9/5/15

Jorge Luis Borges: El cuento policial








Hay un libro titulado El florecimiento de la nueva Inglaterra, de Van Wyck Books. Este libro trata de un hecho extraordinario que sólo la astrología puede explicar: el florecimiento de hombres-genios, en una breve parte de Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XIX. Prefiero, evidentemente, a este New England que tiene tanto de Old England.. Sería fácil hacer una lista infinita de nombres. Podríamos nombrar a Emily Dickinson, Hermán Melville, Thoreau, Emerson, William James, Henry James y, desde luego, a Edgar Allan Poe, que nació en Boston, creo que en el año 1809. Mis fechas son, como se sabe, débiles. Hablar del relato policial es hablar de Edgar Allan Poe, que inventó el género; pero antes de hablar del género conviene discutir un pequeño problema previo: ¿existen, o no, los géneros literarios?

  Es sabido que Croce, en unas páginas de su Estética —su formidable Estética—, dice: Afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda. Es decir, se niegan los géneros y se afirman los individuos. A esto cabría decir que, desde luego, aunque todos los individuos son reales, precisarlos es generalizarlos. Desde luego, esta afirmación mía es una generalización y no debe ser permitida.

  Pensar es generalizar y necesitamos esos útiles arquetipos platónicos para poder afirmar algo. Entonces, ¿por qué no afirmar que hay géneros literarios? Yo agregaría una observación personal: los géneros literarios dependen, quizás, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. El hecho estético requiere la conjunción del lector y del texto y sólo entonces existe. Es absurdo suponer que un volumen sea mucho más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre. Entonces existe el fenómeno estético, que puede parecerse al momento en el cual el libro fue engendrado.

  Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector ha sido —ese lector se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones— engendrado por Edgar Allan Poe. Vamos a suponer que no existe ese lector, o supongamos algo quizá más interesante; que se trata de una persona muy lejana de nosotros. Puede ser un persa, un malayo, un rústico, un niño, una persona a quien le dicen que el Quijote es una novela policial; vamos a suponer que ese hipotético personaje haya leído novelas policiales y empiece a leer el Quijote. Entonces, ¿qué lee?

  En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial.

  Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: …de cuyo nombre no quiero acordarme…, ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable. Luego… no hace mucho tiempo… posiblemente lo que suceda no será tan aterrador como el futuro.

  La novela policial ha creado un tipo especial de lector. Eso suele olvidarse cuando se juzga la obra de Poe; porque si Poe creó el relato policial, creó después el tipo de lector de ficciones policiales. Para entender el relato policial debemos tener en cuenta el contexto general de la vida de Poe. Yo creo que Poe fue un extraordinario poeta romántico y fue más extraordinario en el conjunto de su obra, en nuestra memoria de su obra, que en una de las páginas de su obra. Es más extraordinario en prosa que en verso. En el verso de Poe ¿qué tenemos? Tenemos aquello que justificó lo que Emerson dijo de él: lo llamó «the jingleman»; el hombre del retintín, el hombre del sonsonete. Tenemos a un Tennyson muy menor, aunque quedan líneas memorables. Poe fue un proyector de sombras múltiples. ¿Cuántas cosas surgen de Poe?

  Podría decirse que hay dos hombres sin los cuales la literatura actual no sería lo que es; esos dos hombres son americanos y del siglo pasado: Walt Whitman —de él deriva lo que denominamos poesía civil, deriva Neruda, derivan tantas cosas, buenas o malas—; y Edgar Allan Poe, de quien deriva el simbolismo de Baudelaire, que fue discípulo suyo y le rezaba todas las noches. Derivan dos hechos que parecen muy lejanos y que sin embargo no lo son; son hechos afines. Deriva la idea de la literatura como un hecho intelectual y el relato policial. El primero —considerar la literatura como una operación de la mente, no del espíritu— es muy importante. El otro es mínimo, a pesar de haber inspirado a grandes escritores (pensamos en Stevenson, Dickens, Chesterton —el mejor heredero de Poe—). Esta literatura puede parecer subalterna y de hecho está declinando; actualmente ha sido superada o reemplazada por la ficción científica, que también tiene en Poe a uno de sus posibles padres.

  Volvemos al comienzo, a la idea de que la poesía es una creación de la mente. Esto se opone a toda la tradición anterior, donde la poesía era una operación del espíritu. Tenemos el hecho extraordinario de la Biblia, una serie de textos de distintos autores, de distintas épocas, de muy distinto tema, pero todos atribuidos a un personaje invisible: el Espíritu Santo. Se supone que el Espíritu Santo, la divinidad o una inteligencia infinita dicta diversas obras a diversos amanuenses en diversos países y en diversas épocas. Estas obras son, por ejemplo, el diálogo metafísico, el libro de Job, la historia, el libro de los Reyes, la teogonía, el Génesis y luego las anunciaciones de los profetas. Todas esas obras son distintas y las leemos como si una sola persona las hubiera escrito.

  Quizá, si somos panteístas, no hay que tomar demasiado en serio el hecho de que ahora seamos individuos diferentes: somos diferentes órganos de la divinidad continua. Es decir, el Espíritu Santo ha escrito todos los libros y también lee todos los libros, ya que está, en diverso grado, en cada uno de nosotros.

  Ahora bien: Poe fue un hombre que llevó una vida desventurada, según se sabe. Murió a los cuarenta años, estaba entregado al alcohol, entregado a la melancolía y a la neurosis. No tenemos por qué entrar en los detalles de la neurosis; bástenos con saber que Poe fue un hombre muy desdichado y que se movió predestinado a la desventura. Para librarse de ella dio en fulgurar y, acaso, en exagerar sus virtudes intelectuales. Poe se consideraba un gran poeta romántico, un genial poeta romántico, sobre todo cuando no escribía en verso, sobre todo cuando escribía una prosa, por ejemplo, cuando escribió el relato de Arthur Gordon Pym. Tenemos el primer nombre sajón: Arthur, Edgar, el segundo escocés: Allan, Gordon y, luego, Pym, Poe, que son equivalentes. El se veía a sí mismo intelectual y Pym se jactaba de ser un hombre capaz de juzgar y pensar todo. Había escrito aquel poema famoso que todos conocemos, demasiado porque no es uno de sus buenos poemas: El cuervo. Luego dio una conferencia en Boston, en la cual explicó cómo había llegado a ese tema.

