25/10/14

Jorge Luis Borges: Historias de jinetes






Son muchas y podrían ser infinitas. La primera es modesta; luego la ahondarán las que siguen.

Un estanciero del Uruguay había adquirido un establecimiento de campo (estoy seguro de que ésa es la palabra que usó) en la provincia de Buenos Aires. Trajo del Paso de los Toros a un domador, hombre de toda su confianza pero muy chúcaro. Lo alojó en una fonda cerca del Once. A los tres días fue en su busca; lo encontró mateando en su pieza, en el último piso. Le preguntó qué le había parecido Buenos Aires, y resultó que el hombre no se había asomado a la calle una sola vez.

La segunda no es muy distinta. En 1903, Aparicio Saravia sublevó la campaña del Uruguay; en alguna etapa de la contienda se temió que sus hombres pudieran irrumpir en Montevideo. Mi padre, que se encontraba allí, fue a pedir consejo a un pariente, Luis Melián Lafinur, el historiador. Éste le dijo que no había peligro, "porque el gaucho le teme a la ciudad". En efecto, las tropas de Saravia se desviaron y mi padre comprobó con algún asombro que el estudio de la Historia puede ser útil y no sólo agradable.1

La tercera que referiré, también pertenece a la tradición oral de mi casa. A fines de 1870, fuerzas de López Jordán comandadas por un gaucho a quien le decían El Chumbiao cercaron la ciudad de Paraná. Una noche, aprovechando un descuido de la guarnición, los montoneros lograron atravesar las defensas y dieron, a caballo, toda la vuelta de la plaza central, golpeándose la boca y burlándose. Luego, entre pifias y silbidos, se fueron. La guerra no era para ellos la ejecución coherente de un plan sino un juego de hombría.

La cuarta de las historias, la última, está en las páginas de un libro admirable: L'Empire des Steppes (1939), del orientalista Grousset. Dos párrafos del capítulo dos pueden ayudar a ententerla; he aquí el primero:

"La guerra de Gengis-khan contra los Kin, empezada en 1211, debía con breves treguas prolongarse hasta su muerte (1227), para ser rematada por su sucesor (1234). Los mogoles, con su móvil caballería, podían arrasar los campos y las poblaciones abiertas, pero durante mucho tiempo ignoraron el arte de tomar las plazas fortificadas por los ingenieros chinos. Además, guerreaban en China como en la estepa, por incursiones sucesivas, al cabo de las cuales se retiraban con su botín, dejando que en la retaguardia los chinos volvieran a ocupar las ciudades, levantaran las ruinas, repararan las brechas y rehicieran las fortificaciones, de tal modo que en el curso de aquella guerra los generales mogoles se vieron obligados a reconquistar dos o tres veces las mismas plazas."

He aquí el segundo:

"Los mogoles tomaron a Pekín, pasaron a degüello a la población, saquearon las casas y después les prendieron fuego. La destrucción duró un mes. Evidentemente, los nómadas no sabían qué hacer con una gran ciudad y no atinaban con la manera de utilizarla para la consolidación y extensión de su poderío. Hay ahí un caso interesante para los especialistas de la geografía humana: el embarazo de las gentes de las estepas cuando, sin transición, el azar les entrega viejos países de civilización urbana. Queman y matan, no por sadismo, sino porque se encuentran desconcertados y no saben obrar de otra suerte."

He aquí, ahora, la historia que todas las autoridades confirman: Durante la última campaña de Gengis-khan, uno de sus generales observó que sus nuevos súbditos chinos no le servirían para nada, puesto que eran ineptos para la guerra, y que, por consiguiente, lo más juicioso era exterminarlos a todos, arrasar las ciudades y hacer del casi interminable Imperio Central un dilatado campo de pastoreo para las caballadas. Así, por lo menos, aprovecharían la tierra, ya que lo demás era inútil. El khan iba a seguir este aviso, cuando otro consejero le hizo notar que más provechoso era fijar impuestos a las tierras y a las mercaderías. La civilización se salvó, los mogoles envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir y sin duda acabaron por estimar, en jardines simétricos, las despreciables y pacíficas artes de la prosodia y de la cerámica.

Remotas en el tiempo y en el espacio, las historias que he congregado son una sola; el protagonista es eterno, y el receloso peón que pasa tres días ante una puerta que da a un último patio es, aunque venido a menos, el mismo que, con dos arcos, un lazo hecho de crin y un alfanje, estuvo a punto de arrasar y borrar, bajo los cascos del caballo estepario, el reino más antiguo del mundo. Hay un agrado en percibir, bajo los disfraces del tiempo, las eternas especies del jinete y de la ciudad 2; ese agrado, en el caso de estas historias, puede dejarnos un sabor melancólico, ya que los argentinos (por obra del gaucho de Hernández o por gravitación de nuestro pasado) nos identificamos con el jinete, que es el que pierde al fin. Los centauros vencidos por los lapitas, la muerte del pastor de ovejas Abel a manos de Caín, que era labrador, la derrota de la caballería de Napoleón por la infantería británica en Waterloo, son emblemas y sombras de ese destino.

Jinete que se aleja y se pierde, con una sugestión de derrota, es asimismo en nuestras letras el gaucho. Así, en el Martín Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron,
por delante se la echaron
como criollos entendidos
y pronto, sin ser sentidos,
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo
se entraron en el desierto...

