19/2/15

Jorge Luis Borges de gira con sus compañeros de clase en 1915

















Borges (à droite) en excursion avec son camarade de classe en 1915
Simon Jichlinsky apparemment le centre
Source : Ancienne coll. J.L. Borges - dans Borges, fotografias y manuscritos de Miguel De Torre Borges
aux Éditions Renglon (Buenos Aires, 1987)
Source: Álbum Borges
Sélection et commentaires: Jean Pierre Bernès
París, Gallimard, 1999
Cortesía: Samuel Chagalov





18/2/15

Jorge Luis Borges: Ajedrez (dos sonetos)







I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.


II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?




En El Hacedor (1960) 
Imagen: Ilustración de Norah Borges
incluida en Todo Borges editado por Revista Gente
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1977

Se incluye ensayo:

Claire Monnier: "Ajedrez" de Jorge Luis Borges: Jaque al Rey
Semiosfera 10 (primavera de 1999)
Fuente: http://www.borges.pitt.edu/



17/2/15

Borges por Christopher Hitchens (Memorias)







Tenía cuatro ambiciones cuando desembarqué en la extravagantemente bonita ciudad de Buenos Aires en 1977. La primera era ver si podía descubrir qué le había ocurrido a Jacobo Timerman. La segunda era entrevistar al presidente, que entonces era el general Videla. La tercera era ver la Pampa y la cuarta era conocer a mi héroe literario Jorge Luis Borges. Fracasé —aunque no del todo— con la primera. Y tuve éxito en las demás, aunque no del modo que había previsto.

[...]

Pese a todo su aparente y fácil encanto latino, Buenos Aires hacía que me sintiera enfermo y angustiado, así que hice un viaje a las grandes llanuras en las que se habían escrito las épicas de los gauchos, y logré comer un par de los famosos asados: la barbacoa argentina (que el John Self de Martin Amis resumió como «una especie de parrillada triple envuelta en filetes») con su servil propiciación a los cálidos dioses del colesterol. Pero hasta eso se estropeó: mis anfitriones se encargaron de la matanza y el olor de la sangre seca del matadero resultó por alguna razón demasiado fuerte (de hecho, dejé el filete por unos años tras ese viaje). Después aprendí del intrépido Robert Cox del Buenos Aires Herald otro alegre término coloquial del fascismo: antes de adaptar el método de arrojar los cuerpos al Atlántico Sur, la cremación secreta de cuerpos mutilados y torturados en la ESMA relucir la política en todas las discusiones. Contestaba que no era culpa mía si la política invadía la esfera privada, y al menos en el caso de Argentina creo que tenía razón. Los miasmas de la dictadura lo impregnaban todo, sin excluir los aperitivos y el plato principal.

Incluso se abrió un nauseabundo camino para llegar al ambiente libresco y aislado del apartamento 6B del número 994 de la calle Maipú, donde vivía Jorge Luis Borges. Me producía una gran timidez acercarme a mi héroe, pero él, como descubrí, estaba muy necesitado de compañía. En aquella época era casi totalmente ciego y estaba enclaustrado e incluso un poco confuso, y quizá eso explique la actitud un tanto escandalosa con que afrontaba la brutal represión que se infligía en las calles y las plazas de los alrededores. «Este es mi país y aún podría serlo —entonó cuando surgió el tema—. Pero algo vino entre nosotros y el sol.» Aseguró que estos versos (nunca he podido localizarlos) eran de Edmund Blunden, cuya nudosa mano me había entusiasmado estrechar muchos años antes, pero Borges no aludía a la junta de Videla. Se refería al anterior gobierno de Juan Perón, que para él había depravado y corrompido la sociedad argentina. Yo no estaba en desacuerdo con eso —y Perón había tratado mal a la madre y a la hermana de Borges, además de despedir al escritor de su trabajo en la Biblioteca Nacional—, pero resultaba triste oír que el viejo prefería sinceramente el nuevo régimen uniformado, ya que era un gobierno de «caballeros» en vez de «chulos». Era como escuchar al Evelyn Waugh más bilioso y gruñón. (Lo redimió en parte un fragmento de filología o etimología erudita sobre el término lunfardo canfinflero. «Una canfinfla —dijo Borges con perfecta compostura— es el coño, o la concha. Así que un canfinflero es un traficante de coños: en anglosajón podríamos decir cunter.» ¿No había evolucionado el mismo tango en un burdel en 1880? Borges podía hablar sin parar de ese tipo de cosas, quizá como venganza por haber tenido una madre excesivamente protectora que lo tiranizó durante toda la vida.)

Quería que le leyera en voz alta y lo hice encantado. Sobre todo recuerdo su petición de «Canción al arpa de las mujeres danesas», un poema que utiliza principalmente palabras anglosajonas y escandinavas (la conversación de Borges estaba salpicada de términos como folk y kin) y que empieza de forma tan hermosa y memorable con el lamento de las esposas de los vikingos:

¿Qué es una mujer, que la abandonáis,
y el fuego del hogar, y vuestro huerto,
para iros con la Vieja que nos hace enviudar?
(Trad.: José Manuel Benítez Ariza)

Borges tenía una síntesis escueta para cada autor. G. K. Chesterton: «Una pena que se volviera católico». Kipling: «Subestimado porque demasiados de sus contemporáneos eran socialistas». «Es una pena que tengamos que elegir entre dos países de segunda fila como la Unión Soviética y Estados Unidos.» Las horas que pasé en su refugio anacrónico, bibliófilo y anglófilo establecían un contraste surrealista con el chirriante espectáculo de horror que se representaba en el resto de la ciudad. Nunca sentí eso de forma más acusada que cuando, al día siguiente, tras llevar al anciano por la escalera de caracol para tomar una infrecuente comida fuera de casa, le ayudé a subir las escaleras. Me invitó para que volviera a leer la mañana siguiente, pero tuve que rechazar su oferta. Alegué sinceramente que tenía un billete de avión para Chile. «Lo siento mucho —dijo ese genio viejo y cortés—. Pero ¿puedo ofrecerle un regalo a cambio de su compañía?» Naturalmente protesté con la energía de una educación inglesa de clase media: no podía oír hablar de algo así; el placer y el privilegio eran míos; de ningún modo aceptaría ningún regalo. «Recordará los versos que voy a recitar —dijo—. Siempre los recordará.» Y a continuación recitó lo siguiente:

¿Qué hombre no se ha inclinado a velar el sueño de su hijo,
para meditar cómo mirará ese rostro el suyo cuando esté frío, o
ha pensado, mientras su propia madre le besa los ojos,
en cómo sería su beso cuando su padre la cortejaba?

El título (Soneto XXIX de Dante Gabriel Rossetti) —«Inclusividad»— puede sonar un poco sentimental, pero la idea que contiene ha vuelto a mí más de una vez desde que me convertí en padre, y Borges tenía bastante razón: nunca he tenido que hacer un esfuerzo para recordar las palabras. Murmuraba mi agradecimiento cuando dijo, de nuevo con perfecta compostura: «¿Piensa visitar al general Pinochet cuando esté en Chile?» Contesté con lo que esperaba que fuera un aplomo equivalente que no tenía tal intención. «Una pena —respondió—. Es un auténtico caballero. Tuvo la amabilidad de concederme un premio literario.» No era el tono ideal para despedirse de Borges, pero constituía una ilustración excelente de algo que me acostumbraba a percibir: que en contraste con lo que me había dicho Colin MacCabe en Lisboa, a veces la gente correcta adoptaba una línea equivocada*.

* Para hacer justicia a Borges, hay que decir que unos años después se dio cuenta de que la junta lo había engañado y firmó una petición bastante valiente por los desaparecidos. A menudo, y pese a sus inclinaciones, hombres como él tienen un «patrón oro» natural cuando se trata de asuntos de principios.


