18/5/15

Jorge Luis Borges: El testigo








En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto.

Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?


En El Hacedor (1960)
Foto: Borges en la Librería Casares
27 de noviembre de 1985
Foto propiedad de Alberto Casares vía


17/5/15

Jorge Luis Borges: Religio Medici, 1643








Defiéndeme, Señor. (El vocativo
no implica a Nadie. Es sólo una palabra
de este ejercicio que el desgano labra
y que en la tarde del temor escribo).
Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron
Montaigne y Browne y un español que ignoro;
algo me queda aún de todo ese oro
que mis ojos de sombra recogieron.
Defiéndeme, Señor, del impaciente
apetito de ser mármol y olvido;
defiéndeme de ser el que ya he sido,
el que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza
defiéndeme, sino de la esperanza.



En El oro de los tigres (1972)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


16/5/15

Jorge Luis Borges: Norah







No sé a qué margen del gran río barroso, que un escritor ha bautizado con el nombre de Río Inmóvil, puedo atribuir mis primeros recuerdos de mi hermana. Si corresponden a la margen derecha, que es la de Buenos Aires, debo pensar en unos patios de baldosas coloradas, en un jardín con una palmera y con ceibos y en un barrio modesto; si en la margen izquierda, la de Montevideo, en la gran quinta de mi tío, Francisco Haedo, inagotable y honda, con un mirador de cristales de diversos colores, con muchos árboles, con una pileta sombreada, con un arroyo casi secreto, con dos glorietas y con dos bancos de mampostería en la acera. Los lugares que he enumerado nos servían para fines escénicos. Compartíamos las ficciones de Wells, de Verne, de Las mil y una noches y de Poe, y las representábamos. Puesto que sólo éramos dos (salvo en Montevideo, donde nos acompañaba mi prima Esther) multiplicábamos los roles y éramos, de un momento a otro, las cambiantes personas de la fábula. Habíamos inventado dos amigos inseparables, que se llamaban Quilos y el Molino. Un día dejamos de hablar de ellos y explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Otras memorias guardo de largas playas, de andar a caballo por el campo y de arroyos tortuosos. Dejada atrás la infancia, en otras tierras conoceríamos Ginebra, el Ródano y el Mar Mediterráneo. 

Norah, en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres y me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las voces más comunes del habla. Mi hermana, en cambio, dirigía a sus compañeras. A algunas, las más tontas, les refería complejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún de entender. Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados con restricciones; mi padre, profesor de psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablábamos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Cuando era muy niña Norah no aceptaba una golosina si no me daban la mitad.

Nuestras infancias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras, ni eso siquiera. Durante toda la adolescencia la envidié porque se encontró envuelta en un tiroteo electoral y atravesó la plaza de Adrogué, un pueblo del Sur, corriendo entre las balas. 

Fuera de mis manías, que son muchas, y que ahora abarcan el islandés y el anglosajón, suelo juzgar a las personas por la inteligencia y el valor; Norah, por la bondad y, lo que es más singular, por el parentesco. A mí la gente de mi sangre me atrae pero prefiero a los que han muerto, que puedo imaginar a mi modo; a mi hermana le encantan los parientes, esos primos segundos y terceros, aun cuando vienen de visita. Hace años nos revelaron la existencia de una nieta natural de un abuelo nuestro. Ante la noticia Norah exclamó: “¡Otra persona que adorar!”. 

Profesa como yo, el culto de nuestros mayores; cuando fue por primera vez a Inglaterra, nos escribió que hojeaba los libros de los estantes callejeros y sentía, al volver las hojas, que esas queridas e invisibles presencias, iban siguiendo la lectura sobre sus hombros. Abunda en el amor de toda la gente; desde niña había elegido los nombres de sus hijos y de sus hijas. Cada noche rezaba para que todas las personas estuvieran tranquilas en sus casas y los animales en sus cuevas y en sus pesebres. Siempre tendió a considerar la estupidez como una suerte de inocencia; dijo que una amiga suya, de notoria simplicidad, era “como una rosa blanca”. Sin embargo, sabe juzgar; durante la primera guerra mundial llegamos a Lauterbrunnen, en Suiza, y Norah bajó para explorar el hotel. Al rato volvió muy alborotada para revelarnos que en el vestíbulo había un señor muy importante, “un señor que debe de haber sido en su tiempo una gran nulidad”. 

Como todas las mujeres inteligentes y lindas, no dejó nunca de pensar que los hombres eran muy simples. Hace unos años, entre las barras del zoológico, todos admiraban al tigre; Norah dijo como si pensara en voz alta: “Está hecho para el amor”. 

Literariamente, nunca he logrado convertirla al Quijote, a Dante o a Conrad; en cambio compartimos el amor de Eça de Queiroz, de Rafael Cansinos Asséns y de Dickens, inventor o descubridor de la soledad de la infancia y de sus inconfesables miedos. No pude acompañarla en su admiración por La Città Morta de D’Annunzio. Días pasados me dijo que su libro de cabecera era ahora The Woman in White de Wilkie Collins, libro que en su tiempo gozó de la preferencia de Swinburne. 

Hacia mil novecientos veinte, año en que regresamos de Europa, me ayudó a descubrir la ajedrezada y desparramada ciudad de Buenos Aires, nuestra patria. Durante la segunda dictadura, hacia mil novecientos cuarenta y cuatro, padeció un mes de prisión por razones políticas; para no afligir a mi madre, le escribió que la cárcel era un lugar lindísimo. Aprovechaba el obligado ocio para enseñar dibujo a sus compañeras de encierro, que eran mujeres de la calle. Cada noche rezaba su Padrenuestro y se quedaba dormida inmediatamente. 

