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7/2/15

Jorge Luis Borges: El pudor de la Historia






        

      El 20 de setiembre de 1792, Johann Wolfgang von Goethe (que había acompañado al Duque de Weimar en un paseo militar a París) vio al primer ejército de Europa inexplicablemente rechazado en Valmy por unas milicias francesas y dijo a sus desconcertados amigos: En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen. Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo: yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.
      A esta reflexión me condujo una frase casual que entreví al hojear una historia de la literatura griega y que me interesó, por ser ligeramente enigmática. He aquí la frase: He brought in a second actor (Trajo a un segundo actor). Me detuve, comprobé que el sujeto de esa misteriosa acción era Esquilo y que éste, según se lee en el cuarto capítulo de la Poética de Aristóteles, «elevó de uno a dos el número de los actores». Es sabido que el drama nació de la religión de Dionisos; originariamente, un solo actor, el hipócrita, elevado por el coturno, trajeado de negro o de púrpura y agrandada la cara por una máscara, compartía la escena con los doce individuos del coro. El drama era una de las ceremonias del culto y, como todo lo ritual, corrió alguna vez el albur de ser invariable. Esto pudo ocurrir pero un día, quinientos años antes de la era cristiana, los atenienses vieron con maravilla y tal vez con escándalo (Víctor Hugo ha conjeturado lo último) la no anunciada aparición de un segundo actor. En aquel día de una primavera remota, en aquel teatro del color de la miel ¿qué pensaron, qué sintieron exactamente? Acaso ni estupor ni escándalo; acaso, apenas, un principio de asombro. En las Tusculanas consta que Esquilo ingresó en la orden pitagórica, pero nunca sabremos si presintió, siquiera de un modo imperfecto, lo significativo de aquel pasaje del uno al dos, de la unidad a la pluralidad y así a lo infinito. Con el segundo actor entraron el diálogo y las indefinidas posibilidades de la reacción de unos caracteres sobre otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt, y otros que, todavía, no pueden discernir nuestros ojos.
       Otra jornada histórica he descubierto en el curso de mis lecturas.
      Ocurrió en Islandia, en el siglo XIII de nuestra era; digamos, en 1225. Para enseñanza de futuras generaciones, el historiador y polígrafo Snorri Sturluson, en su finca de Borgarfjord, escribía la última empresa del famoso rey Harald Sigurdarson, llamado el Implacable (Hardrada), que antes había militado en Bizancio, en Italia y en África. Tostig, hermano del rey sajón de Inglaterra, Harold Hijo de Godwin, codiciaba el poder y había conseguido el apoyo de Harald Sigurdarson. Con un ejército noruego desembarcaron en la costa oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los enfrentó el ejército sajón. Declarados los hechos anteriores, el texto de Snorri prosigue: "Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y también los caballos, estaban revestidos de hierro. Uno de los jinetes gritó:
      —¿Está aquí el conde Tostig?
—No niego estar aquí —dijo el conde.
—Si verdaderamente eres Tostig —dijo el jinete— vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte del reino.
—Si acepto —dijo Tostig— ¿qué dará al rey Harald Sigurdarson?
—No se ha olvidado de él —contestó el jinete—. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.
—Entonces —dijo Tostig— dile a tu rey que pelearemos hasta morir.
Los jinetes se fueron. Harald Sigurdarson preguntó, pensativo:
—¿Quién era ese caballero que habló tan bien?
—Harold hijo de Godwin.
Otros capítulos refieren que antes que declinara el sol de ese día el ejército noruego fue derrotado. Harald Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde (Heimskringla, X, 92).
Hay un sabor que nuestro tiempo (hastiado, acaso, por las torpes imitaciones de los profesionales del patriotismo) no suele percibir sin algún recelo: el elemental sabor de lo heroico. Me aseguran que el Poema del Cid encierra ese sabor; yo lo he sentido, inconfundible, en versos de la Eneida («Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito»), en la balada anglosajona de Maldon («Mi pueblo pagará el tributo con lanzas y con viejas espadas»), en la Canción de Rolando, en Víctor Hugo, en Whitman y en Faulkner («la alhucema, más fuerte que el olor de los caballos y del coraje»), en el Epitafio para un ejército de mercenarios de Housman, y en los «seis pies de tierra inglesa» de la Heimskringla. Detrás de la aparente simplicidad del historiador hay un delicado juego psicológico. Harold finge no reconocer a su hermano, para que éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo; Tostig no lo traiciona, pero no traicionará tampoco a su aliado; Harold, listo a perdonar a su hermano, pero no a tolerar la intromisión del rey de Noruega, obra de una manera muy comprensible. Nada diré de la destreza verbal de su contestación: dar una tercera parte del reino, dar seis pies de tierra. [*]
Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera legado la memoria de la hazaña de Régulo. Con razón escribió Saxo Gramático en su Gesta Danorum: «A los hombres de Thule (Islandia) les deleita aprender y registrar la historia de todos los pueblos y no tienen por menos glorioso publicar las excelencias ajenas que las propias».
No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria; Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende.
Otro tributo a un enemigo recuerdo en los capítulos últimos de los Seven Pillars of Wisdom de Lawrence; éste alaba el valor de un destacamento alemán y escribe estas palabras: «Entonces, por primera vez en esa campaña, me enorgullecí de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y agrega después: «They were glorious».
Buenos Aires, 1952

[*] Carlyle (Early Kings of Norway, XI) desbarata, con una desdichada adición, esta economía. A los seis pies de tierra inglesa, agrega for a grave («para sepultura»).

En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Captura video Borges & I




18/11/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: «El sabor de lo épico» ("En diálogo", II, 59)





