expresado otras veces. Un día, dos espíritus inquietos, Ernesto Palacio y Roberto Mariani, deciden, con fines de publicidad, iniciar un “movimiento literario”. Se le suman entonces Evar Méndez, Oliverio Girondo y otros, dispuestos, claro está, a crear un movimiento aquí, remedo de la vida literaria, como suele acontecer en París. Para tener resonancia y éxito, debía ser ruidoso y comercial. Así fue. El calificativo de “Florida” correspondió al centro de la ciudad, y el de “Boedo”, al suburbio. Creo que al principio no participé en el movimiento “Florida” porque estaba atareado en mis poemas orilleros y me molestaba estar en “Florida”. Por entonces solía concurrir a largas y apartadas tertulias, para conocer, ver y escuchar a “tipos de orilla”. Andaba por glorietas, recreos y demás lugares de concurrencia de esa clase de payadores y cantores. 

“Florida” y “Boedo” existieron de verdad, aunque no definidos netamente. Así, por ejemplo, Nicolás Olivari estaba en “Boedo” y publicaba en “Florida”. Raúl González Tuñón comenzó actuando en “Boedo” y luego pasó a “Florida”. González Lanuza era comunista y actuaba en Insurrexit. En aquellos tiempos la política no tenía la pasión de hoy. La idea de hacer un arte formal parece pertenecer a las derechas. El arte naturalista y el realista siempre han pertenecido a las izquierdas. La política, en aquel entonces, no nos dividía. 

Mi impresión es ésta. Los de “Boedo”, de arte comprometido y social, y los de “Florida”, de tendencias puristas —el arte por el arte—. Los de “Boedo” eran seguidores de Emilio Zola, Máximo Gorki, Panait Istrati. Su meridiano pasaba por Rusia y también por Francia. En realidad, los de “Florida” eran de una tendencia derivada de Lugones, aunque públicamente éramos enemigos de él. También lo éramos un poco por motivos políticos, y porque le debíamos demasiado y no queríamos confesarlo. Éramos todos seguidores del Lunario sentimental. No hubo, no hay metáfora que las generaciones de Lugones utilizaron que no la hubiera expresado él. 

Como precursores del movimiento “Florida” deben citarse también a Güiraldes y su Cencerro de cristal, poesía ultraísta. 

“Florida” era, pues, de cierta manera, una revolución literaria, un tanto espectacular, otro poco ruidosa; no obstante, fructífera. Algunos resultados dio. No debe olvidarse que el movimiento de “Florida” procedió de otro anterior: “Martín Fierro”. 

Roberto Arlt, y otros como él, procedían de “Boedo” y publicaban en Claridad, que editaba Antonio Zamora. 

Vean ustedes cómo se producen los hechos. El movimiento fue invención de dos escritores: Ernesto Palacio y Roberto Mariani; uno tomó rumbo a la derecha y el otro derivó a la izquierda… 

Excepto Flaubert, todas las grandes novelas están escritas en el lenguaje y en la sintaxis de la época. De ahí su grandeza. Su importancia. Nadie debe ignorarlo. Toda novela contiene la parte oral de sus personajes. Cuando éstos actúan, no lo hacen con la sintaxis académica ni con los vocablos ajustados. Por eso Cervantes, Gorki, Dostoievski y muchos otros comenzaron por adquirir fama fuera de su país para imponerse más tarde en el propio. Siempre ha pasado y pasa lo mismo. Ya [Arnold] Bennet dijo: “El novelista no debe jamás buscar la belleza; debe encontrarla siempre”. 

En cuanto a la influencia en el teatro, el movimiento de “Florida”, que yo sepa, no tuvo influencias. En aquella época no había teatro independiente. El teatro era muy comercial. A mí, personalmente, me gustaban los sainetes, pero como los de Vacarezza y Pacheco. Eran sainetes buenos. ¿Y qué más se puede decir sobre todo esto? Creo que nada más. 