A diferencia de Milton y de Nietzsche, prefirió siempre el Nuevo Testamento al Antiguo. Le desagrada discutir y evade, generalmente con una frase cariñosa, la discusión, que en modo alguno altera sus actos ni sus ideas. 

Pueblan sus días el ejercicio del arte y de la amistad. No recuerdo una época en que no le gustara dibujar. En Ginebra estudió dibujo con el profesor Sarkisoff y admiró mucho a Ferdinand Hodler. Cuando fuimos a España su profesor Sarkisoff le dijo: “… y sobre todo no se dedique a imitar a un Zuloaga cualquiera”. En el Museo del Prado en Madrid descubrió que una tela era apócrifa dos o tres años antes que los expertos. 

Cuando Norah ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territorio. Recuerdo haber entrevisto una línea cuyo tema era Italia, “tierra donde el arado del campesino puede revelar el mármol de un busto”. Publicó asimismo generosas críticas de arte en una revista casi secreta, Los Anales de Buenos Aires, y las firmó, para no alardear de escritora, con el seudónimo de Manuel Pinedo. Otra vez la misma delicadeza. 

Una de sus primeras pasiones fueron los expresionistas alemanes; pintaba crucifixiones, flagelaciones, martirios y violentas contorsiones de mártires. Ahora, como Stefan George, piensa que uno de los fines del arte es dar serenidad. Escribió en una encuesta en La Nación: “El fin de la pintura es dar alegría por medio de los colores y de las formas”. Una vez me aconsejó que no dijera nada que no diera alegría a alguien. Descree del arte ingenuo; planea geométricamente cada una de sus telas. Y si pinta ángeles, es porque está segura de que existen. Amó profundamente a los genuinos prerrafaelistas de Italia y a sus continuadores ingleses del siglo XIX. Le agradan artes y épocas muy diversas, pero ahora la incitan a pintar los frescos del Palacio de Knosos y lo arcaico griego, las figuras del Pórtico de San Isidoro de León, el arte románico, las tapicerías de Flandes del siglo XIII, Lippi y Fra Angelico, el Giotto y Botticelli, Memling. Incomprensiblemente para mí, admira las telas del Greco cuyos paraísos, abarrotados de báculos y de mitras, me parecen más espantosos que muchos infiernos. Le impresionan los arlequines de Picasso y los caballos de De Chirico. Últimamente se ha enamorado del arte celta que no tolera los espacios en blanco. Pero le importan las escuelas menos que los pintores y los pintores menos que cada obra. 

Es una minuciosa y rápida retratista, pero sólo dibuja los rostros que verdaderamente le interesan. A un pintor que preparaba la exposición de una galería de escritores y otra de cirujanos, le preguntó cómo podía saber de antemano que todas esas caras iban a despertar su atención. 

Norah padeció la desdicha, que bien puede ser una felicidad, de no haber sido nunca contemporánea. Cuando en la década del veinte regresamos a Buenos Aires, los críticos la condenaron por audaz; ahora, abstractos o concretos —las dos palabras son curiosamente sinónimas— la condenan por representativa. 

No dejó nunca de atraerle el pasado inmediato: las quintas del Oeste y del Sur, los jarrones y las glorietas, los anillados llamadores de bronce, los medallones que acaricia una mano, las balaustradas, un laúd, también los ángeles musicales, las niñas, los adolescentes que unen la serenidad al asombro. Estas litografías rescatan esos paraísos perdidos de la niñez: los vacíos patios ajedrezados, la campesina casi niña que acuna contra el pecho al hijito, el inexplorado globo terráqueo que mira el absorto estudiante, la fuente de Nîmes que recuerda las escaleras, los mármoles y el follaje del parque oscuro de Adrogué, esa joven que medita y sueña asomada a la ventana y a las imaginarias amigas que silenciosamente comparten un pequeño libro secreto. Empezó siendo rígida, casi heráldica: después, su mundo se abrió a las formas trémulas de los pétalos, de los árboles y de los pájaros. La hospitalidad de su espíritu se advierte en las compartidas manos de las amigas, en las ternuras de imágenes como “Tobías y el ángel” y en esos graves y distantes jóvenes que transfiguran los soñados por Proust. 

Juzgar a una persona cercana y muy querida es correr el riesgo de que nuestro dictamen parezca meramente interesado o convencional. Se teme exagerar o retacear el merecido elogio. En el caso presente sé que a mi lado hay una gran artista, que ve espontáneamente lo angelical del mundo que nos rodea, tan desaprovechado por otros cuya costumbre es la fealdad. 

Escribir este prólogo ha sido para mí una suerte de necesaria felicidad. Mucho le debo a Norah, más de lo que pueden decir las palabras, menos de lo que pueden significar una sonrisa y el compartido silencio. 


Buenos Aires, julio de 1974



Prólogo a Norah, con quindici litografie di Norah Borges,  
Milano, Edizione Il Polifilo, 1977
Ed. bilingüe con versión italiana de Domenico Porzio
Luego en diario La Nación
31 de diciembre de 1977 22 de agosto de 1999
Y en Textos recobrados 1956-1986 (1997)



15/5/15

Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: Borges y yo* - Reflexiones









Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el conreo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Reflexiones
Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, goza de una merecida fama internacional, hecho que tiene efectos curiosos. Para Borges, Borges es dos personas, el personaje público y la persona privada. Su fama magnifica tal efecto, pero todos podemos compartir el sentimiento del escritor, como él lo sabe bien. Leemos nuestro nombre en una lista, o vemos una fotografía instantánea nuestra u oímos a otros hablar de alguien y en ese instante descubrimos que se trata de nosotros. La mente debe saltar desde una perspectiva de tercera persona, «él» o «ella», a la de primera persona, «yo». Desde hace largo tiempo los actores saben cómo exagerar este salto: la clásica «doble toma» en la cual Bob Hope, por ejemplo, lee en el diario de la mañana que la policía busca a Bob Hope, hace un comentario despreocupado sobré el hecho y luego se sobresalta y dice: «¡Ese soy yo!».
Si bien Robert Burns puede tener razón al decir que es un don vernos como nos ven los demás, no es una condición a la que podemos ni debemos aspirar en toda circunstancia. En verdad varios filósofos han presentado en los últimos tiempos argumentos brillantes tendientes a demostrar que existen dos formas fundamental e irreductiblemente distintas de pensar en nosotros mismos. (Ver Referencias Bibliográficas para mayor detalle). Los argumentos son bastante técnicos, pero los problemas a que aluden son apasionantes y es posible ilustrarlos en forma muy gráfica.
Pete espera en una cola para pagar algo en una gran tienda y advierte que hay un monitor televisivo de circuito cerrado encima del mostrador, una de las medidas que adopta la firma para protegerse de los rateros. Mientras contempla en el monitor el movimiento de gente que se empuja, advierte que la persona en el lado izquierdo de la pantalla, con un gabán y una bolsa de papel de gran tamaño entre las manos, es víctima de un ratero que le ha metido la mano en un bolsillo. Entonces, cuando levanta la mano y se la lleva hacia la boca en un gesto de asombro, comprueba que la persona en la pantalla se lleva la mano a la boca en un gesto idéntico al suyo. ¡Pete comprende de pronto que él es la persona a quien están robándole el bolsillo! Este dramático giro es un descubrimiento. Pete se entera de algo que no sabía un instante antes y que desde luego es importante. Sin la capacidad de abrigar los pensamientos que ahora le provocan un movimiento galvanizante de autodefensa, no sería capaz de acción alguna. Pero antes de producirse el giro, no ignoraba la situación del todo, sin duda. Estaba pensando en «la persona con el gabán» y al ver que estaban robando a esa persona, y como la persona del gabán es él mismo, estaba pensando sobre sí mismo. Pero no estaba pensando en sí mismo como él mismo. No estaba pensando sobre sí mismo «en la forma correcta».
Para presentar otro ejemplo, imaginemos a alguien leyendo un libro en el cual una frase nominal descriptiva de, digamos, tres docenas de palabras en la primera oración de un párrafo pinta a una persona anónima de sexo al principio no determinado que está realizando una actividad común. El lector de este libro, al leer la oración, elabora con gran obediencia en su visión mental una imagen simple y más bien vaga de una persona involucrada en alguna actividad mundana. En las pocas oraciones que siguen, a medida que se incorporan mayores detalles a la descripción, la imagen mental del lector de todo el pasaje entra en un foco algo más preciso. Entonces, en determinado momento, cuando la descripción se ha vuelto bien específica, algo se «ubica» de pronto y asalta al lector una sensación extrañísima de ser ni más ni menos que la persona descrita. «¡Qué tontería de mi parte no haber descubierto antes que estaba leyendo algo acerca de mí mismo!» reflexiona el lector y se siente un poco tonto, pero a la vez bastante halagado. Probablemente podemos imaginar que suceda tal cosa, pero con el objeto de ayudarnos a imaginarlo con mayor claridad, supongamos que el libro en cuestión fuese El ojo de la mente. Bien. ¿No entra ahora la imagen mental de todo el pasaje en un foco mucho más preciso? ¿No se produce el repentino «clic»? ¿Qué página imaginamos que leía el lector? ¿Qué párrafo? ¿Qué pensamientos pasaron, quizá, por la mente del lector? Si el lector fuese una persona real, ¿qué podría él o ella estar haciendo en este instante?
No es fácil describir algo capaz de una autorepresentación tan especial. Imaginemos una computadora programada para controlar la locomoción y el comportamiento de un robot al cual está fijada mediante conexiones radiales. (El famoso «Shakey» de la SRI Internacional de California estaba controlado de esta manera). La computadora contiene una representación del robot y de su entorno, y según se desplace el robot, la representación cambia. Esto permite que el programa de computadora controle las actividades del robot con la ayuda de información actualizada sobre el «cuerpo» del robot y sobre el entorno en que se encuentra. Ahora imaginemos que la computadora representa al robot como ubicado en el centro de una habitación vacía y que se nos pide que traduzcamos a nuestro idioma la representación interna del robot. ¿Está «La cosa (o él, o Shakey)» en el centro de la habitación vacía o bien estoy yo en el centro de una habitación vacía? La cuestión vuelve a surgir bajo una faz diferente en la Parte IV de esta obra.
D. C. D.
D. R. H.



(*) Jorge Luis Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Ediciones Ernecé, 1969, pág. 808


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma
Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto Douglas R. Hofstadter (s/a)
Foto Daniel Dennett por Steve Spike Vía


14/5/15

Jorge Luis Borges: Israel, 1969








Temí que en Israel acecharía
con dulzura insidiosa
la nostalgia que las diásporas seculares
acumularon como un triste tesoro
en las ciudades del infiel, en las juderías,
en los ocasos de la estepa, en los sueños,
la nostalgia de aquéllos que te anhelaron,
Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia.
¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
sino esa voluntad de salvar,
entre las inconstantes formas del tiempo,
tu viejo libro mágico, tus liturgias,
tu soledad con Dios?
No así. La más antigua, de las naciones
es también la más joven.
No has tentado a los hombres con jardines,
con el oro y su tedio
sino con el rigor, tierra última.
Israel les ha dicho sin palabras:
olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quién fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos:
tu puesto en la batalla.