Osvaldo Ferrari: Hay un sabor, dice usted en un ensayo, Borges, que nuestro tiempo no suele percibir: el elemental sabor de lo heroico.
Jorge Luis Borges: Sí, curiosamente la poesía empezó por la épica, es decir, los poetas no empezaron cantando sus pesares, o sus ocasionales venturas personales; tomaron temas de la épica. Y se ha dicho que la novela es una degeneración de la epopeya. Ahora, la palabra degeneración es peyorativa, yo no querría usarla; pero por qué no suponer que se empezó por el verso —desde luego, más memorable, más recordable que la prosa— y que ese verso fue… y, heroico, épico…
.
—A mí curiosamente me mueve más lo épico que lo lírico, o que lo elegíaco inclusive. A veces —por qué no confesarlo, ya que estamos solos aquí los dos—, a veces yo he llorado leyendo algo, y siempre he llorado cuando he leído algo épico; no cuando he leído algo patético en otro sentido, elegíaco o sentimental. Pero esa preferencia mía por la épica es tan grande que tiendo a juzgar a los novelistas en función de la épica, lo cual es evidentemente ilógico. Quizá por esa razón, yo diría que para mí, el novelista —aunque no hay ninguna razón para elegir uno, habiendo muchos— sería Joseph Conrad. Y en Conrad es evidente el elemento épico, además, tenemos en él el tema del mar, que es épico, ya que es el tema de la aventura, de las heroicas navegaciones; de manera que en Conrad —que para mí es el novelista— uno siente ese difícil, ese hoy inaccesible sabor de la épica. Y ya que estamos hablando de la épica, querría recordar, de paso, algo que sin duda ya he recordado, y es que en un tiempo en el cual los poetas habían olvidado su origen épico, y, por qué no, su deber de ser épicos, Hollywood se encargó, para el mundo, de ese deber. Y ahora el Oeste —el Far West— está en todas partes del mundo, ya que en todas partes del mundo, el mito —ya podemos llamarlo mito— de la llanura y del jinete, el mito del cowboy, se verifica. En todas partes del mundo hay gente que está saliendo de un cinematógrafo, y están un poco asombrados de encontrarse en… bueno, donde fuera; en Bucarest, en Moscú, en Buenos Aires, en Londres, en Montreal; y salen a esas ciudades, que son sus ciudades, pero salen del Oeste. Y no del Oeste tal como es sino del Oeste mítico: del Oeste del cowboy.
Es decir, que Hollywood ha vuelto ecuménica la épica en nuestra época.
—Sí, y el hecho de que lo haya hecho por razones comerciales no es importante; el hecho es el sabor de lo épico. No sé si le he contado alguna vez —por qué no referirlo ahora— un episodio creo que de la «Grettir saga», la saga de Grettir, la saga del fuerte Grettir *. El episodio es así: un hombre tiene su granja en lo alto de un cerro, y oye que llega alguien y llama; pero llama de un modo débil, y no le hace caso. Después vuelve a llamar con más fuerza, y entonces él sale; al estar afuera le molesta un poco haber salido, porque está lloviznando. Y en ese momento —el que ha llegado es su enemigo— y el enemigo está esperando a la vuelta de la casa; se arroja sobre él, y lo mata de una puñalada. Y entonces el hombre, al morir —claro, sin duda le gustaban mucho las armas blancas—, al morir dice: «Sí, ahora se usan estas hojas tan anchas». Y uno ve que es un hombre muy valiente, que se olvida de su muerte personal; que no dice nada patético, pero que se fija en el detalle de que en ese momento se usaban esas hojas tan anchas, esa hoja tan ancha que está matándolo.
Eso tiene el sabor de lo épico.
—Sí, y cuando yo leí eso por primera vez, lloré. Ahora ya lo he contado tantas veces, que puedo contarlo con los ojos secos; pero creo que eso tiene el sabor de la épica. Cualquier otro escritor, aunque se llamara Eurípides, o Shakespeare, habría hecho que el hombre dijera algo que se refiriera a ese momento; pero precisamente ya que el hombre es valiente, bueno, se olvida de que está muriéndose, y hace esa observación. Voy a darle una mala noticia, y es que el traductor alemán —que era un buen escandinavista, pero que no tenía sentido estético— traduce eso no según la frase que debía traducirse: «Ahora se usan estas hojas tan anchas», sino que la traduce por algo como: «Estas hojas están a la moda». Echa a perder todo.
Ha estropeado todo.
—Ha estropeado todo, ¿eh?, lo que demuestra que para traducir un libro no basta ser un erudito, hay que sentirlo también. Ese pasaje —uno de los más patéticos de la literatura para mí y de un indudable sabor heroico— está echado a perder por la palabra «moda». Qué raro, porque se trata de un excelente escandinavista; creo que tiene a su cargo la edición de una serie de sagas escandinavas, libros de mitología escandinava, estudios sobre la cultura de Islandia… y sin embargo, ha cometido esa gaffe, digamos, que lo descalifica como traductor. Bueno, habría también otros ejemplos de lo épico… por ejemplo, yo recuerdo esta estrofa del Martín Fierro —pero no sé si es épica, o si puede calificársela como épica:
«Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto,
veré si a explicarme acierto
entre gente tan bizarra
y si al sentir la guitarra
de mi sueño me despierto».
Creo que ese «Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto» hace que uno sienta lo vasto y lo monótono del desierto, ¿no?
Exacto.
—Porque de algún modo se compara al desierto con el sueño; y de un modo indirecto, que es el más eficaz. Pero, aun en la literatura contemporánea uno encuentra rasgos épicos; hablando de libros recientes, yo diría… yo pienso en dos libros: en Los siete pilares de la sabiduría del coronel Lawrence, hay dos pasajes que recuerdo —ambos son épicos—. Los dos ocurren después de una victoria —quizá la misma victoria— una victoria de los árabes, comandados por él, sobre los turcos. En uno de ellos, él dice (está montado en un camello), dice que sintió «la vergüenza física del éxito», la vergüenza física de la victoria. Y el otro es más lindo: se trata de un regimiento de alemanes y de austríacos que están batiéndose, naturalmente, de parte de los turcos. Ahora, esos hombres, huyen los turcos y ellos se mantienen firmes, y entonces… bueno, claro, eran europeos y Lawrence pudo haber sentido afinidad por ellos. Pero mejor es olvidar eso; y entonces escribe él inolvidablemente: «Por primera vez en esa campaña, me sentí orgulloso de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y ese hecho de enorgullecerse del valor de los enemigos es épico.
Y revela una grandeza particular.
—Claro, yo no creo que sea común eso; generalmente se supone que para combatir hay que odiar a los enemigos. Eso, bueno, lo saben muy bien los gobiernos, que incitan al odio, porque si no fuera por el odio; por esa pasión que desgraciadamente es tan fuerte, la gente comprendería que es insensato y criminal que un hombre mate a otro. En cambio, estimulado por el odio puede hacerlo. Pero Lawrence, ciertamente, no sintió odio por aquellos enemigos, y pudo enorgullecerse —lo cual yo creo que es único en la literatura o en la historia—, pudo sentirse orgulloso del valor de sus enemigos. Un sentimiento nobilísimo. Y bastarían esas dos frases para probar algo que no necesita ser probado: y es que Lawrence era un hombre de genio, y un hombre excepcional. El hecho de sentir la victoria o el éxito como una vergüenza, y de sentir esa vergüenza físicamente; y el hecho de sentirse orgulloso del valor de los enemigos, son dos rasgos que, que yo sepa, no se encuentran en otra parte —y he pasado buena parte de mi vida leyendo, o mejor dicho releyendo, ya que creo que releer es un placer tan grato como el de leer, como el de descubrir—. Además, cuando uno relee, uno sabe que lo que relee es bueno, ya que ha sido elegido para la relectura. Y aquí recuerdo a Schopenhauer, que dijo que no había que leer ningún libro que no hubiera cumplido cien años, porque si un libro ha durado cien años, algo habrá en él. En cambio, si uno lee un libro que acaba de aparecer, se expone a sorpresas no siempre agradables. De modo que la virtud de los clásicos sería ésa: el hecho de haber sido aprobados; claro que muchas veces por la superstición, otras veces por el patriotismo… en fin, por diversas cosas. Pero, con todo, el hecho de que un libro haya durado, bueno, demuestra que hay algo en él que los hombres han encontrado, y con lo cual quieren reencontrarse. Creo que es aceptada generalmente la teoría de que la literatura empieza por la épica, y se llega luego a la novela —que vendría a ser una forma en prosa de la épica, aunque las sagas, muchas de las cuales son heroicas, están escritas en prosa; de modo que eso no es lo importante.
Pero ese sabor, ese sabor de lo épico, que a usted indudablemente le ha inspirado muchas de sus páginas
—Bueno, ojalá, pero no sé si yo soy… yo creo que soy mejor lector que escritor (ríe).
— (Ríe) Usted lo encontró, recuerdo ahora, entre nuestros escritores, en Ascasubi; la alegría, casi diría, de lo épico.
—Sí, que es algo que no se encuentra en el Martín Fierro, por ejemplo; porque Martín Fierro es un hombre valiente —es un hombre valiente, triste, y que fácilmente se apiada de sus desgracias, y no de las desgracias ajenas—. En cambio, en Ascasubi hay como una especie de —yo escribí alguna vez la frase, por qué no repetirla, ya que nadie la recuerda—: «Coraje florido»; es decir, la idea del coraje, y el coraje como una flor, como una gala.
—Sí, el subtítulo del libro, que es lindísimo, que es quizá superior a muchas de las páginas del libro: Los gauchos de la República Argentina y Oriental del Uruguay cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Don Juan Manuel de Rosas y a sus satélites. «Satélites» no es muy feliz, pero no importa; la idea de «Cantando y combatiendo»… y hablando de eso, estuve hojeando hace unos días los viajes de Marco Polo, y ahí él dice —y esto lo he recordado en un poema recientemente— que los tártaros cantaban en las batallas. Serían sin duda canciones épicas, pero esas canciones ellos las cantaban; y creo que hasta hace poco era común que las batallas estuvieran acompañadas por la música.
Usted dice también haber sentido el sabor de lo heroico, inconfundiblemente, en La Ilíada.
—En La Ilíada sí, en cambio, en La Odisea no; hay más bien un sabor romántico de la aventura, de los viajes… eso se siente cuando Héctor se despide de su mujer, y se entiende —los dos saben que no se verán más—, Héctor está a punto de batirse, bueno, con un semidiós, con Aquiles: hijo de un dios y de una mujer. Y a propósito de ese nacimiento de Aquiles, recuerdo una frase del poeta Licofronte, llamado «el oscuro», que llama a Hércules «León de la triple noche» [+] . Ahora, ¿por qué «de la triple noche»?; porque Zeus, para que durara más el placer, hizo que la noche en que engendró a Hércules durara tres noches. Y «león» es fácilmente sinónimo de héroe, pero esa frase, que sin duda es oscura a primera vista, «León de la triple noche», se refiere a esa triple noche en que fue engendrado Hércules. Ahora, yo quisiera hacer otra observación, y es ésta: yo he explicado la frase, y es la explicación que dan los comentadores; pero creo que aunque uno no conociera la explicación, la frase ya es linda, ¿no?
Es muy hermosa.
—El efecto estético es anterior a la explicación lógica.
Claro.
—Uno oye la frase.
Y es suficiente.
—Y es suficiente, y es quizás una lástima que sea explicada —no, en este caso no, ya que la justifica—. Pero quizá el hecho estético sea siempre anterior a la explicación; es decir, si una frase empieza sonando bien, está bien. Conviene que tenga explicación, naturalmente, conviene que no sea disparatada porque eso puede enturbiar el goce estético; si puede explicarse, mejor. En todo caso, la explicación es secundaria, creo que uno siente inmediatamente la emoción estética cuando oye: «León de la triple noche». 
El efecto es, como decían los griegos, el de la «patencia», el de lo patente, el de lo inmediato.
—Sí, eso es inmediato, y se da, bueno, con tantos sabores de lo épico; aquel que yo he recordado tantas veces, cuando el rey sajón le dice, le promete al rey noruego: «Seis pies de tierra», y ya que es tan alto, «uno más». Ahora, está bien porque ahí la amenaza está dada como un ofrecimiento, como un don, ¿no?; claro, el otro quiere territorio, y él le promete «Seis pies de tierra». (Véanse citas)
Lo que implica la tumba.
—Implica la tumba, pero tiene más fuerza que si dijera: seis pies para enterrarlo.
Por supuesto, está implícito.
—Bueno, y ahora que estamos hablando de tierra, recuerdo una frase, creo que del general Patton —no sé, los franceses le reprocharon, con mucha ingratitud, algún propósito imperialista—; y Estados Unidos había enviado, creo, un millón de hombres a la guerra, por lo menos. Y muchos de ellos murieron por liberar a Francia. Entonces, Patton contestó diciendo que él sólo le pedía a Francia el territorio necesario para enterrar a sus muertos. Con lo cual les recordaba lo que había hecho por ellos. Y lo hizo de un modo indirecto, con más fuerza que de otro modo; si él hubiera dicho: «Sólo necesito el terreno necesario para enterrar a los soldados que murieron por ustedes» no, no hubiera tenido fuerza.