  Comenzó por considerar las virtudes del estribillo y luego pensó en la fonética del inglés. Pensó que las dos letras más memorables y eficaces del idioma inglés eran la «o» y la «r»; entonces dio inmediatamente con la expresión never more nunca más. Eso era todo lo que él tenía al principio. Luego vino otro problema, tenía que justificar la reconstrucción de esa palabra, ya que es muy raro que un ser humano repita regularmente never more al final de cada estrofa. Entonces, pensó que no tenía porqué ser racional, y esto lo llevó a concebir la idea de un pájaro que habla. Pensó en un loro, pero un loro es indigno de la dignidad de la poesía; entonces pensó en un cuervo. O sea, que estaba leyendo en aquel momento la novela de Charles Dickens, Barnaby Rudge en la cual hay un cuervo. De modo que él tenía un cuervo que se llama never more y que repite continuamente su nombre. Eso es todo lo que Poe tenía al principio.

  Luego pensó: ¿cuál es el hecho más triste, el más melancólico que puede registrarse? Ese hecho tiene que ser la muerte de una mujer hermosa. ¿Quién puede lamentar mejor ese hecho? Desde luego, el amante de esa mujer. Entonces pensó en el amante que acaba de perder a su novia que se llama Leonore para rimar con never more ¿Dónde sitúa al amante? Entonces pensó: el cuervo es negro, ¿dónde puede resaltar mejor la negrura? Tiene que resaltar contra algo blanco; entonces la blancura de un busto y ese busto ¿de quién puede ser? Es el busto de Palas Atenea; ¿y dónde puede estar? En una biblioteca. Ahora, dice Poe, la unidad de su poema" necesitaba un recinto cerrado.

  Entonces situó el busto de Minerva en una biblioteca; ahí está el amante, solo, rodeado de sus libros y lamentando la muerte de su amada so lovesick more; luego entra el cuervo. ¿Por qué entra el cuervo? Bueno, la biblioteca es un lugar tranquilo y hay que contrastarlo con algo inquieto: él imagina una tempestad, imagina la noche tempestuosa que hace que el cuervo penetre. El hombre le pregunta quién es y el cuervo contesta never more y luego el hombre, para atormentarse de una forma masoquista, le hace preguntas para que en todas ellas le conteste: never more, never more, never more, nunca más, y sigue haciéndole preguntas. Al final, le dice al cuervo lo que puede entenderse como la primera metáfora que hay en el poema: arranqué su pico de su corazón y su forma de su puerta, y el cuervo (que ya simplemente es emblema de la memoria, de la memoria desdichadamente inmortal), el cuervo le contesta: never more. El sabe que está condenado a pasar el resto de su vida, de su vida fantástica, conversando con el cuervo, con el cuervo que le dirá siempre nunca más y le hará preguntas cuya respuesta ya conoce. Es decir, Poe quiere hacernos creer que escribió ese poema en forma intelectual; pero basta mirar un poco de cerca ese argumento para comprobar que es falaz.

  Poe pudo haber llegado a la idea del ser irracional usando, no un cuervo, sino un idiota, un borracho; entonces ya tendríamos un poema completamente distinto y menos explicable. Creo que Poe tenía ese orgullo de la inteligencia, él se duplicó en un personaje, eligió un personaje lejano —el que todos conocemos y que, indudablemente, es nuestro amigo aunque él no trata de ser nuestro amigo—: es un caballero, Auguste Dupin, el primer detective de la historia de la literatura. Es un caballero francés, un aristócrata francés muy pobre, que vive en un barrio apartado de París, con un amigo.

  Aquí tenemos otra tradición del cuento policial: el hecho de un misterio descubierto por obra de la inteligencia, por una operación intelectual. Ese hecho está ejecutado por un hombre muy inteligente que se llama Dupin, que se llamará después Sherlock Holmes, que se llamará más tarde el padre Brown, que tendrá otros nombres, otros nombres famosos sin duda. El primero de todos ellos, el modelo, el arquetipo podemos decir, es el caballero Charles Auguste Dupin, que vive con un amigo y él es el amigo que refiere la historia. Esto también forma parte de la tradición, y fue tomado mucho tiempo después de la muerte de Poe por el escritor irlandés Conan Doyle. Conan Doyle toma ese tema, un tema atractivo en sí, de la amistad entre dos personas distintas, que viene a ser, de alguna forma, el tema de la amistad entre don Quijote y Sancho, salvo que nunca llegan a una amistad perfecta. Que luego será el tema de Kim también, la amistad entre el muchachito menor y el sacerdote hindú, el tema de Don Segundo Sombra: el tema del tropero y el muchacho. El tema que se multiplica en la literatura argentina, el tema de la amistad que se ve en tantos libros de Gutiérrez.

  Conan Doyle imagina un personaje bastante tonto, con una inteligencia un poco inferior a la del lector, a quien llama el doctor Watson; el otro es un personaje un poco cómico y un poco venerable, también: Sherlock Holmes. Hace que las proezas intelectuales de Sherlock Holmes sean referidas por su amigo Watson, que no cesa de maravillarse y siempre se maneja por las apariencias, que se deja dominar por Sherlock Holmes y a quien le gusta dejarse dominar.

  Todo eso ya está en ese primer relato policial que escribió Poe, sin saber que inauguraba un género, llamado The Murders in the Rué Morgue (Los crímenes de la calle Morgue). Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.

  El pudo haber situado sus crímenes y sus detectives en Nueva York, pero entonces el lector habría estado pensando si las cosas se desarrollan realmente así, si la policía de Nueva York es de ese modo o de aquel otro. Resultaba más cómodo y está más desahogada la imaginación de Poe haciendo que todo aquello ocurriera en París, en un barrio desierto del sector Saint Germain. Por eso el primer detective de la ficción es un extranjero, el primer detective que la literatura registra es un francés. ¿Por qué un francés? Porque el que escribe la obra es un americano y necesita un personaje lejano. Para hacer más raros a esos personajes, hace que vivan de un modo distinto del que suelen vivir los hombres. Cuando amanece corren las cortinas, prenden las velas y al anochecer salen a caminar por las calles desiertas de París en busca de ese infinito azul, dice Poe, que sólo da una gran ciudad durmiendo; sentir al mismo tiempo lo multitudinario y la soledad, eso tiene que estimular el pensamiento.

  Yo me imagino a los dos amigos recorriendo las calles desiertas de París, de noche, y hablando ¿sobre qué? Hablando de filosofía, sobre temas intelectuales. Luego tenemos el crimen, ese crimen es el primer crimen de la literatura fantástica: el asesinato de dos mujeres. Yo diría los crímenes de la Rué Morgue, crímenes es más fuerte que asesinato. Se trata de esto: dos mujeres que han sido asesinadas en una habitación que parece inaccesible. Aquí Poe inaugura el misterio de la pieza cerrada con llave. Una de las mujeres fue estrangulada, la otra ha sido degollada con una navaja. Hay mucho dinero, cuarenta mil francos, que están desparramados en el suelo, todo está desparramado, todo sugiere la locura. Es decir, tenemos un principio brutal, inclusive terrible, y luego, al final, llega la solución.

