19/7/15

Jorge Luis Borges: Alma de los libros








Así como el crepúsculo participa de la noche y del día y las olas de la espuma y del agua, dos elementos de naturaleza dispar inseparablemente integran el libro. El libro es una cosa entre las cosas, un objeto entre los objetos que coexisten en las tres dimensiones pero es también un símbolo como las ecuaciones del álgebra o las ideas generales. Podemos así equipararlo a un juego de ajedrez, que es un tablero negro y blanco y las piezas y la cifra casi infinita de maniobras posibles. También es evidente la analogía de los instrumentos de música, la del arpa que Bécquer entrevió en un ángulo del salón y cuyo silencioso mundo sonoro compararía con un ave que duerme. Tales imágenes son meras aproximaciones y sombras: el libro es harto más complejo. Los símbolos escritos son un espejo de símbolos orales, que a su vez lo son de abstracciones o de sueños o de memorias. Quizá baste dejar escrito que el libro, como el hombre que lo creó, se compone de alma y de cuerpo. De ahí el deleite múltiple que nos brinda: felicidad de la vista, del tacto y de la inteligencia. Cada cual imagina a su modo el Paraíso; yo, desde la niñez lo he concebido como una biblioteca. No como una biblioteca infinita, porque hay algo de incómodo y de enigmático en todo lo infinito, sino como una biblioteca hecha a la medida del hombre. Una biblioteca en la que siempre quedarán libros (y tal vez anaqueles) por descubrir, pero no demasiados. En suma, una biblioteca que permitiera el placer de la relectura, el sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto. El conjunto de libros españoles que este catálogo registra parece anticipar gratamente esa vaga y perfecta biblioteca de mi esperanza.

Espíritu y materia es el libro; la mente hispánica y la artesanía hispánica viven y se conjugan en las piezas congregadas aquí. El espectador se demorará en el examen de estos frutos cabales y delicados de una tradición secular; lícito es recordar que las tradiciones no son la repetición mecánica de una forma inflexible sino un alegre juego de variaciones y de renovaciones. Aquí están las diversas literaturas que manejan la lengua castellana, en una y otra margen del mar: aquí, el inagotable ayer y el cambiante ahora y el grave porvenir que aún no desciframos y que sin embargo escribimos.

Agosto, 9, 1962


En Obra Crítica II (2000)
Foto Agencia EFE
Madrid, 29 de febrero de 1980

18/7/15

Jorge Luis Borges: Alhambra






Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
el mármol circular de la columna,
gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
grata la música del zéjel,
grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
grato el jazmín.
Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los muchos,
vano ser el mejor,
grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.
Granada, 1976



En Historia de la noche (1977)
Foto: Borges en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, 1973 
por Horacio Villalobos/Corbis



17/7/15

Jorge Luis Borges: Postal a Leonor Acevedo con imagen de la Casa Rosada







25 de diciembre

Dearest Mother: disculpa la horreur fadasse -la frase es de Verlaine- del reverso, apta (como decía Heine de los alemanes que lo visitaban en París) para preservarte de la nostalgia. Mucho me alegraron tus líneas y las de Norah. El veinticuatro vi un film mediocre, pero que me conmovió y que me gustaría rever contigo: Marie Louise, tomado en los cantones centrales de Suiza, con cielos, nubes y montañas enternecedoras. Hablando de montañas, ¿cómo anda The tree of life de Machen? Mandie ya está ilustrándolo. En estos días salió la revista; pronto la recibirán. Mañana iré a lo de Ortiz Basualdo, se discutirá el destino de la revista, no demasiado claro, por cierto. Madre, te extraño muchísimo. El inconexo estilo de esta tarjeta y la creciente degeneración de la caligrafía te indicarán, acaso, el opresivo calor que aquí nos agobia. Ya sabrás que la operaron a Clota; sigue mejor. Abrazos a Norah y a las chicas. 

Yours ever

Georgie

El turrón, riquísimo.






En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 


16/7/15

Jorge Luis Borges: Pedro Salvadores








A Juan Murchison
Quiero dejar escrito, acaso por primera vez, uno de los hechos más raros y más tristes de nuestra historia. Intervenir lo menos posible en su narración, prescindir de adiciones pintorescas y de conjeturas aventuradas es, me parece, la mejor manera de hacerlo. Un hombre, una mujer y la vasta sombra de un dictador son los tres personajes. El hombre se llamó Pedro Salvadores; mi abuelo Acevedo lo vio, días o semanas después de la batalla de Caseros. Pedro Salvadores, tal vez, no difería del común de la gente, pero su destino y los años lo hicieron único. Sería un señor como tantos otros de su época. Poseería (nos cabe suponer) un establecimiento de campo y era unitario. El apellido de su mujer era Planes; los dos vivían en la calle Suipacha, no lejos de la esquina del Temple. La casa en que los hechos ocurrieron sería igual a las otras: la puerta de calle, el zaguán, la puerta cancel, las habitaciones, la hondura de los patios. Una noche, hacia 1842, oyeron el creciente y sordo rumor de los cascos de los caballos en la calle de tierra y los vivas y mueras de los jinetes. La mazorca, esta vez, no pasó de largo. Al griterío sucedieron los repetidos golpes, mientras los hombres derribaban la puerta, Salvadores pudo correr la mesa del comedor, alzar la alfombra y ocultarse en el sótano. La mujer puso la mesa en su lugar. La mazorca irrumpió; venían a llevárselo a Salvadores. La mujer declaró que éste había huido a Montevideo. No le creyeron; la azotaron, rompieron toda la vajilla celeste, registraron la casa, pero no se les ocurrió levantar la alfombra. A la medianoche se fueron, no sin haber jurado volver.
Aquí principia verdaderamente la historia de Pedro Salvadores. Vivió nueve años en el sótano. Por más que nos digamos que los años están hechos de días y los días de horas y que nueve años es un término abstracto y una suma imposible, esa historia es atroz. Sospecho que en la sombra que sus ojos aprendieron a descifrar, no pensaba en nada, ni siquiera en su odio ni en su peligro. Estaba ahí, en el sótano. Algunos ecos de aquel mundo que le estaba vedado le llegarían desde arriba: los pasos habituales de su mujer, el golpe del brocal y del balde, la pesada lluvia en el patio. Cada día, por lo demás, podía ser el último.
La mujer fue despidiendo a la servidumbre, que era capaz de delatarlos. Dijo a todos los suyos que Salvadores estaba en la Banda Oriental. Ganó el pan de los dos cosiendo para el ejército. En el decurso de los años tuvo dos hijos; la familia la repudió, atribuyéndolos a un amante. Después de la caída del tirano, le pedirían perdón de rodillas.
¿Qué fue, quién fue, Pedro Salvadores? ¿Lo encarcelaron el terror, el amor, la invisible presencia de Buenos Aires y, finalmente, la costumbre? Para que no la dejara sola, su mujer le daría inciertas noticias de conspiraciones y de victorias. Acaso era cobarde y la mujer lealmente le ocultó que ella lo sabía. Lo imagino en su sótano, tal vez sin un candil, sin un libro. La sombra lo hundiría en el sueño. Soñaría, al principio, con la noche tremenda en que el acero buscaba la garganta, con las calles abiertas, con la llanura. Al cabo de los años no podría huir y soñaría con el sótano. Sería, al principio, un acosado, un amenazado; después no lo sabremos nunca, un animal tranquilo en su madriguera o una suerte de oscura divinidad.
Todo esto hasta aquel día del verano de 1852 en que Rosas huyó. Fue entonces cuando el hombre secreto salió a la luz del día; mi abuelo habló con él. Fofo y obeso, estaba del color de la cera y no hablaba en voz alta. Nunca le devolvieron los campos que le habían sido confiscados; creo que murió en la miseria. Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.



