21/1/15

Borges profesor. Clase 4: El «Fragmento de Finnsburh». La «Oda de Brunanburh». La traducción de Tennyson. Los vikings. Anécdotas de un viaje de Borges a York









En la clase anterior, hablamos del «Fragmento heroico de Finnsburh». Este fragmento fue descubierto a principios del siglo XVIII y fue publicado por un anticuario, ahora dirían por un erudito. El manuscrito se perdió después. Este fragmento corresponde a parte de un romance cantado por un juglar en la sala de Hrothgar, en la epopeya de Beowulf.54 Creo haber dado en la clase anterior un resumen general de la historia de la princesa Hildeburh de Dinamarca, a la cual casa su hermano [Hrothgar] con un rey de los frisios, es decir de un reino de los Países Bajos, para evitar una guerra entre los daneses y los frisios. Al cabo de un tiempo —que debe haber sido considerable, porque cuando el poema empieza ella tiene un hijo grande ya—, su hermano la va a ver, a visitarla, va acompañado por sesenta guerreros. Le dan como habitación una especie de aposento alrededor de una sala central que tiene en un extremo una puerta y en el otro extremo, otra. Y luego el poema empieza, porque los guerreros que vigilan ven en la oscuridad de la noche un brillo, un resplandor. Y entonces suponemos, por lo que viene después, que hay varias conjeturas para explicar este brillo. Y entonces el rey dice: «No están ardiendo los aleros —dijo el rey, joven en la batalla— ni amanece, ni vuela hacia aquí un dragón» —esta explicación era posible en aquella época—, «ni están ardiendo los aleros de esta sala: están lanzando un ataque». Y se ve por los versos posteriores que ese brillo que ellos han visto es el brillo de la luna, «brillante bajo las nubes», sobre los escudos y las lanzas de los frisios que vienen a atacarlos así, a traición.
El lenguaje es sumamente directo y querría que ustedes oyeran los primeros [versos], para que vuelvan a oír la dureza del antiguo inglés, más apropiada a la poesía épica que el inglés actual, en que ya no quedan vocales abiertas y los sonidos de las consonantes son menos duros.
«Hornas byrnað naefre?» «Horn» quiere decir «cuerno», pero aquí quiere decir «alero»; «byrnað naefre», «arden nunca», no están ardiendo; «hleoþrode ða, heaðogeong cyning», «el rey joven en la batalla». «Ne ðis ne dagað eastan, ne her draca...» —draca es «dragón»— «...ne fleogeð, ne her ðisse healle hornas ne byrnað, ac her forð berað», y luego el rey tiene una especie de visión de lo que ocurrirá después, porque lo que dice no se refiere al presente. Dice: «Cantan los pájaros». Esos pájaros son las aves de rapiña que bajarán sobre los campos de batalla. Y luego dice: «resuena la madera de la batalla», guðwudu,55 es decir «la lanza». «El escudo contesta a la espada», y luego habla de la luna que brilla sobre las armaduras de quienes los atacan. Y entonces él les dice a sus guerreros que se despierten, que se levanten, que piensen en el coraje. Entonces muchos caballeros con adornos de oro, es decir con hilos de oro sobre las capas, se levantan, se ciñen las espadas, las desnudan y avanzan hacia las dos puertas, para defender la sala de Finn.
El poema se titula «Finnsburh», «el castillo de Finn». La palabra burh o burg es una palabra que ustedes conocen y que significa «castillo» y que ha perdurado en los nombres de muchas ciudades: Edimburgo, «castillo de Edin»; Estrasburgo, Gotemburgo —en el sur de Suecia— y la ciudad castellana de Burgos, que es un nombre visigótico. Luego tenemos que hablar de palabras como «burgués», habitante de la ciudad, «burguesía». En francés dio la palabra burgraves, «Los condes de la ciudad», el nombre de un drama de Hugo,56 y otros.
El poema nos dice entonces los nombres de los guerreros que salen a defender el fuerte. Y en esa enumeración aparece uno a quien se destaca especialmente: se llama Hengest, y el poema dice «el propio Hengest». Se ha conjeturado que este Hengest es el mismo que luego fundará el primer reino germánico en Inglaterra. Esto es verosímil, porque Hengest era juto. Obvio es recordar que Jutlandia se llama a la parte norte de Dinamarca. O sea que antes de ser el capitán que luego funda el primer reino germánico en Inglaterra, Hengest puede haber guerreado entre los daneses que venían del mismo país. Además, si este Hengest no fuera el mismo Hengest que inició la conquista de Inglaterra, no sé bien por qué razón lo destacarían. El poeta es anglosajón. La conquista de Inglaterra tuvo lugar a mediados del siglo V. El poema es, se supone, de fines del siglo VII. Puede ser anterior también, ya que su estilo es un estilo mucho más directo, que no tiene las inversiones latinas ni los complicados kennings, metáforas del Beowulf. Entonces, a un auditorio inglés le interesaría saber que uno de los protagonistas fue uno de los fundadores de los reinos sajones de Inglaterra.
Luego el poeta vuelve su atención a quienes atacan traicioneramente a los daneses. Y entre ellos está Garulf, hijo de la reina Hildeburh y sobrino de uno de sus defensores, a cuyas manos posiblemente muere. Una persona le dice que [él] es muy joven, que no debe arriesgar su vida en el ataque, ya que no faltará quien quiera tomarla, porque él es un príncipe, hijo de la reina. Pero él, un muchacho valiente, no se deja arredrar por este consejo, y pregunta el nombre de uno de los defensores de la puerta. Ahora, esto corresponde a una época aristocrática. El, siendo príncipe, no iba a combatir con cualquiera: tenía que combatir con otro que fuera de su rango. Y entonces el defensor le contesta: «Sigfrido es mi nombre, soy de la estirpe de los Secgan» —se ha perdido la ubicación de esta tribu—, «soy un famoso aventurero, he estado en muchos duros conflictos, y ahora el destino resolverá qué recibirás de mí, o qué puedo esperar de ti», es decir, el destino decidirá a cuál de los dos le tocará la gloria de la victoria y a cuál la muerte.
El nombre «Sigeferd» significa «de ánimo victorioso», pero es evidentemente la forma sajona de «Sigfrido», famoso por los dramas musicales de Wagner, que mata al dragón, y su correspondencia escandinava sería «Sigurd» en la Vólsungasaga.57 Luego se entabla la batalla y entonces el poeta nos dice que los escudos, según había previsto Garulf, retumban bajo el golpe de las lanzas. Y caen muchos guerreros de los que atacan, y el primero de los que caen es Garulf, aquel joven frisio al que le habían dicho que no se aventurara en la primera línea de los guerreros. El combate prosigue, algo inverosímilmente, durante cinco días, y caen muchos frisios, pero no cae ninguno de los defensores. El poeta se entusiasma aquí y dice: «No oí jamás que se comportaran mejor en la batalla de hombres sesenta varones victoriosos», o literalmente «sesenta varones de la victoria». Aquí la frase «batalla de hombres» parece una redundancia: toda batalla es batalla de hombres. Pero realmente da mayor fuerza a la frase. Y luego tenemos esta singular palabra compuesta: sigebeorna, varones de la victoria, hombres de la victoria, por «varones victoriosos». Y el poeta dice también que toda la sala de Finnsburh brillaba con el brillo de las espadas, «como si Finnsburh estuviera en llamas». Creo que hay una metáfora análoga en la Ilíada, que compara una batalla con un incendio. La compara por el brillo de las armas y, además, por su carácter mortal.
Y quizá no huelga recordar que en la mitología escandinava, la Valhalla, el paraíso de Odín, está iluminado no por candelabros, sino por espadas, que brillan con un brillo propio, sobrenatural. Luego el «protector del pueblo» —se le llama así al rey de los frisios— pregunta cómo va la batalla. Le dicen que ellos han perdido a muchos hombres y que hay uno de los frisios que se retira, dice que su escudo y su yelmo están deshechos, y entonces uno de los jóvenes... Y aquí cesa el fragmento, uno de los más antiguos de todas las literaturas germánicas, sin duda anterior al Beowulf. Y por otras fuentes sabemos el resto de la historia.58  Sabemos que se establece una tregua, pero que al cabo de un año se permite al rey de los daneses, hermano de la reina, volver a Dinamarca. Vuelve al cabo de un año, y regresa con una expedición, vence a los frisios, destruye el castillo de Finn, y vuelve con su hermana. De modo que tenemos un conflicto trágico: una princesa que ha perdido a su hijo, posiblemente a manos del tío de éste, su hermano. Es una lástima que no se haya conservado algo más de este poema, tan rico en posibilidades patéticas, pero debemos contentarnos con los sesenta y tantos versos que se han salvado.
Hasta aquí, las dos piezas épicas anglosajonas que hemos visto son de tema escandinavo. Pero luego tenemos otra, muy posterior, en que ya ocurren hechos en Inglaterra. Y ocurren celebrando hechos de armas entre sajones y escandinavos. Porque alrededor del siglo VIII, Inglaterra, que ya era un país cristiano, empezó a sufrir las depredaciones de los vikings. Éstos procedían principalmente de Dinamarca. Había noruegos también, pero los llamaban daneses a todos. Y no es imposible, más aún, es verosímil, que hubiera suecos. Yo querría detenerme aquí para hablar de los vikings.