Y en El payador, de Lugones:

"Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo; con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta."

Y en Don Segundo Sombra:

"La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolienta. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago."

El espacio, en los textos supracitados, tiene la misión de significar el tiempo y la historia.

La figura del hombre sobre el caballo es secretamente patética. Bajo Atila, Azote de Dios, bajo Gengis-khan y bajo Timur, el jinete destruye y funda con violento fragor dilatados reinos, pero sus destrucciones y fundaciones son ilusorias. Su obra es efímera como él. Del labrador procede la palabra cultura, de las ciudades la palabra civilización, pero el jinete es una tempestad que se pierde. En el libro Die Germanen der Vólkerwanderung (Stuttgart, 1939), Capelle observa, a este propósito, que los griegos, los romanos y los germanos eran pueblos agrícolas.




Notas

1 Burton escribe que los beduinos, en las ciudades árabes, se tapan las narices con el pañuelo o con algodones; Ammiano, que los hunos tenían tanto miedo de las casas como de los sepulcros. Análogamente, los sajones que irrumpieron en Inglaterra en el siglo v, no se atrevieron a morar en las ciudades romanas que conquistaron. Las dejaron caerse a pedazos y compusieron luego elegías para lamentar esas ruinas.

2 Es fama que Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y Lussich abundaron en versiones jocosas del diálogo del jinete con la ciudad.


En Evaristo Carriego (1930), VIII
Imagen: Cover primera edición
Foto arriba: Borges en la casa de Evaristo Carriego
Fuente: Asociación Amigos de la Casa de Evaristo Carriego 




24/10/14

Jorge Luis Borges: Dante y los visionarios anglosajones





En el Canto X del Paraíso, Dante refiere que ascendió a la esfera del sol y que vio sobre el disco de ese planeta —el sol es un planeta en la economía dantesca — una ardiente corona de doce espíritus, más luminosos que la luz contra la cual se destacaban. Tomás de Aquino, el primero, le declara el nombre de los demás; el séptimo es Beda. Los comentadores explican que se trata de Beda el Venerable, diácono del monasterio de Jarrow y autor de la Historia eclesiastica gentis Anglorum.