En diario Clarín, Buenos Aires, 19 de julio de 1959
A la encuesta de Clarín, responden también 
en este número Ernesto Palacio y Álvaro Yunque


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Jorge Luis Borges en dibujo de Miguel Herranz



30/7/18

Jorges Luis Borges: Culturalmente somos un país atrasado (1960)




¿Considera que somos un país culturalmente atrasado?
—Sí; creo que sí. Estamos padeciendo todavía en lo intelectual y en lo moral, las consecuencias de la época de la dictadura.
¿Cómo se manifiesta ese atraso?
—Entre otras formas, por una incapacidad para desarrollar esfuerzos desinteresados. Todo se hace con propósitos materiales, especialmente pecuniarios.
En mi cátedra de literatura inglesa, y acudo a esta referencia por tratarse de un índice que tengo a mano, de treinta o cuarenta alumnos, sólo cinco o seis tienen un interés profundo en la materia; los demás únicamente pretenden aprobar el curso para continuar sus estudios.
¿A qué escritores, entre los jóvenes, considera los más interesantes?
—Lo de jóvenes voy a tomarlo como una condición relativa: tengo sesenta y un años y para mí son jóvenes quienes quizás no lo sean para los que tengan la mitad de mi edad.
Destaco en poesía tres nombres que me interesan especialmente: Magdalena Harriague, Amelia Biagioni y Juan Rodolfo Wilcock. Deseo aclarar que esta preferencia no significa que desdeñe a escritores que sin duda deben poseer méritos importantes; mi selección no debe tenerse muy en cuenta: desde hace más o menos seis años, a causa de impedimento físico por un lado, y absorbido por las dificultades de mi propia producción por otro, no puedo seguir la actividad de nuestros escritores, al menos de la manera regular y completa que sería necesaria para que una selección así tuviera algún valor.
¿Está al tanto de la crítica que se le hace a su obra por parte de algunos jóvenes ensayistas y escritores? ¿Qué le parece?
—La crítica ha sido excesivamente generosa conmigo.
Días pasados, el escritor peruano Ciro Alegría se refería a un aspecto de las objeciones que se hacen a mi obra; me decía que miro a Europa y no a América. Yo creo mirar en todas direcciones. Buena parte de mi obra está dedicada a América; mi mejor cuento, “El sur”, se refiere a hechos que ocurren en la provincia de Buenos Aires; mi primer libro, que se publicó en 1923, se llama Fervor de Buenos Aires, y uno de mis mejores poemas, “El tango”; he escrito, además, un libro sobre Evaristo Carriego, cantor del suburbio. Me parece que no ha habido el desvío que se me reprocha.
Por otra parte, ser americano es ser europeo. El español es una forma del latín. No puede establecerse una separación tan estricta, como mis críticos pretenden, entre lo americano y lo europeo.
Algunos confunden lo americano con lo indígena, lo que considero un error, bastante extendido. Nuestra cultura americana no tiene nada de indígena.
Desde un punto de vista político, no creo que se me pueda censurar mi rechazo al nazismo y al comunismo; no he eludido una participación intelectual en nuestra realidad; en un próximo libro que editará Emecé, el lector encontrará varios poemas civiles.
También se me ha criticado el practicar una literatura de evasión; tal vez tengan razón en esto, pero cada uno escribe la literatura que puede. Recuerdo una frase de Kipling: “Los escritores relatan fábulas, pero ignoran la moraleja”. La posteridad extraerá las moralejas que correspondan.
Los objetivos literarios conscientemente comprometidos no hacen lo fundamental. El Martín Fierro se escribió con fines políticos, como un alegato contra las levas del ejército, pero el propósito político hace rato que dejó de interesar y la obra literaria, sin embargo, ha crecido día a día. También el Quijote se escribió con un fin polémico, que sus valores literarios han relegado por completo.
Hay actitudes literarias desmentidas en los hechos cotidianos, y es lógico que sea así. El escritor escribe con todo; con todo su pasado, con todas sus reservas subconscientes; el propósito consciente es lo de menos, es lo transitorio.
¿Puede mencionar las cinco obras de ficción, de la literatura argentina, que le parecen más representativas?
—Antes, hago la aclaración de que existen obras admirables que no llegan a ser representativas porque no han ejercido influencia alguna, ni en sus contemporáneos ni en las siguientes generaciones, muchas veces por causas ajenas a las cualidades en sí de la obra: tal el caso de La urna, de Banchs, libro excelente por muchos conceptos, pero estéril.
Si debo citar cinco obras, me inclino por el Martín Fierro, algunas de las novelas criollas de Eduardo Gutiérrez, Las fuerzas extrañas de Lugones, los cuentos de La noche repetida de Manuel Peyrou, y la novela de Bioy Casares El sueño de los héroes.
Es una lista un tanto heterogénea, pero considero que esos libros son muy representativos de nuestra literatura de ficción.