En Elogio de la sombra (1969)
Sobre este texto: José Emilio Pacheco: Dos momentos y una posdata
Foto: Captura de Borges, una vida de poesía, de Fernando Arrabal (1998)


15/7/15

Jorge Luis Borges: Un ciego







No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
No sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.
Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,
pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.



En La Rosa Profunda (1975)
Foto: Borges reflejado en la piscina
Verano de 1934 en Las Nubes, Salto, Uruguay
Foto Fundación San Telmo
En Helft, Nicolás: Borges, Postales de una biografía (2013)

14/7/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El signo





Génesis, IX, 13
—Ahí, donde lo ven, está en su día el amigo Lumbeira y me puede abonar otro completo, que las facturitas mandan fuerza y no es el abajo firmante el que se va a negar a un par de felipes rellenos de manteca y a una de estas ensaimaditas grasientas que, taponándome el nasute hasta quedar sin dedo, la rempujo a base de buchecitos de feca con chele y quedo en forma para dar cuenta de esa fuentada de tortitas guarangas. Ni chiste, paganini; en cuanto me desempane el garguero y recobre el uso de la parola, le meto por las dos orejas la historia longaniza de un sucedido que usted ipso facto reclama la presencia del mozo y le refunde en ese mate rebelde un menú gigante, que después no queda en dos leguas a la redonda un grumo de grasa.
¡Lo que se lleva el tiempo, Lumbeira! Antes que usted le entierre los molares a este budín inglés todo cambia en un redepente y donde ayer el loro lo aturdía, ahora usted está en el aro y lo aturde al loro. No me dejará mentir si le digo que yo estaba más prendido que un bitoque al Instituto de Previsión “Veterinarias Diogo” y que para mí el olor a tren era como el olor de la cucha para el perro y para usted el olor del Lacroze: quiero decir que yo como viajante sabía pulsar la red ferroviaria de un modo francamente continuo. De la noche a la mañana, sin más introito que una investigación y proceso que se alargó año y medio, les chanté con la pluma cucharita una indeclinable que salí levantando tierra. Por fin, metí los de horma 44 en Última Hora, donde el jefe de redacción, que es un miserable zanagoria, me destacó de corresponsal viajero y cuando no me repantigo en el carreta a Cañuelas me trasbordan al lechero a Berazategui.
No le discutiré que hombre que viaja suele entrar en contacto con la corteza superficial de los partidos del perímetro urbano y así no es raro que sorprenda cada perfil inédito que si usted lo oye puede que le salga otro orzuelo. Ni se tome el trabajo de abrir la boca, que hasta las moscas de la leche ya saben que se va a descolgar con la pesadez que yo soy un veterano con más olfato periodístico que un hocico de perro… ñato; la cosa es que ayercito nomás me remitieron a Burzaco, como quien manda un tarugo envuelto en papel madera. Pegado como un queso a la ventanilla donde el solcito de las doce y dieciocho me freía la grasa de la frente, pasé con la cabeza hecha un hueco desde el asfalto a la lata y de la lata a la quinta y de la quinta al potrero donde el chancho se dilata. U sea, para no enredarme en las cuartas, que llegué a Burzaco y bajé en la propia estación. Le juro hasta venir con barba que no me acompañó el menor pálpito de la revelación que me esperaba esa tarde tan sofocante. Vuelta a vuelta me preguntaba, lo más cafisho, que quién iba a decirme que ahí, en el pleno foco burzaquense, yo me haría cargo de un portento que si usted lo oye lo toman por leche cortada.
Tomé, cuándo no, la calle San Martín y a la vuelta del primer brazo gigante que salía de la tierra y ofrecía un mate Noblesse Oblige, me di el gustazo de saludar el propio domicilio de don Ismael Larramendi. Figúrese una ruina sin revocar, un chalecito coquetón a medio erigir, vulgo una tapera de la madona, que usted mismo, don Lumbeira, que en trance de apolillar no le hace asco al nido de hormigas, hubiera desistido de entrar sin la bufanda y el paragüita. Crucé el cantero enyuyado y, ya en el porch, bajo un escudo del Congreso Eucarístico tipo Primo Carnera, brotó un vejete mezzo calvento, acondicionado en un guardapolvo tan aseadito que gana no me faltó de espolvorearlo con la pelusa que sabe rejuntar el bolsillo.
Ismael Larramendi (don Matecito, que le dicen) se me manifestó portador de unos anteojos de costurera, de un bigote doble foca y de un pañuelo de bolsillo que le interesaba todo el cogote. Amainó algún centímetro de estatura cuando le propiné esta tarjeta que ahora se la refriego a usted en ese umbligo que le hace las veces de cara y donde verá en papel Vitroñex y letra Polanco “T. Mascarenhas, Última Hora”. Antes que se acogiera al gambito de no estar en casa, le tapé la boca con la gran milanesa de que lo tenía prontuariado y aunque se disfrazara de bigotudo yo le sacaría la filiación. Visto y considerando que el comedor me quedaba un poco ajustado, saqué la cocinita económica al patio de lavar, mudé mi chambergolina al dormitorio, ofrecí a mi panaro el sillón de hamaca, encendí un Salutaris que el vejanco tardaba en obsequiarme y distribuyendo todos mis pieses en un estantecito de pinotea con los manuales Gallach, lo convidé al vejestorio a que se acomodara en el suelo y me hablara como un fonógrafo de bocina de su mentor el finado Wenceslao Zalduendo.
No haberlo dicho. Abrió la boca y se mandó la parte, con una vocecita de ocarina de lo más penetrante, que, se lo juro por esa campana de sángüiches, ya no la oigo porque estamos en esta lechería de Boedo. Dijo, sin tan siquiera darme calce para un enfoque del momento turfístico:
—Tienda, señor, su buen vistazo por esa ventanita ratona y no le costará divisar, más allá de la segunda mano con mate, una vivienda pequeña, eso sí, pero que siempre le faltó, qué pucha, el flatacho. Haga, con toda confianza, la señal de la cruz y pídale a esa casa tres deseos, porque bajo sus tejas vivió un hombre que merece mejor concepto que muchos de esos verdaderos vampiros que chupan por igual la sangre del pobre y del industrial acomodado. ¡Le estoy hablando de Zalduendo, señor!
Cuarenta años han pasado por este redondelito[*](treintinueve añares, mejor dicho) desde el atardecer inolvidable, o acaso la mañanita madrugadora, en que conocí a don Wenceslao. A él o a otro, porque el tiempo trae el olvido, que es un bálsamo grande, y uno termina por no saber con quién tomó la leche vez pasada en el bar de Constitución, cuando no una avena malteada, que sabe caer tan bien al estómago. La cosa es que lo conocí, mi buen señor, y dimos en hablar de todo un poco, pero con dedicación especial de los coches de la línea a San Vicente. Pitos y flautas, yo con mi gorra de visera y el guardapolvo tomaba todos los días hábiles el 6 y 19 a Plaza; don Wenceslao, que viajaba más temprano, era seguro que perdía el carreta de las 5 y 14, y yo me lo veía llegar de lejos, sorteando los charquitos helados, a la luz tembleque del farol de la Cooperativa. Él era como yo un adepto insaciable de la ventaja del guardapolvo y acaso, años después, nos fotografiaron con dos guardapolvos idénticos.
