20/11/15

Jorge Luis Borges: Jonathan Edwards (1703-1785)







Lejos de la ciudad, lejos del foro
clamoroso y del tiempo, que es mudanza,
Edwards, eterno ya, sueña y avanza
a la sombra de árboles de oro.

Hoy es mañana y es ayer. No hay una
cosa de Dios en el sereno ambiente
que no le exalte misteriosamente,
el oro de la tarde o de la luna.

Piensa feliz que el mundo es un eterno
instrumento de ira y que el ansiado
cielo para unos pocos fue creado

y casi para todos el infierno.
En el centro puntual de la maraña
hay otro prisionero, Dios, la Araña.




En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Grabado de Jonathan Edwards, por R. Babson y J. Andrews Via


19/11/15

Jorge Luis Borges en su voz: Fundación mítica de Buenos Aires





¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yriyoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.



En Cuaderno San Martín, 1929
Imagen: Borges en  "A fondo" TVE en 1976 con Joaquín Soler Serrano

18/11/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Crónicas Marcianas», de Ray Bradbury








En el segundo siglo de nuestra era, Luciano de Samosata compuso una Historia verídica, que encierra, entre otras maravillas, una descripción de los selenitas, que (según el verídico historiador) hilan y cardan los metales y el vidrio, se quitan y se ponen los ojos, beben zumo de aire o aire exprimido; a principios del siglo XVI, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos; en el siglo XVII, Kepler redactó un Somnium Astronomicum, que finge ser la transcripción de un libro leído en un sueño, cuyas páginas prolijamente revelan la conformación y los hábitos de las serpientes de la Luna, que durante los ardores del día se guarecen en profundas cavernas y salen al atardecer. Entre el primero y el segundo de estos viajes imaginarios hay mil trescientos años y entre el segundo y el tercero, unos cien; los dos primeros son, sin embargo, invenciones irresponsables y libres y el tercero está como entorpecido por un afán de verosimilitud. La razón es clara. Para Luciano y para Ariosto, un viaje a la Luna era símbolo o arquetipo de lo imposible, como los cisnes de plumaje negro para el latino; para Kepler, ya era una posibilidad, como para nosotros. ¿No publicó por aquellos años John Wilkins, inventor de una lengua universal, su Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendiente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía? En las Moches áticas de Aulo Gelio se lee que Arquitas el pitagórico fabricó una paloma de madera que andaba por el aire; Wilkins predice que un vehículo de mecanismo análogo o parecido nos llevará, algún día, a la Luna. Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction* y del que son admirable ejemplo estas Crónicas. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo —que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena—. 

Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado —el dark backward and abysm of time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero. 

¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? 

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo "fantástico" o a lo "real", a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o novelería, de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street

Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo. 

Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores. 



*sciencefiction es un monstruo verbal en que se emalgaman el adjetivo scientific y el nombre sustantivo fiction. Jocosamente, el idioma español suele recurrir a formaciones análogas; Marcelo del Mazo habló de las orquestas de gríngaros (gringos + zíngaros) y Paul Groussac de las japonecedades que obstruían el museo de los Goncourt.

RAY BRADBURY: Crónicas marcianas. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones Minotauro, 1955


Postdata de 1974: Releo con imprevista admiración los Relatos de lo grotesco y arabesco (1840) de Poe, tan superiores en conjunto a cada uno de los textos que los componen. Bradbury es heredero de la vasta imaginación del maestro, pero no de su estilo interjectivo y a veces tremebundo. Deplorablemente, no podemos decir lo mismo de Lovecraft.







En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Manuscrito original y ológrafo
Entregado por Borges a la Editorial Minotauro, de Paco Porrúa
Sucesión de Francisco "Paco" Porrúa
Consignado para rematar en la británica casa Bonhams 



17/11/15

Jorge Luis Borges: La nadería de la personalidad







Intencionario

Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura las consecuencia dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado, afecta a los clásicos y empero alentadora de las más díscolas tendencias de hoy. 

Derrotero

He advertido que en general la aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente a un riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una holgazana incapacidad para tantear las pruebas que el escritor aduce y una borrosa confianza en la honradez del mismo. 

Pero una vez cerrado el volumen y dispersada la lectura, apenas queda en su memoria una síntesis más o menos arbitraria del conjunto leído. Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los párrafos que siguen toda severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos. 

No hay tal yo de conjunto. Cualquier actualidad de la vida es enteriza y suficiente. ¿Eres tú acaso al sopesar estas inquietudes algo más que una indiferencia resbalante sobre la argumentación que señalo, o un juicio acerca de las opiniones que muestro? 

Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles, construyen mi yo actual. 

Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los tardeceres del suburbio son gratos. 

No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos. Quien tal afirma, abusa del símbolo que plasma la memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén, cuando no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el recuerdo, ¿a qué tenencia pretender sobre los instantes cumplidos que, por cotidianos o añejos, no estamparon en nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a cuyo fallo hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez toda su plenitud de pasado? ¿Vive acaso en verdad? Engáñanse también quienes como los sensualistas, conciben tu personalidad como adición de tus estados de ánimo enfilados. Bien examinada, su fórmula no es más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco y contradicción trabajosa. 

Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella.

Nadie, meditándolo, aceptará que en la conjetural y nunca realizada ni realizable suma de diferentes situaciones de ánimo, pueda estribar el yo. Lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto. Yerran también quienes suponen que la negación de la personalidad que con ahínco tan pertinaz voy urgiendo, desmiente esa certeza de ser una cosa aislada, individualizada y distinta que cada cual siente en las honduras de su alma. Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del aquí estoy yo que alienta en nosotros. Lo que sí niego es que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida antítesis entre el yo y el no yo, y que ésta sea constante. La sensación de frío y de espaciada y grata soltura que está en mí al atravesar el zaguán y adelantarme por la casi oscuridad callejera, no es una añadidura a un yo preexistente ni un suceso que trae apareado el otro suceso de un yo continuo y riguroso.

Además, aunque anduviesen desacertadas las anteriores razones, no daría yo mi brazo a torcer, ya que tu convencimiento de ser una individualidad es en un todo idéntico al mío y al de cualquier espécimen humano, y no hay manera de apartarlos.

No hay tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han declarado así aquellos hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fue descartándolos el tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros, lejos de encaramar el desorden, deploran lo desigual de sus días y anhelan la popular lisura. Copiaré dos ejemplos. El primero lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro De Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las desengañadas postrimerías de su vida compuso el cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta manera:

Entre los dioses, sacuden a todos las befas de Momo. 
Entre los héroes, Hércules da caza a todos los monstruos. 
Entre los demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas las sombras. 
Mientras Heráclito ante todo llora. Nada sabe de nada Pirrón. 
Y de saberlo todo se glorifica Aristóteles. 
Despreciador de lo mundanal es Diógenes. 
A nada de esto, yo Agrippa, soy ajeno. 
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me quejo.
Soy filósofo, dios, héroe, demonio y el universo entero.

La atestiguación segunda la saco del tercer trozo de la Vida e historia de Torres Villarroel. Este sistematizador de Quevedo, docto en estrellería, dueño y señor de todas las palabras, avezado al manejo de las más gritonas figuras, quiso también definirse, y palpó su fundamental incongruencia; vio que era semejante a los otros, vale decir, que no era nadie, o que era apenas una algarada confusa, persistiendo en el tiempo y fatigándose en el espacio. Escribió así: 

Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración.

No hay tal yo de conjunto. Allende toda posibilidad de sentenciosa tahurería, he tocado con mi emoción ese desengaño en trance de separarme de un compañero. Retornaba yo a Buenos Aires y dejábale a él en Mallorca. Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa o distinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehemente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado... 

Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar por entero mi alma al amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguimos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo.

El siglo pasado, en sus manifestaciones estéticas, fue raigalmente subjetivo. Sus escritores antes propendieron a patentizar su personalidad que a levantar una obra; sentencia que también es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan los fáciles rescoldos de sus hogueras. Pero mi empeño no está en fustigar a unos ni a otros, sino en considerar la vía crucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras de su yo. Ya hemos visto que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar nuestra atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo cual, vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar expresarse, y querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la misma. Afanosa y jadeante correría entre el envión del tiempo y el hombre, quien a semejanza de Aquiles en la preclara adivinanza que formuló Zenón de Elea, siempre se verá rezagado... 

Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa porfía y se echó el mundo a cuestas. Creía que bastaba enumerar los nombres de las cosas, para que enseguida se tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por eso, en sus poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran gárrulas series de palabras, a veces calcos de textos de Geografía o de Historia, que inflaman enhiestos signos de admiración, y remedan altísimos entusiasmos. 

De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han dicho de esta suerte:

No he mortificado el idioma en busca de agudezas imprevistas o de maravillas verbales. No be urdido ni una leve paradoja capaz de alborotar vuestra charla o de chisporrotear por vuestro laborioso silencio. Tampoco inventé un cuento al derredor del cual se apiñarán las largas atenciones como en la recordación se apiñan muchas horas inútiles al derredor de una hora en que hubo amor. Nada de eso hice ni determino hacer y sin embargo quiero perdurar en la fama. Mi justificación es la que sigue: Yo soy un hombre atónito de la abundancia del mundo: yo atestiguo la unicidad de las cosas. Al igual de los más preclaros varones, mi vida está ubicada en el espacio, y las campanadas de los relojes unánimes jalonan mi duración por el tiempo. Las palabras que empleo no son resabios de aventadas lecturas, sino señales que signan lo que he sentido o contemplado. Si alguna vez menté la aurora, no fue por seguir la corriente fácil de uso. Os puedo asegurar que sé lo que es la Aurora: he visto, con alborozo premeditado, esa explosión, que ahueca el fondo de las calles, amotina los arrabales del mundo, humilla las estrellas y ensancha en muchas leguas el cielo. Sé también lo que son un Jacarandá, una estatua, un prado, una cornisa... Soy semejante a todos los demás. Ésa es mi jactancia y mi gloria. Poco importa que la haya proclamado en versos ruines o en prosa mazorral. 

Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los pintores. ¿Qué es la pintura de hoy —la de Picasso y sus alumnos—, sino la verificación absorta de la preciosa unicidad de un rey de espadas, de un quicial, o de un tablero de ajedrez? La egolatría romántica y el vocinglero individualismo van así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen de minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen volver a esa eterna derechura clásica que es la creación. En un libro como Greguerías ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos al leerlo si lo que imanta nuestro interés con fuerza tan única es una realidad copiada o es pura forja intelectual. 

El yo no existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa opinión la desmiente tácitamente, otras tantas, no sé si adrede o si forzado a ello por esa basta y zafia metafísica —o más bien ametafísica—, que acecha en los principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad, hay un lugar en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la alternativa. Traslado el tal lugar que, castellanizado, dice así: 

Un tiempo infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad. 

La realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las apariencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras acciones. La vida es apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que dijo Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonio Fernández: 

La realidad trabaja en abierto misterio. 

No hay tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración del budismo (Die Lehre des Buddha, München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon milenariamente eficaz: Aquellas cosas de las cuales puedo advertir los principios y la postrimería, no son mi yo. Esa norma es verídica y basta ejemplificarla para persuadirnos de su virtud. Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me mataría toda obscuridad y no quedaría nada en mí para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidarlo. Tampoco soy las audiciones que escucho pues en tal caso debería borrarme el silencio y pasaría de sonido en sonido, sin memoria del anterior. Idéntica argumentación se endereza después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se prueba con ello, no solamente que no soy el mundo aparencial —cosa notoria y sin disputa— sino que las apercepciones que lo señalan tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de ver, de oír, de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es baladí, siendo lo insigne su aplicación a lo espiritual. ¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha y la congoja mi verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es claramente negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadarme con ellas. La conciencia —último escondrijo posible para el emplazamiento del yo— se manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista reflejándose en ella.

Observa Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos deja un resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer, según la cual el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo. Esta opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias ni distinciones de individuo a individuo.




"La nadería de la personalidad" [Artículo] se publicó
en Proa, primera época, Buenos Aires, Año 1, N°1
Esta es la versión de Inquisiciones de 1925
Anotación en Textos recobrados 1919-1929, de donde fue excluido este texto
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Luego, con cambios en sucesivas ediciones y en OOCC de 2011 y 2016

Imagen: Borges retratado por Roberto González (1981), en Proa, tercera época, 1999


16/11/15

Jorge Luis Borges: 1964








                               I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.



                             II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.


En El otro, el mismo (1969)
Retrato de Borges por Jorge Aguirre, 1960


15/11/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (enero 1955)








Sábado, lº de enero. Contratapas para «El Séptimo Círculo». Visito a Borges. Le digo a su madre que, si Borges quiere ir a los Estados Unidos, me ofrezco para acompañarlo.
Borges me cuenta que Margarita Bunge le dijo: «Usted tiene que pensar que si pierde el ojo, pierde muy poco. Lo importante es usted, no su ojo». BORGES: «Qué falta de imaginación. O qué fe en el pensamiento. Bueno, los estoicos parecen creer lo mismo. Dicen: "El hombre virtuoso es feliz y no se preocupará de lo que le pasa". O tal vez todo eso equivalga a decir que mientras uno piensa en una cosa no puede pensar en otra; que mientras uno piensa en una de esas frases no puede pensar en su desgracia. Lo mismo sería decir: Babebibobu. En Alice in Wonderland hay un personaje que dice: "piense que está sentado, piense que tiene piernas, que tiene cuerpo, y no pensará: soy desdichado"».(1)
Sobre el comunismo, dice: «A la gente le gusta, porque les da un carácter y un grupo de amigos. En cuanto a las opiniones, también las dan desde Moscú, y como esas opiniones cambian según los momentos, nadie se aburre».

Lunes, 3 de enero. Visita a Borges: Silvina, Mastronardi, Victoria.

Martes, 4 de enero. A las cuatro y media, con los Borges en el consultorio de Malbrán. Mientras lo revisan, la madre me cuenta que, después de una operación, Borges dio un grito porque desde su cuarto vio el número 10 de un tranvía que pasaba por la calle Quintana: «¡Madre, veo el 10!». Cuando vio por primera vez las estrellas, dijo: «¡Cuántas estrellas! »; la noche siguiente, con tristeza: «No creo que la operación dé gran resultado; ya no veo las estrellas». No había estrellas esa noche. 
Luego de doce años de ceguera, el médico preguntó al padre de Borges, ya operado: «¿Qué ve?». «Las manos de Leonorcita.» «Ahora mire para arriba, vea la cara.» 
Malbrán anuncia que lo operarán el jueves. BORGES: «Mejor que me operen. Estoy viendo muy mal». 