Párrafos seleccionados por Francisco Alvez Francese [FB]
Capítulo "De Portugal a Polonia.[Argentina: muerte y desaparición (y una biblioteca infinita]"
Christopher Hitchens, Hitch-22 - A Memoir (2010)
Traducción: Daniel Rodríguez Gascón
Foto: Christopher Hitchens, NY 2007 © Paolo Pellegrin/Magnum Photos



16/2/15

Jorge Luis Borges: Inscripción y Prólogo de "Los conjurados"







Inscripción

Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!

J.L.B.


Prólogo

A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.

J.L.B.

9 de enero de 1985

En Los conjurados (1985)
Photographie: Borges avec Maria Kodama et Jean-Pierre Bernés, 
son éditeur dans la Pléiade, à Paris en février 1978
Auteur Pepe Fernández 
Fuente: Álbum Jorge Luis Borges 
Selección y comentarios: Jean Pierre Bernès 
París, Gallimard, 1999



15/2/15

Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama: Evasión y arraigo de Borges y Neruda







Diálogo entre Carlos Real de Azúa, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, 1960

En mesa redonda, propicia al diálogo conversacional, tomaron posesión un día los jóvenes escritores Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama, para considerar –desde distintos puntos de vista– la obra cumplida por dos figuras señeras de la literatura iberoamericana: Pablo Neruda y Jorge Luis Borges. En la perspectiva continental de América el chileno y el argentino constituyen paradigmas de obra duradera y fecunda. Puede afirmarse que ambos llevan cumplido lo más importante y lo más trascendente de su labor. Son ápice intelectual en sus respectivos ambientes; y, lo que es más de señalar, son rectores de generación o, por lo menos, de núcleos promocionales que forman ya sectores valiosos de opinión pública. Parecería que las personalidades elegidas para tema de la Mesa Redonda –aunque diametralmente opuestas, muchas veces en sus maneras de pensar o de sentir– podrían ser los elementos indispensables para una conciliación de opuestas posiciones ideológicas, estéticas, literarias. El debate tiene momentos, sumamente interesantes e ilustrativos, sobre cómo piensan y sienten figuras significativamente representativas en el proceso intelectual y actual de la República. La versión del coloquio se ha mantenido en su más exacta naturalidad conversacional. Las posiciones personales de los interlocutores se muestran con absoluta diafanidad y precisión. El debate –que al fin y al cabo así lo es– deja trazado, nítidamente, un esquema de indudable importancia para apreciar en sus auténticos valores la influencia de Borges y Neruda en el ambiente intelectual de nuestro tiempo americano.

Nota de presentación de este diálogo en la Revista Nacional 
segundo ciclo, Año IV, Nº 202 
Montevideo, octubre-diciembre, 1959

Para Ricardo Latcham y Javier Fernández


EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL – Creo que podemos partir de un lugar común: Borges y Neruda representan hoy dos tipos bien definidos y visibles del intelectual y del artista americano. Para la gran minoría de lectores ellos son banderas que se agitan o profanan. Hay borgistas y hay nerudianos, como hay antiborgistas y antinerudianos. Aunque no siempre los que adoran a Borges abominan de Neruda y viceversa. Incluso, hay quienes ofician en ambos altares. Eso creo que es evidente. Lo que ya no parece tan evidente –y para echar un poco de luz nos hemos reunido–, es el acierto de esa caracterización más o menos sumaria –que corre como moneda de buena ley en ciertas peñas literarias y a veces hasta llega a la letra de molde–, esa caracterización haragana que ve en Borges a un cosmopolita desarraigado de América, con las raíces en el aire o en el polvo secular de una biblioteca, y que ve a Neruda como el copartícipe de todos los dolores y alegrías del pueblo americano, se llame minero de Chuquicamata o ascensorista de Claridge. Me parece que habría que empezar por mirar un poco más despacio qué encierran estas veloces simetrías.

ÁNGEL RAMA – De acuerdo, Rodríguez Monegal. Pero ¿no sería mejor buscar qué fundamento tienen? ¿Antes de pretender negarlas en bloque, no podríamos examinarlas y discernir la dosis de verdad que encierra esa primaria y confusa ubicación?

CARLOS REAL DE AZÚA – Yo sería más radical. Yo iría al fondo mismo del asunto: qué significa eso de evasión y arraigo, que...

RODRÍGUEZ MONEGAL – Por favor, Real de Azúa. Un poco de orden. Si queremos ir a las raíces de las raíces no saldríamos del día primero del Génesis. Propongo que partamos de algo concreto; Borges y Neruda como formas de la evasión o del arraigo. ¿Qué te parece, Rama?

RAMA – Creo que ahí empieza todo. Hay en Borges una natural incapacidad para aprehender y consustanciar consigo la realidad, esa que es nuestro común hábitat. Si atendemos al mundo físico, hay en él, para usar sus palabras, el temor de lo crasamente infinito, del mero espacio, de la mera materia. Esto le permite proponernos una explicación psicológica de su literatura fantástica a alguno de sus críticos.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Explicación defendible en el plano literario...

RAMA – Desde luego, pero aquí debemos remitirnos a una interpretación geosociológica. Creo que a Borges se le revela América de la misma manera que a los conquistadores españoles: como una tierra infinita, caótica, ajena e inquietante, que como ellos deben pensar con los esquemas intelectuales que prepararon quienes no la conocieron. Para Neruda, en cambio, apoderarse de la realidad, –de esta realidad americana– es una aventura de goce intenso, que aparece como el lujo de todo el Canto General, que está ya en Residencia en la tierra bajo la forma de una delectación ante la materia, aunque ésta careciera muchas veces de formas categóricas, y en estos últimos años ha dado origen a las Odas elementales. No olviden que Residencia en la tierra proclama que es la geografía la que está pariendo día a día al hombre americano. En tanto que Borges permanece en la zona de la mera contemplación y el mundo se le presenta como una perspectiva de infinitos caminos posibles...

RODRÍGUEZ MONEGAL– Un jardín de senderos que se bifurcan, diría.

RAMA – Precisamente, y como en ese cuento, dentro de él la muerte. Neruda, en cambio, ingresa activamente al mundo, proyectado por una energía interior de claro origen sexual. O si prefieren: atraído por la esencial otredad del mundo que proclama...

REAL DE AZÚA – ¿Y Uds. dos eran los que querían análisis concretos? Si se ponen a sacudirse con esas palabras...

RAMA – Por favor, Real de Azúa, déjame seguir. Atraído por lo ajeno del mundo, apenas Neruda toca la realidad, su participación en ella instaura un dinámico esquema de referencias por el cual es posible una elección tan apasionada como procreadora. Me parece muy significativo que el huero retoricismo en que abunda Neruda, no bien habla de su tierra chilena adquiera una emoción auténtica y rigurosa. La vegetación de su patria, los hombres fuertemente adheridos al paisaje...

REAL DE AZÚA – Etc., etc., etc. Aunque podría aceptar en principio todo lo dicho por Rama, creo (e insisto) en que hay una cuestión previa. Porque si no nos ponemos de acuerdo sobre qué es un escritor arraigado no sé adónde va a ir a rodar esta mesa. No creo que el modelo del arraigo sea el escritor más condicionado, el más consciente de aquello que lo condiciona. Los que sólo cumplen bien estas exigencias pueden ser excelentes agónicos, cumplidos denunciantes, panfletarios eficaces. Pero yo diría que sólo están arraigados en una de las dos dimensiones del hombre. Ya que el hombre completo (y esto va sin paradoja) sólo es completo cuando vive en dos mundos; sólo es completo cuando es escindido...