Siempre, señor, he sido el más fiero enemigo de meterme en vidas ajenas y, por eso, mantuve a raya la tentación de preguntarle a ese nuevo amigo por qué viajaba con el lápiz Faber y un rollo de pruebas de imprenta, amén del diccionario de Roque Barcia, que es una obra tan completa ¡en tantos volúmenes! Se la doy al más garifo; tuve, si usted me comprende, mi hora de comezón, pero pronto logré la recompensa ¡don Wenceslao, con la misma boca con que me dijo que era corrector de la Editorial Oportet & Haereses, me invitó a secundarlo en esas tareas que, con encomiable tenacidad, acometía para distraerse en el tren! Mis luces, le soy franco, son bien escasas, y al principio trepidé en acompañarlo en ese terreno; pero la hacendosa curiosidad pudo más y antes que apareciera el inspector ya estaba yo sumido en las galeradas de la Instrucción secundaria de Amancio Alcorta. Exigua ¡qué canastos! fue la contribución que pude prestar esa primer mañana de consagración a las letras, pues, arrebatado por todos esos problemones del magisterio, yo leía y leía, sin advertir las más garrafales erratas, las líneas traspuestas, las páginas omitidas o empasteladas. En Plaza no me quedó más remedio que articular el “Que le vaya lindolfo” de práctica, pero a la madrugada siguiente le di una gran sorpresa a mi nuevo amigo, revistando en el andén con un lápiz que había tomado la precaución de agenciarme en una sucursal muy seria, eso sí, de la Librería Europa.
Mes y medio, calculando a ojo fantástico, duraron esas tareas de corrección, que son, como vulgarmente se dice, el aprendizaje más formidable para entrar en contacto con los verdaderos rudimentos de la puntuación y de la ortografía en castellano. De A. Alcorta pasamos a Pedagogía social de Raquel Camaña, no sin hacer un alto en Crítica literaria de Pedro Goyena, que me capacitó para encarar con renovados bríosNaranjo en flor de José de Maturana o El dilettantismo sentimental de Raquel Camaña. Ni por asomo le puedo cantar otro título porque en llegando al último don Wenceslao cortó por lo sano y me dijo que sabía apreciar mi aplicación en lo que ésta valía, pero que muy a las contras de su voluntad se veía compelido a pararme el carro, porque el propio don Pablo Oportet le había propuesto para en breve un ascenso interesante que le permitiría redondear un buen presupuesto. Cosa de no saber por dónde agarrar: don Wenceslao me participaba esas novedades de tanto bulto para su horizonte económico, y yo lo veía con el ánimo por el suelo, de lo más chaucho. A la semana, en ocasión de adquirir unas roscas de maicena para las nietitas del señor Margulis, que tiene la farmacia en Burzaco, salía yo con mi paquetito del bar de Constitución cuando tuve el agrado de pescar a don Wenceslao, que daba cuenta de una gran tortilla quemada, que parecía un pico de gas, y de unas sendas copas de grog, que me lo hacían toser con el humo, en compañía de un potentado de color aceituna y rico sobretodo de astracán, que le encendía en ese momento un cigarro de hoja. El potentado se atusaba el bigote y hablaba como un rematador, pero en la cara del señor Wenceslao vi la palidez de la muerte. Al otro día, antes de llegar a Talleres, me confió con toda reserva que su interlocutor de la víspera era el señor Moloch, de la razón social Moloch y Moloch, que tenía en un puño a todas las librerías del Paseo de Julio y de la Ribera. Agregó que había firmado un contrato con ese señor, que ahora carecía de toda vinculación oficial con la red de baños turcos donde se timbea de lo lindo, para el suministro de obras científicas y de tarjetas postales. Así, con mucha consideración, vino a enterarme ese pan de Dios, que el Directorio lo había nombrado Gerente Responsable de la editorial. En esa nueva calidad, ya había asistido a una prolongada sesión del centro de imprenteros, donde apenas medio se atornilló en la butaca lo sacaron al trote largo esos asturianos. Yo lo atendía como un embelesado, señor, y en eso tironeó el convoy y rodó por el suelo uno de los pliegos que estaba corrigiendo don Wenceslao. Conozco mi obligación y, sobre el pucho, me acomodé en cuatro patas para recogerlo. No haberlo hecho: vi una figura de lo más deslenguada, que me puse como un tomate. Disimulé como pude y pasé a devolverla como si entregara la estampita más espectable. Quiso mi buena estrella que don Wenceslao estuviera tan Tristán Suárez que no se dio cuenta cabal de lo acontecido.
El otro día, que era sábado, no viajamos juntos; habremos ido uno primero y otro después, si usted me interpreta.
Ya despachada la primera siestita, un vistazo al almanaque me encasquetó la idea que el domingo era mi cumpleaños. La confirmó la fuente de empanaditas que siempre tiene la fineza de obsequiarme la señora Aquino Derisi, que prestó sus oficios de partera a mi señora madre. Tomar el olorcito de esos manjares, que vienen a ser tan nuestros, y pensar lo instructiva que resultaría, a lo mejor, una serata con el señor Zalduendo, fue, como decimos en Burzaco, todo uno. Prudenciando en el banquito de la cocina hasta que amainara el sol (porque las insolaciones de vigilantes estaban a la orden del día), me quedé hasta bien dadas las ocho y cuarto, aplicando otra mano de pintura negra a un mueblecito de adorno que yo había confeccionado con los cajoncitos de azúcar Lanceros. Bien enroscado en la chalina, porque las refrescadas son el diablo, tomé el 11, quiero decir que me encaminé a patacón por cuadra al domicilio de ese maestro y amigo. Entré como perro por su casa, ya que la puerta del señor Zalduendo, señor, siempre estaba abierta, como su corazón. ¡El anfitrión brillaba por su ausencia! Para no malgastar la caminata, opté por esperar un ratito, no fuera de repente a volver. Hacia la jabonera no demasiado lejos de la palangana y la jarra, había un alto de libros que me permití revisar. De nuevo le digo, eran de la Imprenta Oportet & Haereses y mejor no haberlo hecho. Bien dicen que cabeza en la que entra poco retiene el poco; hasta el día de hoy no puedo olvidarme de esos libros que hacía imprimir don Wenceslao. Las tapas eran con prójimas desnudas y de todos colores, y llevaban por título El jardín perfumadoEl espión chinoEl hermafrodita de Antonio Panormitano, Kama-Sutra y/o Ananga-RangaLas capotas melancólicas, las obras de Elefantis y las del Arzobispo de Benevento. Qué azúcar y qué canela, yo no soy uno de esos puritanos exagerados y en tren de echar una cana al aire ni mosqueo con la adivinanza de color subido que sabe proponer el párroco de Turdera, pero, vea usted, hay extremos que pasan de castaño oscuro y resolví ganar la cucha. Salí marcando tiempo, le soy verídico.