Los vikings fueron quizá la gente más extraordinaria entre los germanos de la Edad Media. Fueron los mejores navegantes de su época. Tenían naves, llamadas «naves largas», con un dragón, una cabeza de dragón, en la proa. Tenían mástiles, velas; tenían filas de remeros. De uno de los reyes noruegos, Olaf, se dice que era tan ágil que podía correr saltando de un remo a otro mientras navegaba la nave.59 Las empresas marítimas y guerreras de los vikings fueron extraordinarias. Tenemos en primer término la conquista del norte y del centro de Inglaterra, donde se establecieron en una región llamada Danelaw, «ley de los daneses», porque ahí regían las leyes danesas. Ahí se estableció el pueblo. Eran agricultores, eran guerreros además, y concluyeron mezclándose con los sajones y perdiéndose entre ellos. Pero dejaron muchas palabras en el idioma inglés. En general, los idiomas toman sustantivos y adjetivos de otros idiomas. Pero en el caso inglés tienen todavía pronombres escandinavos. Por ejemplo, la palabra «they», «ellos», es una palabra danesa. Los sajones decían «hi», pero como «él» se decía «he», esas palabras se prestaban a confusión y concluyeron por adoptar el danés «they».60 La palabra «dream», «sueño», también es danesa. Y en el dialecto de los campesinos de Yorkshire, que fue una de las principales fundaciones danesas, perduran muchas palabras escandinavas. Cuando yo estuve en York,61 tuve ocasión de hablar con el crítico de arte Sir Herbert Read,62 y él me dijo que hace años había naufragado un barco danés o noruego, no recuerdo, en la costa de Yorkshire. Naturalmente, la gente, los habitantes del pueblo, fueron a auxiliar a los náufragos. El conversó con el capitán, que hablaba inglés, como todos los escandinavos cultos —allí el inglés se enseña en las escuelas primarias, en Dinamarca, en Suecia, en Noruega—, pero los marineros y la gente más primitiva no conocían el inglés, pero llegaron a entenderse con los pescadores y campesinos que fueron a auxiliar. Y esto es notable, si consideramos que habían pasado por lo menos diez u once siglos. Sin embargo, quedaban bastantes rastros de la lengua escandinava en el inglés como para que esa gente común pudiera entenderse. Me dijo que un campesino en Yorkshire no diría «I am going to York», «Yo voy a York», sino «I’m going till York», y ese «till» es escandinavo. Y podríamos multiplicar los ejemplos. Ya recordé uno, el del día «Thursday», «jueves», que en sajón era thunresdaeg, y que ahora tiene el nombre escandinavo de Thor, en gracia de la brevedad. Pero volvamos a los vikings.
Los vikings eran aventureros individuales. Ésta es una de las causas por las cuales no hubo un imperio escandinavo. Los escandinavos no tenían conciencia de raza. Cada uno debía lealtad a su tribu y a su jefe. Hubo un momento en la historia de Inglaterra en que pudo haber habido un imperio escandinavo. Aquel momento en que Canuto, Knut, fue rey de Inglaterra, de Dinamarca y de Noruega. Pero él no tenía conciencia de raza. Eligió imparcialmente como gobernadores y como ministros a sajones o a daneses. La verdad que la idea de imperio era una idea romana, una idea del todo ajena a la mente germánica. Pero veamos ahora lo que hicieron los vikings. Fundaron reinos en Inglaterra; en Francia, el condado de Norman-día, es decir, de hombres del norte. Saquearon a Londres y a París. Hubieran podido quedarse en esas ciudades, pero prefirieron cobrar un tributo y retirarse. Fundaron un reino danés en Irlanda. Se cree que la ciudad de Dublín fue fundada por ellos. Descubrieron América, descubrieron Groenlandia y se establecieron en la costa oriental de América.63 Eso de llamarlo «Groenlandia» es casi un artificio de rematadores, porque Groenlandia quiere decir «tierra verde» y es una tierra de témpanos. Pero le pusieron «tierra verde» para atraer a los colonos. Luego abandonaron América. Hubieran podido ser los conquistadores de América, pero lógicamente una tierra pobre, una tierra habitada por esquimales y por pieles rojas, una tierra sin metales preciosos —no llegaron a México—, no tenía por qué interesarles. Luego, hacia el sur, saquearon ciudades de Francia, de Portugal, de España, de Italia y llegaron hasta Constantinopla. El emperador de Bizancio, de Constantinopla, tenía una guardia de guerreros escandinavos.64 Estos habían venido desde Suecia, habían atravesado toda Rusia. Se ha dicho que el primer reino en Rusia fue fundado por un escandinavo llamado Rurik, que habría dado su nombre a todo el país. Se han encontrado tumbas de vikings a orillas del Mar Negro. Ellos conquistaron también esas pequeñas islas que hay al norte de las Islas Británicas, las Shetland, las Oreadas.65 Los habitantes ahora hablan un dialecto en que hay muchas palabras escandinavas. Y existe un tal Jarl, del que se habla, que es conde de Oreadas... «viajero a Jerusalén», así lo llamaban.66 Y tenemos noticias también de otro viking que saqueó una ciudad en Italia y creyó erróneamente que era Roma, y entonces le prendió fuego para tener el honor de ser el primer escandinavo que incendiaba Roma.67 Después resultó que se trataba de un pequeño puerto sin importancia, pero él tuvo su momento de gloria, felicidad militar. Y además saquearon ciudades en el norte de África. Hay en el idioma escandinavo la palabra «Serkland», «tierra de sarracenos», y esa palabra se refiere indistintamente —ya que los moros estaban establecidos ahí— a Portugal, a Marruecos, a Argelia. Todo eso era tierra de sarracenos. Y más abajo está lo que los historiadores escandinavos llamaban Bláland, «tierra azul», «tierra de hombres azules», es decir «negros», porque confundían un poco los colores. Fuera de una palabra, sölr, que significa «amarillento» y que se aplica a la tierra sin labrar y al mar, no hay colores. Se habla de la nieve hartas veces, pero no se dice nunca que la nieve es blanca. Se habla de la sangre, y no se dice nunca que es roja. Se habla de las praderas, y no se dice nunca que son verdes. Además, no sabemos si esto correspondía a una especie de daltonismo, o si se trata simplemente de una convención poética. También los griegos homéricos hablaban del color vino. Es verdad que tampoco sabemos de qué color sería el vino entre los griegos, pero no hablan de colores. En cambio, en la poesía celta contemporánea y algo anterior a la poesía germánica, los colores abundan enormemente: está llena de colores. Ahí, cada vez que se habla de una mujer, se habla de su cuerpo blanco, de su pelo de oro o color fuego, de sus labios rojos. Se habla también de las verdes praderas, se detallan los colores de las frutas, etc. Es decir, los celtas vivían en un mundo visual; los escandinavos no.
Y ahora, ya que estamos en el tema de la poesía épica, vamos a ver otras composiciones épicas muy posteriores, ya que corresponden al siglo IX. Y vamos a ver, en primer término, la «Oda de Brunanburh», compuesta a principios del siglo X. Figura en la Crónica anglosajona.68 Hay varias versiones de ella, y aquellos de ustedes que sepan inglés pueden ver una traducción realmente espléndida que figura en las obras de Tennyson. O sea, es muy fácilmente accesible. Tennyson no conocía el anglosajón, pero un hijo suyo había estudiado esa forma primitiva del inglés y publicó en una revista especializada una traducción en prosa de la obra. Esa traducción interesó a su padre, a quien le explicaría sin duda las reglas de la métrica anglosajona. Le dijo que estaba basada en la aliteración y no en la rima, que el número de sílabas en cada verso era irregular, y entonces Tennyson, poeta muy adicto a Virgilio, intentó por una sola vez en su vida, y con un éxito indudable, ese experimento no ensayado hasta entonces en idioma alguno, que fue el hecho de escribir en inglés moderno un poema que correspondiera a una traducción casi literal de un poema anglosajón, y escrito en la métrica anglosajona.69 Es verdad que Tennyson exagera un poco las leyes de esa métrica. Por ejemplo, hay más aliteraciones y una aliteración más justa en la versión de Tennyson que en el poema original. Pero la versión merece, desde luego, ser leída. Ustedes encontrarán en cualquier edición de los poemas de Tennyson la «Oda de Brunanburh».70 Y antes de hablar de esta oda, habría que hablar de esta batalla, que según el poema fue una de las más sangrientas y largas que se libraron en Inglaterra durante toda la Edad Media, ya que empezó al amanecer y duró todo el día hasta el ocaso, lo cual es muy largo para una batalla de la Edad Media.71 Pensemos en nuestra famosa batalla de Junín,72 que duró tres cuartos de hora. No se disparó un solo tiro en ella,73 y toda la batalla fue a fuerza de sable y de lanza. Y veremos que un día para una batalla de la Edad Media representa una duración muy larga, análoga a la larga duración de las batallas en la guerra civil de los Estados Unidos, las más sangrientas de siglo XIX, y a las largas batallas de la Primera y Segunda Guerras Mundiales.