En Chau, Periódico de Artes y Letras, Buenos Aires, diciembre de 1960.104

104. El 18 de octubre de 1960, la revista Che, Buenos Aires, Año 1, Nº 3, realizó una encuesta con la pregunta: “¿Qué hacía usted al caer la tarde del 17 de octubre de 1945?” Borges dijo: “El 17 de octubre… No tengo ningún interés en contestar eso”. “¿Publicamos sólo esa respuesta, entonces?” “No, puede agregar que ese día… ¿fue el primer 17 de octubre, no?” “Sí, señor.” “Entonces, diga que estaba avergonzado e indignado. Eso es, indignado y avergonzado.”
Respondieron también: Eduardo Colom, Radamés Grano, Landrú, Solano Lima, Damonte Taborda, Lola Membrives, Quinquela Martín, padre Benítez, Dardo Cúneo, Juan Ovidio Zabala, Clte. Pedro Favarón, Américo Ghioldi, Silvio Frondizi, Pérez Leiros, Héctor P. Agosti, Agustín Rodríguez Araya, Abel A. Latendorf, Ernesto Sabato y general Pedro Ramírez. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges (sin data ni atribución) Vía



24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


6/7/18

Jorge Luis Borges: ¿Por qué me siento europeo? (1985)





Un grupo de intelectuales reunidos en Venecia lanzó un llamamiento ante el Parlamento Europeo sobre la necesidad de recuperar el espacio cultural del Viejo Continente. Su alegato se basaba en que Europa no debía limitarse a ser un simple Mercado Común. […] el lector encontrará las respuestas a la única pregunta “¿Por qué me siento europeo?”
DE JORGE LUIS BORGES
Yo creo que la totalidad del mundo occidental y una buena parte del mundo oriental son una proyección de Europa. Creo que nosotros somos el reflejo de Europa, la prolongación de Europa, y que podemos ser un espejo, posiblemente magnífico, de Europa, puesto que Europa olvida generalmente que ella es Europa.
Muy pocos europeos son —como decía Nietzsche— buenos europeos. Por eso es por lo que hemos sufrido una de las más grandes calamidades de la historia universal, a saber: las dos guerras mundiales. Porque los europeos han olvidado que eran europeos y han creído ser solamente —y también gloriosamente, por supuesto— franceses, británicos, italianos, alemanes, austríacos, soviéticos, lo que ustedes quieran. Por eso hemos conocido esas dos calamidades, las dos guerras mundiales europeas, que para mí fueron de hecho dos guerras civiles, de lo que no se daban cuenta los combatientes porque cada uno razonaba en función de su patria. En cambio, nosotros aquí, en esta tierra argentina, lejana y olvidada, estamos en condiciones de percibir la unidad fundamental de Europa, lo que resulta más difícil allá lejos porque, bien entendido, cada país de Europa, sin olvidar a España, posee su propia tradición, y es natural que se delimite esa tradición. En cuanto a nosotros, nosotros poseemos nuestras tradiciones… y Europa es Europa toda entera, Europa es una. Esto se explica por unos hechos históricos muy simples. Nosotros éramos españoles. Resolvimos dejar de serlo en 1810. Estalló la guerra de la Independencia, esa guerra que generalmente se olvida y que fue larga y cruel. En esa época combatieron mis antepasados; en esa época, mi bisabuelo, el coronel Suárez, ganó la batalla de Junín. Tenía veintisiete años y obtuvo esa victoria para Perú; él era un soldado argentino. En resumen, decidimos dejar de ser españoles cuando lo éramos fundamentalmente…