Pese al epíteto, esa primera historia de Inglaterra, que se redacto en el siglo VIII, trasciende lo eclesiástico. Es la obra conmovida y personal de un investigador escrupuloso y de un hombre de letras. Beda dominaba el latín y conocía el griego y a su pluma suele acudir espontáneamente, un verso de Virgilio. Todo le interesaba: la historia universal, la exégesis de la Escritura, la música, las figuras de la retórica[88], la ortografía, los sistemas de numeración, las ciencias naturales, la teología, la poesía latina y la poesía vernácula. Hay, sin embargo, un punto sobre el cual deliberadamente guarda silencio. En su crónica de las tenaces misiones que acabaron por imponer la fe de Jesús a los reinos germánicos de Inglaterra, Beda pudo haber hecho para el paganismo sajón lo que Snorri Sturluson, unos quinientos años después, haría para el escandinavo. Sin traicionar el piadoso propósito de la obra, pudo haber declarado, o bosquejado, la mitología de sus mayores. Previsiblemente no lo hizo. La razón es obvia: la religión, o mitología, de los germanos estaba aún muy cerca. Beda quería olvidarla; quería que su Inglaterra la olvidara. Nunca sabremos si a los dioses que adoró Hengist los aguarda un crepúsculo y si en aquel día tremendo en que el sol y la luna serán devorados por lobos, partirá de la región del hielo una nave hecha de uñas de muertos. Nunca sabremos sí esas perdidas divinidades formaban un panteón o si eran, como Gibbon sospechó, vagas supersticiones de bárbaros. Fuera de la sentencia ritual cujus pater Voden, que figura en todas sus genealogías de linajes reales, y del caso de aquel rey precavido que tenia un altar para Jesús y otro, menor, para los demonios, poco hizo Beda para satisfacer la futura curiosidad de los germanistas. En cambio se apartó del recto camino cronológico para registrar visiones ultraterrenas que prefiguran la obra de Dante.
Recordemos una. Fursa, nos dice Beda, fue un asceta irlandés que había convertido a muchos sajones. En el curso de una enfermedad fue arrebatado por los ángeles en espíritu y subió al cielo. Durante la ascensión vio cuatro fuegos que enrojecían el aire negro, no muy distantes uno de otro. Los ángeles Je explicaron que esos fuegos consumirán el mundo y que sus nombres son Discordia, Iniquidad, Mentira y Codicia. Los fuegos se agrandaron hasta juntarse y llegaron a él; Fursa temió, pero los ángeles le dijeron; No te quemará el fuego que no encendiste. En efecto, los ángeles dividieron las llamas y Fursa llegó al paraíso, donde vio cosas admirables. Al volver a la tierra, fue amenazado una segunda vez por el fuego, desde el cual un demonio le arrojó el alma candente de un réprobo, que le quemó el hombro derecho y el mentón. Un ángel le dijo:  Ahora te quema el fuego que has encendido. En la tierra aceptaste la ropa de un pecador; ahora su castigo te alcanzará. Fursa conservó los estigmas de la visión hasta el día de su muerte.
Otra de las visiones es la de un hombre de Nortumbria, llamado Drycthelm. Éste, al cabo de una enfermedad que duró varios días, murió al anochecer y repentinamente resucitó cuando rayaba el alba. Su mujer estaba velándolo; Drycthelm le dijo que en verdad había renacido de entre los muertos y que se proponía vivir de un modo muy distinto. Después de orar, dividió su hacienda en tres partes, y dio la primera a su mujer, la segunda a sus hijos y la última y tercera a los pobres. A todos dijo adiós y se retiró a un monasterio, donde su vida rigurosa era testimonio de las cosas deseables o espantables que le fueron reveladas aquella noche en que estuvo muerto y que contaba así: «Quien me guio era de cara resplandeciente y su vestidura fulgía. Fuimos caminando en silencio, creo que hacia el Noreste. Dimos en un valle profundo y ancho y de interminable extensión; a la izquierda había fuego, a la derecha remolinos de granizo y de nieve. Las tempestades arrojaban de un lado a otro una muchedumbre de almas en pena, de suerte que los miserables que huían del fuego que no se apaga daban en el frío glacial y así infinitamente. Pensé que esas regiones crueles bien pudieran ser el infierno, pero la forma que me precedía me dijo: No estás aún en el Infierno. Avanzamos y la oscuridad fue agravándose y yo no percibía otra cosa que el resplandor de quien me guiaba. Incontables esferas de fuego negro subían de una sima profunda y en ella recaían. Mi guía me abandonó y quedé solo entre las incesantes esferas que estaban llenas de almas. Un hedor subió de la sima. Me detuve poseído por el temor y al cabo de un espacio de tiempo que me pareció interminable, oí a mi espalda desolados lamentos y ásperas carcajadas, como si una turba se burlara de enemigos cautivos. Un feliz y feroz tropel de demonios arrastraba al centro de la oscuridad cinco almas hermanas. Una estaba tonsurada, como un clérigo, otra era una mujer. Fueron perdiéndose en la hondura; las lamentaciones humanas se confundieron con las carcajadas demoníacas y en mi oído persistió el informe rumor. Negros espíritus me rodearon surgidos de las profundidades del fuego y me aterraron con sus ojos y con sus llamas, aunque sin atreverse a tocarme. Cercado de enemigos y de tiniebla, no atiné a defenderme. Por el camino vi venir una estrella, que se agrandaba y se acercaba. Los demonios huyeron y vi que la estrella era el ángel. Éste dobló por la derecha y nos dirigimos al Sur. Salimos de la sombra a la claridad y de la claridad a la luz y vi después una muralla, infinita a lo alto y hacia los lados. No tenía puertas ni ventanas y no entendí por qué nos acercábamos a la base. Bruscamente, sin saber cómo, ya estuvimos arriba y pude divisar una dilatada y florida pradera cuya fragancia disipó el hedor de las infernales prisiones. Personas ataviadas de blanco poblaban la pradera; mi guía me condujo por esas asambleas felices y yo di en pensar que tal vez ése era el reino de los cielos, del que había oído tantas ponderaciones, pero mi guía me dijo: No estás aún en el cielo. Más allá de tales moradas había una luz espléndida y adentro voces de personas cantando y una fragancia tan admirable que borró a la anterior. Cuando yo creí que entraríamos en aquel lugar de delicias, mi guía me detuvo y me hizo desandar el largo camino. Me declaró después que el valle del frío y del fuego era el purgatorio; la sima, la boca del infierno; la pradera, el sitio de los justos que aguardan el Juicio Universal, y el lugar de la música y de la luz, el reino de los cielos. «Y a ti —agregó— que ahora regresarás a tu cuerpo y habitarás de nuevo entre los hombres, te digo que si vives con rectitud, tendrás tu lugar en la pradera y después en el cielo, porque si te dejé solo un espacio, fue para preguntar cuál sería tu futuro destino. Duro me pareció volver a este cuerpo, pero no me atreví a decir palabra, y me desperté en la tierra.»
En la historia que acabo de transcribir se habrán percibido pasajes que recuerdan — habría que decir que prefiguran — otros de la obra dantesca. Al monje no lo quema el fuego no encendido por él; Beatriz, parejamente, es invulnerable al fuego del infierno («né fiamma d’esto incendio non m’assale»)[89].
A la derecha de aquel valle que parece no tener fin, tempestades de granizo y de hielo castigan a los réprobos; en el círculo tercero los epicúreos sufren la misma pena. Al hombre de Nortumbria lo desespera el abandono momentáneo del ángel; a Dante el de Virgilio («Virgilio a cui per mía salute die’mi»)[90]. Drycthelm no sabe cómo ha podido subir a lo alto del muro; Dante cómo ha podido atravesar el triste Aqueronte.
De mayor interés que estas correspondencias, que ciertamente no he agotado, son los rasgos circunstanciales que Beda entreteje en su relación y que prestan singular verosimilitud a las visiones ultraterrenas. Básteme recordar la perduración de las quemaduras, el hecho de que el ángel adivine el silencioso pensamiento del hombre, la fusión de las risas con los lamentos y la perplejidad del visionario ante el alto muro. Quizá una tradición oral trajo esos rasgos a la pluma del historiador; lo cierto es que ya encierran esa unión de lo personal y de lo maravilloso que es típica de Dante y que nada tiene que ver con los hábitos de la literatura alegórica.
¿Leyó Dante alguna vez la Historia Ecclesiastica? Es harto probable que no. La inclusión del nombre de Beda (convenientemente bisílabo para el verso) en un censo de teólogos, prueba, en buena lógica, poco. En la Edad Media la gente confiaba en la gente; no era preciso leer los volúmenes del docto anglosajón para admitir su autoridl sol es un planeta en la economía dantescaad, como no era preciso haber leído los poemas homéricos, recluidos en una lengua casi secreta, para saber que Homero («Mira colui con quella spada in mano»)[91], bien podía capitanear a Ovidio, a Lucano y a Horacio. Otra observación cabe hacer. Para nosotros, Beda es un historiador de Inglaterra; para sus lectores medievales era un comentador de las Escrituras, un retórico y un cronólogo. Una historia de la entonces vaga Inglaterra no tenía por qué atraer especialmente a Dante.
Que Dante conociera o no las visiones registradas por Beda es menos importante que el hecho de que éste las incluyó en su obra histórica, juzgándolas dignas de memoria. Un gran libro como la Divina Comedia no es el aislado o azaroso capricho de un individuo; muchos hombres y muchas generaciones tendieron hacia él. Investigar sus precursores no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurídico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano.