Las circunstancias de la batalla son curiosas. Tenemos una alianza, que hubiera parecido invencible al principio, entre Constantino, rey de Escocia —Escocia era un reino independiente entonces— y su yerno Olaf —en el poema se llama Anlaf—, rey danés de Dublín. Y luego combate contra los sajones de Wessex. Wessex significa «tierra de los sajones occidentales». Combaten también cinco reyes britanos, es decir, celtas. Tenemos, pues, esta coalición de escoceses, escandinavos de Irlanda y reyes britanos contra el rey sajón Aethelstan, que quiere decir «piedra noble», y un hermano suyo. Hay un hecho que no ha sido explicado. Según todas las crónicas, el rey danés de Dublín sale de Dublín para invadir Inglaterra. Lo natural que se espera es que hubiera atravesado el canal de Irlanda y hubiera desembarcado en Inglaterra. En cambio, por razones que desconocemos —fue buscando una sorpresa, quizá—, dio con sus naves —que eran quinientas y que llevaban unos cien guerreros cada una— toda la vuelta al norte de Escocia y desembarcó en un lugar que no ha sido bien identificado, en el este de Inglaterra, no en el oeste como esperaríamos. Allí sus fuerzas se unieron a las escocesas de Constantino y con los últimos reyes britanos, que venían de Gales. Y formaron así un ejército formidable. Luego el rey Aethelstan y su hermano Eadmund avanzan desde el sur para encontrarse con ellos. Los dos ejércitos se encuentran, se enfrentan, y resuelven esperar hasta el día siguiente para iniciar la batalla —las batallas entonces tenían algo de torneo—. Al rey Anlaf se le ocurre una estratagema para conocer la disposición del campamento sajón. Se disfraza de juglar, toma el arpa —sin duda sabía tañer el arpa y cantar— y se presenta en la corte del rey sajón. Los dos idiomas, como he dicho, se parecían. Además, según he dicho ya, en aquel tiempo las guerras no se veían como la guerra entre un pueblo y otro, sino entre un rey y otro, de modo que la aparición de un juglar danés no tenía por qué alarmar ni sorprender a nadie. Al juglar lo llevan hasta el rey Aethelstan, canta en danés, sin duda, el rey lo oye con placer y luego le da, posiblemente le arroja, unas monedas. Y el juglar, que ha observado la disposición del campamento sajón, se va. Y aquí ocurre algo que no está comentado en la crónica, pero que no es difícil de adivinar. El rey Anlaf ha recibido monedas. Esas monedas le han sido dadas por el rey sajón, a quien él piensa matar, o en todo caso derrotar, al día siguiente. Y él puede pensar muchas cosas. Puede pensar —y esto es lo más verosímil— que estas monedas le traerán mala suerte en la batalla que se librará al día siguiente. Pero ha de pensar también que no está bien que acepte dinero del hombre con el cual piensa combatir. Ahora, si él tira las monedas, las monedas pueden ser encontradas y puede descubrirse el ardid. Entonces él resuelve enterrarlas. Pero entre los hombres del rey sajón había uno que había combatido antes a los mandatos de Anlaf, y que sospecha la identidad del falso juglar, lo sigue, lo ve enterrar las monedas y sus sospechas quedan confirmadas. Y entonces él vuelve y le dice a su rey, el sajón: «Ese juglar que estuvo cantando aquí es realmente Anlaf,74 rey de Dublín». Y el rey le dice: «¿Por qué no me lo dijiste antes?». Y el soldado, evidentemente una persona noble, le dice: «Rey, te he Jurado lealtad. ¿Qué pensarías de mi lealtad si yo traicionara a un hombre a quien antes juré lealtad? Pero mi consejo es que cambies tu campamento». Entonces el rey reconoce al soldado, cambia toda la exposición de su campamento, y en el lugar que él ocupaba —esto es un poco pérfido por parte del rey sajón— deja a un obispo que había llegado con su gente. Antes del alba, los escoceses, los daneses, los britanos, intentan un ataque sorpresivo, matan debidamente al obispo y al día siguiente se libra la batalla, que dura todo el día y que es cantada en la «Oda de Brunanburh». Ahora, esta batalla fue cantada por el gran poeta islandés también, el viking y poeta Egil Skallagrímsson, que guerreó de parte de los sajones contra sus hermanos escandinavos. Y en la batalla murió combatiendo a su lado un hermano de Egil, que después celebró la victoria sajona en un poema famoso en la historia de la literatura escandinava.75 Y ese poema, ese panegírico del rey, encierra una elegía a la muerte de su hermano. Es un extraño poema, un panegírico, un canto a la victoria que encierra una elegía, un canto de tristeza por la muerte de su hermano caído a su lado en la batalla.
Pero volvamos al poema. No sabemos quién lo ha escrito. Probablemente lo escribió un monje. Este hombre, aunque escribía a principios del siglo X, tenía la mente llena de toda la poesía épica sajona anterior. Encontraremos una frase del Beowulf incrustada en su poema. Habla, por ejemplo, de cinco reyes jóvenes puestos a dormir por la espada. Es uno de los pocos rasgos de ternura que hay en el poema, el hablar de esos reyes jóvenes. Ahora, uno esperaría, en un poema compuesto en la Edad Media, algo así como un agradecimiento a Dios. Le agradecería a Dios el haber deparado la victoria a los sajones y no a los enemigos. Pero el poeta no dice nada de esto: el poeta celebra la gloria que el rey y su hermano han alcanzado, «la larga gloria», «el largo Marte», dice literalmente el poema: «ealdorlangne tyr». La palabra «tyr», que equivaldría al dios clásico Marte, significa «gloria» también. «Ganaron con el filo de las espadas cerca de Brunanburh» —sweorda ecgum, «filo de las espadas», «by the edge of the sword»—. Y luego el poeta dice que combatieron durante todo el día, «Desde que el sol...» —maere tungol, «esa famosa estrella» lo llama— «... se deslizó sobre los campos hasta que la gloriosa criatura se hundió en Occidente». Después describe la batalla, y el poeta siente una evidente felicidad ante la derrota de los enemigos. Habla del astuto, traicionero escocés Constantino, que tuvo que volver a su tierra en el norte y que no tuvo ninguna causa para jactarse de su encuentro de lanzas, del crujido de los estandartes... Usa muchas metáforas para referirse a la batalla. Y antes habla de Anlaf. Dice que Anlaf tuvo que huir a sus naves y buscar refugio en Dublín, acompañado de unos pocos, que apenas pudo salvar su vida. Y dice que ellos fueron persiguiendo todo el día a los enemigos que odiaban. Hay una mención de Dios en el poema, una sola mención de Dios, y es cuando llama al sol «brillante candela de Dios», «godes condel beorht». Es el único recuerdo de la divinidad. El poema, aunque evidentemente escrito por un cristiano —estamos a principios del siglo X—, es un poema que corresponde al antiguo espíritu heroico de los germanos. Después de haber descripto la batalla, se detiene con evidente júbilo en el cuervo, de pico «duro como el cuerno», que come, devora los cadáveres de los hombres. Y habla también de «esa bestia gris habitante del bosque», habla de los lobos, que comen a los cadáveres. Todo esto con una especie de júbilo. Pero cuando habla de los daneses que vuelven a Dublín, dice que vuelven avergonzados, porque la derrota era considerada como un bochorno, sobre todo si iba acompañada de la huida. Anlaf y Constantino, según la ética germánica, hubieran debido hacerse matar en la batalla que habían perdido. Era bochornoso que se salvaran, que salieran con vida. Y después de esto, el poeta nos habla del rey y del príncipe. Dice que ellos volvieron cabalgando a Wessex, «cada uno en su gloria». Y después de este canto de exaltación, ocurre algo que también es singular en la Edad Media, porque debemos pensar que la gente en aquella época, como los indios pampas aquí, por ejemplo, no tendrían mucha conciencia histórica. Y, sin embargo, este poeta, que era evidentemente un hombre culto puesto que conocía al dedillo todas las antiguas metáforas, todas las leyes de las versificación germánica, dice que nunca se había librado en esta isla, en Inglaterra, una batalla mayor, desde que los sajones y los anglos, «duros herreros de la guerra» —dice esto como si la guerra fuera un instrumento, un instrumento de hierro— llegaron a estas islas, movidos —y Tennyson traduce «by the hunger of glory»— «por el hambre de la gloria». Y nos dice que «sobre el ancho mar buscaron a los britanos y se apoderaron de la tierra».
Es decir que este poeta del siglo X, a principios de éste, recuerda la conquista germánica de Inglaterra, que ocurrió en el siglo V, y une la memoria de esta victoria presente, que tiene que haber sido emocionante para los sajones —ya que era común que los escandinavos los derrotaran, era raro que fueran ellos los vencedores—, y la vincula a las glorias muchas veces seculares de los primeros germanos que llegaron a Inglaterra.
En la próxima clase veremos otra pieza épica anglosajona, una pieza que conmemora una victoria, no una derrota, de los noruegos sobre los anglosajones, y luego hablaremos de la poesía propiamente cristiana, es decir, la poesía basada en la Biblia y en el sentimiento cristiano.