En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges a orillas del Mar de la Galilea,
Archivo Cidipal 
En Borges e Israel, el asiduo manuscrito,
Ed. Embajada de Israel en Argentina


13/5/15

Jorge Luis Borges: Brunanburh, 937 A.D. *








Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa,
una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
sobre el agua amarilla.
En la hora del alba,
tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.




* Son las palabras de un sajón que se ha batido en la victoria que los reyes de Wessex alcanzaron sobre una coalición de escoceses, daneses y britanos, comandados por Anlaf (Olaf) de Irlanda. En el poema hay ecos de la oda contemporánea que Tennyson tan admirablemente tradujo.


En La rosa profunda (1975)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó


12/5/15

Jorge Luis Borges: El Ave Fénix







En efigies monumentales, en pirámides de piedra y en momias, los egipcios buscaron eternidad; es razonable que en su país haya surgido el mito de un pájaro inmortal y periódico, si bien la elaboración ulterior es obra de los griegos y de los romanos. Erman escribe que en la mitología de Heliópolis, el Fénix (benu) es el señor de los jubileos, o de los largos ciclos de tiempo; Herodoto, en un pasaje famoso (II, 73), refiere con repetida incredulidad una primera forma de la leyenda:

"Otra ave sagrada hay allí que sólo he visto en pintura, cuyo nombre es el de Fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis, sólo viene a Egipto cada quinientos años, a saber cuando fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mole y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas, en parte doradas, en parte de color carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mi poco dignos de fe, no omitiré el referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde Arabia hasta el Templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre, el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al Templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren".

Unos quinientos años después, Tácito y Plinio retomaron la prodigiosa historia; el primero rectamente observó que toda antigüedad es oscura, pero que una tradición ha fijado el plazo de la vida del Fénix en mil cuatrocientos sesenta y un años (Anales, VI, 28). También el segundo investigó la cronología del Fénix; registró (X, 2) que, según Manilio, aquél vive un año platónico, o año magno. Año platónico es el tiempo que requieren el sol, la luna y los cinco planetas para volver a su posición inicial; Tácito, en el Diálogo de los oradores, lo hace abarcar doce mil novecientos noventa y cuatro años comunes. Los antiguos creyeron que, cumplido ese enorme ciclo astronómico, la historia universal se repetiría en todos sus detalles, por repetirse los influjos de los planetas; el Fénix vendría a ser un espejo o una imagen del universo. Para mayor analogía, los estoicos enseñaron que el universo muere en el fuego y renace del fuego y que el proceso no tendrá fin y no tuvo principio.

Los años simplificaron el mecanismo de la generación del Fénix. Herodoto menciona un huevo, y Plinio, un gusano, pero Claudiano, a fines del siglo IV, ya versifica un pájaro inmortal que resurge de su ceniza, un heredero de sí mismo y un testigo de las edades. Pocos mitos habrá tan difundidos como el del Fénix. A los autores ya enumerados cabe agregar: Ovidio (Metamorfosis, XV), Dante (Infierno, XXIV), Shakespeare (Enrique VIII, v, 4), Pellicer (El Fénix y su historia natural), Quevedo (Parnaso español, VI), Milton (Samson Agonistes, in fine). Mencionaremos asimismo el poema latino De Ave Phoenice, que ha sido atribuido a Lactancio, y una imitación anglosajona de ese poema, del siglo VIII. Tertuliano, San Ambrosio y Cirilo de Jerusalén han alegado el Fénix como prueba de la resurrección de la carne. Plinio se burla de los terapeutas que prescriben remedios extraídos del nido y de las cenizas del Fénix.




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Antes en Manual de Zoología Fantástica (1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Texto propuesto por Francisco Alvez Francese [FB] 
Imagen: Greiser Phönix, Paul Klee, 1905


11/5/15

Jorge Luis Borges: Alguien








Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.

Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.




En El otro, el mismo (1964)
Foto: Captura Borges 75 
Cortometraje de Zorroaquín y Docampo Feijoó



10/5/15

Jorge Luis Borges: Italia







Carlyle quería reducir la intrincada historia del mundo a las biografías de los héroes. De hecho, cada nación o cada una de las altas aventuras de nuestra especie acaba por cifrarse en un hombre; en el caso de Italia no cabe duda sobre la figura simbólica. Pensar en Italia es pensar en Dante. En esta equivalencia creo advertir una singular felicidad, que trasciende el hecho de que Dante sea el primer poeta de Italia y tal vez el primer poeta del mundo. ¿Qué elementos integran lo que hemos convenido en llamar la cultura del Occidente? Dos muy diversos: el pensamiento griego y la fe cristiana o, si se prefiere, Israel y Atenas. En cada uno de nosotros confluyen, de un modo indescifrable y fatal, esos antiguos ríos. Nadie ignora que esa confluencia, que es el acontecimiento central de la historia humana, es obra de Roma. En Roma se reconcilian y se conjugan la pasión dialéctica del griego y la pasión moral del hebreo; el monumento estético de esa unión de las dos direcciones del espíritu se llama la Divina Comedia. Dios y Virgilio, la triple y una divinidad de los escolásticos y el máximo poeta latino, traspasan de luz el poema. Esta armonía de la antigua hermosura y de la nueva fe es una de las múltiples razones que hacen de Dante el poeta arquetípico de Italia y, por ende, de todo Occidente. 
La circunstancia lateral de que las palabras de este homenaje, escritas en un continente lejano, pertenezcan a un tardío dialecto de la lengua de César y de Virgilio es una prueba más de esa omnipresencia de Roma. Se repite que todos los caminos llevan a ella; mejor sería decir que no tiene término y que, bajo cualquier latitud, estamos en Roma.