  Pero esta solución no es solución para nosotros, porque todos nosotros conocemos el argumento antes de leer el cuento de Poe. Eso, desde luego, le resta mucha fuerza. (Es lo que ocurre con el caso análogo del doctor Jekyll y míster Hyde: sabemos que los dos son una misma persona, pero eso sólo pueden saberlo los lectores de Stevenson, otro discípulo de Poe. Si habla del extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, se propone desde el comienzo una dualidad de personas). ¿Quién podría pensar, además, que el asesino iba a resultar siendo un orangután, un mono?

  Se llega por medio de un artificio: el testimonio de quienes han entrado a la habitación antes de descubrirse el crimen. Todos ellos han reconocido una voz ronca que es la voz de un francés, han reconocido algunas palabras, una voz en la que no hay sílabas, han reconocido una voz extranjera. El español cree que se trata de un alemán, el alemán de un holandés el holandés de un italiano, etcétera; esa voz es la voz inhumana del mono, y luego se descubre el crimen; se descubre, pero nosotros ya sabemos la solución.

  Por eso podemos pensar mal de Poe, podemos pensar que sus argumentos son tan tenues que parecen transparentes. Lo son para nosotros, que ya los conocemos, pero no para los primeros lectores de ficciones policiales; no estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe. Los que leyeron ese cuento se quedaron maravillados y luego vinieron los otros.

  Poe ha dejado cinco ejemplos, uno se llama Tú eres el hombre: es el más débil de todos pero ha sido imitado después por Israel Zangwill en The big bow murder, que imita el crimen cometido en una habitación cerrada. Ahí tenemos un personaje, el asesino, que fue imitado después en El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux: es el hecho de que el detective resulta ser el asesino. Luego hay otro cuento que ha resultado ejemplar, La carta robada, y otro cuento, El escarabajo de oro. En La carta robada, el argumento es muy simple. Es una carta que ha sido robada por un crítico, la policía sabe que él la tiene. Lo hacen asaltar dos veces en la calle. Luego examinan la casa; para que nada se les escape, toda la casa ha sido dividida y subdividida; la policía dispone de microscopios, de lupas. Se toma cada libro de la biblioteca, luego se ve si ha sido encuadernado, se buscan rastros de polvo en la baldosa. Luego interviene Dupin. El dice que la policía se engaña, que tiene la idea que puede tener un chico, la idea de que algo se esconde en un escondrijo; pero el hecho no es así. Dupin va a visitar al político, que es amigo de él, y ve sobre la mesa, a la vista de todos, un sobre desgarrado. Se da cuenta de que ésa es la carta que todo el mundo ha buscado. Es la idea de esconder algo en forma visible, de hacer que algo sea tan visible que nadie lo encuentre. Además, al principio de cada cuento, para hacemos notar cómo Poe tomaba de un modo intelectual el cuento policial, hay disquisiciones sobre el análisis, hay una discusión sobre el ajedrez, se dice que el whist es superior o que las damas son superiores. 

   Poe deja esos cinco cuentos, y luego tenemos el otro: El misterio de Mary Rogêt, que es el más extraño de todos y el menos interesante para ser leído. Se trata de un crimen cometido en Nueva York: una muchacha, Mary Roger, fue asesinada, era florista según creo. Poe toma simplemente la noticia de los diarios. Hace transcurrir el crimen en París y hace que la muchacha se llame Marie Rogêt y luego sugiere cómo pudo haber sido cometido el crimen. Efectivamente, años después se descubrió al asesino y concordó con lo que Poe había escrito.

  Tenemos, pues, el relato policial como un género intelectual. Como un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales. Poe sabía que lo que él estaba haciendo no era realista, por eso sitúa la escena en París; y el razonador era un aristócrata, no la policía; por eso pone en ridículo a la policía. Es decir, Poe había creado un genio de lo intelectual. ¿Qué sucede después de la muerte de Poe? Muere, creo, en 1849; Walt Whitman, su otro gran contemporáneo, escribió una nota necrológica sobre él, diciendo que Poe era un ejecutante que sólo sabía tocar las notas graves del piano, que no representaba a la democracia americana —cosa que Poe nunca se había propuesto. Whitman fue injusto con él, y también Emerson lo fue. 

   Hay críticos, ahora, que lo subestiman. Pero yo creo que Poe, si lo tomamos en conjunto, tiene la obra de un genio, aunque sus cuentos, salvo el relato de Arthur Gordon Pym, son defectuosos. No obstante, todos ellos construyen un personaje, un personaje que vive más allá de los personajes creados por él, que vive más allá de Charles Auguste Dupin, de los crímenes, más allá de los misterios que ya no nos asustan.

  En Inglaterra, donde este género es tomado desde el punto de vista psicológico, tenemos las mejores novelas policiales que se han escrito: las de Wilkie Collins, La dama de blanco y La piedra lunar. Luego tenemos a Chesterton, el gran heredero de Poe. Chesterton dijo que no se habían escrito cuentos policiales superiores a los de Poe, pero Chesterton ——me parece a mí— es superior a Poe. Poe escribió cuentos puramente fantásticos. Digamos La máscara de la muerte roja, digamos El tonel de amontillado, que son puramente fantásticos. Además cuentos de razonamiento como esos cinco cuentos policiales. Pero Chesterton hizo algo distinto, escribió cuentos que son, a la vez, cuentos fantásticos y que, finalmente, tienen una solución policial. Voy a relatar uno El hombre invisible, publicado en 1905 ó 1908.