Lunes 24 de octubre de 1966


Notas


54 El juglar de Hrothgar recita esta historia en el poema de Beowulf, líneas 1063- 1159.
55 Guðwudu es una palabra compuesta formada por giid, «guerra, batalla», y wudu, «madera, árbol».
56 Burgraves, pieza compuesta por Víctor Hugo alrededor del año 1843.
57 La Völsungasaga es una de las fornaldarsögur o «sagas de tiempos antiguos». Borges hace un resumen del contenido de esta saga en la clase 24, al analizar The Story of Sigurd the Volsung, de William Morris.
58 Veáse la nota 1 al comienzo de esta misma clase.
59 Se refiere a Olaf Tryggvason (C.964-C.1000), rey de Noruega desde c.995 hasta su muerte. En la saga que lleva su nombre, perteneciente a la Heimskríngla, leemos que «El Rey Olaf era más experto en todo ejercicio que cualquier otro hombre de Noruega cuya memoria se preserve en las sagas; y era más fuerte y más ágil que la mayoría de los hombres y hay muchas historias escritas sobre ello. (...) El Rey Olaf podía correr saltando de un remo a otro fuera de la nave mientras sus hombres remaban. Podía jugar con tres dagas, de manera que una de ellas estaba siempre en el aire y agarraba siempre por el mango a aquella que caía. El Rey Olaf era un hombre muy alegre y travieso, festivo y sociable; era muy violento en todos los aspectos; era muy generoso; era muy cuidadoso en su vestir, pero en la batalla sobrepasaba a todos en valentía. Se distinguía por su crueldad cuando estaba enfurecido y torturó a muchos de sus enemigos. A algunos los quemó vivos; hizo destrozar a otros por perros enloquecidos; a otros los mutiló, o los arrojó desde altos precipicios. Por estas razones sus amigos le tenían mucho afecto y sus enemigos le temían sobremanera; y así logró grandes progresos en todas sus empresas, ya que algunos obedecían su voluntad por su gran amistad y otros por temor y espanto» Heimskringla, Saga de Olaf Tryggvason, cap. 92.
60 En inglés antiguo había, como en el moderno, tres pronombres personales de tercera persona singular: he (masculino, se escribe igual en inglés moderno), hit (neutro, en inglés moderno it), heo (femenino, en inglés moderno: shé). El pronombre plural era hi o hie para los tres géneros. Tanto éste como sus inflexiones fueron reemplazados: they, theirs y them son de origen escandinavo.
61 Borges relata otras anécdotas de este viaje en su Autobiografía, op. cit.
62 Sir Herbert Read, poeta y crítico de arte inglés (1893-1968).
63 Los viajes de los vikingos a tierras que parecen corresponder a la costa este de Norteamérica se describen en la Saga de los Groenlandeses y la Saga de Eírik el Rojo. A comienzos de los años 6o, el explorador noruego Helge Ingstad descubrió un asentamiento vikingo en L’Anse aux Meadows, en la punta norte de Terranova, Canadá. En las palabras de Antón y Pedro Casariego Córdoba, allí aparecieron «ocho casas, una de ellas de gran tamaño (...) varias agujas mohosas, un fragmento de aguja de hueso de tipo nórdico, una lámpara de piedra del mismo tipo que las de Islandia medieval y, en una pequeña herrería, un yunque de piedra, un horno para extraer hierro del mineral, escoria, trozos de hierro fundido y un pedazo de cobre». Tanto las pruebas de datación arqueológica como la presencia de fundición del hierro y la similitud en la arquitectura con otros yacimientos de origen escandinavo, ponen fuera de toda duda la llegada de los vikingos a América alrededor del año 1000, aproximadamente cinco siglos antes del arribo de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo.
64 Borges se refiere a la llamada Guardia Varangia, organizada a fines del siglo X por Basilio II, emperador de Bizancio. Reconocidos por su temeridad, por su ferocidad en combate y su lealtad al emperador, los varangios o vaeringjar eran los soldados mejor pagados del imperio; servir en esta guardia era un honor que otorgaba de por vida gran prestigio y riqueza.
65 Archipiélagos al norte de Escocia. Los navegantes escandinavos alcanzaron y ocuparon estas islas durante los siglos VIII y IX.
66 Borges está evocando las expediciones vikingas a Tierra Santa. El «peregrino a Jerusalén» es Sigurd Magnusson Jórsalafari (c.1089-1130), hijo del Rey Magnus de Noruega. Jórsalir era el nombre que los vikingos daban a Jerusalén; la palabra escandinava fari significa «viajero»; «Jórsalafari» significa entonces «peregrino o viajero a Jerusalén». Según se cuenta en la Heimskringla, Sigurd Magnusson partió con sesenta naves desde Noruega hacia España en el año 1107. Pasó por Lisboa, Gibraltar y Sicilia y arribó a Palestina en el 1110. Para más información pueden consultarse la Saga de Sigurd el Peregrino, que se incluye en la Heimskringla o Crónica de los Reyes de Noruega, de Snorri Sturluson, y la Saga de los condes de Orcadas, de autor anónimo.
67 Borges se refiere seguramente a la aventura incendiaria de un vikingo llamado Hastein o Hasting, registrada por Benoít de St. Maur y por el cronista Dudo de Saint Quentin en su obra De moribus et actis primorum Normanniae ducum. Se trata de un relato de carácter legendario y veracidad sumamente improbable.
68 La Crónica anglosajona es un registro escrito en forma de anales sucesivos que reflejan eventos ocurridos en la Inglaterra medieval. Se cree que la crónica original fue compilada durante el reino de Alfredo el Grande (871-899). A partir de entonces comenzaron a circular distintas copias, que continuaron independientemente su desarrollo en distintas ubicaciones geográficas. Así, los manuscritos divergen entre sí y comienzan a incorporar material de interés local. Hasta nuestros días han llegado seis de estos manuscritos, que se designan con las letras del alfabeto. La relación entre ellos es tan compleja que varios autores afirman que en lugar de citar una única Crónica anglosajona, más valdría hablar, utilizando el plural, de «crónicas anglosajonas». El poema de Brunanburh aparece en el anal del año 937. El último anal, que corresponde al año 1154, aparece en la llamada crónica de Peterborough (crónica E) y registra la muerte del rey Stephen.
69 Lord Alfred Tennyson compuso su versión del poema de Brunanburh a fines de 1876, basándose en la traducción en prosa de su hijo Hallam, aparecida en la publicación Contemporary Review en noviembre de ese mismo año.
70 El Anexo Anglosajón incluye la traducción de Tennyson de la «Oda de Brunanburh».
71 La batalla de Brunanburh tuvo lugar en el año 937.
72 En la batalla de Junín, que tuvo lugar el 6 de Agosto de 1824, participó el bisabuelo de Borges, Coronel Isidoro Suárez, al frente de una famosa carga de caballería peruana y colombiana que decidió el resultado del combate.
73 Se refiere a la batalla de Junín.
74 A lo largo de la clase, Borges se refiere en forma alternada al personaje como Anlaf y como Olaf. A fin de simplificar la comprensión del texto, aquí y en otros pasajes se emplea siempre Anlaf, nombre con el que Borges se refiere al personaje en la reseña de este poema que se encuentra en Literaturas germánicas medievales (OCC págs. 885-886).
75 La Saga de Egil Skallagrímsson incluye el relato de la batalla de Vínheid (cap. 54), en la que Egil y su hermano Thórolf combaten bajo el mando del rey sajón Aethelstan. Algunos autores suponen que la batalla de Vínheid corresponde a la de Brunanburh, pero existen muchas dudas al respecto. La Saga de Egil Skallagrímsson figura como el volumen 72 de la colección Biblioteca personal de Hyspamérica, aparecida a principios de 1986, y que con prólogos de Borges reunía libros favoritos del escritor.



En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
© María Kodama, 2000
© 2012, Emecé Editores
Foto: Joel Robine (AFP) Staff Getty Images [detail] 