RODRÍGUEZ MONEGAL– Por favor, Real de Azúa, nada de fusilería epigramática. Parece que estuvieras buscando las raíces en el cielo.

REAL DE AZÚA – Ahora no se trata de eso. Quiero decir que lo característico del hombre de espíritu (y no simplemente del literato, del artífice, del productor) es el vivir simultáneamente en esas dos dimensiones. Una es el orbe de los valores inmediatos, el mundo de lo que nos aprieta y nos apremia, bruto, caótico. El otro es el de la cultura; el otro es ese orbe mucho más transpersonal, límpido, expresivo, y, sobre todo, pensable. Desde él, el otro adquiere (también) coherencia y sentido. Hay una falta de arraigo en Borges...

RAMA – ¡Al fin!

REAL DE AZÚA – ... esa falta no apunta hacia su radical elección de ese mundo cultural, denso de ideas y de experiencias, que nutre su obra. Su desarraigo está en la forma errónea y débil con que ese mundo se enlaza con su circunstancia vital, social y nacional. Hay una manera, más excelente que cualquier otra, por la que esos dos mundos de que hablaban se enlazan, y es la estatura del hombre mismo. Me refiero a esas cuestiones que a la vez que son los grandes temas de la metafísica tradicional, la "cultura de las culturas", son los fieles torcedores del hombre de todos los tiempos.

RAMA – Permíteme una interrupción. El problema puede reverse desde el mismo ángulo psicológico que evocaba antes. La incapacidad para aprehender el mundo físico, para desprender del histórico los valores profundos –y que le ha llevado a hacer de Martín Fierro un cuchillero y una figura seductora del compadrito– se revela también en su experiencia ante el mundo de la cultura occidental. No hablo aquí del Borges creador, quien podría haberse reducido legítimamente a Ponson du Terrail, sino del Borges ensayista y que intenta la gran aventura de analizar y refundir la herencia cultural. Para su crisol elige con excesiva frivolidad, prefiriendo los raros y los exquisitos, antes que los grandes creadores culturales que han dado sustancia a nuestras vidas. Le importan más los críticos de filosofía o literatura, los numerosos traductores y comentadores de obras orientales, que un Shakespeare, un Platón, un Petrarca, un Dostoiewski. Y ni qué hablar de su actitud ante la literatura española en bloque. El error no está simplemente en el enlace de los dos orbes, sino en el previo empobrecimiento de ambos.

REAL DE AZÚA – Lo que quiero indicar es que en la manera de padecer el tiempo y la memoria, el sueño y la realidad, la vida y la muerte; en ese padecer hecho conciencia y en esa conciencia hecha actitud, nuestra circunstancia, nuestro mundo, se inscriben en la cultura. No hay tiempo para demostrar que, con todas las latitudes admisibles, es la única conexión real de aquellos dos orbes de que hablaba. Cuando se hacen conocimiento (y aquí me importa más el intuitivo que el conceptual), llevan toda la vida prendida entre sus raíces (unas raíces que no son las del cielo). Es como la tierra que arrastra la planta arrancada de una maceta. No es una imagen inventada. Sé que así pasa.

RODRÍGUEZ MONEGAL – La validez de la metáfora no garantiza la validez de la aplicación. Parodiando a uno de los autores citados por Borges, te diré: Caballero, ésta es una digresión. Espero su argumento.

REAL DE AZÚA – En Borges, todos esos temas grandes, esos temas tan inescapablemente trágicos –realidad, memoria, tiempo–, están manejados de un modo lúdico, gratuito, deportivo. Y eso es lo que corta los puentes. Yo sé que hay quien detrás de los malabarismos temáticos de Borges escucha el eco sordo del compromiso y de la angustia. Pero es significativo que la gran mayoría de sus lectores se complazcan en una gratitud que sé yo, y conmigo tantos, sentimos como un vacío. Y piensen Uds. que es una obra es, en buena parte, la fisonomía que presenta a los lectores. Habrá otros Borges tácitos, pero son demasiado pudorosos, demasiado homeopáticos...

RODRÍGUEZ MONEGAL – La fama, dijo un escritor famoso, es una suma de malentendidos. Y no parece necesario introducir en esta discusión (que otros llamarían caos) la opinión de las masas de lectores. Borges es un escritor polémico, Borges es un escritor que se complace en crear equívocos sobre el alcance y la significación de su propia obra. Lo lúdico en Borges no está en la falta de compromiso personal con los temas que trata sino en el falto aire de burla erudita, en los sobreentendidos de un humor muy británico, con que demuele la imagen tradicional del escritor en el Río de la Plata: ese caballero cuya importancia nadie reconoce prácticamente pero que para sus fieles habla y actúa como si fuera Dios. Borges inventa cuentos que son reseñas bibliográficas, refutaciones del tiempo que constituyen la apología (dolorosa) del tiempo, negaciones fervientes de lo que más le importa. Pero ¿de qué clase de Borges vamos a hablar? ¿Del Borges superficial para consumo de jovenzuelos hipersensibles y señoras ociosas? El humorismo de Borges es tan serio, tan trágico, como puede ser el que permite a Quevedo sus Sueños infernales.

RAMA – La composición de tal tipo de escritor resultaría prueba de la observación de Real de Azúa sobre la gratuidad lúdica de las invenciones borgianas. Pero yendo más al fondo veremos que lo contradictorio y también lo trágico de Borges es su imposibilidad para creer en los presupuestos mismos de su arte, porque sólo se juega cuando se tiene necesidad de jugar. Él ha socavado la tradición realista de las letras españolas, pero su tarea ha sido de simple destrucción y nada ha hecho para imponer paralelamente la creencia en un trasmundo fantástico que legitime sus historias fantásticas. Ha jugado con él, pero a pesar de ser un creador de cuentos fantásticos ha dejado indemne el mundo realista que sostiene la literatura realista. Muy otra es la actitud de Chesterton.

RODRÍGUEZ MONEGAL – No me parece tan otra, pero la discusión se dispersa: Vuelvo a Borges. Creo que ni siquiera falta en él la conciencia extraintelectual (intuitiva si prefieren) de un arraigo por la sangre y por la historia con quienes le vinieron a descubrir el barroso Río de la Plata ("ese río de sueñera y barro", como lo define en un poema); creo que hay en Borges un arraigo con los coroneles o los capitanes de su misma sangre que lucharon y murieron contra Rosas, ese arraigo casi mítico por el que se siente enlazado también con esta banda del río y que le hace tan deleitosa la imagen del Uruguay. Lo que pasa es que esta forma de arraigo en Borges es histórica y no telúrica, y por eso se presta a incomprensiones. Telúricamente tal vez sea Borges un desarraigado. Pero el hombre no está hecho sólo de espacio.

REAL DE AZÚA – Ya tendré tiempo de concederte eso, aunque no acepto ese divorcio tan radical entre los histórico y lo telúrico. Pero ese arraigo extraintelectual nada facilita a Borges la convicción comunicativa de sus personales angustias. Y en cuanto a Neruda, tan gloriosamente resonante de materias y de destinos humanos, en Chile, en América entera (y en el universo entero, en puridad, porque mucho más que para Santayana es "el huésped el mundo" para este lujoso perseguido cosmopolita, para este viajero planetario, para este asistente a todos los congresos); en Neruda, digo, si alineo su caso con el de Borges y miro aquella conexión de los dos mundos, el desarraigo está en el modo esencialmente mecánico y simplista con que ambos se conectan. El antiguo mundo nerudiano, el que culmina en Residencia era cerrado, sí; y estaba montado sobre unos pocos elementos: sangre, sexo, muerte, angustia, finitud, sordidez. Pero era poderoso y sobre todo, era humanístico. Cepillado desde "Tercera Residencia" de todo lo perturbador, impostado de luz y de alegría, garantizado para una epifanía final y segura, decorado de trigos, tractores, sonrisas infaltables, es, por los dos extremos de la oposición, menos rico e, incluso, menos suyo, que ese espectral mundo de Borges.