Varios días pasaron y nada sabía yo de don Wenceslao. Después, la noticia-bomba anduvo de boca en boca y yo fui el último en enterarme. Una tarde, el oficial del peluquero me enseñó a don Wenceslao en fotografía, que más bien parecía un negro retinto, abajo del titular que rezaba: Se le espesó el mejunje al pornografista. Hay estafa. Las piernas me flaquearon en el sillón y se me nubló la vista. Sin comprender leí hasta el final el sueltito, pero lo que más me dolió fue el tono irrespetuoso con que se hablaba del señor Zalduendo.
Dos años después don Wenceslao salió de la cárcel. Sin darse bombo, que no estaba en su carácter, volvió el hombre a Burzaco. Volvió hecho una osamenta, señor, pero con la frente bien alta. Dijo adiós al trayecto ferroviario y no salía de su casa ni en esos paseítos a los más diversos pueblos circunvecinos. De aquel entonces le quedó el mote cariñoso de Don Tortugo Viejo, aludiendo, vaya usted a saber, a que no salía nunca y era difícil encontrarlo en el depósito de forrajes Buratti, cuando no en el criadero de aves Reynoso. Nunca quiso acordarse de los motivos de su desgracia, pero yo até cabos y vine a entender que el señor Oportet se había aprovechado de la infinita bondad de don Wenceslao, cargándolo con la responsabilidad de su negocio de librería cuando vio que las cosas pintaban mal.
Con el sano propósito de agenciarle una buena dosis de esparcimiento di en llevarle un dominguito, que la atmósfera se presentaba aparente, a los nenes disfrazados de pierrot del doctor Margulis y el lunes medio lo engolosiné con la monomanía de ir a pescar a los charcos. Qué pesca ni qué pavadas con la pretensión de distraerlo: el pasmado como un bobeta resulté yo.
El señor Don Tortugo estaba en la cocina cebándose unos verdes. Me senté de espaldas a la ventana, que ahora da a los fondos del club Unión Deportiva y antes al campo abierto. El Maestro declinó con la mayor urbanidad mi proyecto de pesca y adjuntó, con esa bondad soberana del que a todas horas ausculta su propio corazón, que a él no le hacían falta diversiones desde que el Supremo le concediera pruebas tan a las claras.
A riesgo de quedar como un chinche le rogué que me ampliara esos conceptos; sin soltar la pavita borravino, ese visionario me contestó:
—Acusado de estafa y de traficar en libros infames yo fui recluido en la celda 272 de la Penitenciaría Nacional. Entre esas cuatro paredes mi preocupación era el tiempo. En la primer mañana del primer día pensé que estaba en la peor etapa de todas, pero que si llegaba al día siguiente ya estaría en el segundo, es decir en camino al último día, el setecientos treinta. Lo malo es que me hacía esa reflexión y el tiempo no pasaba y yo seguía en el comienzo de la mañana del primer día. Antes de un lapso atendible ya había agotado cuanto recurso se me ocurrió. Conté. Recité el Preámbulo de la Constitución. Dije los nombres de las calles que hay entre Balcarce y la Avenida La Plata y entre Rivadavia y Caseros. Después me corrí al Norte y dije las calles que hay entre Santa Fe y Triunvirato. Por suerte me confundí cerca de Costa Rica, lo que me significó ganar un poco de tiempo, y así medio llegué a las nueve de la mañana. Tal vez entonces me tocó en el corazón un santo bendito y me puse a rezar. Quedé como inundado de frescura y creo que muy pronto llegó la noche. A la semana descubrí que ya no pensaba en el tiempo. Créame, joven Larramendi, cuando se cumplieron los dos años de la condena, me pareció que habían pasado en un soplo. Es verdad que el Señor me había deparado muchas visiones, todas francamente valiosas.
Don Wenceslao me decía estas palabras y se le dulcificaba la cara. De entrada sospeché que esa felicidad le venía del recuerdo, pero luego entendí que detrás mío algo estaba pasando. Me di vuelta, señor. Vi lo que llenaba los ojos de don Wenceslao.
Había mucho movimiento en el cielo. Subían grandes cosas desde el monte del establecimiento rural Manantiales y desde la curva del tren. Se dirigían en procesión al cénit. Unas parecían evolucionar alrededor de otras, pero sin estorbar el movimiento general y todas subían. Yo no les quitaba los ojos y era como si subiera con ellas. Le hago suyo que de primera intención no capté qué serían esos objetos, pero ya entonces me contagiaban el bienestar. He pensado después que acaso tenían luz propia, porque ya se había hecho tarde y sin embargo yo no les perdía ni un pelo. El primero que distinguí (y hemos de convenir que es raro, porque la forma no es nítida, que digamos) era tamaña berenjena rellena que no tardó en perderse de vista al quedar tapada por el alero del corredor, pero ya le pisaba los talones un gran pastel de fuente, que por lo bajo le calculo, señor, hasta doce cuadras de fondo. La gran sorpresa bogaba a la derecha, a un nivel más alto, y era un solo puchero a la española, con su morcilla y su tocino, escoltado, eso sí, por cada posta de pejerrey que usted no sabía para dónde mirar. Todo el poniente era risotto, sin embargo que al Sur ya se consolidaban la albóndiga, el dulce de zapallo y la leche asada. A estribor de las empanadas con flecos, desfilaba el matambre a la orientala, bajo el palio de algunas tortillas babosas. Mientras conserve la memoria me acogeré al recuerdo de unos ríos que se cruzaban sin mezclarse: uno de caldito de gallina bien desgrasado y otro de un zocotroco de carne con cuero, que después de verlo, a usted ya no lo embroman con el arco iris. A no ser por esta tosecita de perro, que en la ocasión me hizo desviar la visual, me pierdo una croqueta de espinaca que, en un santiamén, la borraron los chinchulines de una parrillada jefe, para no decir nada de unos caneloncitos recalentados que, desplegándose en abanico, tomaron firme posesión de la bóveda celeste. A éstos los barrió un queso fresco, cuya superficie acorchada abarcó todo el cielo. Ese alimento quedó fijo, como encasquetado sobre el mundo, y yo me ilusioné que lo tendríamos para siempre, como antes las estrellas y el azul. Un instante después no quedaba rastro de esa rotisería.
Ay de mí, ni un adiós le dije a don Wenceslao. Con las piernas que me temblaban salvé hasta media legua de potreros y entré como por un tubo en la fonda de la estación donde cené con tan buen diente que era cosa de alquilar balcones.
Esto es todo, señor. O casi todo. Nunca me fue dado participar en otra visión de don Wenceslao, pero éste me dijo que no eran menos maravillosas. Lo creo porque el señor Zalduendo era platita labrada, sin contar que una tarde, al pasar por su domicilio, todo el campo era un solo olor a fritangas.
Veinte días después el señor Zalduendo ya era cadáver y su espíritu recto pudo ascender al firmamento, donde sin duda lo acompañan ahora todas esas minutas y postres.
Le agradezco su atención por haberme oído. Sólo me resta decirle que le vaya benítez.
—Que le garúe finochietto.