20/1/15

Jorge Luis Borges: Guayaquil







No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del Golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca, que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar.
Releo el párrafo anterior para redactar el siguiente y me sorprende su manera que a un tiempo es melancólica y pomposa. Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski, pero en mi caso hay otra razón. El íntimo propósito de infundir un tono patético a un episodio un tanto penoso y más bien baladí me dictó el párrafo inicial. Referiré con toda probidad lo que sucedió; esto me ayudará tal vez a entenderlo. Además, confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó.
El caso me ocurrió el viernes pasado, en esta misma pieza en que escribo, en esta misma hora de la tarde, ahora un poco más fresca. Sé que tendemos a olvidar las cosas ingratas; quiero dejar escrito mi diálogo con el doctor Eduardo Zimmermann, de la Universidad del Sur, antes que lo desdibuje el olvido. La memoria que guardo es aún muy vívida.
Para que mi relato se entienda, tendré que recordar brevemente la curiosa aventura de ciertas cartas de Bolívar, que fueron exhumadas del archivo del doctor Avellanos, cuya Historia de cincuenta años de desgobierno, que se creyó perdida en circunstancias que son del dominio público, fue descubierta y publicada en 1939 por su nieto el doctor Ricardo Avellanos. A juzgar por las referencias que he recogido en diversas publicaciones, estas cartas no ofrecen mayor interés, salvo una fechada en Cartagena el 13 de agosto de 1822, en que el Libertador refiere detalles de su entrevista con el general San Martín. Inútil destacar el valor de este documento en el que Bolívar ha revelado, siquiera parcialmente, lo sucedido en Guayaquil. El doctor Ricardo Avellanos, tenaz opositor del oficialismo, se negó a entregar el epistolario a la Academia de la Historia y lo ofreció a diversas repúblicas latinoamericanas. Gracias al encomiable celo de nuestro embajador, el doctor Melazat, el gobierno argentino fue el primero en aceptar la desinteresada oferta. Se convino que un delegado se trasladaría a Sulaco, capital del Estado Occidental, y sacaría copia de las cartas para publicarlas aquí. El rector de nuestra Universidad, en la que ejerzo el cargo de titular de Historia Americana, tuvo la deferencia de recomendarme al ministro para cumplir esa misión; también obtuve los sufragios más o menos unánimes de la Academia Nacional de la Historia, a la que pertenezco. Ya fijada la fecha en que me recibiría el ministro, supimos que la Universidad del Sur, que ignoraba, prefiero suponer, esas decisiones, había propuesto el nombre del doctor Zimmermann.
Trátase, como tal vez lo sepa el lector, de un historiógrafo extranjero, arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora ciudadano argentino. De su labor, sin duda benemérita, sólo he podido examinar una vindicación de la república semítica de Cartago, que la posteridad juzga a través de los historiadores romanos, sus enemigos, y una suerte de ensayo que sostiene que el gobierno no debe ser una función visible y patética. Este alegato mereció la refutación decisiva de Martín Heidegger, que demostró, mediante fotocopias de los titulares de los periódicos, que el moderno jefe de estado, lejos de ser anónimo, es más bien el protagonista, el corega, el David danzante, que mima el drama de su pueblo, asistido de pompa escénica y recurriendo, sin vacilar, a las hipérboles del arte oratorio. Probó asimismo que el linaje de Zimmermann era hebreo, por no decir judío. Esta publicación del venerado existencialista fue la inmediata causa del éxodo y de las trashumantes actividades de nuestro huésped.
Sin duda, Zimmermann se había trasladado a Buenos Aires para entrevistarse con el ministro; éste me sugirió personalmente, por intermedio de un secretario, que hablara con Zimmermann y lo pusiera al tanto del asunto, para evitar el espectáculo ingrato de dos universidades en desacuerdo. Accedí, como es natural. De vuelta a casa, me dijeron que el doctor Zimmermann había anunciado por teléfono su visita, a las seis de la tarde.
Vivo, según es fama, en la calle Chile. Daban exactamente las seis cuando sonó el timbre.
Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría unos cuarenta años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que yo era el más alto, e inmediatamente me avergoncé de tal satisfacción, ya que no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos.
Llevaba un cartapacio de cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije.
Lo sucesivo del lenguaje indebidamente exagera los hechos que indicamos, ya que cada palabra abarca un lugar en la página y un instante en la mente del lector; más allá de las trivialidades visuales que he enumerado, el hombre daba la impresión de un pasado azaroso.
Hay en el escritorio un retrato oval de mi bisabuelo, que militó en las guerras de la Independencia, y unas vitrinas con espadas, medallas y banderas. Le mostré, con alguna explicación, esas viejas cosas gloriosas; las miraba rápidamente como quien ejecuta un deber y completaba mis palabras, no sin alguna impertinencia, que creo involuntaria y mecánica. Decía, por ejemplo: —Correcto. Combate de Junín. 6 de agosto de 1824. Carga de caballería de Juárez.
—De Suárez —corregí.
Sospecho que el error fue deliberado. Abrió los brazos con un ademán oriental y exclamó: —¡Mi primer error, que no será el último! Yo me nutro de textos y me trabuco; en usted vive el interesante pasado.
Pronunciaba la ve casi como si fuera una efe.
Tales zalamerías no me agradaron. Más le interesaron los libros. Dejó errar la mirada sobre los títulos casi amorosamente y recuerdo que dijo: —Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia... Esa misma edición, al cuidado de Grisebach, la tuve en Praga, y creí envejecer en la amistad de esos volúmenes manuables, pero precisamente la historia, encarnada en un insensato, me arrojó de esa casa y de esa ciudad. Aquí estoy con usted, en América, en la grata casa de usted...
Hablaba con incorrección y fluidez; el perceptible acento alemán convivía con un ceceo español.
Ya estábamos sentados y aproveché lo dicho por él, para entrar en materia. Le dije: —Aquí la historia es más piadosa. Espero morir en esta casa, en la que he nacido. Aquí trajo mi bisabuelo esa espada, que anduvo por América; aquí he considerado el pasado y he compuesto mis libros. Casi puedo decir que no he dejado nunca esta biblioteca, pero ahora saldré al fin, a recorrer la tierra que sólo he recorrido en los mapas.
Atenué con una sonrisa mi posible exceso retórico.
—¿Alude usted a cierta república del Caribe? —dijo Zimmermann.
—Así es. A ese viaje inmediato debo el honor de su visita —le respondí.
Trinidad nos sirvió café. Proseguí con lenta seguridad: —Usted ya sabrá que el ministro me ha encomendado la misión de transcribir y prologar las cartas de Bolívar que un azar ha exhumado del archivo del doctor Avellanos. Esta misión corona, con una suerte de dichosa fatalidad, la labor de toda mi vida, la labor que de algún modo llevo en la sangre.
Fue para mí un alivio haber dicho lo que tenía que decir. Zimmermann no pareció haberme oído; sus ojos no miraban mi cara sino los libros a mi espalda. Asintió con vaguedad y luego con énfasis: —En la sangre. Usted es el genuino historiador. Su gente anduvo por los campos de América y libró las grandes batallas, mientras la mía, oscura, apenas emergía del ghetto.
Usted lleva la historia en la sangre, según sus elocuentes palabras; a usted le basta oír con atención esa voz recóndita. Yo, en cambio, debo transferirme a Sulaco y descifrar papeles y papeles acaso apócrifos. Créame, doctor, que lo envidio.
Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica. Zimmermann continuó con una lentitud pedagógica: —En materia bolivariana (perdón, sanmartiniana) su posición de usted, querido maestro, es harto conocida. Votre siège est fait. No he deletreado aún la pertinente carta de Bolívar, pero es inevitable o razonable conjeturar que Bolívar la escribió para justificarse. En todo caso, la cacareada epístola nos revelará lo que podríamos llamar el sector Bolívar, no el sector San Martín. Una vez publicada, habrá que sopesarla, examinarla, pasarla por el cedazo crítico y, si es preciso, refutarla. Nadie más indicado para ese dictamen final que usted, con su lupa. ¡El escalpelo, el bisturí, si el rigor científico los exige! Permítame asimismo agregar que el nombre del divulgador de la carta quedará vinculado a la carta. A usted no le conviene, en modo alguno, semejante vinculación. El público no percibe matices.
Comprendo ahora que lo que debatimos después fue esencialmente inútil. Acaso entonces lo sentí; para no hacerle frente, me así de un pormenor y le pregunté si en verdad creía que las cartas eran apócrifas.
—Que sean de puño y letra de Bolívar —me contestó— no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras.
Esas generalidades pomposas me fastidiaron y observé secamente que dentro del enigma que nos rodea, la entrevista de Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar es también un enigma que puede merecer el estudio.
Zimmermann respondió: —Las explicaciones son tantas... Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica.
Observé que, de cualquier modo, sería interesante recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector del Perú y el Libertador.
Zimmermann sentenció: —Acaso las palabras que cambiaron fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos.
Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer.
Agregó con una sonrisa: —Words, words, words. Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas.
En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las lámparas. Un poco al azar, pregunté: —¿Usted es de Praga, doctor? —Yo era de Praga —contestó.
Para rehuir el tema central observé: —Debe ser una extraña ciudad. No la conozco, pero el primer libro en alemán que leí fue la novela El Golem de Meyrink.
Zimmermann respondió: —Es el único libro de Gustav Meyrink que merece el recuerdo. Más vale no gustar de los otros, hechos de mala literatura y de peor teosofía. Con todo, algo de la extrañeza de Praga anda por ese libro de sueños que se pierden en otros sueños. Todo es extraño en Praga o, si usted prefiere, nada es extraño. Cualquier cosa puede ocurrir. En Londres, en algún atardecer, he sentido lo mismo.
—Usted —respondí— habló de la voluntad. En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido.
La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero.
—Ah, una operación mágica —dijo Zimmermann.
Le contesté: —O la manifestación de una voluntad en dos campos distintos. Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos. Uno, acompañándose con el arpa, canta desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al otro. Éste la deja a un lado y se pone de pie. El primero confiesa su derrota.
—¡Qué erudición, qué poder de síntesis! —exclamó Zimmermann.
Agregó, ya más serenado: —Debo confesar mi ignorancia, mi lamentada ignorancia, de la materia de Bretaña.
Usted, como el día, abarca el Occidente y el Oriente, en tanto que yo estoy reducido a mi rincón cartaginés, que ahora complemento con una pizca de historia americana. Soy un mero metódico.
El servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz, pero sentí que nada le costaba darme la razón y adularme, dado que el éxito era suyo.
Me suplicó que no me preocupara de las gestiones de su viaje. (Tratativas fue la atroz palabra que usó.) Acto continuo, sacó del portafolio una carta dirigida al ministro, donde yo le exponía los motivos de mi renuncia, y las reconocidas virtudes del doctor Zimmermann, y me puso en la mano su estilográfica para que la firmara. Cuando guardó la carta, no pude dejar de entrever su pasaje sellado para el vuelo Ezeiza-Sulaco.
Al salir, volvió a detenerse ante los tomos de Schopenhauer y dijo: —Nuestro maestro, nuestro común maestro, conjeturaba que ningún acto es involuntario. Si usted se queda en esta casa, en esta airosa casa patricia, es porque íntimamente quiere quedarse. Acato y agradezco su voluntad.
Acepté sin una palabra esta limosna última.
Fui con él hasta la puerta de calle. Al despedirnos, declaró: —Excelente el café.
Releo estas desordenadas páginas, que no tardaré en entregar al fuego. La entrevista había sido corta.
Presiento que ya no escribiré más. Mon siège est fait.



En El informe de Brodie (1970)
Image: Marie-Élisabeth Wrede faisant le portrait de Borges, 1945
Photo Ilse Mayer
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


19/1/15

Jorge Luis Borges: Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona







Al cabo de cincuenta generaciones
(tales abismos nos depara a todos el tiempo)
vuelvo en la margen ulterior de un gran río
que no alcanzaron los dragones del viking,
a las ásperas y laboriosas palabras
que, con una boca hecha polvo,
usé en los días de Nortumbria y de Mercia,
antes de ser Haslam o Borges.
El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
mañana volverán a vivir,
mañana fyr no será fire sino esa suerte
de dios domesticado y cambiante
que a nadie le está dado mirar sin un antiguo asombro.
Alabada sea la infinita
urdimbre de los efectos y de las causas
que antes de mostrarme el espejo
en que no veré a nadie o veré a otro
me concede esta pura contemplación
de un lenguaje del alba.



En El hacedor (1960)
Image: Borges à El Alamo (Texas) en 1961
Photo Life (en espagnol) du 11 mars 1968 
Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés 
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


18/1/15

Jorge Luis Borges: Hengist Cyning








Epitafio del Rey

Bajo la piedra yace el cuerpo de Hengist
que fundó en estas islas el primer reino
de la estirpe de Odín
y sació el hambre de las águilas.


Habla el Rey

No sé qué runas habrá marcado el hierro en la piedra
pero mis palabras son éstas:
Bajo los cielos yo fui Hengist el mercenario.
Vendí mi fuerza y mi coraje a los reyes
de las regiones del ocaso que lindan
con el mar que se llama
El Guerrero Armado de Lanza,
pero la fuerza y el coraje no sufren
que las vendan los hombres
y así, después de haber acuchillado en el Norte
a los enemigos del rey britano,
le quité la luz y la vida.
Me place el reino que gané con la espada;
hay ríos para el remo y para la red
y largos veranos
y tierra para el arado y para la hacienda
y britanos para trabajarla
y ciudades de piedra que entregaremos
a la desolación,
porque las habitan los muertos.
Yo sé que a mis espaldas
me tildan de traidor los britanos,
pero yo he sido fiel a mi valentía
y no he confiado mi destino a los otros
y ningún hombre se animó a traicionarme.