En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Primera publicación en revista Lyra
Buenos Aires, Año XIX, Nº 180-182, 1961
Foto Borges en la Librería Casares
Propiedad de Alberto Casares
27 de noviembre de 1985 vía



9/5/15

Jorge Luis Borges: El cuento policial








Hay un libro titulado El florecimiento de la nueva Inglaterra, de Van Wyck Books. Este libro trata de un hecho extraordinario que sólo la astrología puede explicar: el florecimiento de hombres-genios, en una breve parte de Estados Unidos, durante la primera mitad del siglo XIX. Prefiero, evidentemente, a este New England que tiene tanto de Old England.. Sería fácil hacer una lista infinita de nombres. Podríamos nombrar a Emily Dickinson, Hermán Melville, Thoreau, Emerson, William James, Henry James y, desde luego, a Edgar Allan Poe, que nació en Boston, creo que en el año 1809. Mis fechas son, como se sabe, débiles. Hablar del relato policial es hablar de Edgar Allan Poe, que inventó el género; pero antes de hablar del género conviene discutir un pequeño problema previo: ¿existen, o no, los géneros literarios?

  Es sabido que Croce, en unas páginas de su Estética —su formidable Estética—, dice: Afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda. Es decir, se niegan los géneros y se afirman los individuos. A esto cabría decir que, desde luego, aunque todos los individuos son reales, precisarlos es generalizarlos. Desde luego, esta afirmación mía es una generalización y no debe ser permitida.

  Pensar es generalizar y necesitamos esos útiles arquetipos platónicos para poder afirmar algo. Entonces, ¿por qué no afirmar que hay géneros literarios? Yo agregaría una observación personal: los géneros literarios dependen, quizás, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. El hecho estético requiere la conjunción del lector y del texto y sólo entonces existe. Es absurdo suponer que un volumen sea mucho más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre. Entonces existe el fenómeno estético, que puede parecerse al momento en el cual el libro fue engendrado.

  Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector ha sido —ese lector se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones— engendrado por Edgar Allan Poe. Vamos a suponer que no existe ese lector, o supongamos algo quizá más interesante; que se trata de una persona muy lejana de nosotros. Puede ser un persa, un malayo, un rústico, un niño, una persona a quien le dicen que el Quijote es una novela policial; vamos a suponer que ese hipotético personaje haya leído novelas policiales y empiece a leer el Quijote. Entonces, ¿qué lee?

  En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial.

  Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: …de cuyo nombre no quiero acordarme…, ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable. Luego… no hace mucho tiempo… posiblemente lo que suceda no será tan aterrador como el futuro.

  La novela policial ha creado un tipo especial de lector. Eso suele olvidarse cuando se juzga la obra de Poe; porque si Poe creó el relato policial, creó después el tipo de lector de ficciones policiales. Para entender el relato policial debemos tener en cuenta el contexto general de la vida de Poe. Yo creo que Poe fue un extraordinario poeta romántico y fue más extraordinario en el conjunto de su obra, en nuestra memoria de su obra, que en una de las páginas de su obra. Es más extraordinario en prosa que en verso. En el verso de Poe ¿qué tenemos? Tenemos aquello que justificó lo que Emerson dijo de él: lo llamó «the jingleman»; el hombre del retintín, el hombre del sonsonete. Tenemos a un Tennyson muy menor, aunque quedan líneas memorables. Poe fue un proyector de sombras múltiples. ¿Cuántas cosas surgen de Poe?

  Podría decirse que hay dos hombres sin los cuales la literatura actual no sería lo que es; esos dos hombres son americanos y del siglo pasado: Walt Whitman —de él deriva lo que denominamos poesía civil, deriva Neruda, derivan tantas cosas, buenas o malas—; y Edgar Allan Poe, de quien deriva el simbolismo de Baudelaire, que fue discípulo suyo y le rezaba todas las noches. Derivan dos hechos que parecen muy lejanos y que sin embargo no lo son; son hechos afines. Deriva la idea de la literatura como un hecho intelectual y el relato policial. El primero —considerar la literatura como una operación de la mente, no del espíritu— es muy importante. El otro es mínimo, a pesar de haber inspirado a grandes escritores (pensamos en Stevenson, Dickens, Chesterton —el mejor heredero de Poe—). Esta literatura puede parecer subalterna y de hecho está declinando; actualmente ha sido superada o reemplazada por la ficción científica, que también tiene en Poe a uno de sus posibles padres.

  Volvemos al comienzo, a la idea de que la poesía es una creación de la mente. Esto se opone a toda la tradición anterior, donde la poesía era una operación del espíritu. Tenemos el hecho extraordinario de la Biblia, una serie de textos de distintos autores, de distintas épocas, de muy distinto tema, pero todos atribuidos a un personaje invisible: el Espíritu Santo. Se supone que el Espíritu Santo, la divinidad o una inteligencia infinita dicta diversas obras a diversos amanuenses en diversos países y en diversas épocas. Estas obras son, por ejemplo, el diálogo metafísico, el libro de Job, la historia, el libro de los Reyes, la teogonía, el Génesis y luego las anunciaciones de los profetas. Todas esas obras son distintas y las leemos como si una sola persona las hubiera escrito.

  Quizá, si somos panteístas, no hay que tomar demasiado en serio el hecho de que ahora seamos individuos diferentes: somos diferentes órganos de la divinidad continua. Es decir, el Espíritu Santo ha escrito todos los libros y también lee todos los libros, ya que está, en diverso grado, en cada uno de nosotros.