Notas 

[88] Beda buscó en la Escritura sus ejemplos de figuras retóricas. Así, para la sinécdoque, donde se toma la parte por el todo, citó el versículo 14 del primer capítulo del Evangelio según Juan: Y aquel Verbo fue hecho carne… En rigor, el Verbo no sólo se hizo carne, sino huesos, cartílagos, agua y sangre. 
[89] «ni la llama de este incendio herir me puede» (Inf., II, 93). 
[90] «Virgilio a quien para salvarme me entregué» (Purg., XXX, 51). 
[91] «Mira a aquel con esa espada en mano» (Inf., IV, 86).


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Borges en la Confitería Richmond. Fuente foto sin data: Cedoc


23/10/14

Jorge Luis Borges: Deutsches Requiem




Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.
Job 13:15
     Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio[6]. En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.
Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe[7] sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar[8]. Días después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.
En el primer volumen de Parerga und Paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y[9]… A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte[10].
Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos). No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal; otro, a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Arminio, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.


Notas

[6] Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del editor). 

[7] Otras naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los minerales o los meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe, la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de Spengler.

[8] Se murmura que las consecuencias de esa herida fueron muy graves. (Nota del editor). 

[9] Ha sido inevitable, aquí, omitir unas líneas. (Nota del editor).

[10] Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura alemana. No creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso. Por orden de Otto Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos, entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. «David Jerusalem» es tal vez un símbolo de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor).

Las notas corresponden a la edición de las OOCC I (1923-1949)
©1995, 1996 María Kodama
© 2011 y 2016 Ediorial Sudamericana Buenos Aires


En El Aleph (1949)
Foto Eduardo Comesaña


22/10/14

Jorge Luis Borges recibe las llaves de la Ciudad de Medellín






Señoras y señores

Yo diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves.

Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Yo acabo de tener ese sentimiento al oír las hermosas palabras del señor Alcalde y lo que está detrás de las palabras y…, ahora, ¡qué otra cosa puedo decir!

Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente.


Medellín, Colombia, noviembre de 1978
Fuente y notas

21/10/14

Jorge Luis Borges: Ariosto y los árabes






Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa.

Así lo pensó Ariosto, que al agrado
lento se dio, en el ocio de caminos
de claros mármoles y negros pinos,
de volver a soñar lo ya soñado.

El aire de su Italia estaba henchido
de sueños, que con formas de la guerra
que en duros siglos fatigó la tierra
urdieron la memoria y el olvido.

Una legión que se perdió en los valles
de Aquitania cayó en una emboscada;
así nació aquel sueño de una espada
y del cuerno que clama en Roncesvalles.

Sus ídolos y ejércitos el duro
sajón sobre los huertos de Inglaterra
dilapidó en apretada y torpe guerra
y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.

De las islas boreales donde un ciego
sol dibuja el mar, llegó aquel sueño
de una virgen dormida que a su dueño
aguarda, tras un círculo de fuego.

Quién sabe si de Persia o del Parnaso
vino aquel sueño del corcel alado
que por el aire el hechicero armado
urge y que se hunde en el desierto ocaso.

Como desde el corcel del hechicero,
Ariosto vio los reinos de la tierra
surcada por las fiestas de la guerra
y del joven amor aventurero.

Como a través de tenue bruma de oro
vio en el mundo un jardín que sus confines
dilata en otros íntimos jardines
para el amor de Angélica y Medoro.

Como los ilusorios esplendores
que al Indostán deja entrever el opio,
pasan por el Furioso los amores
en un desorden de calidoscopio.

Ni el amor ignoró ni la ironía
y soñó así, de pudoroso modo,
el singular castillo en el que todo
es (como en esta vida) una falsía.

Como a todo poeta la fortuna
o el destino le dio una suerte rara;
iba por los caminos de Ferrara
y al mismo tiempo andaba por la luna.