En El Otro, el Mismo (1964)
Foto: Borges' Interview at the Oberlin Inn by John Harvith, 1983 
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions 
Oberlin College Archives  [+]




17/1/15

Jorge Luis Borges: Proteo ~ Otra versión de Proteo






Proteo

Antes que los remeros de Odiseo
fatigaran el mar color de vino
las inasibles formas adivino
de aquel dios cuyo nombre fue Proteo.
Pastor de los rebaños de los mares
y poseedor del don de profecía,
prefería ocultar lo que sabía
y entretejer oráculos dispares.
Urgido por las gentes asumía
la forma de un león o de una hoguera
o de árbol que da sombra a la ribera
o de agua que en el agua se perdía.
De Proteo el egipcio no te asombres,
tú, que eres uno y eres muchos hombres.


Otra versión de Proteo


Habitador de arenas recelosas,
mitad dios y mitad bestia marina,
ignoró la memoria, que se inclina
sobre el ayer y las perdidas cosas.
Otro tormento padeció Proteo
no menos cruel, saber lo que ya encierra
el porvenir: la puerta que se cierra
para siempre, el troyano y el aqueo.
Atrapado, asumía la inasible
forma del huracán o de la hoguera
o del tigre de oro o la pantera
o de agua que en el agua es invisible.
Tú también estás hecho de inconstantes
ayeres y mañanas. Mientras, antes…



En El oro de los tigres (1972)
Image: Borges Au musée national d'art moderne à Paris en octubre 1977
Photo Édouard Golbin
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


16/1/15

Jorge Luis Borges: Madurez (Autobiografía, IV)







En el transcurso de una vida consagrada a la literatura, he leído muy pocas novelas; y en la mayoría de los casos sólo he llegado a la última página por sentido del deber. Al mismo tiempo, siempre he sido un gran lector de cuentos. Stevenson, Kipling, James, Conrad, Poe, Chesterton, los cuentos de Las Mil y Una Noches en la versión de Lane y ciertos relatos de Hawthorne forman parte de mis lecturas habituales desde que tengo memoria. La sensación de que grandes novelas como Don Quijote y Huckleberry Finn prácticamente carecen de forma, sirvió para reforzar mi gusto por el cuento, cuyos elementos indispensables son la economía y una formulación nítida del comienzo, el desarrollo y el fin. Sin embargo, como escritor creí durante años que el cuento estaba más allá de mis posibilidades, y sólo después de una larga serie de tímidos experimentos narrativos me senté a escribir verdaderos cuentos.
Tardé seis años, de 1927 a 1933, en pasar del afectado ejercicio de “Hombres pelearon” a mi primer cuento logrado, “Hombre de la esquina rosada”. Un amigo mío, don Nicolás Paredes -antiguo caudillo y jugador profesional del viejo Barrio Norte- había muerto, y yo quería perpetuar algo de su voz, de sus anécdotas y su manera particular de contarlas. Me esforcé en cada página, recitando en voz alta las frases hasta encontrar el tono exacto. Vivíamos en Adrogué; y como sabía que mi madre desaprobaría el tema de manera terminante, escribí en secreto durante varios meses. Con el título original de “Hombres de las orillas”, el cuento apareció en el suplemento de los sábados del diario “Crítica”, del que yo era colaborador. Pero por timidez, y quizá creyendo que el cuento no era digno de mí, lo firmé con seudónimo: el nombre de uno de mis tatarabuelos, Francisco Bustos. Aunque tuvo un éxito casi vergonzoso (hoy lo encuentro teatral y afectado y los personajes me parecen falsos), nunca lo consideré un punto de partida sino una especie de excentricidad.
El verdadero comienzo de mi carrera de cuentista se produjo con la serie de ejercicios titulada Historia universal de la infamia, que publiqué en las columnas de “Crítica” entre 1933 y 1934. Por alguna ironía, “Hombre de la esquina rosada” era realmente un cuento, mientras esos ejercicios, y algunas de las ficciones que siguieron y me llevaron poco a poco a la escritura de cuentos legítimos, asumían la forma de falsificaciones y seudoensayos. En Historia universal de la infamia no quería repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la vida de personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo. Por ejemplo, después de leer The Gangs of New York de Herbert Asbury, escribí mi versión libre de Monk Eastman, el pistolero judío, en flagrante contradicción con la autoridad de referencia. Lo mismo hice con Billy the Kid, John Murrel (a quien rebauticé Lazarus Morell), con el Profeta Velado del Khorassán, con el Demandante Tichborne y con varios más. Nunca pensé publicarlos en un libro. Esos relatos estaban destinados al consumo popular en las páginas de “Crítica”, y eran deliberadamente pintorescos. Supongo que el valor secreto de esas ficciones -además del placer que me dio escribirlas- consiste en el hecho de que son ejercicios narrativos. Ya que los argumentos o las circunstancias generales me habían sido dados, sólo tenía que tramar vívidas variaciones.
Mi cuento siguiente, “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es una falsificación y un seudoensayo. Simula ser una reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay tres años antes. Para su segunda falsa edición le atribuí un editor real, Víctor Gollancz, y un prólogo de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero tanto el autor como el libro son pura invención mía. Sinteticé la trama y proporcioné detalles de algunos capítulos (tomando elementos de Kipling e introduciendo al místico persa del siglo XII Farid al-Din Attar) y luego me concentré en señalar sistemáticamente sus defectos. El cuento apareció un año después en un volumen de ensayos titulado Historia de la eternidad, sepultado entre las últimas páginas junto a un artículo sobre el “Arte de injuriar”. Los que leyeron “El acercamiento a Almotásim” lo tomaron de manera literal, y uno de mis amigos hasta encargó un ejemplar a Londres. No apareció abiertamente como ficción hasta 1942, cuando lo incluí en mi primer libro de cuentos, El jardín de los senderos que se bifurcan. Quizá fui injusto con ese cuento. Ahora creo que prefigura y hasta establece el modelo de los cuentos que de algún modo me esperaban, y sobre los que se asentaría mi fama como narrador.


En 1937 encontré mi primer empleo estable. Anteriormente había hecho pequeñas tareas de redacción. Colaboré en el suplemento de “Crítica” (una publicación de pasatiempos profusa y vistosamente ilustrada) y en “El Hogar”, semanario popular de sociedad donde escribía dos veces al mes un par de páginas sobre libros y autores extranjeros. También escribí textos para noticieros y coordiné una revista seudocientífica llamada “Urbe”, órgano promocional de un sistema de subterráneos privado de Buenos Aires. Todos habían sido trabajos mal pagos, y desde hacía mucho tiempo estaba ya en edad de contribuir con los gastos de la casa.
A través de amigos, conseguí un puesto de auxiliar primero en la sucursal Miguel Cané de la Biblioteca Municipal, en un barrio gris y monótono hacia el suroeste de la ciudad. Si bien tenía por debajo un auxiliar segundo y un auxiliar tercero, también tenía por encima un director y un oficial primero, un oficial segundo y un oficial tercero. El sueldo era de doscientos diez pesos mensuales, que después aumentaron a doscientos cuarenta.
En la biblioteca trabajábamos muy poco. Éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no habían sido catalogados. Sin embargo la colección era tan reducida que podíamos encontrarlos sin necesidad de recurrir al catálogo, que elaborábamos con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día trabajé honradamente. Al día siguiente, algunos compañeros me llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía en evidencia. “Además -adujeron- como esta clasificación está pensada para dar una apariencia de trabajo, nos vas a dejar en la calle.” Les dije que en vez de clasificar cien libros como ellos, yo había clasificado cuatrocientos. “Bueno, si seguís así el jefe se va a enojar y no sabrá qué hacer con nosotros”, me contestaron. Para que todo fuera más verosímil, me pidieron que un día clasificara ochenta y tres libros, el siguiente noventa, y ciento cuatro el tercero.
Resistí en la biblioteca nueve años. Fueron nueve años de continua desdicha. Los empleados sólo se interesaban en las carreras de caballos, los partidos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro.
Un día, dos amigas elegantes y bienintencionadas (damas de sociedad), vinieron a visitarme al trabajo. Después me llamaron por teléfono y me dijeron: “Quizá te parezca divertido trabajar en un sitio como ese, pero prométenos que antes de fin de mes encontrarás un empleo de por lo menos novecientos pesos”. Les di mi palabra de que lo haría.
Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento.
Cada tanto, los trabajadores municipales éramos premiados con un kilo de yerba. De noche, mientras caminaba las diez cuadras hasta la parada del tranvía, se me llenaban los ojos de lágrimas. Esos pequeños regalos de arriba marcaban mi vida sombría y servil.
Durante un par de horas diarias, mientras viajaba en tranvía, leía La divina comedia ayudado hasta el “Purgatorio” por la traducción en prosa de John Aitken Carlyle. Después continué el ascenso solo.
Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiendo. Así leí los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. Leí a León Bloy, a Claudel, a Groussac y a Bernard Shaw. Durante las vacaciones traducía a Faulkner y a Virginia Woolf. En cierto momento fui ascendido a las vertiginosas alturas del puesto de oficial tercero. Una mañana mi madre me llamó por teléfono y pedí permiso para volver a casa. Llegué apenas a tiempo para ver morir a mi padre.