  El argumento viene a ser, brevemente, éste: Se trata de un fabricante de muñecos mecánicos, cocineros, porteros, mucamas y mecánicos que vive en una casa de departamentos, en lo alto de una colina nevada en Londres. Recibe amenazas acerca de que él va a morir —es una obra muy pequeña, esto es muy importante para el cuento—. Vive solo con sus sirvientes mecánicos, lo cual ya tiene algo de horrible. Un hombre que vive solo, rodeado de máquinas que remedan, vagamente, las formas de hombre. Por fin, recibe una carta donde le dicen que va a morir esa tarde. Llama a sus amigos, los amigos van a buscar a la policía y lo dejan solo entre sus muñecos, pero antes le piden al portero que se fije si entra alguien en la casa. Le encargan al policeman, le encargan a un vendedor de castañas asadas, también. Los tres prometen cumplir. Cuando vuelven con la policía, notan que hay pisadas en la nieve. Las que se acercan a la casa son tenues, las que se alejan están más hundidas, como si llevaran algo pesado. Entran en la casa y encuentran que el fabricante de muñecos ha desaparecido. Luego ven que hay cenizas en la chimenea. Aquí surge lo más fuerte del cuento, la sospecha del hombre devorado por sus muñecos mecánicos, eso es lo que más nos impresiona. Nos impresiona más que la solución. El asesino ha entrado en la casa, ha sido visto por el vendedor de castañas, por el vigilante y por el portero, pero no lo han visto porque es el cartero que llega todas las tardes a la misma hora. Ha matado a su víctima, lo ha cargado en la bolsa de la correspondencia. Luego quema la correspondencia y se aleja. El padre Brown lo ve, charla, oye su confesión y lo absuelve porque en los cuentos de Chesterton no hay arrestos ni nada violento.

  Actualmente, el género policial ha decaído mucho en Estados Unidos. El género policial es realista, de violencia, un género de violencias sexuales también. En todo caso, ha desaparecido. Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial. Este se ha mantenido en Inglaterra, donde todavía se escriben novelas muy tranquilas, donde el relato transcurre en una aldea inglesa; allí todo es intelectual, todo es tranquilo, no hay violencia, no hay mayor efusión de sangre. He intentado el género policial alguna vez, no estoy demasiado orgulloso de lo que he hecho. Lo he llevado a un terreno simbólico que no sé si cuadra. He escrito La muerte y la brújula. Algún texto policial con Bioy Casares, cuyos cuentos son muy superiores a los míos. Los cuentos de Isidro Parodi, que es un preso que, desde la cárcel, resuelve los crímenes.

  ¿Qué podríamos decir como apología del género policial? Hay una que es muy evidente y cierta: nuestra literatura tiende a lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, los argumentos, todo es muy vago. En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin. Estos los han escrito escritores subalternos, algunos los han escrito escritores excelentes: Dickens, Stevenson y, sobre todo, Wilkie Collins. Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio.

  16 de junio de 1978







En Borges, oral (1979)
Repetimos por adecuadas las fotos: Borges at Poe´s grave in Baltimore, 1983 
Fotos posiblemente Jeff Jerome, curador de la tumba de Poe 

Archivo La Nación


 

8/5/15

Jorge Luis Borges-Carlos Monge: Sobre Rubén Darío, Almafuerte y López Merino









Carlos Monge: ¿El idioma español se ha desarrollado, a su juicio, en términos literarios, en países periféricos como los de América Latina?

Jorge Luis Borges: Pero desde luego. Pienso que uno de los acontecimientos más importantes de la literatura española es el modernismo. Con Darío, Jaimes Freyre, que era boliviano, Lugones, argentino, y algún mexicano, ese movimiento inspira luego a grandes poetas españoles como Juan Ramón Jiménez y los Machado. Ya desde fines del siglo XIX, América ejerce influencia en este campo sobre España. Pero no digo esto contra España: es un hecho histórico. Quizás Antonio Machado haya sido superior a Darío y a Lugones, pero su obra no hubiera sido posible sin la de ellos. Que es lo que pasa con los poetas gauchescos; porque, si hay un poeta mediocre, ése es Bartolomé Hidalgo, pero sin Hidalgo hubiera sido imposible Ascasubi, y sin Ascasubi no se explica a Hernández... Esa libertad de la que gozamos ahora: el hecho de poder elegir metros, vocabulario y metáforas; todo eso procede del modernismo, cuyo padre es Rubén Darío. He conversado cinco o seis veces con Leopoldo Lugones, que era un hombre huraño, hosco, muy autoritario, con quien era difícil el diálogo, y cada vez que charlamos desviaba la conversación para hablar, con su tonada cordobesa, de “mi amigo y maestro Rubén Darío”. Con eso reconocía la relación filial que lo unía al nicaragüense. De hecho, su Lunario Sentimental está dedicado a Darío...

—Me interesa su opinión sobre dos poetas argentinos: Francisco López Merino y Almafuerte (Pedro B. Palacios), que escribió aquellos versos que comienzan diciendo: “No te sientas vencido ni aun vencido...”

—Bueno, López Merino era un poeta menor, ¿no? Pero yo creo que la poesía menor es un género, así como la poesía épica o lírica, y es un género al cual no hay razón alguna para rechazar. Ahora, en el caso de Almafuerte... creo que la literatura de este país ha producido dos hombres de genio: Sarmiento y Almafuerte. Desde luego, este último es autor de mucha poesía mala, pero eso puede decirse de todos los poetas. Chesterton decía: Yo me comprometo a hacer una antología de los peores versos de la literatura inglesa, siempre que me dejen incluir a Shakespeare, a Milton, etcétera... Almafuerte es interesante, especialmente, por su ética. Yo pensaba escribir un libro sobre él, desarrollando lo que está más o menos bosquejado en la obra de este gran poeta genial e inculto a la vez. Yo recibí la revelación de la poesía, parcialmente, gracias a él. Recuerdo que Evaristo Carriego, estando un domingo en casa, recitó El misionero. Él era amigo de Almafuerte y se lo sabía de memoria. Ese largo poema me hizo sentir la presencia de la poesía. Carriego empezó imitando a Almafuerte, cuando escribió aquel poema al que llamó “Los lobos”: “Una noche de invierno tan cruda / Que se vio en un portal la miseria..” —recita Borges, con su espléndida memoria—. En una ocasión —recuerda, dando otra vívida prueba de ella—, Pedro Palacios dijo de Lugones: “Quiere rugir, pero no puede. Es un Almafuerte para señoras...”
En cuanto a López Merino*, yo era muy amigo de él. Recuerdo que estuvo en nuestra casa —vivíamos en Quintana y Montevideo— unos días antes de su muerte, y cuando íbamos a encaminarlo a la parada del tranvía 38, que lo dejaba en Constitución, donde tomaba el tren para La Plata, dijo: Quiero despedirme del doctor Jorge Guillermo, que era mi padre, un abogado. Él estaba descansando, y se levantó para decirle adiós, sin saber que era la despedida definitiva, ya que a la semana recibimos la noticia de su suicidio. Se dice que se mató en el Bosque, pero me parece que no es así. Él acabó con su vida, tengo entendido, en el sótano del Jockey Club.