RODRÍGUEZ MONEGAL – No habría que olvidar, sin embargo, que en las Odas elementales, junto a la consigna política de la hora (de cada hora) hay poemas que tocan las realidades humildes del día con una pasión y sensualidad poética que son muy humanas.

RAMA – No habría que olvidar tampoco que el escritor no es simple testigo pasivo de su tiempo y medio, traductor tan incoherente como la pitonisa. Pensemos que es, en el más cabal sentido de la palabra, creador. El crea una visión del mundo destinada a colectivizarse; intenta, sobre todo, crear un hombre nuevo. No puede disputarse a Neruda el inalienable derecho a inventar un hombre nuevo, un ideal de vida sobre el que se rijan los hombres, tal como lo hiciera hace dos mil años San Agustín con su propio ejemplo, como hace menos tiempo los "alter ego" byronianos. Objetar la invención nerudiana, que es la de millares de hombres porque no tiene sordidez y finitud y muerte, y en cambio tiene alegría y esperanzas y fuerzas, es negarse a salir de las contradicciones dramáticas de nuestro mundo para poder chapotear en la angustia contemporánea hasta que nos trague. Significa no querer cambiar el mundo. El dinamismo poderoso inserto en la creación nerudiana tenía que llevarlo a esta salida como ocurrió con los mejores superrealistas –Vallejo, Eluard–. Para nosotros hay en ella mucho de pueril, pero no puedo negar su valor normativo ideal, su auténtico esfuerzo creador. Y aún hay que dejar en claro que no son únicamente los comunistas los capaces de engendrar un hombre nuevo. Lo hay incluso en Graham Greene. No lo hay en Borges.

REAL DE AZÚA – Hablaste de no querer cambiar el mundo. Yo te digo qué significaría querer cambiar el mundo hasta el fondo. No estoy defendiendo la literatura negra; la sordidez irrespirable de un Gènet. Pero me niego a aceptar que la única tragedia posible sea la del hombre al que aplasta el tren. Que lo aplastará hasta que los trenes en la sociedad sin clases sean plenamente eficientes. La contestación, sabes, se la dieron a Malraux en el Congreso de la Defensa de la Cultura de 1935. Y por eso pienso que el ejemplo de Neruda abonaría esta verdad: cuando se renuncia a esos torcedores intemporales del hombre, cuando se exorcizan sus viejos demonios, cuando se le da la espalda a los abismos, en el mismo mundo material, son las cosas las que pierden el sabor. Poca poesía sintió la belleza de la materia como la barroca, que todo lo veía con un regusto de interinidad y de muerte. Cuando ese regusto se pierde –la vida, además de hermosa, es esencialmente trágica– el destino del perdido es el de refugiarse en un plano de esquemas evasivos. Cuando se llega a él, poco importa que todo se decore con el oficio metafórico más eficiente, más ambicioso.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Creo, Real de Azúa, que has puesto el dedo en la llaga. Sin ánimo de paradoja me parece mucho más arraigado Borges con la realidad profunda (no con la corteza cambiante de cada día o siglo) que Neruda, salvo en aquellos poemas en que el chileno se olvida de muchas consignas y canta la sensualidad de la mujer amada o el goce de la tierra y de sus frutos. Este Borges corto de vista y encerrado en una biblioteca infinita, me parece estar siempre de cara a una realidad inmutable y terrorífica, una realidad que ha perdido su piel de vistosos colores y que no se deja conjurar por medio de fórmulas. Una realidad hecha de dolor y de un horrible sentimiento de impotencia ante el tiempo irreversible.

RAMA – Precisamente es de la idea de tiempo en ambos escritores que yo partiría para discrepar con tu afirmación paradojal. Borges ha dedicado parte de su obra a refutarlo, trastornado sus caracteres establecidos mediante el principio de regresión infinita, simultaneidad de acaeceres, pluralidad de escalas temporales distintas, etc. Ha tratado en definitiva de destruir el Tiempo para desenmascarar el rostro de una eternidad que lo salve de ese Saturno voraz. En verdad sólo ha conseguido destruir la idea del tiempo histórico o humano, con su firme juego de causa-efecto, al querer intuir un tiempo inhumano, pensado por Dios, un tiempo perfecto. Neruda, en cambio, se inicia en la revelación del tiempo emocional que es privativo de cada individuo y asciende al reconocimiento de un tiempo social e histórico al que descubre en pugna con el tiempo de la naturaleza. Por último consigue abrazarlos en una sola interpretación armoniosa que se expresa en las Alturas del Macchu Picchu.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Porque la idea del tiempo en Neruda está en el plano de la experiencia concreta e inmediata, en tanto que para Borges se da como experiencia de tipo psicológico alucinante, de caracteres indudablemente místicos. No es casual que Borges concluya su refutación del tiempo con estas palabras, que me permitiré recordarles: Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swendenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreverente y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

REAL DE AZÚA – Lo que viene a demostrar que Borges vive más en el plano de la cultura que en el de la circunstancia y que tiende a escapar del abrazo de la realidad por medio del solipsismo.

RAMA – Sí, pero hay algo más que una oposición de tipos humanos generales. Veo también una constante conflictual de toda la literatura argentina que no se da del otro lado de los Andes, ni en otros pueblos del continente. En Borges se reitera ese esquema clásico de la tierra argentina que opone desaforadamente, y desde los tiempos de Sarmiento, la civilización con la barbarie. Y en él se agudiza la incapacidad argentina para superar ese dilema y poder integrar de una vez la nacionalidad. Borges, como Groussac, como Sarmiento, como ese Francisco Laprida de su poema, asesinado por la montonera de los gauchos bárbaros, es un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes. Aunque en él una extraña debilidad corroe la actitud tradicional de la "inteligencia" de su patria. Este juez de los bárbaros se aproxima a los condenados con una honda nostalgia. El autor del cuento erudito "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" lo es también de esa apología del malevaje que se llama "Hombre de la esquina rosada". ¿Cómo no ver en la dolorosa ambivalencia de la personalidad de Borges un melancólico reconocimiento de sus limitaciones y una equívoca búsqueda de compensaciones?

RODRÍGUEZ MONEGAL – No hay que olvidarse que a todos esos nostálgicos de los tiempos de hierro de Perón les sacó el gusto por la violencia desconocida.

RAMA – Sí, aunque tampoco la experiencia le ha servido para una mejor ubicación sociológica. El caso de Neruda es muy distinto, pues para él no hay dilema entre civilización y barbarie. Primero porque es chileno; luego por su participación instintiva en un mundo orgánico que le permite reconocer la función histórica de un pueblo primitivo. Es cierto que se mueve dentro de él con ideas vagas –el marxismo de Neruda es insignificante y nada en él supera la consigna política...

RODRÍGUEZ MONEGAL – Yo sería menos radical. Su marxismo me parece, ante todo, una actitud emocional, una forma sentimental de adhesión a una causa positiva...

RAMA – Sea como sea, sus ideas le imponen una elección popular auténtica que rompe lo que en Borges aparece como ahogo de la individualidad.

REAL DE AZÚA – Lo curioso y hasta diría lo paradójico, es que tanto el erudito como el poeta proletario ven la realidad a través de las ideas, de los esquemas, de las culturas. (¿Hay otras manera de verla?) Borges vive en un mundo franca y hasta agresivamente cultural: el mundo de un gran patrimonio literario y metafísico...