El día de Nochebuena de 1938 (año en el que murió mi padre) sufrí un grave accidente. Subía corriendo una escalera, y de pronto sentí que algo me raspaba la cabeza. Había rozado la arista de un batiente recién pintado. A pesar de que fui atendido en seguida, la herida se infectó y pasé alrededor de una semana sin dormir, con alucinaciones y fiebre muy alta. Una noche perdí el habla y tuvieron que llevarme al hospital para una operación urgente. Tenía septicemia, y durante un mes me debatí entre la vida y la muerte. Mucho después escribiría sobre eso en mi cuento “El Sur”.
Cuando empecé a recuperarme temí haber perdido la razón. Mi madre quería leerme un libro que yo había encargado, Out of the Silent Planet de C. S. Lewis, pero durante dos o tres noches fui postergando la lectura. Finalmente prevaleció su voluntad, y después de escuchar una o dos páginas rompí a llorar. Mi madre me preguntó qué significaban esas lágrimas. “Lloro porque entiendo”, dije.
Poco después me atemorizó la idea de no volver a escribir nunca más. Había escrito una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves, y pensé que si en ese momento intentaba escribir una reseña y fracasaba, estaría terminado intelectualmente. Pero si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizá hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento, y el resultado fue “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Al igual que su precursor, “El acercamiento a Almotásim”, “Pierre Menard” era todavía un paso intermedio entre el ensayo y el verdadero cuento. Pero los resultados me alentaron a seguir. Después intenté algo más ambicioso: “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, acerca del descubrimiento de un mundo que finalmente sustituye al nuestro. Ambos fueron publicados en “Sur”, la revista de Victoria Ocampo.
Aunque mis colegas me consideraran un traidor porque no compartía su diversión bulliciosa, yo seguí escribiendo en el sótano de la biblioteca, o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano “La biblioteca de Babel” fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración de aquella biblioteca municipal, y ciertos detalles del texto no tienen ningún significado especial. La cantidad de libros y anaqueles que allí figuran son literalmente los que tenía junto al codo. Críticos ingeniosos se han preocupado por esas cifras, y han tenido la generosidad de dotarlas de significado místico.
“La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula” y “Las ruinas circulares” también fueron escritos (del todo o en parte) durante ese tiempo robado a la biblioteca. Acompañados por algunos más, se convirtieron en El jardín de los senderos que se bifurcan, libro que amplié y cuyo título modifiqué por el de Ficciones en 1944. Ficciones y El Aleph (19 y 1952) son, según creo, mis libros más importantes.


En 1946 subió al poder un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme. Poco después fui honrado con la noticia de que había sido “ascendido” al cargo de inspector de aves y conejos en los mercados. Me presenté en la Municipalidad para preguntar a qué se debía ese nombramiento. “Mire -dije al empleado-, me parece un poco raro que de toda la gente que trabaja en la biblioteca me hayan elegido a mí para desempeñar ese cargo.” “Bueno -contestó el empleado- usted fue partidario de los aliados durante la guerra. Entonces, ¿qué pretende?” Esa afirmación era irrefutable, y al día siguiente presenté mi renuncia. Los amigos me apoyaron y organizaron una cena de desagravio. Preparé un discurso para la ocasión, pero como era demasiado tímido le pedí a mi amigo Pedro Henríquez Ureña que lo leyera en mi nombre.


Me había quedado sin trabajo. Meses antes, una vieja dama inglesa me leyó las hojas del té y predijo que yo iba a viajar y que ganaría mucho dinero hablando. Cuando se lo conté a mi madre nos echamos a reír, ya que hablar en público estaba lejos de mis posibilidades.
Un amigo me rescató de la encrucijada, y fui nombrado profesor de Literatura en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Al mismo tiempo me ofrecieron dictar conferencias sobre literatura clásica norteamericana en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Dado que recibí las ofertas tres meses antes del comienzo de las clases, convencido de que estaba a salvo acepté. Sin embargo, a medida que se acercaban las fechas me empecé a sentir cada vez peor. La serie de nueve conferencias incluía a Hawthorne, Poe, Thoreau, Emerson, Melville, Whitman, Twain, Henry James y Veblen. Escribí la primera, pero no tuve tiempo para escribir la segunda. Además, como la primera conferencia era para mí el día del Juicio Final, sentí que después sólo quedaba la eternidad. Milagrosamente la primera salió bien. Dos noches antes de la segunda, llevé a mi madre a dar un largo paseo por Adrogué, e hice que me tomara el tiempo mientras ensayaba la conferencia. Me dijo que le parecía excesivamente larga. “En ese caso -dije- estoy salvado.” Mi temor era quedarme corto.
De modo que a los cuarenta y siete años descubrí que se me abría una vida nueva y emocionante. Recorrí la Argentina y el Uruguay dando conferencias sobre Swedenborg, Blake, los místicos persas y chinos, el budismo, la poesía gauchesca, Martin Buber, la cábala, Las Mil y Una Noches, T. E. Lawrence, la poesía germánica medieval, las sagas islandesas, Heine, Dante, el expresionismo y Cervantes. Iba de ciudad en ciudad y pasaba la noche en hoteles que nunca más vería. A veces me acompañaba mi madre o una amiga. No sólo terminé ganando más dinero que en la biblioteca, sino que disfrutaba del trabajo y me sentía justificado.


Uno de los principales acontecimientos de esos años (y de mi vida) fue mi amistad con Adolfo Bioy Casares. Nos conocimos en 1930 o 1931, cuando él tenía diecisiete años y yo poco más de treinta. En esos casos siempre se supone que el hombre mayor es el maestro y el menor el discípulo. Eso puede haber sido cierto al principio, pero algunos años más tarde, cuando empezamos a trabajar juntos, Bioy era el verdadero y secreto maestro. Él y yo emprendimos juntos muchas aventuras literarias. Compilamos antologías de poesía argentina, de cuentos fantásticos y de cuentos policiales; escribimos artículos y prólogos; anotamos a sir Thomas Browne y a Gracián; tradujimos cuentos de escritores como Beerbohm, Kipling, Wells y Lord Dunsany; fundamos una revista, “Destiempo”, que duró tres números; escribimos guiones para cine que fueron siempre rechazados. Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo.
A principios de la década del cuarenta empezamos a escribir en colaboración, proeza que hasta ese momento consideraba imposible. Yo había inventado algo que nos parecía un buen argumento para un cuento policial. Una mañana lluviosa Bioy me dijo que debíamos hacer una prueba. Yo acepté de mala gana, y un poco más tarde, esa misma mañana, ocurrió el milagro.
Apareció un tercer hombre, Honorio Bustos Domecq, que se adueñó de la situación. Era un hombre que a la larga terminó dirigiéndonos con mano de hierro. Primero divertidos y luego consternados vimos cómo -con sus propios caprichos, sus propios juegos de palabras y hasta su propia y rebuscada manera de escribir- se diferenciaba totalmente de nosotros. Domecq era el apellido de un bisabuelo de Bioy y Bustos el de un bisabuelo mío de Córdoba. El primer libro de Bustos Domecq fue Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), y en ningún momento se nos escapó de las manos. Max Carrados había creado un detective ciego; Bioy y yo dimos un paso más y confinamos a nuestro detective en una celda. El libro era al mismo tiempo una sátira sobre los argentinos. Durante años la doble identidad de Bustos Domecq se mantuvo en secreto. Cuando al final se supo, la gente pensó que como Bustos era una broma, no se podía tomar muy en serio lo que escribía.


Nuestra siguiente colaboración fue otra novela policial, Un modelo para la muerte. Ese libro era tan personal y estaba tan lleno de bromas privadas que sólo fue publicado en una edición que no salió a la venta. Bautizamos B. Suárez Lynch al autor de ese libro. Creo que la “B” correspondía a Bioy y Borges, Suárez era otro bisabuelo mío y Lynch otro bisabuelo de Bioy. Bustos Domecq reapareció en 1946 en otra edición privada, esta vez de dos cuentos, titulada Dos fantasías memorables. Tras un largo eclipse, Bustos tomó de nuevo la pluma y en 1967 sacó sus Crónicas, artículos sobre artistas imaginarios de una modernidad extravagante -arquitectos, escultores, pintores, gastrónomos, poetas, novelistas, modistos- escritos por un crítico fervientemente moderno. Tanto el autor como los personajes de sus artículos son tontos, y no es fácil saber quién engaña a quién. El libro tiene esta dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. También el estilo es una parodia. Bustos utiliza una jerga periodística literaria que abunda en neologismos, vocabulario pedante, lugares comunes, metáforas estrafalarias, incongruencias y pomposidades.
Me han preguntado muchas veces cómo se hace para escribir en colaboración. Creo que exige el abandono conjunto del yo, de la vanidad y quizá de la cortesía. Los colaboradores deben olvidarse de sí mismos y pensar sólo en función del trabajo. De hecho, cuando alguien quiere saber si tal o cual broma o epíteto salió de mi lado de la mesa o del lado de Bioy, sinceramente no lo sé. He tratado de colaborar con otros amigos -algunos de ellos muy cercanos- pero la incapacidad de ser francos, por un lado, y de armarse de una coraza, por el otro, han imposibilitado esos proyectos. En cuanto a las Crónicas de Bustos Domecq, pienso que son mejores que todo lo que publiqué bajo mi propio nombre y casi tan buenas como cualquier cosa escrita individualmente por Bioy.


En 1950 me eligieron presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República Argentina era entonces, como ahora, un país sumiso, y la S.A.D.E. uno de los pocos bastiones contra la dictadura. Eso era tan evidente, que muchos distinguidos hombres de letras no se atrevieron a pisarla hasta después de la Revolución Libertadora. Un curioso rasgo de la dictadura era que hasta sus declarados defensores daban a entender que en realidad no tomaban en serio al gobierno y que actuaban por interés personal. Eso se justificaba y se perdonaba, ya que la mayoría de mis compatriotas tienen conciencia intelectual, aunque no moral. Casi todos los chistes verdes que se contaban sobre Perón y su mujer eran inventados por los propios peronistas para guardar las apariencias. La S.A.D.E. fue finalmente clausurada. Recuerdo la última conferencia que se me permitió dar allí. El público, bastante escaso, incluía a un policía muy desconcertado que hacía con torpeza todo lo posible por anotar algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa. Durante ese período gris y desesperanzado, mi madre, que andaba por los setenta años, estuvo bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un agente pisándome los talones; al principio lo llevaba a dar largos paseos sin rumbo fijo y finalmente me hice amigo suyo. Admitía que también odiaba a Perón y que sólo obedecía órdenes. Ernesto Palacio me ofreció una vez presentarme al Innombrable, pero no quise conocerlo. ¿Para qué presentarme a un hombre a quien no le daría la mano? La revolución tan esperada ocurrió en setiembre de 1955. Después de una noche de preocupación, en la que nadie durmió, casi toda la población salió a las calles, vivando la Revolución Libertadora y gritando el nombre de Córdoba, donde habían tenido lugar la mayoría de los combates. Era tal nuestro entusiasmo que por un tiempo no nos dimos cuenta de que la lluvia nos estaba calando hasta los huesos. Nos sentíamos tan felices que nadie profirió una palabra contra el dictador caído. Perón se ocultó y más tarde se le permitió salir del país. Nadie sabe cuánto dinero se llevó consigo.