* Francisco López Merino, poeta platense, amigo de Borges 
Se suicidó, a los 23 años, el 22 de mayo de 1928. 
Ver Dos poemas dedicados a Francisco López Merino [N. de la E.]

En Conversaciones con Jorge Luis Borges
Entrevista de Carlos Monge, febrero de 1980
Revista Estudios Públicos, Nº 75
Año 1999, Santiago de Chile

Foto: Borges en Librería Casares
27 de noviembre de 1985
Foto propiedad Alberto Casares vía


6/5/15

5000 en Borges todo el año [FB], hoy, 6 de mayo 2015






Bienvenidos sean los próximos 5000




Jorge Luis Borges: A Francia







El frontispicio del castillo advertía:
Ya estabas aquí antes de entrar
y cuando salgas no sabrás que te quedas.

Diderot narra la parábola. En ella están mis días,
mis muchos días.
Me desviaron otros amores
y la erudición vagabunda,
pero no dejé nunca de estar en Francia
y estaré en Francia cuando la grata muerte me llame
en un lugar de Buenos Aires.
No diré la tarde y la luna: diré Verlaine.
No diré el mar y la cosmogonía; diré el nombre de Hugo.
No diré la amistad, sino Montaigne.
No diré el fuego; diré Juana,
y las sombras que evoco no disminuyen
una serie infinita.
¿Con qué verso entraste en mi vida
como aquel juglar del Bastardo
que entró cantando en la batalla,
que entró cantando la Chanson de Roland
y no vio el fin, pero presintió la victoria?
La firme voz rueda de siglo en siglo
y todas las espadas son Durandal.




Primera publicación en diario La Nación
9 de enero de 1977, Sección Literaria
Luego, en Historia de la Noche (1977)



5/5/15

Jorge Luis Borges: La larga busca







Anterior al tiempo o fuera del tiempo (ambas locuciones son vanas) o en un lugar que no es del espacio, hay un animal invisible, y acaso diáfano, que los hombres buscamos y que nos busca.
Sabemos que no puede medirse. Sabemos que no puede contarse, porque las formas que lo suman son infinitas.
Hay quienes lo han buscado en un pájaro, que está hecho de pájaros; hay quienes lo han buscado en una palabra o en las letras de esa palabra; hay quienes lo han buscado, y lo buscan, en un libro anterior al árabe en que fue escrito, y aún a todas las cosas; hay quien lo busca en la sentencia Soy El Que Soy.
Como las formas universales de la escolástica o los arquetipos de Whitehead, suele descender fugazmente. Dicen que habita los espejos, y que quien se mira Lo mira. Hay quienes lo ven o entrevén en la hermosa memoria de una batalla o en cada paraíso perdido.
Se conjetura que su sangre late en tu sangre, que todos los seres lo engendran y fueron engendrados por él y que basta invertir una clepsidra para medir su eternidad.
Acecha en los crepúsculos de Turner, en la mirada de una mujer, en la antigua cadencia del hexámetro, en la ignorante aurora, en la luna del horizonte o de la metáfora.
Nos elude de segundo en segundo. La sentencia del romano se gasta, las noches roen el mármol.



En Los conjurados (1985)
Foto: Captura Borges 75
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



4/5/15

Jorge Luis Borges: Respuesta a una encuesta publicada el 7 de septiembre de 1945 en la revista El Hogar








Interrogante: La velocidad es una conquista de nuestra época. ¿Cree usted que es útil?


Jorge Luis Borges: La pregunta me conmueve. Tiene el peculiar, el patético, el casi intolerable sabor de 1924, año en que el futurismo, tardía reedición italiana de ciertas inflexiones de Whitman, fue tardíamente reeditado en Buenos Aires. Pero ¿a qué alegar fechas tan próximas? Hace más o menos un siglo, De Quincey publicó un artículo titulado: “The glory of motion” (La gloria del movimiento), que declaraba que un insospechado placer, la velocidad, había sido revelado a los hombres mediante la invención de las diligencias.
Hace veinticuatro siglos, Zenón de Elea demostró que para que una distancia fuera infinita, bastaba subdividirla hasta lo infinito. Las velocidades, ahora, propenden a ser infinitas; el mundo, infinitesimal. Las técnicas para lograr la velocidad son admirables como medios; empobrecedoras como fines. Hay quienes creen haber circunnavegado el planeta; en verdad, no han hecho otra cosa que pasar de un hotel a otro hotel idéntico.
Hay quienes creen hablar por teléfono; en verdad, no hacen otra cosa que decir ¡hola! por teléfono. Hay quien mantiene, para comunicarse con Londres, un aparato receptor de onda corta; en verdad, no hace otra cosa que oír detonaciones, campanadas, cacofonías, gárgaras y zumbidos producidos en Londres. Viajar, ahora, es una de las formas más costosas de la inmovilidad.
Inventar o comprender una máquina es meritorio; manejarla es indiferente. Un hombre puede ser maestro en el arte de viajar en tranvía y ser harto menos complejo que un tranvía.

7 de septiembre de 1945


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
También en: Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
Año 41, N° 1873, 7 de septiembre de 1945
Foto Borges en la Librería Casares
Propiedad de Alberto Casares
27 de noviembre de 1985, Vía



3/5/15

Juan José Arreola: [Borges] Escritor imposible *








El don verbal de Juan José Arreola es capaz de crear prosas orales en las que lucidez y capacidad inventiva encarnan con asombrosa naturalidad en la perfección formal. Ser interlocutor de Arreola es una tarea en extremo sencilla. Basta una sola pregunta, lo demás lo provee el gran narrador. Si se corre con más suerte, acaso se le puedan “intercalar algunos silencios”, como decía Jorge Luis Borges al referirse a su propia experiencia como interlocutor arreoliano. En más de un sentido Borges y Arreola son espíritus afines. Ambos son a un tiempo humoristas y moralistas; comparten deudas y gastos literarios; descreen del folclorismo, del color local y de los nacionalismos estrechos. Borges siempre se dijo admirador de la obra del mexicano, al grado de incluirlo en su Biblioteca Personal, donde Arreola es vecino de Quevedo, Shaw, De Quincey, Wilde, O’Neill, Schwob… Arreola, por su parte, ya no lee a Borges, pero no por otra cosa sino porque se lo sabe de memoria. 