RAMA – En una actitud analítica, disgregadora y pasiva. De ahí que él opere sobre esa tradición como un escoliasta: crea su obra en las márgenes de los libros ajenos y en su necesidad de un texto que comentar llega a inventar autores y libros para poder divulgar sus observaciones. Por eso me parece, sin que el calificativo menosprecie su excelencia, un escritor estrictamente marginal, que pertenece a una cultura marginal: la europea trasplantada totalmente a América y aún no asimilada.

REAL DE AZÚA – Yo apuntaba a otra cosa. Pero en fin... Si Borges me parece el escritor que habita el mundo de la cultura, Neruda no me parece representar, tan típicamente, el escritor que vive sólo en la realidad circundante. No pienso cuestionar la autenticidad de sus convicciones, pero ¿cómo no ver que todo el mecanismo de sus Odas elementales es sólo eso: un mecanismo, un esquema? Es seguro, por ejemplo, que su intuición poética debió plantearle alguna vez el contraste entre el esplendor adorable de los elementos, y las sombras, con que los vela, para millones de hombres la organización injusta de la sociedad y el peso de la miseria. Pero esa intuición que una vez fue original y sincera, ¿qué endurecimiento no padece cuando se hace el cañamazo obligado de tantas otras odas? ¿Y cómo no llamar esquemas en los que la realidad se maltrata, esas eternas sonrisas de las multitudes de sus poemas (sea en China o en Polonia) cuando desfilan los jerarcas del partido? ¿Y cómo no llamar esquema al heroísmo impecable y plutarquiano de todas las figuras ejemplares de su santoral, esos Julius Fucik producidos en cadena?

RODRÍGUEZ MONEGAL La objeción, que es válida sin duda, y me acuerdo ahora de aquel poema en que un pescador chileno intuía a la muerte de Stalin que Malenkov quedaba velando sobre el mundo progresista (¿quién velará el día de hoy?); aunque la objeción es válida me parece demasiado general para hacérsela a Neruda. Es un rasgo (virtud o defecto) del estilo épico, y en el que incurren desde Homero y la Leyenda Dorada hasta los plumíferos de la propaganda preelectoral. Creo que la intuición esencial de una simpatía entre el poeta y el pueblo, de una identificación sanguínea entre el poeta y el pueblo, es lo que verdaderamente importa. Y eso me parece existir sin lugar a dudas en el caso del chileno. A pesar de sus refinamientos de sibarita, de bibliófilo, de coleccionista de raros y luminosos caracoles; a pesar de su psicología de enfant gâté. Como creador, Neruda está ligado indisolublemente a la circunstancia del mundo, a sus hombres y mujeres.

RAMA – En tanto que Borges muele, hasta la fatiga, sus pesadillas de desterrado de este mundo. De ellas no puede salir sangre, porque esa sangre siempre ha procedido de lo concreto. Vivir es gracia concreta, decía Jorge Guillén. De ahí la gratuidad y el tedio de sus invenciones narrativas, por las que nunca pasa esa corriente emocional que está en la base de toda gran creación literaria: la poesía, sobre todo aquella en estado de incandescencia, la poesía ante la otredad necesaria, la que mueve el amor.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Censurar el tedio e invocar al mismo tiempo a Jorge Guillén me parece paradójico, pero en fin. Supongo que lo que nos separa es algo inconciliable como la famosa disputa sobre si es mejor el invierno que el verano. Hay quienes se enferman con el calor y quienes no soportan el frío. Si algo me parecen los relatos de Borges es sobreabundantes de invenciones narrativas y cargados de un patetismo confesional que en algunos cuentos como "Funes el memorioso" o "El sur" toca extremos intolerables. Pero es claro, hay quienes son capaces de jurar que Dante es ilegible.

RAMA – Más de una comparación odiosa, has hecho un ejercicio estilístico borgiano, aproximando cosas tan lejanas e incomparables como Borges y Dante. No hay duda, Rodríguez Monegal, que nuestra discrepancia es inconciliable. En todo Funes, que es de lo mejor de Borges, sólo encuentro cuatro líneas de invención narrativa –el muchacho que corre sobre la pared– y en cuanto al patetismo confesional, sólo será perceptible mientras vivan quienes se esfuercen por ver allí al Borges que conocen y que quieren. Mientras las pesadillas de Borges me parecen gratuitas y la ausencia en ellas del "otro" una elusión de la más honda circunstancia humana, toco en Neruda más que un hombre: un continente, un pueblo, sentimientos permanentes. Concedo que derrama demasiadas palabras sobre ellos, pero de ese torrente abusivo se extrae algo nuestro, muy americano: la energía creadora que él supo poner previamente en la realidad.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Si lo que quieres decir es que Borges se agota en sí mismo –vale decir: en el mundo por él creado con palabras–, en tanto que Neruda se proyecta sobre el mundo y sirve de apoyo a otros, es eso lo que quieres decir, creo que estamos de acuerdo a pesar de todo. Nada me ha parecido nunca tan inútil como el afán de los borgianos por reproducir las fantasías y los puntos de vista de Borges. Lo que primero postula una literatura como la de Borges es su absoluta singularidad. Lo único que es posible tomarle es una cierta intuición del lenguaje, una exigencia de estilo, la pista de algunos autores olvidados o desconocidos.

RAMA – Por eso me parece aguda y fermental su labor crítica.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Aunque esencialmente ella no sea sino otra forma del solipsismo borgiano, un ejercicio de la crítica orientada a iluminar problemas y motivos que más tarde el creador se encargará de ilustrar en poemas o en relatos. Una forma de esa crítica que Eliot ha llamado crítica del practicante.

RAMA – De acuerdo. Por eso el modo con que Borges trata la cultura occidental es característico de sus limitaciones singulares. Creo que en él opera una de las funciones del fenómeno intelectual americano: la extremación de los temas europeos hasta su mayor riesgo aventurero, porque previamente se lo ha liberado de sus contextos explicativos.

RODRÍGUEZ MONEGAL – No hay que olvidar, a propósito, que la aventura personal de Borges arranca de la experiencia de una Europa convulsionada por los ismos de la primera postguerra y de la búsqueda disparatada de lo nuevo.

REAL DE AZÚA – Como tampoco hay que olvidar, en el caso de Neruda, su experiencia superrealista, de la que tanto caudal se hace en Residencia en la tierra y de la que sobrenadan fastuosas metáforas hasta en las Odas.

RAMA – Sí, pero en Neruda parecen más claras las fuentes nutricias de la poesía española (a pesar de la influencia innegable de Whitman), de esa poesía española del siglo XIX y comienzos del XX que tanto pesa sobre sus primeros libros. Aunque sea necesario aclarar, una vez más, que estas influencias no funcionan regresivamente hacia sus orígenes, sino que se nutren del material americano que circunda al poeta, ya sea en la violencia personal, ya en la colectiva. En tanto que en Borges la situación parece más desgarrada y agónica. Nunca podrá ser un europeo porque algo esencial para su visión del mundo es estar plantado en América, o sea, en las márgenes del Occidente. Por lo tanto me parece que es un americano en el mismo sentido en que fue un americano el Rubén Darío de Prosas profanas.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Al que en su época todos, de Rodó para abajo, veían como poeta exótico. No es el poeta de América..., así empieza Rodó su estudio, y el mismo Darío dejaba a Walt Whitman el cuidado de entonar alabanzas a la democracia, al vulgo municipal y espeso.