Jueves, 6 de enero. Silvina y yo buscamos a los Borges a las ocho menos cuarto de la mañana. En el sanatorio hay signos de que operarán a Borges hoy mismo. Entra una enfermera y pregunta: «¿Ya lo premedicaron?» A continuación, la misma enfermera, un médico brusco, una inyección. 
Borges vuelve a decirme que va a escribir sobre mi libro;(2) lo compara con Don Segundo Sombra. Es el mismo mito; pero como hoy puede escribirse. Habla también del mito de la pelea a cuchillo y de la desilusión que tuvo cuando comprendió que sus antepasados habían peleado con sables y con lanzas. 
Me cuenta de un payador de Lomas de Zamora, al que oyó con un señor Castro y con un doctor Fonrouge; dijo el payador: 

Y yo que apenas me arrastro 
saludo a Felipe Castro 
y también con mucho orgullo 
saludo al doctor Fonrullo. 

La operación duró unos cuarenta minutos. Malbrán me dijo: «Este hombre va a andar bien». La madre de Borges se echó a temblar. 

Sábado, 8 de enero. Borges ve: vio ayer la mano de Malbrán; a través de la ventana, percibe la luz. 

Domingo, 9 de enero. Por la mañana, vamos con Silvina a visitar a  Borges; está dictando un poema sobre Cervantes.(3) Lo visito otra vez por la tarde. 

Lunes, 10 de enero. Por la mañana estoy con Borges y con Delfina Mitre. 

Martes, 11 de enero. Borges me refiere sueños que se repiten: desciende por una caverna o por un cilindro vertical; en las paredes hay puertas de bronce, cerradas; a medida que él desciende, la oscuridad aumenta. Otro sueño: camina por los alrededores de La Plata, entre casitas con corredor (veranda, dijo), cerradas; él va hundiéndose en el barro; la penumbra se acentúa. 

Viernes, 14 de enero. Borges ha pasado una noche bastante mala. Voy a visitarlo; están Fernández Latour y César Dabove. Hablan de un tal Pancho Posse que, para dar un espectáculo a unas visitas, soltó en su estancia cuatro caballos incendiados, que corrieron profiriendo gritos. Comentan la progresiva mansedumbre del país: en el 90 la gente cazaba vigilantes; éstos, desesperados, preguntaban (como los judíos) el motivo: «¿Por qué nos matan?». Dabove —o Fernández Latour— habla de un gobernador Martínez de Hoz, que se atrincheró en La Plata contra un posible ataque del gobierno central; el jefe de las fuerzas explicaba: «Por aquí no pueden entrar porque tenemos el piquete; por aquí tampoco porque están las ametralladoras; etcétera». Martínez de Hoz preguntó: «¿Y por esta calle?». «No —le contestaron—, por esa calle no, porque es contramano.» Borges imagina a un hombre perseguido por un oso que de pronto empieza a gritar, para detenerlo: «¡Contramano! ¡Contramano! ». 

Sábado, 15 de enero. Visito a los Borges. 

Domingo, 16 de enero. Visito a Borges antes del almuerzo. Están Peyrou, César Dabove, Margarita Bunge, Adela Grondona. 

Lunes, 17 de enero. Vamos con Silvina a Galería Bonino. Aparece Mujica Láinez, que opina, bromea y, mirándose en el espejo, declara que esta mañana está particularmente contento consigo mismo. Cuando nos retiramos, pregunta: «¿A dónde van?» BIOY: «A ver a Borges». MUJICA LAINEZ: «Los acompaño si me invitan a almorzar». Visitamos —los tres— a Borges. BIOY: «Alicia Jurado sigue llamándome para venir, conmigo, a visitarte. ¿Qué hago?» BORGES: «Postergarla». 
BORGES: «Mallea tiene el secreto del error para elegir nombres para personajes de novelas; cree que los nombres son infinitos, que puede poner Gúmez en vez de Gómez. He descubierto que la repugnancia contra ciertas asociaciones de letras cacofónicas proviene de una costumbre visual; si uno no ve las palabras, sin dificultad pronuncia un final con s seguido de un comienzo con s». Advierto que Manucho no ha oído hablar de estas minucias: despreocupado de la 5, serpiente del jardín del poeta, llamó Lucio Sansilvestre al único personaje con apellido de Los ídolos

Martes, 18 de enero. Hablamos de Dickens, por teléfono, con Borges. Éste se refiere a la superstición de su familia con respecto a Bleak House. cuando alguien lo lee, alguien muere: «¿Qué se podría hacer con eso en un relato? Tal vez mostrar el sorpresivo odio de un personaje por otro; tal vez, el último consuelo de un tirano en el destierro. Unas personas que viven en Inglaterra, exóticas por la bebida que toman y por ciertas mantas: Rosas disponiéndose a leer, echa una extraña mirada sobre su querida hija o sobre su noble amigo el doctor X. O un tirano antiguo, pomposamente nombrado Hijo del Trueno, Hermano del Sol, etcétera, furtivamente echa mano al libro en un momento de descuido de su esclavo». 
Llegan nuevas pruebas de Los orilleros y El paraíso de los creyentes. 

Miércoles, 19 de enero. Visito a Borges. Me dice que ha descubierto que algunas comparaciones con flores llevan otra comparación implícita; en su poema sobre la batalla de Junín,(4) en que se compara la batalla con una rosa: 

...para él había florecido esa rosa: 
la encarnada batalla de Junín. 