Escoria de los sueños, indistinto
limo que el Nilo de los sueños deja,
con ellos fue tejida la madeja
de ese resplandeciente laberinto,

de ese enorme diamante en el que un hombre
puede perderse venturosamente
por ámbitos de música indolente,
más allá de su carne y de su nombre.

Europa entera se perdió. Por obra
de aquel ingenuo y malicioso arte,
Milton pudo llorar de Brandimarte
el fin y de Dalinda la zozobra.

Europa se perdió, pero otros dones
dio el vasto sueño a la famosa gente
que habita los desiertos del Oriente
y la noche cargada de leones.

De un rey que entrega, al despuntar el día,
su reina de una noche a la implacable
cimitarra, nos cuenta el deleitable
libro que al tiempo hechiza todavía.

Alas que son la brusca noche, crueles
garras de las que pende un elefante,
magnéticas montañas cuyo amante
abrazo despedaza los bajeles,

la tierra sostenida por un toro
y el toro por un pez; abracadabras,
talismanes y místicas palabras
que en el granito abren cavernas de oro;

esto soñó la sarracena gente
que sigue las banderas de Agramante;
esto, que vagos rostros con turbante
soñaron, se adueñó del Occidente.

Y el Orlando es ahora una risueña
región que alarga inhabitadas millas
de indolentes y ociosas maravillas
que son un sueño que ya nadie sueña.

Por islámicas artes reducido
a simple erudición, a mera historia,
está solo, soñándose. (La gloria
es una de las formas del olvido).

Por el cristal ya pálido la incierta
luz de una tarde más toca el volumen
y otra vez arden y otra se consumen
los oros que envanecen la cubierta.

En la desierta sala el silencioso
libro viaja en el tiempo. Las auroras
quedan atrás y las nocturnas horas
y mi vida, este sueño presuroso.



El Hacedor (1960)
Foto: Eduardo Comesaña


20/10/14

Jorge Luis Borges: Tamerlán* (1336-1405)

´



Mi reino es de este mundo. Carceleros
y cárceles y espadas ejecutan
la orden que no repito. Mi palabra
más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
corazón de las gentes que no oyeron
nunca mi nombre en su confín lejano
es un instrumento dócil a mi arbitrio.
Yo, que fui un rabadán de la llanura,
he izado mis banderas en Persépolis
y he abrevado la sed de mis caballos
en las aguas del Ganges y del Oxus.
Cuando nací, cayó del firmamento
una espada con signos talismánicos;
yo soy, yo seré siempre aquella espada.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, El Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
a la blanca Zenócrate de Egipto,
casta como la nieve de las cumbres.
Recuerdo las pesadas caravanas
y las nubes de polvo del desierto,
pero también una ciudad de humo
y mecheros de gas en las tabernas.
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre sólo que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
Que otros acudan a la astrología
judiciaria, al compás y al astrolabio,
para saber qué son. Yo soy los astros.
En las albas inciertas me pregunto
por qué no salgo nunca de esta cámara,
por qué no condesciendo al homenaje
del clamoroso Oriente. Sueño a veces
con esclavos, con intrusos, que mancillan
a Tamerlán con temeraria mano
y le dicen que duerma y que no deje
de tomar cada noche las pastillas
mágicas de la paz y del silencio.
Busco la cimitarra y no la encuentro.
Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron.
¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
por qué no veo el hacha y la cabeza?
Esas cosas me inquietan, pero nada
puede ocurrir si Tamerlán se opone
y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo…

(*) Tamerlán. Mi pobre Tamerlán había leído, a fines del siglo diecinueve,
la tragedia de Christopher Marlowe y algún manual de historia.

En  El Oro de los Tigres (1972)
Foto: Eduardo Comesaña


19/10/14

Jorge Luis Borges: Avatares de la tortuga






Hay un concepto— que "es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito. Yo anhelé compilar alguna vez su móvil historia. La numerosa Hidra (monstruo palustre que viene a ser una prefiguración o un emblema de las progresiones geométricas) daría conveniente horror a su pórtico—; la coronarían las sórdidas pesadillas de Kafka y sus— capítulos centrales no desconocerían las conjeturas de, ese remoto — cardenal alemán —Nicolás de Krebs, Nicolás de Cusa— que en la circunferencia vio un polígono de un número infinito de ángulos y dejó escrito que una línea infinita sería una recta, sería un triángulo, sería un círculo y sería una esfera (De docta ignorantia, I, 13). Cinco, siete años de aprendizaje metafísico, teológico, matemático, me capacitarían (tal vez) para planear decorosamente ese libro. Inútil agregar que la vida me prohíbe esa esperanza, y aun ese adverbio.
A esa ilusoria Biografía del infinito pertenecen de alguna manera estas páginas. Su propósito es registrar ciertos avatares de la segunda paradoja de Zenón.
Recordemos, ahora, esa paradoja.
Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla... Tal es la versión habitual. Wilhelm Capelle (Die Vorsokratiker, 1935, pág. 178) traduce el texto original de Aristóteles: “El segundo argumento de Zenón es el llamado Aquiles. Razona que el más lento no será alcanzado por el más veloz, pues el perseguidor tiene que pasar por el sitio que el perseguido acaba de evacuar, de suerte que el más lento siempre le lleva una determinada ventaja”. El problema no cambia, como se ve; pero me gustaría conocer el nombre del poeta que lo dotó de un héroe y de una tortuga. A esos competidores mágicos y a la serie