Véase también Jorge Luis Borges: Épica

[*] En Borges profesor. Clase 22



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

21/11/18

Iván Almeida: Goethe y la trastienda de "El pudor de la Historia" de Borges







Was ich besitze, seh’ich wie im Weiten, 
Und was verschand, wird mir su Wirklichkeiten 
Goethe: Faust, Zueignung


La fascinación casi inmediata que suelen ejercer en el lector los ensayos de Borges conlleva a veces un riesgo directamente proporcional: retener inmediatamente la idea genial, focalizar la expresión consagrada, pasando por alto ciertos detalles ínfimos, marginales, aparentemente irrelevantes, que parecen obstaculizar una lectura linealmente definida. Van quedando así retazos de citas, de alusiones, de nombres propios, que forman una suerte de trastienda donde figuran los artículos que nadie compra. La intención de este trabajo, voluntariamente disperso, es hacer el inventario de algunos de esos trastos textuales para ver si no hay algo más que lo que celebra la lectura habitual. En este caso preciso, se trata de llegar, por caminos tortuosos y necesarias digresiones, a responder a la pregunta sobre el porqué de la diatriba contra Goethe que inicia el ensayo “El pudor de la historia” (Otras inquisiciones, OC 2: 132-34). Para ello se necesita ir expandiendo con referencias y citas lo que en Borges aparece como simple mención. Comenzaremos por la batalla de Valmy.


Valmy 

En 1775 Goethe tenía 26 años y ya había publicado Werther, que Walter Benjamin consideraba “el éxito literario más grande de todos los tiempos” (907). Regresando de un breve viaje a Suiza, conoce por casualidad a Karl August, de 18 años, heredero del ducado de Sachsen-Weimar, y acaba aceptando la ulterior invitación del príncipe a instalarse en la ciudad capital como su consejero personal.

El ducado de Sachsen-Weimar era uno de los trescientos estados de opereta que, situados en la actual Alemania, formaban parte del Sacro Imperio Romano Germánico. Weimar, la capital del ducado, era un caserío de 6000 habitantes, el resto eran campos de miseria, y sólo Iena podía distinguirse por una universidad que llegó a ser famosa. Goethe, que no era sólo un homme de lettres, sino también un hombre de estado, con formación de jurista y claras ideas políticas, llegó con el tiempo a tener a su cargo casi toda la organización política, militar y económica del pequeño estado, y a él se debe el apelativo que luego mereció Weimar como “la Atenas del Norte”, cuna del clasicismo alemán, laboratorio de ideas, artes y letras. En signo de reconocimiento, en 1782 el emperador le concedió la nobleza hereditaria.

Luego de diez años de intensa actividad política, Goethe retoma su actividad creadora, y es en ese período que ocurre, en 1792, la batalla de Valmy, de la que da larga cuenta en su libro Campagne in Frankreich. Un año antes, Luis XVI, rey de Francia, habiendo intentado una fuga hacia el norte, es apresado por las tropas revolucionarias en Varennes. Una multitud de miembros de la nobleza francesa opta por emigrar al imperio austrogermánico constituyendo allí un fuerte grupo de presión. Apremiados por el grupo de emigrados, el rey de Prusia y el emperador firman, en agosto de 1791, una declaración en contra de los revolucionarios franceses y apoyando el retorno de Luis XVI al trono de Francia. Allí se originan esas campañas de Francia, referidas por Goethe. Como muchos otros pequeños estados del imperio, el ducado de Sachsen Weimar vivía básicamente de alquilar mercenarios al emperador, de modo que el duque Karl August, que estaba en contra de una invasión a Francia, se vio obligado a implicarse en la guerra. 

Como responsable histórico de la reorganización del ejército ducal, Goethe debió acompañar a Karl August durante toda la campaña. La intención del príncipe era que Goethe pudiera estar presente en la toma de París, para celebrarla como correspondía. Las cabezas pensantes de la vida literaria alemana (Kant, Herder, Klopstock, Hölderlin, Wieland) habían recibido con gran entusiasmo las noticias revolucionarias que venían de Francia. Goethe, como Schiller, era más escéptico. Pero la seguridad de un retorno victorioso lo llevó a prepararse con un entusiasmo casi infantil, solicitando cartas de recomendación para visitar a gente de París, y hasta haciendo listas de regalos para traer a sus amigos. Su larga crónica de la campaña abunda sobre todo en observaciones sobre bellas mujeres, sobornos y robos de vino en las cavas francesas. 

Desde el punto de vista militar, Goethe cuenta el optimismo de las tropas aliadas luego de dos fáciles victorias en Longwy y Verdún. Hasta que un día, en Valmy, advierte que el ejército de los suyos ha sido atenazado por dos destacamentos franceses que bloquean toda posible retirada. Unos pocos tiros de cañón y el ejército imperial se ve obligado a rendirse. Así cuenta esos momentos de desolación de sus compañeros de infortunio:
La más grande consternación invadió nuestro ejército. Esa misma mañana todavía no se pensaba más que en ensartar y comerse a todos los franceses, y yo mismo me había sentido atraído a esas aventuras por la confianza absoluta que me inspiraban nuestro ejército y el duque de Brunswick. En cambio ahora, cada uno se alejaba, avanzando como en un sueño. Nadie miraba a los otros o, cuando lo hacía, era para insultar o maldecir. Al anochecer, la casualidad quiso que formáramos un círculo, en cuyo centro ni siquiera se pudo, como de costumbre, encender un fuego. La mayoría permanecía en silencio, algunos hablaban, pero a decir verdad, nadie estaba en condiciones de pensar o de juzgar. Finalmente, me preguntaron qué pensaba sobre la situación, porque yo acostumbraba amenizar y reconfortar a la compañía con cortas sentencias. Esa vez dije: “en este lugar y en este día nace una nueva era en la historia del mundo y vosotros podréis decir que estuvisteis presentes”. 1 
Esta última frase es célebre, el autor la data el 20 de septiembre de 1792. Ocho meses más tarde, durante el cerco de Maguncia, los soldados le recuerdan esas palabras proféticas y él comenta: “esa profecía no sólo se había verificado en un sentido general, sino también literalmente, puesto que a partir de ese día los franceses cambiaron su calendario”. 2


El pudor y el salto

De forma inusual, Borges da comienzo a uno de sus más lúcidos ensayos, “El pudor de la historia” (1952), mediante una evocación sarcástica de esta frase de Goethe. Luego de ironizar con las circunstancias (“había acompañado al duque de Weimar en un paseo militar a París”) y citar más o menos textualmente la declaración de Goethe, Borges parodia el estilo solemne del alemán (“en este día nace” [Goethe] / “desde aquel día han abundado” [Borges]) para hacerlo responsable de otro comienzo –aborrecible esta vez– dentro de la historia de la humanidad: 
Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo (2: 132)
Paradójica e inusitadamente, Borges se dispone a abordar con su más grande maestría el tema del pudor, no sólo en la historia sino en la escritura, con diatribas poco pudorosas, y de una cierta socarronería. Las rarezas de ese íncipit no parecen haber sido muy exploradas. A ese enigma retornarán estas páginas, luego de haber hecho un breve recorrido de los entrañables sabores intelectuales que nos deja este ensayo. 