¿Qué otra comparación hay implícita? Con una mujer. BORGES: «Parece vanidoso citar unos versos míos, ha de haber miles de ejemplos, sólo se me ocurre éste. Cuando el poema habla de "los días que uno espera  olvidar, los días que uno sabe que olvidará", aludo a los días que pasé en el sanatorio; cuando digo "había florecido esa rosa", celebro el amor con Margarita Guerrero». También me refiere un proyecto de poema: Dante ve en una jaula, en Florencia, una onza o leopardo; después la describe en el comienzo de la Divina Comedia. La cautividad de esa onza sería para que el animal entrara en el poema; tal vez, en un sueño olvidado, como una brusca iluminación podrá llegar a la onza la revelación de su destino (la justificación de su cautiverio); del mismo modo, tan secreta e incomprensiblemente como para la onza el destino en el poema, para Dante, la Divina Comedia y todas las penas de su vida, habría un destino más alto.(5) 

Jueves, 20 de enero. Visito a Borges. De vuelta en casa, corrección de pruebas de Los orilleros. 

Viernes, 21 de enero. Visito a Borges. 

Domingo, 23 de enero. Corrijo El paraíso de los creyentes. Encuentro que hay escenas demasiado breves; casi abruptas. Creo que en la imprenta han omitido alguna línea del original. Cotejo los textos: son iguales. Visito a Borges. 

Lunes, 24 de enero. De doce a una visito a Borges; en general, no encuentra indispensable introducir correcciones, como yo temía, en varias escenas de El paraíso de los creyentes. Corregimos algo, me da un ejemplar de Labyrinthes,(6) afirma que Clemente, al revisar sus obras (de Borges) para Emecé, acepta cualquier cosa —aun frases con erratas flagrantes— y que Dondo se ufana de poseer la colección completa de las plaquettes de Molinari. 

Martes, 25 de enero. A la mañana, diligencias y visita a Borges: mejora de la vista y empeora de las úlceras. Malbrán le ha permitido que se saque las vendas, que se siente en la cama, y aun que se levante un rato; el período de quietud y de ceguera ha concluido; ya se habla de la próxima operación de las úlceras. 

Miércoles, 26 de enero. Visito a Borges. Silvina me comunica que los análisis de Borges revelan que las úlceras están mal y que hay que operar cuanto antes. Me dice también que la madre de Borges me llamó hace un rato, desesperada. Silvina opina que Borges debería consultar con Beretervide. Le pido que llame a la madre, le proponga eso; que en caso de aceptación, hable con Beretervide y le pida que examine a Borges antes de irse a Mar del Plata. 

Jueves, 27 de enero. Visito a Borges. Me dice que los norteamericanos no saben ser realistas. Pueden ser románticos, como Poe, pueden ser Melville, Hawthorne o Faulkner, pero cuando quieren ser realistas no son convincentes y son sentimentales. Cuando quieren ser muy duros —ser Hernández o Ascasubi— se vuelven indefectiblemente lacrimosos. Practican el sob-stuff..., la dulzura de Nervo. Hay una vasta zona intermedia casi inexplorada. La acumulación de horrores debe imponerse como en una pesadilla (así, el final de Gulliver, con los yahoos cagando desde arriba de los árboles,(7) así Faulkner); en Tennessee Williams la acumulación de horrores parece deliberada y no oculta el sentimentalismo. 
BORGES: «Nuestro mito es la pelea a cuchillo. En Estanislao del Campo está muy de paso; en Hidalgo no está; tal vez tampoco en Ascasubi. No pusieron pelea a cuchillo y se jodieron. Hernández la puso y los jodió. Los uruguayos inventaron un duelo a caballo, con lanzas; ha de ser decorativo, como un torneo, pero uno siente que es un pretexto para no pelear a cuchillo, un hombre contra otro, que es la verdad, the real thing. En tu libro esa pelea salva a todos, incluso al doctor Valerga. Está bien que sea Valerga contra Gauna y que los muchachos no intervengan. La pelea de Fierro contra la partida no se cree; Vicente Rossi dijo que los soldados de la partida son como actores, que pelean sucesivamente, para que se luzca Martín Fierro.(8) La batalla de Chacabuco, todas las guerras con lanzas y cargas de caballería, los cuatro años de guerra del Brasil, satisfacen menos que un duelo a cuchillo. Qué raros son los mitos: inexplicables. Así eran los piratas para Stevenson. Tuvo que ponerlos —si no tenía los tricornios y el sable de abordaje no estaba satisfecho— en el Master of Ballantrae, lo que es absurdo». Habla también de un capítulo que habría que agregar al Quijote, un capítulo que Cervantes cuidadosamente evitó: Quijote se pasa la vida peleando, pero no mata a un hombre.(9)  ¿Qué pasaría si matara a alguien? ¿Enloquecería del todo o se curaría de la locura? ¿O entendería que su locura fue simulada? Sancho se entusiasmaría; le diría que ha matado a un caballero de nombre impresionante; Quijote, con tristeza, le replicaría que no, que mató a su vecino fulano de tal, hijo de tal y casado con tal; y que haberlo matado es horrible. No habría que escribir ese capítulo con afectación arcaica —diz que, etcétera—; a Cervantes no le interesaban esas cosas; habría que escribirlo lisamente. 
Dice que los germánicos (los escandinavos) no tenían la obsesión de su cultura; en Normandía se hicieron franceses; en Inglaterra, ingleses. Los ingleses siguen con esa tradición: no quieren imponer su cultura. Tienen Cultural Inglesa porque todos los países tienen instituciones así; pero cuando él habla en ella a nadie asombra que diga que lo mejor de Chaucer viene de Italia; en cambio en una institución francesa está mal visto no enfatizar el lado francés. Tal vez inspirados por la Germania de Tácito, los alemanes, que no saben casi nada de su mitología ni de sus orígenes, se aferran a la idea del germanismo. Es bastante patético: ellos, que fueron el campo de batalla en que se encontraron todos los ejércitos del mundo, la encrucijada, el quilombo del mundo, hablan de raza pura. Va a preparar un libro de estudios medievales: ocho dantescos, ocho germánicos, alguno sobre el Mabinogion
Vuelvo a visitarlo, con Lucio García. Lo revisa: no hay que operar ahora las úlceras y no es urgente operarlas. 