En la presente entrevista, realizada en ocasión del décimo aniversario de la muerte del escritor argentino, Arreola hace un recorrido por el universo borgiano. Las escasas preguntas y los más escasos silencios que este interlocutor pudo intercalar al espléndido monólogo de Arreola hubieron de ser retirados sin ningún pesar, con la misma naturalidad con que se desmontan los andamios de la finca terminada. 
JJD 


Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los límites de lo posible. A él le debo muchas cosas, entre otras haber entendido que hay escritores posibles y escritores imposibles. La primera categoría es la que demuestra que alguien puede llegar a ser escritor por una serie de actos de la voluntad. Ésta es una especie que se hace prácticamente a mano, con tenacidad, estudio, disciplina y otros medios racionales a través de los cuales sin embargo es posible también, a veces, conseguir—sería más propio decir: merecer—uno que otro “ don de la noche”, para usar una expresión feliz del mismo Borges. 

Por el otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa —, el que con mucha frecuencia escribe a pesar de sí mismo; el que no es consciente de que en él habita la capacidad de transmitir lo inefable, eso que hasta antes de su advenimiento parecía indecible. Es quien mejor encarna al ángel de Mallarmé, aquel que viene a renovar y purificar el lenguaje de la tribu (“Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”). Pienso en Rimbaud, en Baudelaire, en Kafka, en Poe, en el compañero Vallejo…, y en López Velarde y Juan Rulfo, para mencionar también a dos de los nuestros. El suyo es un caso parecido al milagro; nada más lejano a este tipo de escritor que el redactor voluntarioso, trabajador (probablemente correcto) que se impone la profesional tarea de publicar una novela cada año o el comprometido con la idea de terminar un libro de relatos para tal fecha o el que tiene la urgencia exterior de darle fin a una colección de poemas. Pero tampoco pretendo hacer una caricatura del escritor posible —aunque por desgracia esta caricatura se dé con tanta frecuencia en la realidad—, pues no son pocos los grandes autores que también honran este linaje: Goethe, Victor Hugo, Paul Valéry (quien negaba la existencia de la inspiración), nuestro Alfonso Reyes y tantos otros, Borges entre ellos. 

Rubén Darío es un caso singular en el que concurren, aunque en tiempos distintos, ambas categorías. Más de la mitad de su obra lírica se sustenta demasiado en los recursos formales, fonéticos, lógicos, de la retórica poética. A pesar de las innovaciones que introduce, en el primer Darío encontramos aún al poeta posible. Pero inusitadamente se separa de esa condición para aventurarse por los parajes de lo inefable: 

¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible 
que desde los abismos has venido a ser todo 
lo que en mi ser nerviosa y en mi cuerpo sensible 
forma la chispa sacar de la estatua de lodo! 

Y luego va más lejos y abandona también las referencias mitológicas y culturales — podría decirse que se desnuda de los últimos ropajes preciosistas—, para ahondar mejor en los abismos de la incertidumbre y tocar la condición primigenia de los seres, del ser y estar en el mundo: 

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, 
y más la piedra dura porque ésa ya no siente, 
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, 
ni mayor pesadumbre que la vida consciente. 

Otro caso parecido es el de Leopoldo Lugones, retórico en muchas páginas, pero poeta imposible en Lunario sentimental, El libro fiel y en tantas páginas más. Carlos Pellicer es otro ejemplo de la misma especie. En el momento en que escribe sus versos cívicos, su canto a Cuauhtémoc o Bolívar, no sale del terreno de la posibilidad; pero cuando no se propone hacer poesía, sino que simplemente la hace, entonces aparece el escritor imposible, como cuando amanece a la vida poética en aquel pueblecito de los Andes: 

Aquí no suceden cosas 
de mayor trascendencia que las rosas. 

La existencia de estos dos linajes literarios fue clara para mí desde el momento en que leí, a principios de los años cuarenta, Historia universal de la infamia, el primer libro de Borges que cayó en mis manos. En esta obra el autor demuestra —no directamente, desde luego— que alguien puede llegar a ser escritor si se lo propone. La misma idea aparece más explícitamente en otros textos suyos, como sería el caso de “Robert Browning resuelve ser poeta”, que puede ser leído como una suerte de arte poética suya, pues en él se dice que la escritura es una “profesión humana” que el sujeto elige. 


Cómo se hace un escritor 

Borges fue un hombre de letras (narrador, poeta, ensayista) self-made man, y ello a pesar de todo lo que recibió del otro (el estímulo y la ayuda que vienen de fuera), lo cual en su caso se remontaba a su primera infancia, porque si alguien tuvo un pasado de lector ése fue Borges. Y desde la infancia aparece en él la voluntad (palabra clave para explicar el fenómeno Borges) de ser escritor. Desde el principio creció en un medio eminentemente literario, en el seno de una familia donde la posibilidad de la escritura literalmente lo envolvía. Aparte de la excelente biblioteca familiar, estaba el ejemplo vivo de su padre, Jorge Guillermo Borges, que además de gran lector, fue muy buen traductor (sus versiones sobre Omar Khayyam son especialmente notables) e incluso novelista; el de la abuela paterna, que recordaba tanta literatura inglesa y, desde luego, el de su madre, que lo acompañó durante tantos años. 

Pero aparte de todo lo anterior, estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a una edad tempranísima resuelve ser escritor. Para ventura de sus sucesivos e innumerables lectores en el ancho mundo, lo excepcional del caso Borges viene de esa fe inquebrantable —de la cual se ha dicho con acierto que mueve montañas—, del empeño granítico del niño que dice: “Yo quiero escribir. Acabo de leer esta línea prodigiosa de tal poema, este relato maravilloso; yo quiero hacer estas cosas también”. Uno de sus biógrafos nos cuenta que a los siete u ocho años este niño letrado no sólo había escrito ya un relato de nombre “La visera fatal”, sino que también había traducido al español “El príncipe feliz” de Oscar Wilde. 

Al principio casi todo le llega de fuerza, hasta su argentinidad. Porque bien visto, todo ese fervor bonaerense y aun su apego cordial a Argentina —lo descubre cuando en compañía de su familia regresa a su tierra natal, luego de una prolongada residencia de varios años en Europa— provienen de un acto volitivo. Borges llegó a ser argentino casi de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito de la patria. También opta voluntariamente por el español —su patria literaria—, venciendo las tentaciones de otras lenguas que formaron parte asimismo de su vida cotidiana, familiar e intelectual: el inglés, el francés, el alemán. Elige el español para expresarse y enseguida se da cuenta del acierto de su elección. Descubre que su ser resuena, como él mismo lo dirá después, “al bronce de Quevedo”. Advierte que en la obra de éste habían desembocado muchas cosas, que ahí habitaba el genio vivo de la lengua, sobre todo cuando pudo comprobar cómo el gran poeta español había mejorado el texto francés de “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. Si Borges hubiera optado por cualquiera de las otras lenguas, posiblemente no habría podido conectarse con el esprit profond

El trato cotidiano con las grandes obras, aunado a su inteligencia y su cultivada sensibilidad, le permiten desarrollar muy pronto eso que se conoce como buen gusto. Afina asimismo su oído, un don que se verá intensificado luego con la pérdida gradual de la vista. El aislamiento, propio también de su condición de ciego, le facilita el repaso y la corrección constantes de sus textos, los cuales rumia una y otra vez antes de darlos a la imprenta. En este sentido, Borges hizo virtud de la necesidad. 