A continuación de lo dicho, y sin saltar de párrafo, el tempo del discurso pasará súbitamente del presto con brio de la diatriba apodíctica al habitual andante moderato del estilo de Borges, pudoroso y modalizado por la incertidumbre: 
[Y]o he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro. (2: 132) 
Esta última afirmación parece un resumen del funcionamiento global del ensayo. De hecho, Tácito, en Annales XV: 44, narrando el incendio de Roma (64), menciona la condena a muerte de “Cristo”, no la crucifixión, como pretende Borges. Simplemente recuerda que algunos acusaban a los seguidores de Cristo de la responsabilidad del incendio de Roma y aprovecha para dar una reseña de la persona que los sospechosos veneran: “Cristo, autor de ese nombre, cuando imperaba Tiberio había sido condenado al suplicio por el procurador Poncio Pilato”. 3 

Mediante esta evocación de Tácito, Borges instaura la figura del mensajero “ayuno”, que transmite un mensaje sin entenderlo. Es el conocido esquema del salto, en que dos instancias comunican a expensas de una que es mediadora ciega o incompetente. Tácito trasmite algo que no comprende, pero su mediación es necesaria. La estructura de una tríada con un mediador descalificado fue consagrada por Kierkegaard, sobre todo en Frygt og Bæven [Temor y temblor], cuyo epígrafe anticipa lo que será la estructura ternaria dentro de la obra: “Lo que Tarquinio el Soberbio dijo con el lenguaje de las amapolas, su hijo lo entendió, pero no el mensajero”. 4 La frase se refiere a una historia contada por Tito Livio, según la cual siendo Tarquinio el Soberbio rey de Roma, su hijo Sexto, exiliado en la ciudad de Gabii, envió un mensajero a su padre pidiendo consejo para gobernar la ciudad. Y cuenta Tito Livio: 
A este mensajero, supongo que porque no parecía muy de fiar, no le fue dada ninguna respuesta verbal. El rey, como absorbido en la meditación, entró en el jardín de su casa, seguido por el enviado de su hijo. Allí, caminando de arriba a abajo sin decir una palabra, fue cortando con su bastón las cabezas de las amapolas más altas. Cansado de hacer preguntas y esperar una respuesta, el mensajero regresó a Gabii, considerando su misión incumplida. Allí contó lo que había dicho y lo que había visto. Dijo que, guiado por la ira, el odio, o el orgullo patrio, el rey no había pronunciado una sola palabra. Tan pronto como a Sexto le quedó claro lo que su padre quería decir y lo que significaban los consejos silenciosos, se deshizo de los hombres más importantes del estado. 5
Esta anécdota ha tenido numerosos avatares. 6 Pero siempre está en juego el esquema que Borges menciona a propósito de Tácito, alguien que transmite un mensaje sin entenderlo. En esa poética del salto se funda la idea de “pudor” de la historia; hay hechos que el discurso de la historia transmite sin relevar, y que acaban siendo los verdaderos acontecimientos fundadores. Pero en esa terna se basa también el acto de lectura que Borges propone para develar lo que la historia, pudorosamente, disimula. Es necesario pasar por encima del autor, y esforzarse en cumplir ese ideal que, de Kant 7 a Dilthey, 8 representó el lema de la hermenéutica romántica: “comprender a un autor mejor de lo que él pudo comprenderse”. En este caso, saltar por encima del libro, hacer pie en una frase casual para mirar por sobre los hombros del texto, y percibir lo que, sin querer, dice. Al pudor de la historia corresponde el pudor del texto.


La deslectura 

Por eso importa detenerse en el uso de los verbos, adverbios y adjetivos en este primer ejemplo de pudor de la historia: “A esta reflexión me condujo una frase casual que entreví al hojear una historia de la literatura griega y que me interesó, por ser ligeramente enigmática. He aquí la frase: He brought in a second actor (Trajo a un segundo actor). Me detuve, comprobé que el sujeto de esa misteriosa acción era Esquilo” (2: 132). 

De las tantas páginas que podía contener esa historia de la literatura griega, Borges retiene (o mejor, se deja llevar: “me condujo”) por una sola “frase casual”, “ligeramente” enigmática. Todo parece leve y hasta distraído, en este acto de lectura. Como él lo pretende de la historia, el acto de lectura de Borges es pudoroso y minimalista: “Hojea” el libro (él lo dice, no lo “lee”, lo “hojea”) y “entrevé” una frase, no la mira. Su atención es flotante, difusa, casi distraída, lo suficiente para que una frase que califica de “casual” lo lleve a detenerse y reflexionar. 

Borges no “lee”, sino “deslee”. Su lectura no se parece a la forma en que nos enseñaron a leer. Es casi una mala lectura. Hojea un libro de miles de páginas, entrevé una frase fortuita por la que se deja llevar, y produce de inmediato una reflexión que parece extemporánea. 

Eso es lo que propongo llamar “des-lectura”. Parcialmente, el término puede servir de traducción al inglés misreading, 9 la lectura desfasada. La des-lectura es una lectura heterodoxa, una miopía adivinadora. Un árbol, para Borges, nunca oculta el bosque. Tampoco lo representa como un paradigma. Pero siempre habrá un árbol particular, o una brizna, un pecíolo, un pétalo, que distraídamente va a revelar la esencia del bosque con mayor relevancia que una visión de conjunto. Borges lo declara explícitamente a propósito del Ulysses de Joyce, del cual más de una vez ha demostrado captar el meollo más íntimo: 
Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye. (Otras inquisiciones, OC 2: 23)10 
La des-lectura no es solamente un desplazamiento de focalización hacia lo mínimo y aparentemente marginal. Es también un desvío deliberado hacia una prolongación creativa. La pequeña frase que suele extraer se ve expandida en un sentido diferente del texto que la contiene, como saltando por encima de un mensajero inepto encarnado por el autor mismo.Ese leve fragmento, generalmente secundario, es considerado por Borges no como compendio, como una “cifra”, lo que se cifra en el texto… 

La práctica de la deslectura, evidenciada aquí en la forma en que Borges filtra una frase anodina dentro de una larga historia de la literatura, parece ser el equivalente textual del pudor de la historia.


La saga de Harald Hardrada 

Borges propone dos ejemplos paradigmáticos de pudor. Retendré aquí solamente el segundo, por haber tratado in extenso el primero en otro trabajo (“Deslecturas filosóficas de Borges” en Rosato y Álvarez), y por razones tácticas cuya justificación con respecto al enigma de Goethe podrá evaluarse al final del recorrido.

Se trata de un pasaje de la saga de la saga de Harald Hardrada, narrada por el escritor islandés del siglo XIII Snorri Sturluson en su Crónica de los reyes de Noruega (o Heimskringla). La versión de los hechos que da Borges será confrontada con la autorizada versión inglesa de Samuel Laing (1844).11 

Los personajes en escena son tres, Harald Sigurdson, apodado Hardrada, rey de Noruega y protagonista de la saga, y dos ingleses, herederos del rey Godwin. Uno de los hermanos, Harold, ocupa el trono de Inglaterra y el otro, el conde Tostig, que ha debido exiliarse, se lo disputa. 

En la escena relatada por Sturluson se van creando pares de complicidad entre los tres personajes. El primer par es el que constituyen el conde Tostig, pretendiente del trono, y el rey noruego Harald Hardrada; es una complicidad de guerra, una alianza fiel pero ocasional contra un enemigo común. El segundo par es el de los hermanos ingleses, enemigos en la guerra, pero cómplices en la afección y en la comunicación alusiva. El tercer par es el de los dos reyes, quienes no se conocen hasta el momento de la invasión. Sturluson presenta dos breves escenas simétricas, que encuadran la anécdota narrada por Borges, y describen la forma en que llegan a conocerse los dos reyes. 

En la primera, el noruego, que es gigantesco, se cae del caballo en el momento en que el rey inglés se acerca de incógnito al lugar de los hechos. El inglés pregunta por la identidad del caído y le responden: “Es el rey en  persona.” Entonces declara: “Es un hombre grande y de aspecto señorial, pero me parece que la suerte lo ha abandonado.” 

En cambio en la escena final los roles y los juicios se invierten. Luego del diálogo que evoca Borges y que abordaremos a continuación, el rey noruego pregunta a Tostig: “¿Quién era el hombre que hablaba tan bien?”, y ante la respuesta “Es el rey Harold Godwinson” declara: “Era un hombre pequeño, pero bien apoyado en sus estribos.” 

Entre las dos escenas figura el diálogo que Borges resume a su manera en su ensayo* y que trataré de presentar a partir de la versión de Laing. 

Un grupo de veinte caballeros ingleses bien armados, entre los cuales se disimula el mismísimo rey Harold, se enfrenta al ejército invasor que dirigen Tostig y Hardrada. Los dos hermanos enemigos están ahora cara a cara pero simulan no conocerse o, mejor expresado por Borges, “Harold finge no reconocer a su hermano, para que éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo”(2: 134). El rey noruego, aunque comprende la lengua, queda fuera del diálogo y del alcance de las alusiones. Sin embargo, la narración adopta su punto de vista y la evolución de su conocimiento. 