Viernes, 28 de enero. En casa de Borges, con Lucio. 

Domingo, 30 de enero. Visita a Borges. Me habla del patético destino de un tal Thorkelín(10), erudito danés que dedicó su vida a tareas equivocadas. Borges dictó a su madre una nota sobre Thorkelín para el libro de estudios germánicos. 

Lunes, 31 de enero. Paso por lo de Borges. Le entrego los dos mil pesos de Emecé (mil de pago de deuda, mil de sueldo; cada uno recibe dos mil por mes). Comentamos el tema de la tesis de Alicia Jurado, para su doctorado en ciencias: la descripción de los molares de una familia de roedores (que incluye los cuises), según su distribución geográfica; parece ser que primero había pensado escribir sobre los incisivos, pero descubrió que éstos eran poco diferenciados; luego eligió otro tema, las protáceas, árboles de aquí, de Australia y de otras regiones. BORGES: «Qué humilde. Trabaja para personas conjeturales (que un día conjetural aprovecharán también sus trabajos). Habría que decirle: "And so what" o "Enton" (pronunciar ento: con una n portuguesa, casi muda, después de la o), como Xul. No hay enton».


Notas

1. Carroll, L., Through the Looking-Glass (1871), V. La reina blanca dice a Alicia, que llora: «Consider what a great girl you are. Consider what a long way you've come today. Consider what o'clock it is. Consider anything, only don't cry!».
2. Su reseña de El sueño de los héroes se publicó en S, nº 235 (1955).
3. «Parábola de Cervantes y el Quijote» (1955).
5. «Inferno, I, 32» (1955).
6. Labyrinthes [París: Gallimard, 1953]. El volumen reúne traducciones de R. Caillois de cuentos de El Aleph.
7. Gulliver's Travels (1726), IV, 1.
8. «[La pelea] parece un campeonato "de eliminación"; los aspirantes van desfilando a oscuras y en riguroso orden y el gaucho Martín los va despachando jugándole risa [Rossi, V, Folletos lenguaraces (1945)]
9. Cf. «Un problema» (1957).
10. Dedicó veintiún años a preparar una traducción latina del Beowulf; en 1807 perdió el manuscrito en un ataque inglés a Copenhague; lo rehízo y lo publicó en 1815. Hoy, esa obra «casi no tiene otro valor que el de una curiosidad literaria» [B-V (1965)].


En Bioy Casares, Adolfo: Borges (1999)
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Imagen: Bioy Casares (foto original color, sin atribución de autor ni fecha)



14/11/15

Una placa recuerda al huésped Borges en la rue des Beaux Arts, Paris 6









Ici vecut Jorge Luis Borges, 1899-1986, ecrivain argentin, lors de sus frequents sejours a Paris de 1977 a 1984 ("Aquí vivió Jorge Luis Borges, 1899-1986, escritor argentino, en sus frecuentes visitas a París entre 1977 y 1984").

La placa recuerda al huésped Borges en la puerta de L´Hôtel, en la rue des Beaux Arts, Paris 6. 




Fotografía de dominio público



13/11/15

Daniel Balderston: Introducción a "El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges"






Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson...(OC, 808). [1]
 A lo largo de los años Borges ha desconcertado a sus críticos al insistir en la importancia que tienen para él escritores como Stevenson, Wells, Chesterton y Kipling, y más aún al declarar que toda su obra deriva de estos y otros escritores.[2] George Steiner comenta: "Los escritores para él más significativos, que sirven casi de máscaras alternativas de su propia persona, son De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling. Sin duda éstos son maestros, pero de carácter tangencial",[3] mientras que William Gass ridiculiza a Borges por "un gusto que sigue siendo adolescente, un gusto apaciguado en un rincón tranquilo, y una mente seriamente interesada en ciertas formas dudosas o inmaduras, formas que deben ser superadas, no meramente utilizadas",[4] como los cuentos fantásticos, las novelas de aventuras y los relatos policiales. Lo extraño de estos comentarios es que, en lugar de entender por qué Borges está "seriamente interesado" en tales escritores y sus invenciones, los críticos mencionados lamentan que no se ocupe de lo que a ellos les interesa. El juego crítico, desarrollado en numerosas entrevistas de años recientes, y al que Borges accedió con perverso deleite, es preguntarle qué piensa de Larra, Austen o Mann, con previsibles (y a menudo deleitables) réplicas de Borges.[5] Sin embargo, es razonable preguntarse si no sería más provechoso que la atención de la crítica se dirigiera a entender por qué Borges se interesa en los que él declara sus precursores, y de qué manera las lecturas que hizo de ellos influyeron en sus escritos. Al hacerlo cabría esperar que se llegara a un conocimiento más profundo de la inteligencia crítica y creativa de Borges, y la perspicacia con que se refiere a sus precursores podría ayudarnos a recuperar o revelar aspectos de las obras de aquellos autores que han escapado a la atención de los críticos.
En la misma entrevista en que Borges manifiesta su falta de interés por una larga serie de escritores del siglo XIX y modernos, un nombre reaparece insistentemente como el de su maestro: Robert Louis Stevenson. Primero lo menciona entre los modelos de Historia universal de la infamia (OC, 239), y luego lo considera como "cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado" en el prólogo a Elogio de la sombra (OC, 975). El famoso catálogo de cosas predilectas en "Borges y yo" incluye una sola referencia literaria y es a la prosa de Stevenson. El nombre de Stevenson, pues, funciona para Borges como criterio de cualidad literaria y talismán personal.
Esta doble cualidad que Borges le atribuye a Stevenson —a la vez maestro literario y "amigo personal"— en ninguna parte está mejor representada que en su Introducción a la literatura inglesa, que incluye uno de los pocos pasajes extensos[6] que Borges ha dedicado al escritor escocés:

La breve y valerosa vida del escocés Robert Louis Stevenson (1850-94) fue una lucha contra la tuberculosis, que lo persiguió de Edimburgo a Londres, de Londres al sur de Francia, de Francia a California, y de California a una isla del Pacífico, donde, al fin, lo alcanzó. Pese a tal asechanza, o tal vez urgido por ella, ha dejado una obra importante que no contiene una sola página descuidada y sí muchas espléndidas. Uno de sus primeros libros, las Nuevas mil y una noches, anticipa la visión de un Londres fantástico, y fue redescubierto mucho después por su fervoroso biógrafo Chesterton. Esta serie incluye la historia de El Club de los suicidas. En 1886 publicó El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde; debe observarse que esta breve novela fue leída como si fuera un relato policial y que la revelación de que los dos protagonistas eran realmente uno tiene que haber sido asombrosa. La escena de la transformación le fue dada a Stevenson por un sueño. La teoría y la práctica del estilo lo preocuparon siempre; escribió que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato. Sus ensayos y cuentos son admirables; de los primeros citaremos Pulvis et Umbra; de los segundos Markheim, que narra la historia de un crimen. De sus extraordinarias novelas solo recordaremos tres: La resaca, El señor de Ballantrae, cuyo tema es el odio de dos hermanos, y Weir of Hermiston, que ha quedado inconclusa. En su poesía alterna el inglés literario con el habla escocesa. Como a Kipling, la circunstancia de haber escrito para niños ha disminuido acaso su fama. La isla del tesoro ha hecho olvidar al ensayista, al novelista y al poeta. Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa (OC, 845).[7]

Nótese el tono laudatorio: la vida de Stevenson fue heroica, merecedora del fervor de Chesterton (y del nuestro), mientras que su obra fue extraordinaria, asombrosa, admirable.
En este breve resumen de la vida de Stevenson, Borges distorsiona sutilmente la relación entre sus viajes y su enfermedad,[8] haciendo que los viajes parezcan el esfuerzo heroico y desesperado de un hombre que lucha incesantemente por arrebatarle tiempo a la muerte (una suerte de versión decimonónica escocesa de Jaromir Hladík). La muerte de Stevenson en Samoa se convierte, pues, en la culminación de su vida y la confirmación de su leyenda como héroe literario, una idea que también se encuentra en los versos que Borges dirige a Stevenson en su poema "Blind Pew":

A ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte (OC, 826).

Así alcanza Stevenson, con su vida y su muerte, la categoría de mito.
Entre las obras de Stevenson, Borges destaca los relatos de índole policial, señalando que Treasure Island ha dado la imagen de un escritor para niños en vez de un novelista y ensayista serio,[9] imagen que Borges considera más apropiada. (Stevenson hubiera objetado esta dicotomía, como después veremos). Borges atribuye a Stevenson la invención de un "Londres fantástico"[10] que más tarde encontraremos en Chesterton. El adjetivo fantástico sugiere que el tercer miembro de la serie es el propio Borges, un autor siempre consciente de haber creado a sus precursores.
La creación de sus precursores (comentada en los ensayos sobre Kafka y Hawthorne), el infinito juego de los espejos enfrentados, lo confirma un pequeño detalle de su Introducción a la literatura inglesa. La frase que Borges atribuye al ensayo de Stevenson sobre el estilo, "que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato", es una adecuada síntesis de varias ideas expresadas en el ensayo de Stevenson,[11] pero textualmente se asemeja más a una frase de uno de los primeros ensayos de Borges. "La simulación de la imagen", en el que se refiere a "el verso, juego de satisfacer una expectativa, la prosa, juego de chasquearla infinitamente".[12] Al citar a Stevenson, Borges se cita a sí mismo citando a Stevenson. El precursor es distanciado y velado por medio de la alusión. La infinita serie de citas dentro de citas en que todos los originales se pierden (el texto de Borges): un nuevo avatar de la paradoja de Zenón.