  Ahora bien: Poe fue un hombre que llevó una vida desventurada, según se sabe. Murió a los cuarenta años, estaba entregado al alcohol, entregado a la melancolía y a la neurosis. No tenemos por qué entrar en los detalles de la neurosis; bástenos con saber que Poe fue un hombre muy desdichado y que se movió predestinado a la desventura. Para librarse de ella dio en fulgurar y, acaso, en exagerar sus virtudes intelectuales. Poe se consideraba un gran poeta romántico, un genial poeta romántico, sobre todo cuando no escribía en verso, sobre todo cuando escribía una prosa, por ejemplo, cuando escribió el relato de Arthur Gordon Pym. Tenemos el primer nombre sajón: Arthur, Edgar, el segundo escocés: Allan, Gordon y, luego, Pym, Poe, que son equivalentes. El se veía a sí mismo intelectual y Pym se jactaba de ser un hombre capaz de juzgar y pensar todo. Había escrito aquel poema famoso que todos conocemos, demasiado porque no es uno de sus buenos poemas: El cuervo. Luego dio una conferencia en Boston, en la cual explicó cómo había llegado a ese tema.

  Comenzó por considerar las virtudes del estribillo y luego pensó en la fonética del inglés. Pensó que las dos letras más memorables y eficaces del idioma inglés eran la «o» y la «r»; entonces dio inmediatamente con la expresión never more nunca más. Eso era todo lo que él tenía al principio. Luego vino otro problema, tenía que justificar la reconstrucción de esa palabra, ya que es muy raro que un ser humano repita regularmente never more al final de cada estrofa. Entonces, pensó que no tenía porqué ser racional, y esto lo llevó a concebir la idea de un pájaro que habla. Pensó en un loro, pero un loro es indigno de la dignidad de la poesía; entonces pensó en un cuervo. O sea, que estaba leyendo en aquel momento la novela de Charles Dickens, Barnaby Rudge en la cual hay un cuervo. De modo que él tenía un cuervo que se llama never more y que repite continuamente su nombre. Eso es todo lo que Poe tenía al principio.

  Luego pensó: ¿cuál es el hecho más triste, el más melancólico que puede registrarse? Ese hecho tiene que ser la muerte de una mujer hermosa. ¿Quién puede lamentar mejor ese hecho? Desde luego, el amante de esa mujer. Entonces pensó en el amante que acaba de perder a su novia que se llama Leonore para rimar con never more ¿Dónde sitúa al amante? Entonces pensó: el cuervo es negro, ¿dónde puede resaltar mejor la negrura? Tiene que resaltar contra algo blanco; entonces la blancura de un busto y ese busto ¿de quién puede ser? Es el busto de Palas Atenea; ¿y dónde puede estar? En una biblioteca. Ahora, dice Poe, la unidad de su poema" necesitaba un recinto cerrado.

  Entonces situó el busto de Minerva en una biblioteca; ahí está el amante, solo, rodeado de sus libros y lamentando la muerte de su amada so lovesick more; luego entra el cuervo. ¿Por qué entra el cuervo? Bueno, la biblioteca es un lugar tranquilo y hay que contrastarlo con algo inquieto: él imagina una tempestad, imagina la noche tempestuosa que hace que el cuervo penetre. El hombre le pregunta quién es y el cuervo contesta never more y luego el hombre, para atormentarse de una forma masoquista, le hace preguntas para que en todas ellas le conteste: never more, never more, never more, nunca más, y sigue haciéndole preguntas. Al final, le dice al cuervo lo que puede entenderse como la primera metáfora que hay en el poema: arranqué su pico de su corazón y su forma de su puerta, y el cuervo (que ya simplemente es emblema de la memoria, de la memoria desdichadamente inmortal), el cuervo le contesta: never more. El sabe que está condenado a pasar el resto de su vida, de su vida fantástica, conversando con el cuervo, con el cuervo que le dirá siempre nunca más y le hará preguntas cuya respuesta ya conoce. Es decir, Poe quiere hacernos creer que escribió ese poema en forma intelectual; pero basta mirar un poco de cerca ese argumento para comprobar que es falaz.

  Poe pudo haber llegado a la idea del ser irracional usando, no un cuervo, sino un idiota, un borracho; entonces ya tendríamos un poema completamente distinto y menos explicable. Creo que Poe tenía ese orgullo de la inteligencia, él se duplicó en un personaje, eligió un personaje lejano —el que todos conocemos y que, indudablemente, es nuestro amigo aunque él no trata de ser nuestro amigo—: es un caballero, Auguste Dupin, el primer detective de la historia de la literatura. Es un caballero francés, un aristócrata francés muy pobre, que vive en un barrio apartado de París, con un amigo.

  Aquí tenemos otra tradición del cuento policial: el hecho de un misterio descubierto por obra de la inteligencia, por una operación intelectual. Ese hecho está ejecutado por un hombre muy inteligente que se llama Dupin, que se llamará después Sherlock Holmes, que se llamará más tarde el padre Brown, que tendrá otros nombres, otros nombres famosos sin duda. El primero de todos ellos, el modelo, el arquetipo podemos decir, es el caballero Charles Auguste Dupin, que vive con un amigo y él es el amigo que refiere la historia. Esto también forma parte de la tradición, y fue tomado mucho tiempo después de la muerte de Poe por el escritor irlandés Conan Doyle. Conan Doyle toma ese tema, un tema atractivo en sí, de la amistad entre dos personas distintas, que viene a ser, de alguna forma, el tema de la amistad entre don Quijote y Sancho, salvo que nunca llegan a una amistad perfecta. Que luego será el tema de Kim también, la amistad entre el muchachito menor y el sacerdote hindú, el tema de Don Segundo Sombra: el tema del tropero y el muchacho. El tema que se multiplica en la literatura argentina, el tema de la amistad que se ve en tantos libros de Gutiérrez.