10 + 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1.000 + 1 +.../10.000

debe el argumento su difusión. Casi nadie recuerda el que lo antecede —el de la pista—, aunque su mecanismo es idéntico. El movimiento es imposible (arguye Zenón) pues el móvil debe atravesar el medio para llegar al fin, y antes el medio del medio, y antes el medio del medio, del medio y antes...[16]
Debemos a la pluma de Aristóteles la comunicación y la primera refutación de esos argumentos. Los refuta con una brevedad quizá desdeñosa, pero su recuerdo le inspira el famoso argumento del tercer hombre contra la doctrina platónica. Esa doctrina quiere demostrar que dos individuos que tienen atributos comunes (por ejemplo dos hombres) son meras apariencias temporales de un arquetipo eterno, Aristóteles interroga si los muchos hombres y el Hombre —los individuos temporales y el Arquetipo— tienen, atributos comunes. Es notorio que sí; tienen los atributos generales de la humanidad. En ese caso, afirma Aristóteles, habrá que postular otro arquetipo que los abarque a todos y después un cuarto..., Patricio de Azcárate, en una nota de su traducción de la Metafísica, atribuye a un discípulo de Aristóteles esta presentación: “Si lo que se afirma de muchas cosas a la vez es un ser aparte, distinto de las cosas de que se afirma (y esto es lo que pretenden los platonianos), es preciso que haya un tercer hombre. Es una denominación que se aplica a los individuos y a la idea. Hay, pues, un tercer hombre distinto de los hombres particulares y de la idea. Hay al mismo tiempo un cuarto que estará en la misma relación con éste y con idea de los hombres particulares; después un quinto y así hasta el infinito”. Postulamos dos individuos, a y b, que integran el género c. Tendremos entonces

a + b = c:

Pero también, según Aristóteles:

a + b + c = d
a + b + c + d = e
a + b + c + d + e = f...

En rigor no se requieren dos individuos: bastan el individuo y el género para determinar el tercer hombre que denuncia Aristóteles. Zenón de Elea recurre a la infinita regresión contra el movimiento y el número; su refutador, contra las formas universales.[17]
El próximo avatar de Zenón que mis desordenadas notas registran es Agripa, el escéptico. Éste niega que algo pueda probarse, pues toda prueba requiere una prueba anterior (Hypotyposes, I, 166). Sexto Empírico arguye parejamente que las definiciones son vanas, pues habría que definir cada una de las voces que se usan y, luego, definir la definición (Hypotyposes, II, 207). Mil seiscientos años después, Byron, en la dedicatoria de Don Juan, escribirá de Coleridge: “I wish he would explain His Explanation.”
Hasta aquí, el regressus in infinitum ha servido para negar; Santo Tomás de Aquino recurre a él (Suma Teológica, 1, 2, 3) para afirmar que hay Dios, Advierte que no hay cosa en el universo que no tenga una causa eficiente y que esa causa claro está, es el efecto de otra causa anterior. El mundo es un interminable encadenamiento de causas y cada causa es un efecto. Cada estado proviene del anterior y determina el subsiguiente, pero la serie general pudo no haber sido, pues los términos que la forman son condicionales, es decir, aleatorios. Sin embargo, el mundo es; de ellos podemos inferir una no contingente causa primera que será la divinidad. Tal es la prueba cosmológica; la prefiguran Aristóteles y Platón; Leibniz la redescubre.[18]
Hermann Lotze apela al regressus para no comprender que una alteración del objeto A pueda producir una alteración del objeto B. Razona que sí A y B son independientes, postular un influjo de A sobre B es postular un tercer elemento C, un elemento que para operar sobre B requerirá un cuarto elemento D, que no podrá operar sin E, que no podrá operar sin F...
Para eludir esa multiplicación de quimeras, resuelve que en el mundo hay un solo objeto: una infinita y absoluta sustancia equiparable al Dios de Spinoza. Las causas transitivas se reducen a causas inmanentes; los hechos, a manifestaciones o modos de la sustancia cósmica.[19]
Análogo, pero todavía más alarmante, es el caso de K H. Bradley. Este razonador (Appearance and Reality, 1897, páginas 19-34) no se limita a combatir la relación causal; niega todas las relaciones. Pregunta si una relación está relacionada con sus términos. Le responden que sí e infiere que ello es admitir la existencia de otras dos relaciones, y luego de otras dos. En el axioma la parte es menor que el todo no percibe dos términos y la relación menor que: percibe tres (parte, menor que, todo) cuya vinculación implica otras dos relaciones, y así hasta lo infinito. En el juicio Juan es mortal, percibe tres conceptos inconjugables (el tercero es la cópula) que no acabaremos de unir. Transforma todos los conceptos en objetos incomunicados, durísimos. Refutarlo es contaminarse de irrealidad.
Lotze interpone los abismos periódicos de Zenón entre la causa y el efecto; Bradley, entre el sujeto y el predicado, cuando no entre el sujeto, y los atributos; Lewis Carroll (Mind, volumen cuarto, página 278) entre la segunda premisa del silogismo y la conclusión. Refiere un diálogo sin fin, cuyos interlocutores son Aquiles y la tortuga. Alcanzado ya el término de su interminable carrera, los dos atletas conversan apaciblemente de geometría. Estudian este claro razonamiento:
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética,
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
c) Si a y b son válidas, z es válida,
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
Hecha esa breve aclaración, la tortuga acepta la validez de a, b y c, pero no de z. Aquiles, indignado, interpola:
d) Si a, b y c son válidas, z es válida.
Carroll observa que la paradoja del griego comporta una infinita serie de distancias que disminuyen y que en la propuesta por él crecen las distancias.
Un ejemplo final, quizá el más elegante de todos, pero también el que menos difiere de Zenón. William James (Some Problems of Philosophy, 1911, pág. 182) niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos y medio, y antes de tres y medio, un minuto y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el invisible fin, por tenues laberintos de tiempo.
Descartes, Hobbes, Leíbniz, Mill, Renouvier, Georg Cantor, Gomperz, Russell y Bergson han formulado explicaciones —no siempre inexplicables y vanas— de la paradoja de la tortuga. (Yo he registrado algunas.) Abundan asimismo, como ha verificado el lector, sus aplicaciones. Las históricas no la agotan: el vertiginoso regressus in infinitum es acaso aplicable a todos los temas. A la estética: tal verso nos conmueve por tal motivo, tal motivo por tal otro motivo... Al problema del conocimiento: conocer es reconocer, pero es preciso haber conocido para reconocer, pero conocer es reconocer... ¿Cómo juzgar esa dialéctica? ¿Es un legítimo instrumento de indagación o apenas una mala costumbre?
Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo. También es aventurado pensar que de esas coordinaciones ilustres, alguna —siquiera de modo infinitesimal— no se parezca un poco más que otras. He examinado las que gozan de cierto crédito; me atrevo a asegurar que sólo en la que formuló Schopenhauer he reconocido algún rasgo del universo. Según esa doctrina, el mundo es una fábrica de la voluntad. El arte —siempre— requiere irrealidades visibles. Básteme citar una: la dicción metafórica o numerosa o cuidadosamente casual de los interlocutores de un drama... Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen ese carácter. Las hallaremos, creo, en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón.
“El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ése nuestro caso?”. Yo conjeturo que así es. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.