Pujato, 19 de octubre de 1946


[*] Trátase, a todas luces, del más rudimentario de los monóculos. 
Lo improvisó nuestro hombre con el pulgar y el índice, lo aplicó al ojo 
y, con un guiño, rió benévolamente. Tout comprendre c’est tout pardonner.
(Nota griffonnée por el doctor Gervasio Montenegro).









En H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables (1946)
Obras Completas en Colaboración
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997
Imagen: Réplica for export de Borges y Bioy Casares 
en la mesa que ocupaban y placa evocativa
Confitería La Biela - Barrio Recoleta - Buenos Aires
Fotos: Patricia Damiano, 2012



13/7/15

Jorge Luis Borges: Prólogo [Elogio de la sombra]




Borges en su casa, 1984, Foto ©Horacio Villalobos-Corbis - borgestodoelanioblogspot.com Florencia Giani




Sin proponérmelo al principio, he consagrado mi ya larga vida a las letras, a la cátedra, al ocio, a las tranquilas aventuras del diálogo, a la filología, que ignoro, al misterioso hábito de Buenos Aires y a los perplejidades que no sin alguna soberbia se llaman metafísica. Tampoco le ha faltado a mi vida la amistad de unos pocos, que es lo que importa. Creo no tener un solo enemigo o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber. La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que queremos. Ahora, a los setenta años de mi edad (la frase es de Whitman), doy a la prensa este quinto libro de versos.

Carlos Frías me ha sugerido que aproveche su prólogo para una declaración de mi estética. Mi pobreza, mi voluntad, se oponen a ese consejo. No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí en Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirías. Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética. Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.

Éste, escribí, es mi quinto libro de versos. Es razonable presumir que no será mejor o peor que los otros. A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética. Ésta, según se sabe, nunca dejó de preocupar a cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado, a Robert Louis Stevenson. Una de las virtudes por las cuales prefiero las naciones protestantes a las de tradición católica es su cuidado de la ética. Milton quería educar a los niños de su academia en el conocimiento de la física, de las mar temáticas, de la astronomía y de las ciencias naturales; el doctor Johnson observaría al promediar el siglo XVIII: "La prudencia y la justicia son preeminencias y virtudes que corresponden a todas las épocas y a todos los lugares; somos perpetuamente moralistas y sólo a veces geómetras."

En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso. Podría invocar antecedentes ilustres —el De Consolatione de Boecio, los cuentos de Chaucer, el Libro de las Mil y Una Noches—; prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en si, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen. Es común afirmar que el verso libre no es otra cosa que un simulacro tipográfico; pienso que en esa afirmación acecha un error. Más allá de su ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información o el razonamiento, es lo que está esperándolo. Yo anhelé alguna vez la vasta respiración de los psalmos 1 o de Walt Whitman; al cabo de los años compruebo, no sin melancolía, que me he limitado a alternar algunos metros clásicos: el alejandrino, el endecasílabo, el heptasílabo.