REAL DE AZÚA – Yo creo que nos dispersamos. Por ello sería oportuno atacar el tema por un nuevo ángulo. Todo esto de arraigo y evasión, resulta excesivamente sociológico. Y ni Borges ni Neruda son al fin y al cabo sociólogos, sino creadores. El escritor, en puridad, sólo está inexorablemente arraigado en un mundo; esto es, el mundo suyo, el mundo que él mismo crea. El no estarlo, excepcionalmente, el resbalar como un puro oficio, sobre mundos distintos, artificiosamente armados, o el investirse en los ajenos es lo que en valoración literaria estricta suele tacharse de ductilidad, de superfluidad, de insinceridad, o (mejor) para usar el sustantivo gideano: de falta de necesidad. Creo que este caso hay que descartarlo al hablar de los dos. Ambos son escritores importantes y si lo son es por ser "necesarios". Ahora bien: reconocer que Borges y Neruda tienen cada uno su mundo es sólo un paso previo. En cada mundo se puede inscribir una variedad ilimitada de elementos, ideas, emociones, cosas, artefactos, naturaleza, consignas. En un primer plano, me parece importante la afirmación de que el escritor debe explorar su mundo y este explorar su incanjeable mundo es un mostrarse a sí mismo, es un configurar su obra. Esto es: un conocer, un expresarse y un hacer. En este sentido, creo que Borges y Neruda son escritores plenamente arraigados. Todo otro tipo de discusión la considero inútil.

RODRÍGUEZ MONEGAL – De acuerdo. Pero para llegar a esta evidencia no me parece inútil la discusión (y destrucción) de las falacias que hemos considerado antes. Porque lamentablemente lo que la mayoría de los lectores ve en Borges o en Neruda es lo accidental: el exquisito o intolerable cosmopolitismo de Borges que enfurece a los sociólogos y hace desmayar de languidez a las mismas señoras de sociedad; el carné del partido que aterroriza a las mismas señoras pero que parece una garantía a muchos lectores de Neruda. Y eso es lo accidental de ambos. Porque la literatura americana está plagada de exquisitos cosmopolitanos (el viaje a París paladeado toda la vida) y también está plagada de los muchachos del partido que ven en nuestra realidad las consignas variables de un lejano imperio. Y hay muy pocos capaces de ver en Borges al creador de un mundo absolutamente personal y vivo que no depende sino de él mismo, de su fuerza de expresión, de sus intuiciones, de sus padecimientos, como hay muy pocos capaces de ver en Neruda al creador de un mundo real de consignas y discursos preelectorales sino hecho de la alegría y de la solidaridad, de la pasión carnal y del entusiasmo por la grandeza americana. Es decir: hay muy pocos capaces de ver en Borges y en Neruda dos grandes creadores que se inscriben (de distinta aunque auténtica manera) en la tradición de la cultura americana.

RAMA – Si me permites, creo que habría que mirar un poco más detenidamente este último aspecto. La palabra tradición se está usando tanto últimamente que corre el riesgo de no significar nada. Me parece importante empezar por la actitud de Borges frente a ella. Creo que puede definirse como conservadora. Borges es un europeo marginal o americano agónico. En su obra se percibe el esfuerzo por crear arquetipos ideales, formas que pueden tener validez universal como utensilios espirituales, y que establezcan así la continuidad histórica de la cultura a través del Atlántico. Más aún: creo que Borges es el primer americano que ve en su totalidad el fenómeno nuevo del siglo XX, el de la gran cultura universal y no exclusivamente europea, y que intenta engranar a América en ese concierto que supera la fácil oposición de Oriente y Occidente.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Eso me parece muy importante y me pregunto si no es lo mismo que trata de hacer Neruda, aunque desde un planteo más político y social, en Las uvas y el viento.

RAMA – Sí, en cuanto acepta un credo político con vocación universalista. En Borges la tarea de inserción de América en una cultura universal queda contaminada de un subjetivismo enrarecido. Borges construye un laberinto, sin ley clara que lo rija y por lo tanto lo destruye; un laberinto personal que cada día se le consolida más.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Un laberinto cuyo hilo es la palabra de Borges.

RAMA – La actitud de Neruda ante el problema de la tradición es por otra parte la más ilógica, la más oportunista, también la más efectiva en este momento. Neruda se nutre de los valores del mundo occidental, de él toma su individualismo burgués, su hiperestesia emocional (de los Veinte poemas, las primeras Residencias).

REAL DE AZÚA – ¿Y por qué no ciertos Versos de cierto capitán?

RAMA – Ellos también. La hiperestesia emocional, el individualismo burgués, y hasta el socialismo ayuntado con el nacionalismo, derivan del mundo occidental. Pero al mismo tiempo Neruda está dispuesto a renegar de sus fuentes y a afirmar que con sólo América se basta, decretando que el hombre no es el producto de su herencia espiritual sino del medio telúrico en que se desarrolla y actúa.

REAL DE AZÚA – Lo que es muy poco marxista. En este mundo espacializado de Neruda, el hombre acaba por quedar alienado a la naturaleza. ¡Qué hubiera dicho Engels!

RODRÍGUEZ MONEGAL – Aunque en verdad Neruda acepte sumisamente un esquema europeo del siglo XIX, el socialismo; pero en su flexibilidad vital está su carta de triunfo contra Borges, heredero y conservador de la cultura universal. América es fecundada por él y procrea.

REAL DE AZÚA – Yo quisiera ir más lejos en el análisis. Considero que este dilema de arraigo y evasión, que estamos manejando como lugar común de nuestra charla, es uno de esos dualismos característicos de todas las literaturas marginales y no sólo de la americana, un dualismo típico de culturas, sin madurez. Y si pienso esto, es porque el deber de arraigarse o el pecado de evadirse (ya que esta actitud aparece siempre cargada de un sentido peyorativo), no se plantea en la literatura de Europa con la abrumadora asiduidad con que se hace en las nuestras. La voluntad de testimoniar el mundo y la correlativa de jugarse con él no falta, es claro en la literatura inglesa, en la francesa, en la alemana, en todas. Pero en ellas es el resultado de opciones individuales o de grupo; nunca es una consigna que se renueve y generalice hasta cubrir todo el sentido del deber y el destino del escritor.

RAMA – Si me permites, Real de Azúa, creo que tu planteo es válido si se piensa en las literaturas europeas de estos últimos siglos. Pero ¿acaso no sucedía lo mismo que hoy en América en cada nación de Europa cuando frente a los modelos clásicos, Francia o Inglaterra o Alemania o España sólo podía oponer balbuceos o proyectos? Creo que el problema de evasión y arraigo es típico de toda literatura que se encuentra en una etapa de formación y se enfrenta a literaturas ya formadas. Pero esto nos llevaría demasiado lejos.

REAL DE AZÚA – Precisamente. Hoy en Europa cada escritor elige su territorio particular y de esta suma de elecciones resulta la variedad infinita de enlaces entre el mundo imaginario y el mundo real, entre el arte y la vida. Porque lo normal es que toda literatura crezca y se encorpe por imitaciones individuales sumamente intrincadas.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Sí, ya sabemos que Cervantes leyó a los "novelistas" italianos y que Shakespeare saqueó a Plutarco y a Montaigne. Pero tanto Cervantes como Shakespeare tenían, además, una tradición nacional de la que nutrirse.

REAL DE AZÚA – En el caso de la literatura americana, y en especial de la iberoamericana, las imitaciones se ejercen en masa, de escuela en escuela, con tangible fidelidad y con todo un océano de por medio para hacer más evidente el fenómeno. La continuidad de esos hechos es lo que ha mantenido viva hasta hoy en América la consigna romántica de una literatura que refleje nuestro mundo.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Sí, todavía seguimos en la línea de Chateaubriand y de Heredia, todavía nos adoctrina Bello con su Oda a la agricultura de la zona tórrida, escrita en el exilio de Londres y cuyos ecos se perciben tan claros en el Canto general de Neruda. Todavía hoy la realidad para el poeta americano es la realidad circundante, a pesar de que leemos y gustamos de Melville y de Henry James y de Franz Kafka.