Yo pienso que Europa es nuestro pasado y que debería ser nuestro presente. Es una pena que hoy las gentes aparten su mirada de Europa. A mi entender, es una tragedia para América del Sur. Y ahora, ¿a dónde dirigimos nuestros ojos? Los dirigimos hacia un país que ha sido un gran país, como Estados Unidos —me basta con recordar a Emerson, me basta con recordar a Melville, Whitman, Edgar Allan Poe, Henry James…—. Estados Unidos ha sido un gran país, pero actualmente ya no lo es. Ha llegado a ser mucho menos: ya no es más que una gran potencia, lo que tiene su importancia en el plano político, pero eso es todo.
Ahora nosotros miramos en dirección a Estados Unidos o a la URSS, que también ha sido un gran país —por qué no recordar a Tolstoi o a Dostoievski; esos dos grandes nombres son suficientes—. Pero hoy se trata simplemente de dos grandes potencias, y es una pena que apartemos los ojos de Europa. Europa debe procurar que volvamos de nuevo a mirarla, porque somos fundamentalmente europeos…
Y luego, cuando yo hablo de Europa, no me refiero a una simple entidad geográfica; hablo de algo que para mí está vivo. Quiero decir con ello que tengo sangre española, sangre británica, sangre portuguesa, sangre judía y, de forma mucho más alejada —ello me remonta al siglo XIV—, sangre francesa, normanda para ser más preciso. Por muy raros que sean mis ascendientes franceses y por muy alejados que estén, yo tengo el orgullo de haber compuesto, por ejemplo, la Chanson de Roland, y creo que todo europeo debería enorgullecerse de haber compuesto la obra de Hölderlin, la de Racine, la de Shakespeare y, sobre todo, esa obra maestra de la literatura occidental que es —al lado de la Biblia, que es una obra oriental— la Divina Comedia, de Dante. En otros términos, Europa es para mí algo vivo…
Creo que cometemos un error mirando en dirección a dos países que han llegado a ser esencialmente subalternos, como es el caso de la Unión Soviética y Estados Unidos. Deberíamos dirigir nuestros ojos hacia Europa porque nosotros somos unos europeos exiliados, y además exiliados lo suficientemente lejos como para tener la visión de Europa, porque en Europa you can’t see the woods for the trees, como se dice en inglés, los árboles no dejan ver el bosque. Pero nosotros sí estamos en condiciones de ver ese gran bosque, ese gran bosque secular que es Europa, y podemos percibir su unidad. A fin de cuentas, ¿qué significa pertenecer a un país? ¿Qué significa ser europeo, ser argentino? Es un acto de fe. Bien entendido, los europeos deben hacerlo también y acordarse de que es conveniente que sean, como lo quería Nietzsche, buenos europeos en lugar de contentarse con decirse “somos irlandeses, somos escoceses, somos noruegos…”

En diario El País,113 Madrid, jueves 17 de octubre de 1985

113. Borges encabeza esta encuesta en la que participa gente del este de Europa y del norte y sur del continente americano: Ángel Pestaña, Tom Bottomore, Juan Luis Cebrián, Leda Vigliardi, Robert Gregoire, Román Gubern, Alfredo Fierro, Hans Christoph Buch, Jacques Le Goff, Jean-Pierre Faye, José María González Ruiz, Antonin J. Liehm, Vittorio Strada, Alberto Moravia, José Antonio G. Casanova, René Thom, Miquel de Moragas, Arnold Wesker, Federico Mayor Zaragoza, Efim Etkind, Fernando Savater, José Cardoso Pires, José Luis L. Aranguren, José Mattoso.