En alguna milonga he intentado imitar, respetuosamente, el florido coraje de Ascasubi y de las coplas de los barrios.

La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es don del Azar o del Espíritu; sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria; en este mundo la belleza es común.



J. L. B.
Buenos Aires, 24 de junio de 1969



1 Deliberadamente escribo psalmos. Los individuos de la Real Academia Española quieren imponer a este continente sus incapacidades fonéticas; nos aconsejan el empleo de formas rústicas: neuma, sicología, síquico. Últimamente se les ha ocurrido escribir vikingo por viking. Sospecho que muy pronto oiremos hablar de la obra de Kiplingo.



Foto: Borges en su casa, 1984
©Horacio Villalobos - Corbis



12/7/15

José Emilio Pacheco: Dos momentos y una postdata*





In memoriam Mauricio Magdaleno

I. Borges en 1969

Argentina es un país extraño, capaz de producir a los dos hispanoamericanos más influyentes de todos los tiempos: Borges y Guevara. El boom se inició con la Revolución cubana y el Premio Internacional de los Editores que Borges y Beckett compartieron en 1961. Poco antes François Mauriac, Roger Caillois y André Maurois habían hablado admirativamente del escritor que en el curso de los sesenta se transformó en celebridad mundial: inspirador de Michel Foucault en Las palabras y las cosas, de la nueva novela y el nuevo cine; lectura obligatoria para todo escritor europeo o norteamericano que aspire a ser contemporáneo.
Después de tantos años de inferioridad ante nuestra madrastra adoptiva, la cultura europea, es imposible no sentir un gozo vindicatorio ante este segundo “retorno de los galeones”. El adjetivo “borgiano” circula ya en todas las lenguas; el crítico Richard Kostenaletz atribuye el descenso novelístico de Estados Unidos al desconocimiento de Borges y Beckett, los dos grandes maestros de la ficción actual; en las universidades los jóvenes impugnadores llenan auditorios para aplaudir las conferencias y recitales de Borges… Los ejemplos podrían multiplicarse. A Borges le ha tocado algo que ni buscó ni desea: no la humilde notoriedad del escritor sino la gloria en vida.
Por más que su lectura sea una de las mejores experiencias que puede darnos nuestro idioma, Borges no es un escritor fácil. Entre quienes hablan de él muchos sólo conocen al personaje o bien han hojeado los sustitutos de la lectura: aquellos libros sobre los libros de Borges que ya abundan en español, inglés y francés. Al margen de lo anecdótico, es necesario subrayar que Borges escribe la mejor prosa narrativa de nuestros días en castellano y en la ensayística comparte ese primer sitio con Octavio Paz. Borges ha hecho por la narración lo que hace setenta años hizo Rubén Darío por el verso: ambos son los renovadores, los fundadores que cambiaron desde América la lengua española y al hacerlo transformaron nuestra manera de hablar, de escribir, de leer y de pensar.
El pasado 24 de agosto Borges cumplió setenta años y publicó Elogio de la sombra con textos escritos a partir de 1967. Simultáneamente apareció el Diálogo con Borges de Victoria Ocampo. A Borges le han preguntado tantas veces las mismas cosas que resultaba muy difícil lograr una entrevista original. Victoria Ocampo la obtuvo haciendo que Borges trazara una autobiografía de urgencia con base en el álbum de familia.
Borges siempre tiene algo nuevo que decir o agregar a lo ya dicho. Una amistad de cuatro décadas, que sin embargo no se permite el tuteo o el voseo, le hace sentirse más cómodo con Victoria Ocampo que con ningún otro de sus interlocutores. Al ver las fotos de sus padres, sus casas, sus rostros de niño y adolescente, al leer esta conversación, uno entra en ese territorio en que la vida se hace literatura y la literatura vida.
Si por su difusión internacional Borges ha sido un protagonista de los sesenta, las obras en que está basada su fama fueron escritas en la década que se extiende entre 1939 y 1949, fecha de publicación de El Aleph. En cambio su gran obra poética intraducible por estar casi siempre rimada, no comienza verdaderamente hasta 1958 con la aparición en la revista Sur de cuatro sonetos: “Una brújula”, “Una llave en Salónica”, “Un poeta del siglo XIII” y “Un soldado de Urbina”, escritos al borde de los sesenta años.
A partir de 1955 Borges ya no pudo escribir a mano e ideó un nuevo método de composición: hacer borradores mentales caminando por las calles de Buenos Aires y una vez terminado el texto dictarlo a su madre. El relato breve y el poema con rima son las formas que mejor se adaptan a este método. Pero su organización mental y su memoria le han permitido después hacer cuentos, ensayos y versos libres, a despecho de la sombra “lenta y mansa” que elogia en su más reciente libro:
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla (…)
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años…
En su juventud Borges descubrió que “las palabras pueden ser no sólo un juego de símbolos sino una magia y una música”. Al desaparecer las imágenes, la música se ha afinado aún más para él y se ha desvanecido la línea divisoria entre poesía y prosa. Como El Hacedor y sus dos antologías personales, Elogio de la sombra es un volumen mixto; Borges desearía que lo leyéramos como un libro de versos.
Junto a la inteligencia perdurable, lo que caracteriza al Borges de 1969 es la humildad. El prólogo resulta ejemplar: descree de las estéticas, recuerda que ninguna norma es obligatoria y el tiempo se encargará de abolirla: afirma que este tomo no es mejor ni peor que los otros pero añade a los espejos, laberintos, tigres y espadas dos temas nuevos —la vejez y la ética— y concluye:
La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos porque es don del Azar o del Espíritu: sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria: en ese mundo la belleza es común.
Hay otra novedad, la reaparición del versículo que Borges no empleaba desde los “Two English Poems” de 1934 y ahora vuelve quizá como resultado de su traducción de Whitman.
Más allá de su ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información ni el razonamiento, es lo que está esperándolo.
Por ejemplo, “The Unending Gift” que apareció como prosa en la Nueva antología personal adquiere otro significado al republicarse en forma versicular.
Los poemas en rima consonante se hallan en minoría frente a los versos libres. Elogio de la sombra se parece más a los textos juveniles de Borges que a su obra de los últimos años. Algunos poemas tienen “argumento” y su desarrollo es semejante al de un relato, ya sea el monólogo de Cristo como hombre o el de un bibliotecario chino. Hay tres composiciones dedicadas a Israel y dos a James Joyce, un homenaje a Inglaterra y otro a las cosas que “durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido”.
Es una lástima que los poetas de nuestra lengua no hayan visto hasta qué punto Borges demuestra las posibilidades actuales de la rima y de las formas populares. Sus milongas son un equivalente de lo que representan en inglés las baladas y los pareados de W.H. Auden. La rubay, la cuarteta de Omar Khayyam, parece una forma excepcionalmente flexible con sus tres versos aconsonantados y uno suelto:
Que la luna del persa y los inciertos
oros de los crepúsculos desiertos
vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.
El versículo se convierte en un instrumento que reúne la fluidez de la prosa y la intensidad del verso:
Ahora es invulnerable como los dioses. Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer ni la tisis ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.
Sin embargo, el mejor Borges poeta es el Borges de sus rimas, incesantes variaciones de un mismo tema reescrito cada vez desde otro ángulo. Por ejemplo, en su concentrada eficacia, “Laberinto” es el equivalente lírico de un cuento magistral, “La casa de Asterión”:
Sé que en la sombra hay otro cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que destejen y tejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
En un género ya característicamente borgiano, a medio camino entre el poema en prosa y el microrrelato, Elogio de la sombra presenta dos ejemplos extraordinarios —“Pedro Salvadores” y “Una oración”— y otros que poco añaden al prestigio de Borges. El primero cuenta la historia de un perseguido por el dictador Juan Manuel de Rojas que se oculta durante nueve años en un sótano. Empieza acosado y termina como un animal tranquilo en su madriguera o en una especie de oscura deidad. “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.”
“Una oración” es una crítica al padrenuestro y al non omnis moriar, el “no moriré del todo” que ha sido la esperanza de tantos poetas. Borges dice “no” al otro mundo y a la fama póstuma: “Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo”. Tiene clara conciencia de lo que ha hecho pero carece de toda pretensión al respecto:
Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
Si alguna página de estos tiempos escrita en nuestro idioma alcanza a sobrevivir será probablemente de Borges. De él puede decirse sin cambiar una palabra lo que T. S. Eliot afirmó de Mark Twain:
Es uno de esos contados escritores, escasos en cualquier literatura, que descubrieron una nueva manera de escribir, válida para ellos mismos y para los demás… Uno de esos escritores que pusieron al día su lenguaje y al hacerlo purificaron el lenguaje común.