Dos amigas muy queridas, Esther Zemborain de Torres y Victoria Ocampo, concibieron la posibilidad de que se me nombrara director de la Biblioteca Nacional. Pensé que era un disparate: esperaba como mucho que me dieran la dirección de una pequeña biblioteca de barrio, preferentemente por el sur de la ciudad. En el curso de un día firmaron una petición la revista “Sur” (léase Victoria Ocampo), la reabierta S.A.D.E. (léase Carlos Alberto Erro), la Sociedad Argentina de Cultura Inglesa (léase Carlos del Campillo) y el Colegio Libre de Estudios Superiores (léase Luis Reissig). El documento llegó al despacho del ministro de Educación y terminé siendo nombrado por el general Eduardo Lonardi, que era el Presidente provisional. Unos días antes, de noche, mi madre y yo habíamos caminado hasta la Biblioteca para mirar el edificio, pero por superstición no quise entrar. “No hasta que consiga el trabajo”, dije. Esa misma semana me llamaron para que tomara posesión del cargo. Mi familia estuvo presente en la ceremonia y pronuncié un discurso para los empleados, diciéndoles que de verdad yo era el Director, el increíble Director. Al mismo tiempo, José Edmundo Clemente, que unos años antes había logrado convencer a Emecé de que publicara una edición de mis obras, se convirtió en subdirector. Desde luego que me sentía muy importante, pero durante los tres meses siguientes no cobramos el sueldo. No creo que mi predecesor, un peronista, haya sido siquiera despedido de manera oficial. Sencillamente no volvió por la Biblioteca. Me designaron en el cargo, pero nunca se ocuparon de echar al que lo había ocupado antes.
Al año siguiente recibí una nueva satisfacción, al ser designado en la cátedra de Literatura inglesa y norteamericana de la Universidad de Buenos Aires. Otros candidatos habían enviado minuciosos informes de sus traducciones, artículos, conferencias y demás logros. Yo me limité a la siguiente declaración: “Sin darme cuenta me estuve preparando para este puesto toda mi vida”. Esa sencilla propuesta surtió efecto. Me contrataron y pasé doce años felices en la Universidad.


La ceguera me fue alcanzando gradualmente desde la infancia. Fue como un lento atardecer de verano; no tuvo nada de patético ni de dramático. A partir de 1927 soporté ocho operaciones en los ojos, pero desde fines de la década del cincuenta, cuando escribí el “Poema de los dones”, a efectos de la lectura y la escritura ya estaba ciego. La ceguera fue una característica de mi familia; una descripción de la operación de ojos que le hicieron a mi bisabuelo, Edward Young Haslam, apareció en las páginas del “Lancet”, la revista médica de Londres. La ceguera también parece ser una característica de los directores de la Biblioteca Nacional. Dos de mis ilustres predecesores, José Mármol y Paul Groussac, sufrieron el mismo destino. En el poema hablo de la magnífica ironía de Dios, que me dio al mismo tiempo ochocientos mil libros y la noche.
Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas.
Durante esos años escribí docenas de sonetos y poemas más largos compuestos por cuartetas de endecasílabos. Creía haber adoptado a Lugones como maestro, pero cuando los versos estuvieron escritos mis amigos opinaron que lamentablemente tenían poco que ver con él. En mi poesía más reciente siempre aparece un hilo narrativo. En realidad, hasta pienso argumentos para los poemas. Quizá la mayor diferencia entre Lugones y yo es que él tenía como modelo a la literatura francesa y vivía intelectualmente en un mundo francés, mientras que yo miro hacia la literatura inglesa. En esta última actividad poética nunca se me ocurrió construir una secuencia de poemas, como había ocurrido en mi primera época de escritor, sino que me interesé en la individualidad de cada uno. De esa manera escribí poemas sobre ternas tan diversos como Emerson y el vino, Snorri Sturluson y el reloj de arena, la muerte de mi abuelo y la decapitación de Carlos I. También pasé lista a mis héroes literarios: Poe, Swedenborg, Whitman, Heine, Camoes, Jonathan Edwards y Cervantes. Y desde luego rendí el debido homenaje a los espejos, el Minotauro y los cuchillos.


Siempre me atrajo la metáfora, y esa inclinación me llevó a estudiar las sencillas kenningar sajonas y las muy elaboradas kenningar escandinavas. Ya en 1933 había escrito un ensayo sobre el tema. La extraña idea de usar en lo posible metáforas en vez de sustantivos sencillos, y que esas metáforas fueran al mismo tiempo tradicionales y arbitrarias, me desconcertó y me atrajo. Más adelante conjeturaría que el propósito de esas figuras estaba no sólo en el placer dado por la pompa y la solemnidad de la composición ampulosa sino también en las exigencias de la aliteración. En sí mismas, las kenningar no son particularmente ingeniosas, y llamar a un barco “padrillo del mar” y al mar abierto “el camino de la ballena” no es una gran proeza. Los skalds escandinavos dieron un paso más y llamaron al mar “el camino del padrillo del mar”. Entonces, lo que originariamente era una imagen se convirtió en una laboriosa ecuación. A su vez, la investigación de las kenningar me llevó al estudio del inglés y el escandinavo antiguos. Otro factor que me condujo en esa dirección fue mi ascendencia. Es probable que sea una superstición romántica, pero el hecho de que los Haslam vivieran en Northumbria y Mercia (hoy se conoce esos lugares como Northumberland y Midlands) me liga a un pasado sajón y quizá danés. Mi devoción por ese pasado nórdico ha molestado a algunos de mis compatriotas nacionalistas, que me consideran inglés. Pero no hace falta señalar que muchos hábitos ingleses me resultan del todo ajenos: el té, la familia real, los deportes “varoniles” o la devoción fanática por cada línea de Shakespeare.
Al finalizar uno de mis cursos en la Universidad, algunos estudiantes vinieron a verme a la Biblioteca. Habíamos liquidado toda la literatura inglesa -de Beowulf a Bernard Shaw- en el lapso de cuatro meses, y pensé que debíamos hacer algo serio. Propuse empezar por el principio, y los estudiantes aceptaron. Sabía que en mi biblioteca, en un estante alto, había ejemplares del Anglo-Saxon Reader y la Anglo-Saxon Chronicle de Sweet. El sábado siguiente, cuando llegaron los estudiantes, nos pusimos a leer esos dos libros. Prescindimos todo lo posible de la gramática y pronunciamos las palabras como en el alemán. De pronto nos enamoramos de una frase en la que se mencionaba a Roma (Romeburh). Nos emborrachamos de esas palabras, y bajamos por la calle Perú repitiéndolas en voz alta. Habíamos iniciado una larga aventura. Siempre pensé que la literatura inglesa es la más rica del mundo, pero el descubrimiento de una cámara secreta en el umbral de esa literatura me llegó como un regalo añadido. Personalmente, sabía que la aventura no tendría fin, y que podría seguir estudiando inglés antiguo por el resto de mis días. Mi objetivo principal ha sido estudiar, no la vanidad de dominar, y en los últimos doce años no me sentí defraudado.
Mi reciente interés por el escandinavo antiguo no es más que un paso lógico, ya que ambos idiomas están estrechamente vinculados y el escandinavo antiguo es la culminación de toda la literatura germánica medieval. Mis incursiones en el inglés antiguo han sido absolutamente personales, y han dejado rastros en algunos de mis poemas. Cierta vez un colega de la Universidad me llamó aparte y me dijo preocupado: “¿Qué significa eso de publicar un poema titulado ‘Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona’?”. Traté de hacerle entender que el anglosajón es para mí una experiencia tan íntima como mirar una puesta de sol o enamorarse.


Allá por 1954 empecé a escribir textos breves: ejercicios y parábolas. Un día, mi amigo Carlos Frías, de Emecé, me dijo que necesitaba un libro nuevo para la serie de mis supuestas “obras completas”. Le dije que no tenía ninguno, pero Frías insistió. “Todo escritor tiene un libro -dijo-. Sólo necesita buscarlo.”
Un domingo, revolviendo en los cajones de casa, empecé a descubrir poemas y textos en prosa que en algunos casos se remontaban a la época de mi trabajo en “Crítica”. Esos materiales dispersos -organizados, ordenados y publicados en 1960- se convirtieron en El hacedor. Para mi sorpresa, ese libro -que más que escribir acumulé- me parece mi obra más personal, y para mi gusto la mejor. La explicación es sencilla: en las páginas de El hacedor no hay ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior. Al preparar ese libro ya había comprendido que escribir de manera grandilocuente no sólo es un error sino un error que nace de la vanidad. Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto.
En la última página del libro conté la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de naves, de torres, de caballos, de ejércitos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ha trazado la imagen de su cara. Quizá sea ése el caso de todos los libros; sin duda es el de este libro en particular.




Autobiografía (1899-1970), Cap. IV
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Photo: Borges with students at La Casa Hispánica (Spanish House) 

1983 (unknown)
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