Notas

[16] Un siglo después, el sofista chino Hui Tzu razonó que un bastón al que cercenan la mitad cada día, es interminable (H. A. Giles: Chuang Tzu, 1889.
[17] En el Parménides —cuyo carácter zenoniano es irrecusable— Platón discurre un argumento muy parecido para demostrar que el uno es realmente muchos. Sí el uno existe, participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él, que son el ser y el uno» pero cada una de esas partes es una y es, de modo que encierra otras dos, que encierran también otras dos: infinitamente. Russell (Introduction to Mathematical Philosophy, 1919, pág. 138) sustituye a la progresión geométrica de Platón una progresión aritmética. Sí el uno existe» el uno participa del ser; pero como son diferentes el ser y el uno, existe el dos; pero como son diferentes el ser y el dos, existe el tres, etc. Chuang Tzu (Waley: Three Ways of Thought in Ancient China, pág. 25) recurre al mismo interminable regressus contra los monistas que declaraban que las Diez Mil Cosas (el Universo) son una sola. Por lo pronto —arguye— la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas: esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres; esas tres y la declaración de su trinidad ya son cuatro... Russell opina que la vaguedad del término ser basta para invalidar el razonamiento. Agrega que los números no existen, que son meras ficciones lógicas.
[18] Un eco de esa prueba, ahora muerta, retumba en el primer verso del Paradiso: “La gloria de Colviche tutta move”.
[19] Sigo la exposición de James (A Pluralistic Universe, 1909. págs. 55-60). Cf. Wentscher: Fechner and Lotze, 1924, páginas 166-171.


En Discusión (1932)
Foto: Edsel Little, “Borges, Kodama and Ana Cara in front of AMAM” 
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions 


18/10/14

Jorge Luis Borges: El Simulacro








En uno de los días de julio de 1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco. Era alto, flaco, aindiado, con una cara inexpresiva de opa o de máscara; la gente lo trataba con deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era. Eligió un rancho cerca del río; con la ayuda de unas vecinas armó una tabla sobre dos caballetes y encima una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: «Mi sentido pésame, General». Éste, muy compungido, los recibía junto a la cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba con entereza y resignación: «Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible.» Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les bastó venir una sola vez.
¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.