II. Borges en 1975

Hace seis años, cuando ya Borges disfrutaba y padecía el mayor prestigio y el mayor reconocimiento que ha conocido un escritor de nuestro idioma, cuando ya se daba por terminada su carrera y nadie esperaba que nuevos libros se añadieran al canon, tuvo el valor de emprender una última etapa a la que debemos Elogio de la sombraEl informe de BrodieEl oro de los tigres o El libro de arena. Al mismo tiempo se ha convertido en un escritor de lengua inglesa mediante la rescritura —más que la simple traducción— de sus libros clásicos publicados entre 1941 y 1962.
El Borges de los últimos tiempos ha abandonado en los dos idiomas que le son íntimos “las sorpresas inherentes al estilo barroco”. La publicación del libro de sus Prólogos y de Borges y el cine, estudio y compilación de Edgardo Cozarinsky, permite ver las diferencias y similitudes entre el Borges de los cuarenta y el Borges de 1975.
Entre uno y otro hay un hecho crucial: la pérdida de la capacidad de leer y escribir, la casi absoluta ceguera en que desembocó hace veinte años su miopía. Para que tuviéramos conciencia de lo que esto ha significado en la vida y obra de Borges, fue preciso esperar la entrevista a Jean-Paul Sartre recién publicada por Michel Contact en Le Nouvell Observateur. Sartre considera su profesión de escritor completamente deshecha al quedarse ciego, despojo que le quita toda razón de su existencia. Para Sartre el estilo es la manera de decir tres o cuatro cosas en una, lo que no excluye la sencillez sino al contrario. El estilo le está prohibido desde ahora a Sartre. Al volverse imposible la escritura se suprime para él la auténtica actividad del pensamiento. La manera literaria de exponer una idea o una realidad necesita de la corrección: Sartre ya no puede corregir porque es incapaz de releerse.
Hay una diferencia enorme entre dictar y redactar. Sartre piensa que si dictara no conseguiría nada semejante a lo que fueron los textos escritos y rescritos por su mano.
Sartre es un gran expositor oral. Borges se expresa tímidamente y con gran dificultad (excepto cuando se halla entre amigos), pero al transcribirse en letra impresa esas palabras de tan ardua enunciación tienen el mismo resplandor de sus páginas. A diferencia de Sartre, Borges siguió adelante, compuso en silencio, preparó borradores mentales que no dicta hasta que se encuentran acabados y pulidos. Tras quince años de entrenamiento en el poema rimado y la prosa breve pudo hacer cuentos de nuevo y también la mejor versión de Whitman que existe en nuestro idioma (Hojas de hierba, 1969).
A los setenta y cinco años “no puedo prometer ni prometerme sino esas pocas variaciones parciales que son, según se sabe, el recurso clásico de la irreparable monotonía… Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el paso del tiempo”, dice en El libro de arena. Si careciera de otro valor, queda en pie la justificación de este volumen como discurso del estilo. Todas sus páginas son modelos de sencillez, equilibrio y precisión.
Quienes encuentren “sentimentales” estas razones —como si la literatura no estuviese hecha por personas concretas para gente concreta— y prefieran al Borges de hace treinta años tienen hoy la inesperada maravilla de un libro nuevo compuesto en su mayor parte por el Borges de entonces: la reunión de sus Prólogos.
En 1970 Borges declinó el ofrecimiento de dos autores mexicanos (Homero Aridjis y un contemporáneo suyo) para recopilar los textos que puso al frente de los libros ajenos, textos que nada tienen en común con esa aburrida y prescindible excrecencia del compromiso amistoso, la necesidad económica o la competencia académica, a la que llamamos prólogo. Afortunadamente Borges cambió de opinión y compiló a solas este volumen.
Una característica revolucionaria de este anarquista, que se ostenta de derecha con la misma ofensiva impetuosidad de la vanguardia en la que militó hace cincuenta años, es dinamitar la teoría de los géneros. Borges tiene cuentos que son ensayos, críticas narrativas, versos ensayísticos, poemas que son relatos, prosas que pertenecen de lleno a la poesía. Nada tan lejano a Borges como aspirar a una crítica que no sea una distinta forma de arte. Prólogos nos muestra al artista como crítico y al crítico como artista. Sus notas no quieren ser ciencia literaria sino ensayos en la definición de T.W. Adorno: planteamientos de un “yo” ante el mundo, un “yo” que contempla lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la cultura como si fueran naturaleza. Borges siempre tiene algo lúcido, inquietante y revelador que decirnos aunque el objeto de su reflexión sea tan transitado como Cervantes, Shakespeare o el Martín Fierro.
Inmensas extensiones de bosque han sido arrasadas para nutrir la industria académica de los comentarios sobre Borges. Con todo, el libro de Edgardo Cozarinsky es el primero acerca de Borges y el cine. En 1931 Borges hizo reseñas cinematográficas para Sur, algunas llenas de aciertos precursores, otras equivocadas como la que intenta demoler Citizen Kane. La falibilidad de Borges lo humaniza: su agudeza lo lleva a excluir esta nota de las que añadió a Discusión en 1957.
Cozarinsky detalla los recursos que Borges ha tomado del cine para la puesta en escena verbal de sus cuentos y recorre sus aventuras cinematográficas como guionista, cita obligada en los textos de la crítica actual, presencia en las películas de Godard, Benayoun, Resnais, Allió… “doble” de Mick Jagger en Performance, autor adaptado por Torre Nilson, Múgica, Santiago y Bertolucci. Borges y el cine es un libro irremplazable.