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges y Marcos Ricardo Barnatán 

18/6/18

Jorge Luis Borges: Montaigne, Walt Whitman





La más tranquila de las revoluciones francesas tal vez ocurrió así:
Michel Eyquem, señor de Montaigne, leía (releía) en su biblioteca las obras menores de Plutarco, vertidas al francés por Amyot. Sabemos que la biblioteca era circular y que abarcaba el segundo piso de una torre; nada nos costaría añadir que el fuego crepitaba en la chimenea, un fuego alegre de ser fuego y de dar calor a los hombres, y que el aullido inútil de un perro subía desde el patio. (Desde el patio, para Montaigne; desde el siglo XVI, para nosotros.) Pensándolo bien, no lo haremos; la buena literatura ha abusado de los rasgos circunstanciales, que ahora contaminan de irrealidad las cosas que tocan. No fingiremos haber recuperado increíblemente la hora de la noche, del día o del indistinto crepúsculo; bástenos conjeturar que en aquel momento releía el tratado en que se declara que a los tigres los exacerba el son del tambor y a los toros el color rojo. Al volver la hoja, su memoria le adelantó la continuación; la había leído muchas veces, y nada tal vez le importaba menos que el influjo de un color o un sonido sobre los animales. A esta comprobación trivial se agregaría otra, que le causó una leve sorpresa; le gustaba leer y seguir leyendo esas cosas no interesantes. Estas cosas me agradan, reflexionó, porque las escribe Plutarco, porque las pronuncia la voz llamada Plutarco. Montaigne había comprendido que el griego no era sólo un maestro y una doctrina, sino una entonación individual a la que se había acostumbrado, un hombre y su diálogo.
Desde aquel instante en que percibió que entre alguien y un libro puede existir una relación de amistad, Montaigne ya era el autor de la obra entrañable. Lo demás está en las enciclopedias. En 1580 aparecieron los Essais, el primer libro que deliberadamente busca lo que Plutarco halló en otro país, mediante otra lengua, al cabo de siglos de muerte: el afecto de un hombre desconocido. Los ensayos que abren el volumen son impersonales; también es lícito conjeturar que Montaigne se había propuesto compilar una miscelánea, una silva de varia lección, al gusto de la época, y que, releyendo sus borradores, reconoció en ellos su voz, el sonido de su alma, y decidió incorporarlos en una obra que fuera su verídica imagen.
Seguir la descendencia de la obra, la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura.
Acuden a la memoria nombres ilustres; anotemos, al pasar, el de Boswell, que en lugar de mostrarse directamente, optó por incluirse en un grupo, como comparsa lateral y un poco ridícula, porque sabía que la ridiculez puede ser querible.
Para no ser indigno de la amistad de generaciones futuras, Montaigne, quizá sin proponérselo, hubo de acentuar algún rasgo; sus émulos, a lo largo del tiempo, exageraron ese procedimiento dramático y hay personajes —básteme recordar a Bloy o a Carlyle— de quienes no sabemos con certidumbre si son formas de la naturaleza o del arte. ¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara? El caso más complejo es el de Walt Whitman.
Montaigne había prevenido al lector para que éste no se llamara a engaño: Je suis moy-mesme la matière de mon livre; Whitman dirá lo mismo, pero con un temblor en la voz:
Camerado, this is no book,
Who touches this, touches a man.
Lo guiaban dos propósitos. Uno, ejecutar un song of himself, una gesta o saga de Whitman; otro, hacer de ese Whitman un americano ejemplar, una magnificación o arquetipo de todos los hombres de América. En el siglo XIX, la democracia era una utopía que los jóvenes estados americanos estaban realizando en la tierra; Whitman quería que ese nuevo orden se proyectara en su libro, como el orden medieval se había proyectado en el libro de Dante. Para el demócrata, un individuo no vale menos que otro; quienes leen el poema no pueden valer menos que quien lo escribe. La obra está en primera persona, pero a veces habla el autor y a veces el lector:
Oh take my hand, Walt Whitman!
o
What do you hear, Walt Whitman?
En realidad, autor y lector son partes de Whitman, que, como el famoso gigante del frontispicio de Leviathan, es una figura plural, integrada por una muchedumbre de seres.
Whitman, redactor del poema, nació en Long Island; Whitman, protagonista del poema, nació también en uno de los estados del Sur. El Whitman de los versos recuerda sus trabajos en California, que el mero Whitman de las más fidedignas biografías no pisó nunca. Extensiones mágicas o divinas del principio de identidad nos aguardan en cada página; Whitman ha escrito que sus versos declaran lo que piensan todos los hombres, en todas las épocas y países, y quiere ser ubicuo como la atmósfera que circunda el planeta o como la hierba que crece en cualquier lugar donde hay tierra y hay agua. Si estos pensamientos (advierte) no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada; si no son el enigma y la solución del enigma, son nada o casi nada.
Leaves of Grass es el diálogo de dos interlocutores sensibles, que el decurso del tiempo acerca y aleja, pero que no separa. Uno es el texto; cada generación humana es el otro.
Montaigne había perdido a su amigo, Étienne de la Boétie, y su libro sale a buscar amistades remotas en el espacio y tal vez en el tiempo; Whitman, al cabo de tres siglos, ensaya la misma aventura, pero la dobla de un propósito místico. Por virtud de artificios que parecen exceder la retórica, proyecta esa figura infinita pero singularmente precisa, que es un viejo poeta norteamericano de la época de Lincoln, y también la nostalgia que sentimos al revivir la voz que nos habla de esa nostalgia, y también cada uno de nosotros, en su esencia más noble, y también hombres y mujeres del porvenir.
En 1939, Joyce ha publicado Finnegans Wake, cuyo protagonista, como el de ciertas moralidades del siglo XV, quiere abarcar la humanidad, pero los dioses no dejaron que repitiera la proeza de Whitman.
Buenos Aires, 24 de noviembre de 1957