REAL DE AZÚA – Más allá de estos hechos, este par de palabras tan usado –evasión, arraigo– oculta mucho más un conflicto ético y vital, de conducta, que una ausencia de dualidad literaria. Quiero decir: por su naturaleza tan evidente de norma, o de infracción a ella, están mostrándose como lo que son: como un imperativo ético. Significan que el autor debe asumir el mundo que lo rodea, en el doble sentido de incorporarlo a su obra (y aun en el sentido existencial de incorporarlo cambiándolo) y también en el otro. En el otro de acompasar su labor con su conducta de hombre y de ciudadano, que lo comprometa, que lo embarque en el destino de la colectividad que integra.

RODRÍGUEZ MONEGAL – ¿Qué sea un escritor comprometido, según la terminología puesta de moda a partir de la Liberación de Francia? Pero el compromiso del artista es inevitable, es decir: el compromiso con su propia obra, y en cuanto al compromiso con la realidad social y política, todo dependerá del punto de mira del que juzga. Los comunistas que aplauden a Neruda su militancia ¿cómo pueden tolerar la anglofilia de Borges? Y viceversa.

REAL DE AZÚA – Lo que nos llevaría a reeditar los argumentos de los parricidas que ya han merecido la dudosa consagración de un estudio. No, es más fecundo volver al punto de partida. No creo que lo serio en Borges sea la ausencia de lo nacional y lo rioplatense (esto no falta en su obra) ni siquiera la ausencia de participación íntima y cordial con esta zona de sus temas que Murena ha denunciado.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Repitiendo la famosa acusación de la sartén del cazo.

REAL DE AZÚA – No. Lo más grave en Borges es cierto regodeo juguetón, como de niño modelo que larga un día delante sus padres la mala palabra recién aprendida. Es esa deliberada voluntad con que siempre ha buscado asombrar a su público al barajar calidades tan estruendosamente heterogéneas como las de Henry Adams y Carlos Gardel, las de Hilario Ascasubi y Thomas de Quincey.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Rectifico: a Hilario Ascasubi con Béranger. Véase Aspectos de la literatura gauchesca.

REAL DE AZÚA – Estaba improvisando ejemplos y el que citas no tiene mucho de heterogéneo. Lo más serio de Borges es hasta qué punto se ve ese mundo como extraño a su propia trayectoria histórica y personal. Ese dejar ver hasta qué punto siente ajeno su mundo (Buenos Aires, alta burguesía, cultura y educación de invernadero) al otro que es sólo materia de un juego decorativo, o cuyos sucedáneos o sucesores reales, más o menos degenerados, más o menos auténticos no le provocan otra cosa que encogimiento o asco.

RAMA – ¿Cómo era aquella frase suya de descubrir un día (el de la Liberación de París) que no toda emoción colectiva era innoble?

RODRÍGUEZ MONEGAL – Por favor, señores, no valen citas fuera de contexto.

REAL DE AZÚA – No estaría de más un poco de orden. Decía que el desarraigo de Borges (o su evasión) no consiste pues en no vivir en su propio mundo, ni en habitar en una tradición cultural que, con pleno derecho, ha escogido. Ni tampoco en no reflejar su obra esa multitud de cosas nuestra ni siquiera en no sufrir con su circunstancia. Tal vez no la sufriera el Borges anterior a Perón, el de esos años de la Historia Argentina (1932-1943) tan conocidos por la "Década Infame", el mero porteño anglófilo. La sufre, en cambio, el Borges de la década terminada en 1955. Pero una cosa es sufrir y otra comprender. Borges no es hombre que comprende esa circunstancia que sufre y goza, y que lo condiciona. No me refiero a sus entusiasmos revolucionarios, eso es lo pasajero. Pero quien escribió un libro sobre Lugones omitiendo lo más valioso y lo más vivo, del autor de los "Romances del Río Seco", esto es; la pasión y el dolor de ser argentino, y el Borges que en reciente nota polémica dice creer que las oligarquías, el imperialismo y los consorcios internacionales son sólo temas de propaganda liberticia, no me parece, sinceramente, un hombre que entienda en todos sus entenderes el mundo que le constriñe. Y eso es bien visible y se paga en su obra.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Con permiso. Empiezas hablando del hombre y luego pasas a la obra. Pero la obra la escribe el creador dentro del hombre y no el hombre del carné de identidad. Si Borges pretendiera tener alguna validez como creador de teorías políticas o como candidato político, el argumento sería impecable. Pero la validez de Borges es como creador de un mundo: un mundo hecho de dolor y de angustia, de frustraciones personales, de pesadilla recurrente. Ese mundo es el de una criatura oprimida por la realidad, acosada por ella, aplastada y que se evade creando hacia dentro, hacia el centro mismo de Borges. En esa creación ¿qué importan estéticamente los errores que cometa el ciudadano Borges? ¿O el ciudadano Kafka? ¿O acaso la Divina Comedia vale menos si creemos que Dante estaba equivocado al sostener a los gibelinos contra los güelfos? ¿Vale menos Shakespeare si somos ateos? ¿Vale menos el arte literario de Platón si somos aristotélicos? ¿Hasta cuándo seguiremos mezclando el creador y el ciudadano? Castiguen todo lo que quieran al hombre que firma expedientes o manifiestos de adhesión o repudio. Pero busquen al creador donde se le encuentra. O acaso alguien (fuera del pequeñísimo grupo de fanáticos) piensa que Borges político tiene otra significación que la de espléndida cabeza de turco para los ejércitos estilísticos –arte de injuriar, lecciones elementales– de los llamados parricidas?

RAMA – Pero ¿qué confianza podremos prestar a la visión "literaria", no política, de la realidad, en un hombre que como tú dices, oprimido, acosado, aplastado por ella, se refugia dentro de si mismo? Porque, además, Borges es hombre para saber, con Sartre, que no encontrará dentro de sí nada que no hay puesto previamente. De ahí el hastío de sí mismo que él confiesa y que yo veo que tiene buena parte de sus obras; de ahí esa angustia vana que sólo por exceso admirativo ha podido compararse con la terrible de Kafka.

REAL DE AZÚA – Lo político es índice, mero reflejo de un desarraigo más amplio. A mi modo de ver, ambos, Neruda y Borges, están a su modo y por distintas razones, desarraigados de la última condición del hombre, por más desarraigados que los quieran mostrar en sus respectivos credos con sus más dóciles admiradores.

RODRÍGUEZ MONEGAL – Yo estoy clamorosamente en desacuerdo. Creo que tanto Borges como Neruda tocan zonas muy esenciales y últimas del hombre. Creo que lo que no advierten todos sus lectores en ambos es el mecanismo más externo de expresión: el aparente juego de Borges con temas graves, el mecánico ejercicio de la solidaridad de Neruda. Pero cuando se hunde la mano en el mundo por ellos creado lo que se alcanza no es juego sino angustia, no es solidaridad mecánica sino amor.

RAMA – Y yo creo que podríamos seguir discutiendo circular e infinitamente hasta la consumación de los siglos. Propongo un cuarto intermedio hasta el día del juicio.

REAL DE AZÚA – De acuerdo. Aunque confío, sin embargo, en que algunas cosas hayan quedado en claro, que éste no haya sido otro diálogo de sordos...

RODRÍGUEZ MONEGAL – ¿Cómo dijiste?