Harold abre el diálogo con la fingida pregunta “¿Está el conde Tostig entre vosotros?” Tostig responde, en forma igualmente críptica: “No se puede negar que puedas encontrarlo aquí” (o, según Borges, “No niego estar aquí”) (2: 133). El jinete dice: “Tu hermano, el rey Harold, te saluda y te comunica que te dejará la totalidad de Northumberland, que no deberás estarle sometido, y que te dará la tercera parte de su reino para que gobiernes con él.”
El conde replica: “Esto es algo diferente de la enemistad y el desprecio que ofreció el pasado invierno, y si hubiera hecho esta oferta entonces, habría salvado la vida de muchos hombres ahora muertos, y habría sido mejor para el reino de Inglaterra. Pero si acepto esta oferta, ¿qué le dará al rey Harald Sigurdson por la pena que se ha dado?” El jinete respondió: “También ha hablado de esto, y le dará siete pies de tierra inglesa, y más si necesita, puesto que es más alto que los demás hombres.” “Entonces”, dijo el conde, “vete ahora a decirle al rey Harold que se prepare para la batalla, porque nunca podrán decir los vikingos que el conde Tosty abandonó al rey Harald Sigurdson para unirse a las tropas de su enemigo, cuando vino al oeste a pelear aquí, en Inglaterra. Tomaremos la resolución de morir con honor o conquistar Inglaterra por la victoria.”
El jinete se marcha. El rey Harald Sigurdson pregunta: “¿Quién era el hombre que hablaba tan bien?” El conde respondió: “Era el rey Harold Godwinson.”12 

Borges resume esta parte del diálogo, pero suprime su continuación. Simplemente advierte: “antes que declinara el sol de ese día el ejército noruego fue derrotado. Harold Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde”(2: 133). 

Sin embargo, el diálogo de los dos jefes invasores continúa con tres réplicas más, extrañamente omitidas por Borges. Frente a la revelación de la identidad del interlocutor, el rey noruego reacciona:
“De esto no me había dado cuenta, porque se habían acercado tanto a nuestro ejército que este Harold se arriesgaba a no poder volver para contar la masacre de nuestros hombres”.
Entonces dijo el conde: “Es cierto que estos jefes fueron realmente imprudentes, y tal vez sea como usted dice, pero yo vi, por un lado, que me iba a ofrecer la paz y una gran posesión, y por otro lado, si yo lo desenmascaraba me convertía en su asesino, y prefiero, si uno de los dos debe morir, que él sea mi asesino y no yo el suyo.” Y el rey Harald Sigurdson comentó con sus hombres: “Era un hombre pequeño, pero bien apoyado en sus estribos.”13

Este eludido diálogo final ofrece todas las características que Borges atribuye al pudor de la historia: una de las más gloriosas victorias de la historia de Inglaterra (Stamford Bridge, 1066) se debió a la decisión de un hombre, Tostig, que opta por la muerte antes que provocar la de su hermano enemigo. Tampoco menciona Borges la sublime reacción de Hardrada admirando el estilo de locución del enemigo que le promete la tumba. 

Borges elige otra moraleja. Después de un excurso algo disipado sobre el heroísmo, y de admirar el “delicado juego psicológico” y la “destreza verbal” del diálogo de los hermanos, dictamina: 
Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera legado la memoria de la hazaña de Régulo. (2: 134)
Una vez más, daría la impresión de que Borges “deslee” la anécdota narrada por Sturluson, en beneficio de una observación sobre el acto de escritura del islandés: el pudor de la historia se cifra, para él, en el hecho que de que un escritor narre las hazañas de un personaje o de un ejército enemigo. Por eso considera que la verdadera “jornada histórica” no se sitúa en Yorkshire en el año 1066, escenario del célebre diálogo y de la batalla de Stamford Bridge –donde mueren Tostig y Hardrada–, sino más de dos siglos después, cuando un cronista islandés llamado Snorri Sturluson escribirá la historia que los recuerda:
No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria; Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende. (2: 134)
Desde aquí partiremos para volver al íncipit sobre Goethe, no sin antes hacer hincapié en el acto de deslectura de Borges.


Un ensayo sublime y deshilachado 

Su costumbre de deslectura extrapoladora lleva a Borges a alguna imprecisión, voluntaria o no, en la consignación de los hechos y los dichos. Por ejemplo los “siete pies de tierra inglesa” que menciona Snorri, para él son seis. Es cierto que la expresión “seis pies de tierra” circula normalmente en el habla de los británicos para indicar la tumba, pero no corresponde al texto de Snorri.14 Tampoco coincide con Carlyle, a quien Borges cita y critica. Al alabar la economía verbal con que el rey inglés amenaza de muerte al noruego, Borges advierte a pie de página: “Carlyle (Early Kings of Norway, XI) desbarata, con una desdichada adición, esa economía. A los seis pies de tierra inglesa, agrega for a grave (‘para sepultura’)” (2: 134). 

Sin embargo, el texto de Carlyle es explícito en señalar la cifra de siete pies: “pero en lo que se refiere a Harald y a la parte de Inglaterra que le estaba destinada, Tostig respondi(ó) con estas palabras: “Siete pies de tierra inglesa, o más, si lo requiere, para una tumba”.15 Carlyle se asombra, incluso, de tamaña estatura, dos páginas más adelante, cuando narra la muerte de Hardrada: “Algunos dicen que necesitó una tumba de más de siete pies; Laing, interpretando las medidas de Snorri, hace a Harald alto de ocho pies, espero que con algún error en exceso”.16 

Los principales partidarios de los seis pies dicen apoyarse en la Historia Anglorum, del diácono Enrique de Huntingdon, escrita un siglo antes que las sagas de Sturluson, pero ni en el texto latino ni en la traducción inglesa de la obra de Enrique hay huellas del diálogo en cuestión.17 Otros prefieren, como Borges, retomar la expresión corriente de la lengua inglesa, aunque algunos no dudan en tomar como fuente histórica fidedigna este texto mismo de Borges. 

Lo cierto es que la historicidad de los datos es poco relevante. El mismo Snorri Sturluson, en el prólogo , afirma que va a narrar historias que ha oído contar a gente conocida, o que ha sacado de crónicas familiares o de canciones y baladas populares transmitidas por los antepasados para divertir a la gente, y que si no se puede discernir lo que tienen de verdadero, al menos la gente que las contaba las tenía por tales.18 

Lo que interesa, en cambio, es percibir la forma en que el ensayo de Borges deslee los textos. Sin descartar su lectura directa de la obra de Snorri, es muy posible que haya retenido esta anécdota de las crónicas de Carlyle, y que haya acabado citando de memoria,19 actualizando sus reconocidas facultades de olvido creativo. 

Borges reprocha a Carlyle un desliz que él mismo comete: desbarata la destreza verbal de Tostig, al adelantar la respuesta en primera persona, “no niego estar aquí” en lugar del ambiguo “no se puede negar que puedas encontrarlo aquí”, del original. 

La impresión es que este ensayo, conducido por una intuición genial, haya padecido de una escritura urgente e improvisada. Los ejemplos referidos al “sabor de lo heroico” no parecen tener mucho que ver con “el  juego psicológico”, “la destreza verbal” y la superación del concepto de patria que observará en la escritura de Snorri. 

Podría atribuirse igualmente a la improvisación el débil final, el “they were glorious” de Lawrence referido al ejército alemán, que vino a reemplazar, al momento de editar Otras inquisiciones (1952) , un incomprensible final que llevaba la versión original, publicada en La Nación en marzo del mismo año y que decía: “Entiendo que algo análogo ocurre con Don Segundo Sombra. Güiraldes es muy superior al gaucho ladino que propone a la admiración”. 

Es una experiencia extraña la del lector de este ensayo, que lee con cierta inquietud el comienzo y avanza con un justificado goce en el primer ejemplo de “pudor de la historia”, en el que encuentra al mejor Borges, para luego sentirse perdido en un discurso descosido. 

No se trata aquí de buscar razones psicológicas o históricas a ese desconcierto. Más estimulante parece la tarea de hacer una apuesta de coherencia siguiendo más de cerca la tesitura del ensayo. Y allí es donde se hace necesario volver a Goethe.


Goethe, del menosprecio y la injuria a la denegación

Borges parece tener dos paradigmas de relación polémica con otros escritores. Por una parte estaría el paradigma Lugones, a quien ataca para cubrir su admiración y, por otra, Carriego, a quien intenta admirar sin poder disimular su desestima. Su relación con Goethe participa de las dos actitudes. Lo cierto es que, reuniendo las instancias en que Borges lo menciona en sus escritos, la impresión de menosprecio es abrumadora. 