El insomnio y la ceguera lo alejan de lo inmediato y lo hacen optar por la mediatización cultural, algo que acabó teniendo un peso enorme en su obra. Aunque esto también tuvo consecuencias desfavorables. Durante mucho tiempo, Borges se engañó a sí mismo, pensando que con la mediatización podía adquirirlo todo. (Su magnífico repertorio de mediatización estuvo dado en buena medida por la Enciclopedia británica y la Historia de la filosofía de Baumer.) Pero desde sus primeros balbuceos poéticos —y ahí están para probarlo Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que son sobre todo un buen resumen del arte de la composición— hasta los libros de madurez, resulta claro que fueron precisamente los datos inmediatos de la conciencia —y no la erudición— los que hallaron la mejor resonancia en su ser. Al poeta hay que buscarlo menos en sus recreaciones mitológicas y eruditas y mucho más en el hombre que nos habla sin patetismo (una de sus grandes enseñanzas) del sentido hondo de las cosas que lo rodean: 

…¡Cuántas cosas, 
limas, umbrales, atlas, copas, clavos, 
nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! 
Durarán más allá de nuestro olvido: 
no sabrán nunca que nos hemos ido. 

No trato de minimizar la importancia de sus libros iniciales —libros que rescribió innecesariamente tratando de perfeccionarlos, aunque en ocasiones terminó agotándoles algunos de sus mejores jugos—. Todos los poemas en los que mitifica Buenos Aires o “El general Quiroga va en coche al muere” son textos muy apreciables. Pero son hijos sobre todo de la razón. Sin embargo, en su última etapa, el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de Elogio de la sombra, por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo inconsciente que da luz a las obras grandes, ésas que a veces llamamos maestras. 


La enciclopedia tiene un estilo 

En la raíz de la obra de Borges están la historia, la mitología, la filosofía y la literatura universal y, naturalmente, un grupo de obras y autores más o menos precisos. Ahora, lo curioso en su caso es que la enciclopedia le disolvió a casi todos los autores. De esta manera, las huellas de muchos de sus ascendientes literarios, que él en ocasiones negaba, quedaron prácticamente borradas. En Borges hay un efectivo regodeo por las formas literarias, las cuales encontraba incluso en las notas de los periódicos, en los sucesos misceláneos, a los que los franceses llaman fait divers, y ya no se diga en las fichas de la enciclopedia. 

Pero hay algo más: la enciclopedia tiene un estilo. Y no me refiero sólo a la Británica. La enciclopedia universal, escrita en alemán, en italiano, en español… es un lenguaje, y un lenguaje que es lección para los literatos. Los autores de fichas y artículos, los redactores enciclopedistas, practican el arte de la concisión. El estilo pulcro y sobrio de Borges viene en buena medida de esa concisión, del estilo clausular (encapsulador) de la enciclopedia. 


De conceptista al gran poeta 

La primera vez que hablé con Borges logré que tolerara la idea de que su desestima de la literatura castellana de conceptistas y retruecanistas provenía de que en el fondo él era uno de ellos. Le recordé el poema terrible que había escrito sobre Baltasar Gracián: 

Laberintos, retruécanos, emblemas, 
helada y laboriosa nadería, 
fue para este jesuita la poesía, 
reducida por él a estratagemas… 

Repasamos este poema a lo largo de sus once cuartetos y, para mi asombro, Borges acabó aceptando que se reconocía en los reproches que le hacía a Gracián: en las argucias, en los laberintos, en los emblemas, pues también él había cultivado la “helada y laboriosa nadería”. Entonces vio con un espíritu fraternal al gran retórico español y pudo decir de él lo que Baudelaire dice del lector en el prólogo de Las flores del mal: “mon semblade, mon frère!” [Años después, me llamó la atención encontrar en su libro La moneda de hierro, que es de 1976, un poema precioso (“Remordimiento”), donde al hacer un balance de su propia vida y de lo que los demás esperaban de él, se hace a sí mismo precisamente este reproche: “Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías”]. 

Pero el Borges poeta —el prosista es otra cosa— de las laboriosas naderías da un salto maravilloso al Borges macizo y hondo de los últimos poemas, donde al hablar, por ejemplo, del destino de sus mayores está hablando del destino de todos los hombres. La lápida que cubre la tumba de su padre se nos presenta como el umbral al infinito o a la nada: “Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”. 


El arte del pastiche y el universo de los raros 

En el Borges cuentista son dignas de destacarse su preocupación casi neurótica por el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y personajes que representan conductas humanas anómalas. El pastiche, que no ha gozado de buena fama entre los escritores de nuestra lengua, es un género que cuando se practica con arte ilumina al autor y al modelo originales. En Francia, en cambio, ha llegado a ser una verdadera manía. Uno de los primeros libros de Marcel Proust, Pastiches et mélanges, es una buena prueba de ello; ahí Proust escribe a la manera de Sainte-Beuve, a la de Renan, a la de Michelet, iluminando a estos autores, mostrándonos su arte de composición. Otro caso notable fue el del grupo de jóvenes poetas que se pusieron a rescribir a Mallarmé. 

Sin ningún complejo, Borges practicó el pastiche muy provechosamente y acabó demostrando que éste también puede llegar a ser un género mayor. Es notable cómo, ya en la vejez, se puso a bordar sobre un tema de Papini, de tal manera que acabó haciéndolo suyo. Borges aprendió de Kafka, uno de sus maestros, de cómo exagerando las cosas, llevándolas a ciertos extremos, glosándolas, pueden ser resignificadas, engrandecidas, parodiadas… Y es que en el pastiche de buena cepa casi siempre hay una gota de humor. 

En Borges aparece también un manejo muy singular de las anomalías de la conducta humana; su atracción por ese tipo de seres excéntricos y anómalos le viene otra vez de Kafka y antes de él de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. La rareza, la conducta extraña, que han estado siempre en los relatos de todos los tiempos, llegan a un grado de exacerbación en autores como los mencionados o como Edgar Allan Poe. Personajes como Bartleby o Wakefield y toda esa galería de seres que trastornan la realidad o la exageran o que sencillamente crean otra realidad dan sustento a muchos de los cuentos de Borges. Carlos Argentino, el personaje de El Aleph, es uno de los mejores ejemplos de ellos. 