III. Posdata: una polémica de 1973

En mayo de 1973 fue otorgado a Borges el nuevo Premio Internacional de Literatura Alfonso Reyes que constaba de cien mil pesos anteriores a la era de la devaluación permanente. Los diarios se llenaron de opiniones encontradas. Para uno de nuestros mayores poetas, Carlos Pellicer, Borges era “un declarado enemigo de México. Escribió poemas contra esta nación… alabó a los soldados victoriosos que penetraron en tierras aztecas y enalteció a los adversarios de la batalla de El Álamo. Despreció a la gente del río Bravo al sur y tuvo gestos y palabras ofensivas para el país… Por trascendente, enorme, importante que sea la tarea cumplida en el campo internacional de las letras, el escritor Jorge Luis Borges no debía haber sido postulado a ningún premio por los mexicanos… Al enemigo —y Borges es enemigo de México— se le puede tratar con respeto y hasta con admiración. Pero no se le premia”. (Pellicer; entrevistado en Excélsiorpor Rodolfo Rojas Zea.)
El martes 29 de mayo de 1973 Cristina Pacheco publicó en El Universalla única nota que conocemos hasta hoy sobre las referencias a México en la obra de Borges. El mayor agravio era desde luego el soneto “Texas” de 1961, que en su línea final dice: “y esas otras Termópilas. El Álamo”. En cambio había el elogio constante a Reyes, una reseña sobre el joven Maples Arce, testimonios de que Borges se supo de memoria “La suave patria” y juzgó a López Velarde superior a Lugones, una cita de Rubén M. Campos y El folclore literario de México.
En el capítulo dedicado a Billy the Kid en la Historia universal de la infamia (1935) se afirma dos veces que al morir debía a la justicia veintiuna muertes “sin contar mejicanos”, pero estas palabras se citan entrecomilladas como provenientes del mismo Billy. Un subcapítulo del relato se llama “Demolición de un mejicano” (otra vez con jota). La víctima es hollywoodescamente descrita como “más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales”. Borges añade que Billy the Kid “puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros” y que a veces “las guitarras y los burdeles de México lo arrastraban”.
En el cuento “El Aleph” (1945) contiene dos menciones: “un oleoducto al norte de Veracruz” y “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. En la entrevista con Ronald Christ que publicó The Paris Review y más tarde fue incluida en la serie Writers at Work hay una observación acerca de la dificultad de tener amigos mexicanos o suizos, ya que la única actividad de quienes habitan ambos países es ser guía de turistas.
Hasta 1973 las líneas más extensas de Borges sobre México estaban en su desconocido prólogo a Juárez y Maximiliano, la obra teatral de Franz Werfel. Borges dijo en 1946 que el Maximiliano de Werfel “es un hombre complejo y escrupuloso, a quien han extraviado las circunstancias en un mundo implacable. Antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez. Incurre, gradualmente, en la falta máxima: la de admitir que su enemigo pueda tener razón. Dicta decretos filantrópicos: ampara al peón y al indio. Obra de esta manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa. A través de las derrotas y las traiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A éste (que acabará por fusilarlo en Querétaro) nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático: Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador”.
En diciembre de aquel año Borges llegó por vez primera a México y recibió el premio que tiene el nombre de su gran amigo. Volvió en 1978 y en 1981, elogió en lo sucesivo al país (y a sus escritores) pero jamás le dedicó un poema como el que hizo para marcar su reconciliación con España.
Para Borges México fue sobre todo Alfonso Reyes. Murió sin haber escrito el cuento del personaje más borgianamente trágico de nuestra historia y tal vez el padre que Borges hubiera querido para sí: el general Bernardo Reyes que fue bravo entre los bravos, lo tuvo todo y lo perdió todo, cayó del inmenso poder militar y político a la humillación de rendirse a solas ante su antiguo caballerango y, como en un poema o un cuento de Borges, murió en una carga suicida de caballería contra el Palacio Nacional que sólo muerto pudo conquistar. (Gracias a una investigación hemerográfica de Miguel Ángel Flores.)






* “Inventario”,  Proceso, núm. 505, 7 de julio de 1986, pp. 50-52.

En Borges y MéxicoMiguel Capistrán, editor
Penguin Random House Grupo Editorial México, 1 jul. 2012
Foto: José Emilio Pacheco por Oscar Alarcón Vía


11/7/15

Jorge Luis Borges: Los espejos











Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita

Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.









En El Hacedor (1960)
Ilustraciones de Santiago Cogorno para Los Espejos
En Cinco Poemas, Buenos Aires, PROA, 1986


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