  Conan Doyle imagina un personaje bastante tonto, con una inteligencia un poco inferior a la del lector, a quien llama el doctor Watson; el otro es un personaje un poco cómico y un poco venerable, también: Sherlock Holmes. Hace que las proezas intelectuales de Sherlock Holmes sean referidas por su amigo Watson, que no cesa de maravillarse y siempre se maneja por las apariencias, que se deja dominar por Sherlock Holmes y a quien le gusta dejarse dominar.

  Todo eso ya está en ese primer relato policial que escribió Poe, sin saber que inauguraba un género, llamado The Murders in the Rué Morgue (Los crímenes de la calle Morgue). Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.

  El pudo haber situado sus crímenes y sus detectives en Nueva York, pero entonces el lector habría estado pensando si las cosas se desarrollan realmente así, si la policía de Nueva York es de ese modo o de aquel otro. Resultaba más cómodo y está más desahogada la imaginación de Poe haciendo que todo aquello ocurriera en París, en un barrio desierto del sector Saint Germain. Por eso el primer detective de la ficción es un extranjero, el primer detective que la literatura registra es un francés. ¿Por qué un francés? Porque el que escribe la obra es un americano y necesita un personaje lejano. Para hacer más raros a esos personajes, hace que vivan de un modo distinto del que suelen vivir los hombres. Cuando amanece corren las cortinas, prenden las velas y al anochecer salen a caminar por las calles desiertas de París en busca de ese infinito azul, dice Poe, que sólo da una gran ciudad durmiendo; sentir al mismo tiempo lo multitudinario y la soledad, eso tiene que estimular el pensamiento.

  Yo me imagino a los dos amigos recorriendo las calles desiertas de París, de noche, y hablando ¿sobre qué? Hablando de filosofía, sobre temas intelectuales. Luego tenemos el crimen, ese crimen es el primer crimen de la literatura fantástica: el asesinato de dos mujeres. Yo diría los crímenes de la Rué Morgue, crímenes es más fuerte que asesinato. Se trata de esto: dos mujeres que han sido asesinadas en una habitación que parece inaccesible. Aquí Poe inaugura el misterio de la pieza cerrada con llave. Una de las mujeres fue estrangulada, la otra ha sido degollada con una navaja. Hay mucho dinero, cuarenta mil francos, que están desparramados en el suelo, todo está desparramado, todo sugiere la locura. Es decir, tenemos un principio brutal, inclusive terrible, y luego, al final, llega la solución.

  Pero esta solución no es solución para nosotros, porque todos nosotros conocemos el argumento antes de leer el cuento de Poe. Eso, desde luego, le resta mucha fuerza. (Es lo que ocurre con el caso análogo del doctor Jekyll y míster Hyde: sabemos que los dos son una misma persona, pero eso sólo pueden saberlo los lectores de Stevenson, otro discípulo de Poe. Si habla del extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, se propone desde el comienzo una dualidad de personas). ¿Quién podría pensar, además, que el asesino iba a resultar siendo un orangután, un mono?

  Se llega por medio de un artificio: el testimonio de quienes han entrado a la habitación antes de descubrirse el crimen. Todos ellos han reconocido una voz ronca que es la voz de un francés, han reconocido algunas palabras, una voz en la que no hay sílabas, han reconocido una voz extranjera. El español cree que se trata de un alemán, el alemán de un holandés el holandés de un italiano, etcétera; esa voz es la voz inhumana del mono, y luego se descubre el crimen; se descubre, pero nosotros ya sabemos la solución.

  Por eso podemos pensar mal de Poe, podemos pensar que sus argumentos son tan tenues que parecen transparentes. Lo son para nosotros, que ya los conocemos, pero no para los primeros lectores de ficciones policiales; no estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe. Los que leyeron ese cuento se quedaron maravillados y luego vinieron los otros.

  Poe ha dejado cinco ejemplos, uno se llama Tú eres el hombre: es el más débil de todos pero ha sido imitado después por Israel Zangwill en The big bow murder, que imita el crimen cometido en una habitación cerrada. Ahí tenemos un personaje, el asesino, que fue imitado después en El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux: es el hecho de que el detective resulta ser el asesino. Luego hay otro cuento que ha resultado ejemplar, La carta robada, y otro cuento, El escarabajo de oro. En La carta robada, el argumento es muy simple. Es una carta que ha sido robada por un crítico, la policía sabe que él la tiene. Lo hacen asaltar dos veces en la calle. Luego examinan la casa; para que nada se les escape, toda la casa ha sido dividida y subdividida; la policía dispone de microscopios, de lupas. Se toma cada libro de la biblioteca, luego se ve si ha sido encuadernado, se buscan rastros de polvo en la baldosa. Luego interviene Dupin. El dice que la policía se engaña, que tiene la idea que puede tener un chico, la idea de que algo se esconde en un escondrijo; pero el hecho no es así. Dupin va a visitar al político, que es amigo de él, y ve sobre la mesa, a la vista de todos, un sobre desgarrado. Se da cuenta de que ésa es la carta que todo el mundo ha buscado. Es la idea de esconder algo en forma visible, de hacer que algo sea tan visible que nadie lo encuentre. Además, al principio de cada cuento, para hacemos notar cómo Poe tomaba de un modo intelectual el cuento policial, hay disquisiciones sobre el análisis, hay una discusión sobre el ajedrez, se dice que el whist es superior o que las damas son superiores. 