En el mismo íncipit de “El pudor de la historia” funciona ya, aunque veladamente, uno de los mecanismos enunciados en “El arte de injuriar”. Llamar, por única vez, a Goethe “Johann Wolfgang von Goethe” equivale a llamar “el doctor Castro” al escritor Américo Castro. 

En el mismo “Arte de injuriar”, Borges da un ejemplo del que se sirve al mismo tiempo para practicar su propia injuria a Goethe. Dice así: “Un italiano, para despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi una adulación, pues equivalía a desconocer que no faltan argumentos auténticos contra Goethe” (OC 1: 420).

En la cita que sigue, que parece referirse a un escalafón de categorías cosmológicas, la injuria insinuada (“podemos prescindir de Goethe”) resulta de una implícita ecuación Goethe/espacio = Schiller/tiempo: “A Nietzsche le desagradaba que se hablara parejamente de Goethe y de Schiller. Y podríamos decir que es igualmente irrespetuoso hablar del espacio y del tiempo, ya que podemos prescindir en nuestro pensamiento del espacio, pero no del tiempo” (“El tiempo”, OC 4: 198). 

En 1933, Borges escribió en el diario El Litoral, de Santa Fe, un jugoso artículo titulado “Querer ser otro”. Comienza de esta manera: 
Quisiéramos ser Goethe, dicen que dice alguna página de Eugenio d’Ors. Quisiera ser Alvear, dice el discutidor de tejemanejes políticos. Quisiera ser Joan Crawford, dice en cualquier platea o cualquier palco, cualquier voz de mujer. Sintácticamente esos tres anhelos se corresponden. Para el gramático, para el mero inexistente gramático, la misma locución quisiera ser obra con igual sentido en los tres. Para mí, no. Quisiéramos ser Goethe me parece una mínima canallada, una pequeña simulación de escritor que finge renunciar a otras más evidentes codicias para codiciar una obra que pocos visitan con gusto, pero que se considera muy distinguida. (TR2 32) 
En cuanto a su obra de Faust dice que es un “vacilante y misceláneo drama” (TR2 202). Wilhelm Meister es una obra “inadmisible” (57) y su personaje es “absurdo” (This Craft 111). El Werther es llamado “narración lacrimógena” (TC 169) pero por suerte contiene traducciones de poemas de Macpherson difíciles de encontrar en otra parte (Borges profesor 163). 

Fuera de la obra canónica, pueden mencionarse, con las debidas reservas, los juicios sobre Goethe que refiere con confiable fidelidad Bioy Casares en el libro Borges, recopilado por Daniel Martino:
Dice que la autobiografía de Goethe es un libro completamente pointless: “Molesta mucho a sus admiradores, que no saben cómo justificarlo”. (255)
Qué imbécil Goethe. (426)
Cada día me interesa menos Goethe. (499)
Goethe, por ejemplo. Tiene tantas obras que si señalás alguna como pésima, el interlocutor siempre tiene otras para alegar. (523)
Nietzsche decía que las conversaciones de Goethe y Eckerman son el mejor libro de la literatura alemana: no le gustaría mucho la literatura alemana. (529). 
Goethe, sin afición por la música, sin capacidad para el pensamiento abstracto: llegó a decir que la lectura de Kant en ningún momento lo mejoró. (Es claro que la gente no da importancia a los méritos intelectuales, sólo cuentan los morales: por eso tienen prestigio los vascos.) (663)
Menos mal que no lo tenemos de colega a Goethe. ¡Cómo se entusiasmaría con toda clase de imbecilidades! Sería muy incómodo. (665)
Sebastián Soler me aseguró que no entendía a las personas que comparaban la Vida de Johnson de Boswell con las deliciosas conversaciones de Goethe con Eckermann. Yo le respondí que me pasaba lo mismo, pero al revés. (734)
Otra jugada es la de dejar muchos libros, para que no puedan juzgarlo a uno por ninguno, como Goethe. […] Eugenio D’Ors dijo: “Quisiéramos tener la lucidez de Voltaire, pero quisiéramos ser Goethe. Hablamos del prestigio personal de Goethe, aparentemente no apoyado en obras. […] Las conversaciones entre Goethe y Eckermann son el diálogo entre dos imbéciles. […] El Fausto es malísimo. (783)
[Bernárdez] es totalmente insensible. Puede abordar todos los géneros, la poesía religiosa, el cuento obsceno, la oratoria burocrática, el diálogo lunfardo, y fracasar en todos. Quizá de Goethe pueda uno decir lo mismo. (838)
La bibliofilia en nuestro país ha llegado a extremos rarísimos. Una primera edición del Fausto de Estanislao del Campo cuesta más que una del Fausto de Goethe, lo que secretamente sabemos que es justo. (866)
Milton y Goethe tienen como una tendencia a la bobería grandiosa. (889)
El haber descubierto que su situación –su amor de hombre por una mujer a quien pagaba y que gracias a él llevaba mejor vida– era una situación poética, demuestra en Goethe una sensibilidad que sorprende. (1068)
¿No te parece que [el Fausto de Goethe] es el mayor bluff de la literatura? Ninguna luz, como diría Ibarra. No hay versos memorables. ¿Las ideas? “Toda teoría es gris, la vida es verde.” Los personajes no dejan un recuerdo muy profundo. Mefistófeles resulta ser bastante burgués. Y Fausto consigue que lo perdonen porque hace un puente: la obra social. Muy interesante, desde luego. (1412)
En una carta a Schiller, Goethe dice que estuvo leyendo a Cervantes y que había tenido la alegría de comprobar que algo que todo el mundo alaba es realmente bueno. Qué bien, qué generoso. Qué distinto de casi todos los críticos, que se alegran de mostrar que un libro muy admirado no vale nada. Goethe leía una de las Novelas ejemplares, que es muy mala, pero eso qué importa. (1543)
Hasta Gervasio Montenegro, el personaje y a la vez prologuista de las obras de Bustos Domecq para burlarse de su autor lo llama “nuestro Goethe de ropavejería”, y a su Rosario natal, “su Weimar litoral” (OCC 302). Es decir que ahora la injuria es, aunque indirecta, más insidiosa porque es el nombre mismo de Goethe que se convierte en injuria. 


And yet… 

A pesar de considerar que en Goethe “no hay versos memorables”, Borges manifiesta emoción por dos versos que cita con frecuencia. En uno de ellos, le interesa sobre todo la invención de una palabra compuesta Nebelglanz, resplandor de neblina, atribuido a la luna. El segundo caso es aquí de particular importancia. Se trata de un verso completo, que le sirve de inspiración tanto para un poema propio, como para otros ensayos o conferencias. En el poema “La joven noche”, de Los conjurados, escribe: 
Ya la sombra ha sellado
los espejos que copian la ficción de las cosas.
Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo. (OC
3: 460)
Pero en la prosa se anima a citar ese verso en alemán y comentarlo en torno a su ceguera: 
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). (“La sepultura” TR3 206)21 
Aquí comienzan los problemas. Un conocimiento rudimentario del alemán permite dudar de la autenticidad de la cita. El fraseo es más “argentino” que alemán, y abunda en elementos discutibles. Por empezar, el verbo werden está mal conjugado; la tercera persona singular del presente del indicativo es wird, no werde (subjuntivo). Además, no se entiende cómo, si se alaba a Goethe por construir palabras compuestas como Nebelglanz, aquí no se lo denueste por descomponer innecesariamente un verbo existente. Para “alejar” el alemán tiene el verbo “entfernen”. La frase, en ese caso debería ser (capitalizando la letra inicial del adjetivo substantivado) Alles Nahe entfernt sich, lo cual, musicalmente, no es un verso sino un adefesio. Pero aun así, queda todavía una insatisfacción frente al sentido algo trivial de la frase. Que lo cercano se aleje es propio de todo movimiento. Borges no puede haber quedado embelesado por tamaña obviedad. Probablemente lo que lee en este verso, que resume para él el crepúsculo y la ceguera, es que lo que está cercano, aun quedando cerca, ya se ha ido, porque la sombra lo aleja (puedo hablar con alguien que ya no veo). Eso es lo que sin duda lo impresionó el día que leyó la frase de Goethe, que, en realidad, es la siguiente: Schon ist alle Nähe fern, y corresponde al segundo verso del poema “Dämmerung senkte sich von oven”.22 Allí donde Borges pone un adjetivo neutro: nahe, Goethe optaba por el substantivo femenino Nähe, la cercanía, y el verbo no es de devenir sino de estado: “Ya está lejos toda cercanía.” 

De más está decir que desde que Borges recreó en “alemañol” la frase de Goethe, ésta ya es masivamente atribuida al poeta de Weimar y es más citada que el original.23 Tal vez éste sea, indirectamente, el mayor agravio de Borges a Goethe. Con pocos autores se habrá ensañado tanto. 