El humorista 

Hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta enteramente satisfactoria a la pregunta de qué es el humor. Es, desde luego, una forma de ver el mundo; una forma que contrasta con la visión grave de ese sentimiento trágico de la vida de que nos habla Unamuno. El humorista es que el ve las cosas al sesgo, ya que de frente son demasiado impresionantes. Y es precisamente esta mirada oblicua, que descompone el mundo sometiéndolo a una suerte de efecto de prisma, lo que nos ayuda a ver mejor la realidad. Yo tengo para mí que el verdadero humorista —y no me refiero, desde luego, al guasón o al chistoso de plazuela— es aquel que en última instancia nos puede dar una imagen más cabal del mundo. 

Para ventura de sus lectores, Borges es un humorista de buena ley. Y no sólo eso, el mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el humorista; un humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante. Ahora bien, se trata de un humorista que en el fondo es también un moralista. En alguna ocasión, para gran satisfacción mía, Octavio Paz dijo: Arreola es al mismo tiempo un humorista y un moralista. Pero aparte de esa referencia personal que mucho me envanece, creo que en Borges concurren admirablemente ambos aspectos. Porque Paz tiene razón; no se puede ser verdaderamente moralista sin rasgo de humor, sin la capacidad de ver las cosas al sesgo (por esta razón los predicadores suelen ser moralistas huecos), y no puede existir un humorista profundo si no tiene ese antecedente del fondo moral. 

Porque hay que reconocer que la mayor parte de la obra de Borges —y aun me atrevería a decir que casi toda ella— está dominada por el imperio de la razón. Ahí tenemos de nuevo al escritor posible, al heredero de Grecia y Roma, de los franceses y los ingleses categóricos que creen en la razón como el instrumento eficaz —y en ocasiones como el único válido— para explicar el mundo. Borges todavía es víctima del ensueño de que es posible el conocimiento y la captura de la belleza fugaz (“presa en laurel, la planta fugitiva”). Pero nuestro escritor acabó venciendo también su fe desmedida en la razón y en los sueños de ésta, los cuales, al decir de Goya, sólo crean monstruos. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística. 

Aquí está el Borges más hondo: el hombre que sabe que no se puede llegar a la verdad, al concepto de eternidad, o de azar. En este aspecto, Borges es del mismo linaje de Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista —, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario para explicar el mundo.



* Primera publicación, en Vuelta, núm 241, diciembre de 1996, pp. 41-46.

En Borges y México 
Edición de Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Imagen: J.J. Arreola y J.L. Borges 
Capilla Alfonsina,  México 1978
¿Foto de Paulina Lavista?
Cortesía Conaculta - Vía


2/5/15

Jorge Luis Borges: La espera*








Lo escribo ahora así. Cumplida la agonía
quiero morir del todo. Las vagas formas amarillas
que apenas entreveo, el ilusorio día,
la vida atroz, la incesante pesadilla,
la rutina porfiada, la prescindible historia,
se alejan lentamente. El tiempo establecido
ya se agota. Aguardo ante el ocaso que el olvido
me depare un sueño sin memoria.
Quimérico, secreto, espectral camino,
sus ilusorias leyes inventan un destino
que aunque soñado, quiere ser el mío.
Ya vence el plazo prefijado. De este encierro
la firme puerta es de cansado hierro.
Por eso espero. Se detendrán las aguas de mi río.

         1969**




* “El poema que Borges regaló en un café.” 
Al publicar este poema, la revista Pájaro de fuego transcribe la carta de un lector que narra su encuentro con Borges en la confitería Saint James de Buenos Aires. El lector tenía en sus manos Elogio de la sombra, 1969. El diálogo, que abreviamos, fue aproximadamente así:
—En ese libro que usted llama mi último libro, y que quizá lo sea, hay prosa y hay verso. Y también hay fantasmas —dijo Borges.
—¿Qué fantasmas?
—Los que nacen de lo que se va tachando, de aquellas cosas que uno elige no publicar… Una de ellas, por ejemplo, todavía no se resignó y hace días que me sigue visitando. Yo había pensado llamarla ‘La espera’.
—Usted ya escribió “La espera” en El Aleph, creo.
—Es cierto… Veo que usted es un lector aplicado.
—¿Y un lector aplicado no merece un premio?
—¿Como cuál?
—Como escuchar esa otra versión de “La espera”.
—¿Por qué no?
Entonces Borges recitó un poema… Yo escribí los versos en la primera página de Elogio de la sombra
Después le di las gracias, me levanté y me fui.
La revista Pájaro de fuego aclara que como esta colaboración le llegó sin firma, consultaron con Borges, quien admitió no sólo la veracidad de la anécdota, sino la paternidad del poema. (N. del E.)


** La publicación de Elogio de la sombra, en 1969, marcó un hito en la vida de Borges, quien no publicaba un nuevo libro desde El hacedor, 1960. Elogio de la sombra fue muy estimado en el extranjero, donde se lo tradujo inmediatamente a varios idiomas. Tuvo también gran repercusión entre el público argentino. A partir de la década del setenta, Borges empezaría a convertirse en el escritor “mediático” que todos recuerdan. Recibiría numerosas invitaciones del exterior para pronunciar conferencias, sería agasajado por universidades, academias y gobiernos, y le otorgarían múltiples premios y distinciones. (N. del E.)



En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Pimera publicación en revista Pájaro de fuego 
Buenos Aires, Nº 8, agosto de 1978
Foto: Retrato de Borges en dario La Nación
Domingo 21 de junio de 1961



1/5/15

Jorge Luis Borges: Elegía de un parque








Se perdió el laberinto. Se perdieron
todos los eucaliptos ordenados,
los toldos del verano y la vigilia
del incesante espejo, repitiendo
cada expresión de cada rostro humano,
cada fugacidad. El detenido
reloj, la entretejida madreselva,
la glorieta, las frívolas estatuas,
el otro lado de la tarde, el trino,
el mirador y el ocio de la fuente
son cosas del pasado. ¿Del pasado?
Si no hubo un principio ni habrá un término,
si nos aguarda una infinita suma
de blancos días y de negras noches,
ya somos el pasado que seremos.
Somos el tiempo, el río indivisible,
somos Uxmal, Cartago y la borrada
muralla del romano y el perdido
parque que conmemoran estos versos.



En Los conjurados (1985)
Foto: Captura Borges 75
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



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