Revista Nacional, segundo ciclo, Año IV, Nº 202
Montevideo, octubre-diciembre, 1959
Via Francisco Alvez Francese [FB]

Foto:Jorge Luis Borges, Carlos Martínez Moreno y Emir Rodríguez Monegal (Montevideo, c.1948) 
incluida en Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987) Via


14/2/15

Jorge Luis Borges: El impostor inverosímil Tom Castro







Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile y de Valparaíso, hacia 1850, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que retorna a estas tierras —siquiera en calidad de mero fantasma y de pasatiempo del sábado. El registro de nacimiento de Wapping lo llama Arthur Orton y lo inscribe en la fecha 7 de junio de 1834. Sabemos que era hijo de un carnicero, que su infancia conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y que sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de la autoridad de los padres, la iniciación heroica. La geografía la recomienda y aun la Escritura (Salmos, 107): Los que bajan en barcas a la mar, los que comercian en las grandes aguas; ésos ven las obras de Dios y sus maravillas en el abismo. Orton huyó de su deplorable suburbio color rosa tiznado y bajó en un barco a la mar y contempló con el habitual desengaño la Cruz del Sur, y desertó en el puerto de Valparaíso. Era persona de una sosegada idiotez. Lógicamente, hubiera podido (y debido) morirse de hambre, pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre infinita le conciliaron el favor de cierta familia de Castro, cuyo nombre adoptó. De ese episodio sudamericano no quedan huellas, pero su gratitud no decayó, puesto que en 1861 reaparece en Australia, siempre con ese nombre: Tom Castro. En Sydney conoció a un tal Bogle, un negro sirviente. Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad. Tenía una segunda condición, que determinados manuales de etnografía han negado a su raza: la ocurrencia genial. Ya veremos luego la prueba. Era un varón morigerado y decente, con los antiguos apetitos africanos muy corregidos por el uso y abuso del calvinismo. Fuera de las visitas del dios (que describiremos después) era absolutamente normal, sin otra irregularidad que un pudoroso y largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando del Este, del Oeste, del Sur y del Norte, del violento vehículo que daría fin a sus días.

Orton lo vio un atardecer en una desmantelada esquina de Sydney, creándose decisión para sortear la imaginaria muerte. Al rato largo de mirarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto, un protectorado se estableció: el del negro inseguro y monumental sobre el obeso tarambana de Wapping. En setiembre de 1865, ambos leyeron en un diario local un desolado aviso.


El idolatrado hombre muerto
En las postrimerías de abril de 1854 (mientras Orton provocaba las efusiones de la hospitalidad chilena, amplia como sus patios) naufragó en aguas del Atlántico el vapor Mermaid, procedente de Río de Janeiro, con rumbo a Liverpool. Entre los que perecieron estaba Roger Charles Tichborne, militar inglés criado en Francia, mayorazgo de una de las principales familias católicas de Inglaterra. Parece inverosímil, pero la muerte de ese joven afrancesado, que hablaba inglés con el más fino acento de París y despertaba ese incomparable rencor que sólo causan la inteligencia, la gracia y la pedantería francesas, fue un acontecimiento trascendental en el destino de Orton, que jamás lo había visto. Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en su muerte y publicó desconsolados avisos en los periódicos de más amplia circulación. Uno de esos avisos cayó en las blandas manos funerarias del negro Bogle, que concibió un proyecto genial.


Las virtudes de la disparidad
Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo. El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora; nos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amable de imbécil, pelo castaño y una inmejorable ignorancia del idioma francés. Bogle sabía que un facsímil perfecto del anhelado Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.


El encuentro
Tom Castro, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez, tan afligente pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos ortográficos. En la imponente soledad de un hotel de París, la dama la leyó y la releyó con lágrimas felices y en pocos días encontró los recuerdos que le pedía su hijo.
El 16 de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre reconoció al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de veras lo tenía, podía prescindir del diario y las cartas que él le mandó desde el Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo: ni una faltaba.
Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse el plácido fantasma de Roger Charles.

Ad Majorem Dei Gloriam
Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado por la apoteosis providencial de su industria. El Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así. Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente de Australia. Orton contaba con el apoyo de los innumerables acreedores que habían determinado que él era Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia, Edward Hopkins, y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba que el supuesto Tichborne era un descarado impostor. La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato: las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger Charles era blanco de un complot abominable de los jesuitas.

El carruaje
Ciento noventa días duró el proceso. Alrededor de cien testigos prestaron fe de que el acusado era Tichborne —entre ellos, cuatro compañeros de armas del regimiento seis de dragones. Sus partidarios no cesaban de repetir que no era un impostor, ya que de haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de su modelo. Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es evidente que una madre no se equivoca. Todo iba bien, o más o menos bien, hasta que una antigua querida de Orton compareció ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa pérfida maniobra de los «parientes»; requirió galera y paraguas y fue a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles de Londres. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar a Primrose Hill lo alcanzó el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio venir, lanzó un grito, pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con violencia contra las piedras. Los marcadores cascos del jamelgo le partieron el cráneo.

El espectro
Tom Castro era el fantasma de Tichborne, pero un pobre fantasma habitado por el genio de Bogle. Cuando le dijeron que éste había muerto se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil prever el fin.
El 27 de febrero de 1874, Arthur Orton (alias) Tom Castro fue condenado a catorce años de trabajos forzados. En la cárcel se hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó —la de la prisión— recorrió las aldeas y los centros del Reino Unido, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba su inocencia o afirmaba su culpa. Su modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó por defensa y acabó por confesión, siempre al servicio de las inclinaciones del público.
El 2 de abril de 1898 murió.




En Historia universal de la infamia (1935)
Foto: Captura video Borges and I [s/f]
Arts International Presentation



13/2/15

Jorge Luis Borges: Composición escrita en un ejemplar de la gesta de "Beowulf"








A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza
la lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
deja caer la en vano repetida
palabra y es así como mi vida
teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo.



En El otro, el mismo (1969)
Imagen: Busto de Borges por Carlos Estévez - Jardín de los Poetas, 1996
Jardines de Palermo, Buenos Aires
Foto: Patricia Damiano



12/2/15

Jorge Luis Borges: Milonga de Don Nicanor Paredes






Venga un rasgueo y ahora,
Con el permiso de ustedes,
le estoy cantando, señores,
a don Nicanor Paredes.
No lo vi rígido y muerto
ni siquiera lo vi enfermo;
lo veo con paso firme
pisar su feudo, Palermo.
El bigote un poco gris
pero en los ojos el brillo
y cerca del corazón
El bultito del cuchillo.
El cuchillo de esa muerte
de la que no le gustaba
hablar; alguna desgracia
de cuadreras o de taba.
De atrio, más bien. Fue caudillo,
si no me marra la cuenta,
allá por los tiempos bravos
del ochocientos noventa.
Lacia y dura la melena
y aquel empaque de toro;
la chalina sobre el hombro
y el rumboso anillo de oro.
Entre sus hombres había
muchos de valor sereno;
Juan Muraña y aquel Suárez
apellidado el Chileno.
Cuando entre esa gente mala
se arma algún entrevero
él lo paraba de golpe,
de un grito o con el talero.
Varón de ánimo parejo
en la buena o en la mala;
«En casa de jabonero
el que no se cae se refala».
Sabía contar sucedidos,
al compás de la vihuela,
de las casas de Junín
y de las carpas de Adela.

Ahora está muerto y con él
cuánta memoria se apaga
de aquel Palermo perdido
del baldío y de la daga.
Ahora está muerto y me digo
¿qué hará usted, don Nicanor,
en un cielo sin caballos
ni envido, retruco y flor?



En Para las seis cuerdas (1965)
Esta milonga, junto con otras y el relato Hombre de la Esquina Rosada
se grabó en un disco en la voz de Edmundo Rivero, con Astor Piazzolla,
donde Borges tomó parte. (Foto durante esa grabación, 1965)
Contenido de la grabación (LP El Tango) de Borges-Piazzolla-Rivero


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