* En revista Crisis, Buenos Aires, Año 3, Nº 27, julio de 1975

Originalmente en la plaqueta: Jorge Luis Borges, Montaigne, Walt Whitman
Buenos Aires, Imprenta Francisco A. Colombo, 1957, 24 págs.

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges en entrevista (s/f) en "Cromos"

Archivo Cromos - El espectador (Colombia)


11/6/18

Jorge Luis Borges: Los escritores y la palabra









Con motivo de la Novena Feria del Libro en Buenos Aires, dedicada a la palabra escrita, el diario La Prensa formula a algunos de nuestros escritores estas preguntas:

1. La relación del escritor con la palabra escrita: a) en general, b) en su caso particular.

Creo que la literatura es más misteriosa que la música. Siendo de algún modo música —lo que Bernard Shaw llama “música de palabras”—, es también otras cosas, ya que puede referir un cuento, puede señalar millares de ideas.
La relación del escritor con la palabra es en mi caso una relación que no sé si puedo definir. Ahora yo trato de respetar el lenguaje. Además pienso en mi comodidad y en la comodidad del lector y trato de usar las palabras más sencillas, palabras que no obligan al lector a interrogar el diccionario. Stevenson dijo que en una página bien escrita todas las palabras deben mirar hacia el mismo lado.
Creo también que cada lenguaje es un modo de transmitir el Universo. Cuando escribo y se me ocurre algo, siempre lo recibo con sorpresa como si esa palabra útil en ese momento fuera un don, un regalo.
2. La palabra en el mundo de hoy: a) ¿hay desvalorización de la palabra escrita con respecto a la imagen?, b) ¿cree usted que se está produciendo un vaciamiento del sentido de las palabras?