En El Hacedor (1960)
Foto: Borges entrevistado por José García Nieto, Nov. 1950


Anotaciones de FG y PD
  • El relato tiene un sustrato histórico real. Tras la muerte de Eva Duarte, además de las pompas y la imposición del luto obligatorio, se tomaron algunas resoluciones para reforzar la lamentación compulsiva por el fallecimiento de la esposa de Perón. A tal punto se llegó, que secretario de la CGT, José Espejo, propuso que el velorio que se estaba haciendo en Buenos Aires se repitiera en cada una de las ciudades capitales de provincias. La iniciativa no prosperó por disparatada, pero dio lugar a que Borges escribiera "El simulacro".
  • Numerosos registros históricos dan cuenta de la concreción de estas "puestas en escena". La historiadora mendocina de la Universidad Nacional de Cuyo, Ana Caroglio, refiere en un estudio: "Las representaciones del velorio de Eva se repitieron a lo largo de todo el país. Las organizaciones fieles al peronismo y al orden establecido tuvieron las propias, más en sintonía con la escenografía que el Estado nacional había montado en Buenos Aires. Irene Giovarruscio, una maestra normal que ejerció la docencia en Mendoza durante aquellos años contaba que "Cuando fue la muerte de Eva el 26 de julio, en la CGT, frente a la Plaza Chile, o Italia, hicieron un velatorio simbólico, había un cajón con crespones negros y coronas y coronas de flores, y, a los maestros, nos obligaron a ir un día determinado, no me acuerdo si el que coincidía con el entierro de ella, que la trasladaron a la CGT, nos obligaron, sacaron el cajón, como si estuviera el entierro, la pusieron en una cureña del ejército y tuvimos que hacer toda una vuelta por la Plaza Independencia detrás de esa cureña, como si fuera el entierro de ella, sino que le llamaron el entierro simbólico de Eva Perón. Además de nosotros, iba mucha gente, porque en esa época, la gente era muy peronista, muy fanática. Y pienso que los empleados públicos también eran obligados”" [Fuente completa de esta nota]
  • Dice Bioy Casares en su Borges el 7 de julio de 1957: «Recordamos el luto, universalmente impuesto al país, cuando murió la mujer de Perón: todos los empleados y funcionarios públicos debieron usar corbata negra; los diarios y las revistas aparecieron enmarcados en negro ("Sur" trajo unas líneas mínimas); en las vidrieras había retratos con crespones (salvo La Boutique, de Julia Bullrich, que no puso nada) y aun bustos y altares (como la casa Comte, de Ignacio y Ricardo Pirovano quienes, a pesar de no ser santeros sino decoradores, ganaron mucha plata fabricando altares).»


17/10/14

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El matadero" de Esteban Echeverría



En Borges, memoria de un gesto 
de Jairo Osorio Gómez y Carlos Bueno Osorio
Medellín 1979

José Esteban Echeverría nació en la ciudad de Buenos Aires en 1805 y murió en la ciudad de Montevideo, en el destierro, en 1851. En Buenos Aires fue dependiente en una casa de comercio; ser dependiente, entonces, no era una ocupación subalterna. A los veinte años viajó a Europa; para los sudamericanos de aquel tiempo, Europa era Francia. Como Ricardo Güiraldes, Echeverría llevó su guitarra a París, la guitarra que había templado en los lupanares de los arrabales del Sur. Descubrió y leyó a Víctor Hugo, lo cual es un acontecimiento en la vida de cualquier hombre. Lo fue singularmente para él, ya que le reveló el romanticismo. En 1830 regresó a Buenos Aires. Formó con algunos amigos la logia democrática Asociación de Mayo. Conspiró contra la dictadura de Rosas y, como tantos unitarios, emigró al Uruguay. No alcanzó la batalla de Caseros; un año antes falleció en la ciudad sitiada.

La obra de Echeverría es múltiple. Su detallado examen sobrepasa los obligados límites de este prólogo. Hay escritores que perduran en la historia de la literatura; otros, los menos, en la propia literatura. Echeverría corresponde a ambas categorías. En el poema La cautiva, descubre las posibilidades estéticas de la pampa y de los indios nómadas; el cuento El matadero nos toca de manera inmediata, más allá de las obras que lo siguieron o de la fecha en que fue escrito.

Increíblemente, hay quien ha percibido en El matadero el influjo de la picaresca española. Ésta, según se sabe, no se le atrevió nunca a la muerte y se resignó a pequeñas astucias y a moralidades caseras. En el texto de Echeverría hay una suerte de realismo alucinatorio, que puede recordar las grandes sombras de Hugo y de Herman Melville. El preámbulo es vacilante, pero después van ocurriendo cosas atroces que nos parecen verdaderas. La historia está llena de sangre y llena de barro. El percance del gringo prefigura la muerte del unitario. Recuerdo que a mi padre lo impresionaba menos aquella muerte que la del chico decapitado por el lazo. Los hechos del relato tienen más fuerza que lo que dicen los personajes. Pasa lo contrario en Don Segundo Sombra. Hacia la misma fecha en que fue redactado este cuento y en la misma ciudad, el hoy casi olvidado Hilario Ascasubi escribió una página memorable, cuyo tema es el mismo y que se ha agregado a este libro. El lector puede compararlos y determinar sus simpatías y diferencias.

Buenos Aires, ocho de diciembre de 1982


Prólogo de Jorge Luis Borges
Ilustraciones de Miguel ángel Biazzi
Ediciones de Arte Gaglianone

Buenos Aires. 1984
Fuente


Una versión ligeramente modificada
se publicó en el ABC de Madrid en 1984




Se incluye en Borges en Clarín 1980-1986. Textos seleccionados, pág. 21:







16/10/14

Jorge Luis Borges: El brujo postergado





En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
—Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.

(Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, 
que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)



En Historia universal de la infamia (1935)
Foto original color: Esmeralda Martínez-Tapia: 
Borges y Kodama in front of First Church, 1983
The Five Colleges of Ohio Digital

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