Es muy probable que, en su intimidad, Borges sintiera una real pero resistida seducción por Goethe. Pero no se trata aquí de la intimidad de Borges sino de la estructuración de un texto. En ese sentido, no sería demasiado osado considerar que el falso verso de Goethe es algo así como el ordenador implícito de todo el ensayo. Decir que lo cercano se aleja, literalmente, no es muy distinto que inventar un extraño proverbio chino según el cual “el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido”. Para un lector avisado, esta cita es como una advertencia de Dupin en “The Purloined Letter”. Borges, por un procedimiento emparentado con el concepto freudiano de “denegación”, necesita comenzar alejando la figura demasiado evidente de Goethe que, si quedaba cercana, hubiera vuelto inútil el resto del ensayo. Aleja la figura de Goethe pero denegándola, no silenciándola, como para que un lector desconfiado pueda advertirla como lo anómalo que pasa desapercibido. Porque precisamente, como veremos a continuación, la anécdota de Goethe que él vitupera, es en realidad el sumario de todo lo que Borges exalta en su ensayo sobre el pudor de la historia.


Goethe y el pudor 

La batalla de Valmy no fue una de esas “jornadas históricas” que los gobiernos fabrican o simulan “con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad”. La historia duda, inclusive, en llamarla batalla, y ha recibido desde aquel día mismo, el apodo de “Cañoneo de Valmy”, porque casi no hubo encuentros de infantería y dejó el mínimo saldo de unos 300 muertos, contando los dos campos. Puede decirse que fue una “no-batalla”. Goethe mismo cuenta que las tropas del imperio, vencedores ya en Longwy y en Verdún, la daban por ganada y la consideraban como una simple formalidad para entrar triunfantes en París.

Sin embargo, contra toda predicción, la estrategia, el azar y la disentería concedió una victoria casi inmediata a los ejércitos revolucionarios franceses, que no estaban formados por profesionales, sino, por primera vez en la historia, por inexpertos conscriptos civiles. De esos simples hechos de una inédita insignificancia bélica, la historia recogió, con pudor, el comienzo de una era, que se inauguró institucionalmente al día siguiente, con la abolición de la monarquía, la instauración de la república y la implantación de un nuevo calendario. 

Por otra parte, Borges sostiene que lo que marca como realmente histórica la crónica de Sturluson no es una conversación o una victoria sino el hecho de que sea un enemigo el que las perpetúe. En tal caso, las palabras de Goethe el mismo día de la victoria de Valmy, anunciando esa derrota de su propio ejército como el comienzo de una nueva era, corresponde exactamente a esa definición. 

Eso lo comprendieron los franceses, hasta tal punto que –caso raro en la historia– el monumento conmemorativo de la victoria de Valmy lleva como inscripción el apotegma de Goethe, del ejército enemigo. 

Volviendo atrás, y lejos de toda interpretación psicologista, no es muy arriesgado postular que son esas palabras de Goethe las que inspiran positivamente la idea del ensayo, y que el inspirador aparece denegado desde el comienzo, como un guiño cómplice al lector, como un ejercicio de irónico pudor, o como para indicar que es sólo a la hora del crepúsculo que lo cercano está lejos. 

Queda por justificar la inusual abundancia de imprecisiones que Borges siembra a lo largo de su ensayo. Tal vez pueden funcionar dentro del texto como las piedritas de Hänsel y Gretel para determinar un sendero dentro de un bosque, es decir, en este caso, para suscitar la sospecha de que hay otras lecturas. Borges sugiere este mecanismo en “Los avatares de la tortuga”
Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso (OC 1: 258). 

Iván Almeida  


Notas

1 Die größte Bestürzung verbreitete sich über die Armee. Noch am Morgen hatte man nicht anders gedacht, als die sämtlichen Franzosen anzuspießen und aufzuspeisen, ja mich selbst hatte das unbedingte Vertrauen auf ein solches Heer, auf den Herzog von Braunschweig zur Teilnahme an dieser gefährlichen Expedition gelockt; nun aber ging jeder vor sich hin, man sah sich nicht an, oder wenn es geschah, so war es um zu fluchen, oder zu verwünschen. Wir hatten, eben als es Nacht werden wollte, zufällig einen Kreis geschlossen, in dessen Mitte nicht einmal wie gewöhnlich ein Feuer konnte angezündet werden, die meisten schwiegen, einige sprachen, und es fehlte doch eigentlich einem jeden Besinnung und Urteil. Endlich rief man mich auf, was ich dazu denke, denn ich hatte die Schar gewöhnlich mit kurzen Sprüchen erheitert und erquickt; diesmal sagte ich: ‘Von hier und heute geht eine neue Epoche der Weltgeschichte aus, und ihr könnt sagen, ihr seid dabei gewesen’” (Campagne 53). 

2 “Gegen Abend fanden sich die Offiziere des Regiments beim Marketender, wo es etwas mutiger herging als vorm Jahr in der Champagne: denn wir tranken den dortigen schäumenden Wein, und zwar im Trocknen beim schönsten Wetter. Meiner vormaligen Weissagung ward auch gedacht; sie wiederholten meine Worte: ‘Von hier und heute geht eine neue Epoche der Weltgeschichte aus, und ihr könnt sagen, ihr seid dabei gewesen.’ Wunderbar genug sah man diese Prophezeiung nicht etwa nur dem allgemeinen Sinn, sondern dem besondern Buchstaben nach genau erfüllt, indem die Franzosen ihren Kalender von diesen Tagen an datierten” (Belagerung 199). [Hacia el atardecer se encontraban los oficiales de los regimientos cerca de los cuarteles, donde las cosas parecían andar mejor que el año anterior en Champagne, ya que el tiempo estaba hermoso y seco y estábamos degustando el vino espumante de la región. Se evocó también mi antigua predicción y repitieron mis palabras: “En este lugar y en este día nace una nueva era en la historia del mundo y vosotros podréis decir que estuvisteis presentes.” Bastante asombrosamente esa profecía no sólo se había verificado en un sentido general, sino también literalmente, puesto que a partir de ese día los franceses cambiaron su calendario]. 

3 “Ergo abolendo rumori Nero subdidit reos et quaesitissimis poenis adfecit quos per flagitia invisos vulgus Christianos appellabat. Auctor nominis eius Christus Tiberio imperitante per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus erat” (Annalium XV: 44).

4 “Was Tarquinius Superbus in seinem Garten mit den Mohnköpfen sprach, verstand der Sohn, aber nicht der Bote” (Kierkegaard 4). La cita es de J. G. Hamann (en una carta a Linden) y figura en alemán en el texto. 

5 “Huic nuntio, quia, credo, dubiae fidei videbatur, nihil voce responsum est; rex velut deliberabundus in hortum aedium transit sequente nuntio filii; ibi inambulans tacitus summa papauerum capita dicitur baculo decussisse. Interrogando exspectandoque responsum nuntius fessus, ut re imperfecta, redit Gabios; quae dixerit ipse quaeque viderit refert; seu ira seu odio seu superbia insita ingenio nullam eum vocem emisisse. Sexto ubi quid vellet parens quidue praeciperet tacitis ambagibus patuit, primores civitatis criminando alios apud populum, alios sua ipsos inuidia opportunos interemit” (I: 54). 

6 Aunque la cita, tal cual, se encuentra en una carta de J. G. Hamann a su amigo J. G. Lindner (Hamann 189-94), Kierkegaard parece haber leído la historia en los comentarios a las fábulas de Esopo de Lessing (164), quien la retiene explícitamente del Epítome de Floro (1: 7), el cual resume el Ab urbe condita de Tito Livio citado más arriba. Valerio Máximo (7: 4.2) evoca la misma anécdota, probablemente también inspirado en Tito Livio. Lo curioso es que, más que de un hecho histórico, se trata de un topos dentro de la literatura narrativa clásica. Por ejemplo, Herodoto, en el S. VI a C., narraba un hecho semejante, pero sucedido entre Periandro y Trasíbulo, dos tiranos griegos, y lo que Trasíbulo segaba no eran flores de amapolas sino espigas de trigo (5.92 f-g). Un siglo después, Aristóteles repite la misma historia, pero invirtiendo los roles de los dos tiranos (Política 1284ª).

7 “Ich merke nur an, daß es gar nichts Ungewöhnliches sei, sowohl im gemenen Gespräche, als in Schriften, durch die Vergleichung der Gedanken, welche ein Verfasser über seinen Gegenstand äußert, ihn sogar besser zu verstehen, als er sich selbst verstand indem er seinen Begriff nicht genugsam bestimmte, und dadurch bisweilen seiner eigenen Absicht entgegen redete, oder auch dachte” (Kritik der reiner Vernuft, A314/B371, 264). [Advierto simplemente que no hay nada de extraño en que, ya sea en la conversación cotidiana como en los escritos, se llegue, al confrontar los pensamientos que expresa un autor sobre su tema, a comprenderlo mejor que lo que él se comprendió, por no haber determinado suficientemente su propio concepto o por haberse dejado llevar a hablar o incluso a pensar en contra de su intención.] 