La gente se pasa el día entero viendo imágenes no demasiado hermosas y oyendo palabras disparatadas. Si uno lee tiene más tiempo para pensar, lo que es hermoso. Pero la gente prefiere oír.
Se ha exagerado tanto que las palabras han perdido sentido y hasta llegamos al disparate de que la palabra “bárbaro”, se use como elogio. Cuando alguien habla en francés uno oye matices. Aquí cuando la gente habla uno oye simplemente palabras hostiles o palabras favorables. Tendemos al lenguaje interjectivo. Me cuentan que en otros países también las palabras están perdiendo valor. Quizá sea uno de los signos de lo que Spengler llamó “la declinación de Occidente”.
3. La palabra como fijación de emociones e ideas: a) ¿qué encontró usted en los libros?, b) como hipótesis para el futuro, ¿cree en la posibilidad de una literatura cibernética?


Yo he encontrado casi todo en los libros. No sé si soy un buen escritor o un mediocre escritor pero creo que soy un buen lector, es decir un lector atento a las sugestiones del texto, a lo que no se ha dicho, pero que puede leerse entre líneas, y quizá un buen crítico. Emerson dice: “Una biblioteca es como un gabinete mágico que está lleno de espíritus que duermen en los libros”. Un libro es una cosa entre las cosas. Pero cuando alguien abre un libro y lo lee con unción y con generosidad, entonces resucita Heráclito, resucita Quevedo, y para nosotros resucita Emerson también.

Que en el futuro haya una literatura cibernética me parece una hipótesis melancólica. El libro es necesario. Conviene no ver a la literatura como juego combinatorio. Conviene pensar que todo texto tiene que estar respaldado por la emoción, si no no tiene ningún valor.


En La Prensa, Buenos Aires, 10 de abril de 1983
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
Emecé, Buenos Aires (2003)
Foto: Borges durante una disertación en San Fernando, mayo de 1985

30/4/18

Jorge Luis Borges: Mallea. Una imagen de la Argentina







[Testimonio] *



En la República Argentina y tal vez en América, Eduardo Mallea ofrece el caso más cabal y más alto de un destino consagrado a las letras. Ha vivido y vive con plenitud, pero no suele condescender a la confidencia, y lo íntimo que toda obra requiere para ser algo más que un mero ejercicio verbal, se nos muestra exaltado y como trasmutado por él con delicada alquimia. De los diversos géneros que distingue la retórica de nuestro tiempo, Mallea abunda en el más arduo: la morosa novela psicológica, cuya materia son las almas. Éstas siempre son lo primero. Sobre los hechos que son un instrumento para que las conozcamos mejor y del sentimiento patético, y no pocas veces avasallador, del paisaje, que no es jamás una decoración, sino un medio, resaltan firmemente los caracteres. En Todo verdor perecerá priva la tragedia engendrada por la discordia de las almas dispares; en Chaves, la fábula narrada por el autor es un largo adjetivo o atributo del solitario héroe.

El influjo ejercido por Mallea sobre su generación y las ulteriores no se reduce, como en el caso de otros, a una serie de hábitos sintácticos o a la repetición u obsesión de determinadas palabras. Es más bien un mandato de sentir, de entender y de expresar con claridad lo observado o soñado. Prescindir de su obra es renunciar a una de las felicidades más altas que nuestras letras pueden darnos.

Para él, nuestra gratitud. 

*Con motivo del cincuenta aniversario de la publicación de Cuentos para una inglesa desesperada, el diario La Nación organizó un homenaje a Eduardo Mallea, quien había sido durante veinticinco años director del Suplemento Literario del diario.
Dieron también su testimonio: Francisco Ayala, Camilo José Cela, Jean Cassou, Graham Greene y Victoria Ocampo.


En La Nación, Buenos Aires, 15 de agosto de 1976
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi

© Emecé Editores, Buenos Aires (2003)
Foto: Jurado Premio Literario La Nación, 1962, Archivo La Nación
Desde la izquierda: Carmen Gándara, Jorge Luis Borges, Escribano Maschwitz, Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia


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