   Poe deja esos cinco cuentos, y luego tenemos el otro: El misterio de Mary Rogêt, que es el más extraño de todos y el menos interesante para ser leído. Se trata de un crimen cometido en Nueva York: una muchacha, Mary Roger, fue asesinada, era florista según creo. Poe toma simplemente la noticia de los diarios. Hace transcurrir el crimen en París y hace que la muchacha se llame Marie Rogêt y luego sugiere cómo pudo haber sido cometido el crimen. Efectivamente, años después se descubrió al asesino y concordó con lo que Poe había escrito.

  Tenemos, pues, el relato policial como un género intelectual. Como un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales. Poe sabía que lo que él estaba haciendo no era realista, por eso sitúa la escena en París; y el razonador era un aristócrata, no la policía; por eso pone en ridículo a la policía. Es decir, Poe había creado un genio de lo intelectual. ¿Qué sucede después de la muerte de Poe? Muere, creo, en 1849; Walt Whitman, su otro gran contemporáneo, escribió una nota necrológica sobre él, diciendo que Poe era un ejecutante que sólo sabía tocar las notas graves del piano, que no representaba a la democracia americana —cosa que Poe nunca se había propuesto. Whitman fue injusto con él, y también Emerson lo fue. 

   Hay críticos, ahora, que lo subestiman. Pero yo creo que Poe, si lo tomamos en conjunto, tiene la obra de un genio, aunque sus cuentos, salvo el relato de Arthur Gordon Pym, son defectuosos. No obstante, todos ellos construyen un personaje, un personaje que vive más allá de los personajes creados por él, que vive más allá de Charles Auguste Dupin, de los crímenes, más allá de los misterios que ya no nos asustan.

  En Inglaterra, donde este género es tomado desde el punto de vista psicológico, tenemos las mejores novelas policiales que se han escrito: las de Wilkie Collins, La dama de blanco y La piedra lunar. Luego tenemos a Chesterton, el gran heredero de Poe. Chesterton dijo que no se habían escrito cuentos policiales superiores a los de Poe, pero Chesterton ——me parece a mí— es superior a Poe. Poe escribió cuentos puramente fantásticos. Digamos La máscara de la muerte roja, digamos El tonel de amontillado, que son puramente fantásticos. Además cuentos de razonamiento como esos cinco cuentos policiales. Pero Chesterton hizo algo distinto, escribió cuentos que son, a la vez, cuentos fantásticos y que, finalmente, tienen una solución policial. Voy a relatar uno El hombre invisible, publicado en 1905 ó 1908.

  El argumento viene a ser, brevemente, éste: Se trata de un fabricante de muñecos mecánicos, cocineros, porteros, mucamas y mecánicos que vive en una casa de departamentos, en lo alto de una colina nevada en Londres. Recibe amenazas acerca de que él va a morir —es una obra muy pequeña, esto es muy importante para el cuento—. Vive solo con sus sirvientes mecánicos, lo cual ya tiene algo de horrible. Un hombre que vive solo, rodeado de máquinas que remedan, vagamente, las formas de hombre. Por fin, recibe una carta donde le dicen que va a morir esa tarde. Llama a sus amigos, los amigos van a buscar a la policía y lo dejan solo entre sus muñecos, pero antes le piden al portero que se fije si entra alguien en la casa. Le encargan al policeman, le encargan a un vendedor de castañas asadas, también. Los tres prometen cumplir. Cuando vuelven con la policía, notan que hay pisadas en la nieve. Las que se acercan a la casa son tenues, las que se alejan están más hundidas, como si llevaran algo pesado. Entran en la casa y encuentran que el fabricante de muñecos ha desaparecido. Luego ven que hay cenizas en la chimenea. Aquí surge lo más fuerte del cuento, la sospecha del hombre devorado por sus muñecos mecánicos, eso es lo que más nos impresiona. Nos impresiona más que la solución. El asesino ha entrado en la casa, ha sido visto por el vendedor de castañas, por el vigilante y por el portero, pero no lo han visto porque es el cartero que llega todas las tardes a la misma hora. Ha matado a su víctima, lo ha cargado en la bolsa de la correspondencia. Luego quema la correspondencia y se aleja. El padre Brown lo ve, charla, oye su confesión y lo absuelve porque en los cuentos de Chesterton no hay arrestos ni nada violento.

  Actualmente, el género policial ha decaído mucho en Estados Unidos. El género policial es realista, de violencia, un género de violencias sexuales también. En todo caso, ha desaparecido. Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial. Este se ha mantenido en Inglaterra, donde todavía se escriben novelas muy tranquilas, donde el relato transcurre en una aldea inglesa; allí todo es intelectual, todo es tranquilo, no hay violencia, no hay mayor efusión de sangre. He intentado el género policial alguna vez, no estoy demasiado orgulloso de lo que he hecho. Lo he llevado a un terreno simbólico que no sé si cuadra. He escrito La muerte y la brújula. Algún texto policial con Bioy Casares, cuyos cuentos son muy superiores a los míos. Los cuentos de Isidro Parodi, que es un preso que, desde la cárcel, resuelve los crímenes.

  ¿Qué podríamos decir como apología del género policial? Hay una que es muy evidente y cierta: nuestra literatura tiende a lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, los argumentos, todo es muy vago. En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin. Estos los han escrito escritores subalternos, algunos los han escrito escritores excelentes: Dickens, Stevenson y, sobre todo, Wilkie Collins. Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio.

  16 de junio de 1978







En Borges, oral (1979)
Repetimos por adecuadas las fotos: Borges at Poe´s grave in Baltimore, 1983 
Fotos posiblemente Jeff Jerome, curador de la tumba de Poe 

Archivo La Nación


 
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