8 “Das letzte Ziel des hermeneutischen Verfahrens ist, den Autor besser zu verstehen, als er sich selber verstanden hat” (Dilthey. Die Entstehung 335). [El objetivo final del método hermenéutico es comprender al autor mejor que lo que él mismo se comprende].

9 Sin duda quien más ha extrapolado la noción de misreading es Harold Bloom, al decir que “Reading is […] a miswriting, just as writing is a misreading” (3) [Leer es un acto de desescritura de la misma forma que escribir es un acto de deslectura]. 

10 Esta confesión podría también interpretarse como una velada crítica a la escritura de Joyce. Para su propia narrativa, Borges prefiere el minimalismo de Dante: “Una novela contemporánea requiere quinientas o seiscientas páginas para hacernos conocer a alguien, si es que lo conocemos. A Dante le basta un solo momento. En ese momento el personaje está definido para siempre. Dante busca ese momento central inconscientemente. Yo he querido hacer lo mismo en muchos cuentos y he sido admirado por ese hallazgo, que es el hallazgo de Dante en la Edad Media, el de presentar un momento como cifra de una vida. En Dante tenemos esos personajes, cuya vida puede ser la de algunos tercetos y sin embargo esa vida es eterna” (Divina Comedia OC 3: 213)

11 Cada vez que aparezca una cita del Heimskringla en inglés, estará referida a la traducción de Laing.

12 “One of the horsemen said, ‘Is Earl Toste in this army?’ The earl answered, “It is not to be denied that ye will find him here.” The horseman says, ‘Thy brother, King Harald, sends thee salutation, with the message that thou shalt have the whole of Northumberland; and rather than thou shouldst not submit to him, he will give thee the third part of his kingdom to rule over along with himself.’ The earl replies, ‘This is something different from the enmity and scorn he offered last winter; and if this had been offered then it would have saved many a man’s life who now is dead, and it would have been better for the kingdom of England. But if I accept of this offer, what will he give King Harald Sigurdson for his trouble?’ The horseman replied, ‘He has also spoken of this; and will give him seven feet of English ground, or as much more as he may be taller than other men.’ ‘Then,’ said the earl, ‘go now and tell King Harald to get ready for battle; for never shall the Northmen say with truth that Earl Toste left King Harald Sigurdson to join his enemy’s troops, when he came to fight west here in England. We shall rather all take the resolution to die with honour, or to gain England by a victory.’ Then the horseman rode back. King Harald Sigurdson said to the earl, ‘Who was the man who spoke so well?’ The earl replied, ‘That was King Harald Godwinson.’ ”(89) 

13 “Then, said King Harald Sigurdson, ‘That was by far too long concealed from me; for they had come so near to our army, that this Harald should never have carried back the tidings of our men’s slaughter.’ Then said the earl, ‘It was certainly imprudent for such chiefs, and it may be as you say; but I saw he was going to offer me peace and a great dominion, and that, on the other hand, I would be his murderer if I betrayed him; and I would rather he should be my murderer than I his, if one of two be to die.’ King Harald Sigurdson observed to his men, ‘That was but a little man, yet he sat firmly in his stirrups’ ” (89-90)

14 Cito aquí, con tímida osadía, el texto en islandés, en donde la expresión “siete pies” “sjö fóta” aparece inclusive en cifras romanas: “Sagt hefir hann þar nokkuð frá hvers hann mun honum unna af Englandi. VII. fóta rúm eða því lengra sem hann er hærri en aðrir menn” (205). 

15 “But, in regard to Harald and what share of England was to be his, answering Tosti with the words, ‘Seven feet of English earth, or more if he require it, for a grave’ ” (92). 

16 “He needed more than seven feet of grave, say some; Laing, interpreting Snorro’s measurements, makes Harald eight feet in stature,—I do hope with some error in excess!” (94). La nota de Laing a la que se refiere Carlyle (y de la que extrae sin duda la expression “for a grave” es la siguiente: “The old Norwegian ell was less than the present ell; and Thorlalcius reckons, in a note on this chapter, that Harald’s stature would be about four Danish ells, viz. about eight feet. It appears that he exceeded the ordinary height of men by the offer made him of seven feet of English ground, or a much more as he required for a grave, in chapter 94” (101).

17 Tenemos aquí otro caso de reguero desinformativo. La formulación “According to Henry of Huntingdon, ‘Six feet of ground or as much more as he needs, as he is taller than most men’, was Harold’s response” aparece en 2370 sitios distintos de internet, sin que ninguno mencione las debidas fuentes. 

18 “In this book I have had old stories written down, as I have heard them told by intelligent people, concerning chiefs who have held dominion in the northern countries, and who spoke the Danish tongue; and also concerning some of their family branches, according to what has been told me. Some of this is found in ancient family registers, in which the pedigrees of kings and other personages of high birth are reckoned up, and part is written down after old songs and ballads which our forefathers had for their amusement. Now, although we cannot just say what truth there may be in these, yet we have the certainty that old and wise men held them to be true” (1: 211). 

19 Podría igualmente haberla recordado de Walter Scott, quien en Ivanhoe reinventa la escena, pero siempre indicando “siete pies”: “—‘But should Tosti accept these terms’, continued the envoy, ‘what lands shall be assigned to his faithful ally, Hardrada, King of Norway?’—‘Seven feet of English ground,’ answered Harold, fiercely, ‘or, as Hardrada is said to be a giant, perhaps we may allow him twelve inches more’” (210).

20 Se trata de los versos Füllest wieder Busch und Tal / still mit Nebelglanz, del poema “An der Mond” (Poetische Werke 1:69). Borges lo comenta abundantemente en Carrizo 70-71. 

21 Ver igualmente  Siete noches, OC 3: 285.

22 Poetische Werke 2: 106. Famosamente puesto en música por J. Brahms, Lieder und Gesänge, op. 59. 

23 Inclusive, el gran poeta chileno, Gonzalo Rojas, premio Cervantes, cayó en la trampa de nombrar con esa frase imposible uno de sus más conocidos poemas (Rojas 98-99). Más enfático es el tropiezo de Enrique Vila Matas en “Bolaño a la distancia”, donde cuenta: “Decir esto me ha llevado a sentirme de pronto más cerca que nunca de Bolaño. Será prudente que vuelva a alejarme algo de él. Me acerco, me alejo, parezco encontrarme en un círculo infernal en el desierto de Sonora cuando viene de pronto en mi auxilio un verso de Goethe, que un personaje de la novela de Bolaño, Jordi Llovet, me enseñó ayer a pronunciar en correcto alemán: Alles Nahe werde fern. Es decir, ‘Todo lo cercano se aleja’. Goethe lo escribió refiriéndose al crepúsculo de la tarde. Todo lo cercano se aleja, es verdad, tengo que pensar que es verdad. De nuevo, respiro aliviado. Goethe me ha permitido volver a alejarme algo de Bolaño” (79).


Obras citadas 

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Bioy Casares, Adolfo. Borges. Ed. Daniel Martino. Buenos Aires: Destino, 2006. 

Bloom, Harold. A Map of Misreading. Oxford: Oxford UP, 2003. 

Borges, Jorge Luis. Obras completas. 4 vol. Barcelona: Emecé, 1996. 
—. Obras completas en colaboración. Barcelona: Emecé, 1997. 
—. Textos cautivos. Ed. E. Sacerio-Garí y E. Rodríguez Monegal. Barcelona: Tusquet, 1990. 
—. Textos recobrados 1931-1935. Buenos Aires: Emecé, 2001. 
—. Textos recobrados 1956-1986. Buenos Aires: Emecé, 2003. 
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—. Borges profesor. Curso de Literatura inglesa en la UBA. Ed. M. Arias y M. Hadis. Buenos Aires: Emecé, 2000. 
—. This Craft of Verse. Ed. C. A. Mihailescu. Cambridge: Harvard UP: 2000. 

Carlyle, Thomas. The Early Kings of Norway. Nueva York: Lovell’s Library, 1885. 

Carrizo, Antonio. Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo. México: Fondo de Cultura Económica, 1979. 

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Vila Matas, Enrique. El viento ligero en Parma. Madrid: Sexto Piso, 2008.



En Variaciones Borges 34, 2012



Fuente https://www.borges.pitt.edu/
Universidad de Pittsburgh

Foto arriba: Ivan Almeida en las Jornadas Borges Lector 
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, agosto 2011


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