Notas

[1] OC significa Obras completas de Borges, Buenos Aires, Emecé, 1974.
[2] Véase entrevista de Irby, incluida como apéndice en "The Structure of the Stories of Jorge Luis Borges" (La estructura de los cuentos de Jorge Luis Borges), tesis doctoral, University of Michigan, 1962, pág. 314, también publicada en Irby, Murat y Peralta: Encuentro con Borges, Buenos Aires, Galerna, 1968.
[3] G. Steiner, "Tigers in the Mirror", The New Yorker 46:18 (20 de Junio de 1970), pág. 116. También incluido en Jaime Alazraki: JorgeLuis Borges: El escritor la crítica, Madrid, Taurus, 1976, pág. 245.
[4] Gass, Fictions and the Figures of Life, New York, Knopf, 1970, pág 124.
[5] Un ejemplo de tal intercambio: durante una conferencia sobre la poesía de Borges en el Dickinson College de Pennsylvania, en abril de 1983, un eminente crítico español le preguntó a Borges cómo podía afirmar que Eça de Queiroz era el mejor escritor peninsular del siglo XIX cuando en ese siglo hubo en España cuatro grandes escritores. Borges, traviesamente, preguntó cómo se llamaban. "Larra, Bécquer, Galdós y Clarín", respondió el crítico español. Borges comentó: "Mi sentido pésame, entonces".
[6] Otro extenso pasaje es el reciente prólogo de Borges para la traducción de las Fábulas de Stevenson que realizó con Roberto Alifano. El prólogo cita el famoso poema de Stevenson, "Requiem", y se refiere al autor como un hombre ático (véase OC, pág. 975), y dice de las fábulas: "En la vasta obra de Stevenson este libro es un libro lateral, una breve y secreta obra maestra. Aquí también están su imaginación, su coraje y su gracia". (Fábulas, Buenos Aires, Legasa, 1983, pág. 11.) Al usar el adjetivo lateral Borges emplea uno de los términos más importantes de su vocabulario crítico, ya que para él lo supuestamente marginal a menudo constituye una especie de centro secreto. Véase Sylvia Molloy, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pág. 60. En el prólogo citado Borges escribe: "En todas (las fábulas) se combinan cosas heterogéneas" y "Casi en cada renglón hay una sorpresa", frases que por poco no convierten a Stevenson en un poeta ultraísta.
[7] OCC significa Obras completas en colaboración de Borges, Buenos Aires, Emecé, 1979.
[8] Por ejemplo, el viaje de Stevenson a California tras de Fanny Osbourne fue una empresa temeraria, con gran riesgo para su salud, y su muerte en Samoa fue provocada por una hemorragia cerebral, no una hemorragia pulmonar. Véase J. C. Fumas, Voyage to Windward, New York, William Sloane, 1951, págs. 172-75.
[9] Extrañamente, Ronald Christ sostiene que el Stevenson que interesó a Borges fue "seguramente el Stevenson de Treasure Island Kidnapped (Raptado)" y no el ensayista o el crítico. Véase The Narrow Act: Borges’ Art of Allusion, New York, New York University Press, 1969, pág. 58.
[10] En una entrevista realizada en 1918, Borges me dijo que Stevenson creó "a fairy London" (un Londres feérico), frase tomada de un ensayo de Andrew Lang, "Mr. Stevenson’s Works" (Las obras del señor Stevenson), incluido en Essays in Little (Ensayos en miniatura), New York, Scribner’s, 1891, pág. 28.
[11] Stevenson escribe: "Para hombres dotados de igual facilidad es mucho más fácil escribir versos bastante agradables que una prosa razonablemente interesante: porque en prosa la forma misma debe ser inventada, y las dificultades surgen antes que puedan ser resueltas", Stevenson, Works, edición Thistle, New York, Charles Scrihner's Sons, 1897-98, XXII, 250. (Todas las subsiguientes referencias a Stevenson pertenecen a esta edición.) En la página siguiente agrega: "En prosa la oración gira en torno a un eje, bellamente equilibrado... El oído registra y es singularmente gratificado por este retorno y equilibrio; mientras que en el verso todo es desviado hacia la medida (XXII, 251). Y más adelante dice: "La prosa debe ser rítmica...pero no métrica. Puede ser cualquier cosa, pero no debe ser verso" (XXII, 256).
[12] El idioma de los argentinos. Buenos Aires, M. Gleizer, 1928pág. 91.




Daniel Balderstone












Daniel BalderstonEl precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Introducción
Trans. Eduardo Paz Leston
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1985
Fotos al pie: DB y cover edición citada 




12/11/15

Jorge Luis Borges: Buenos Aires, 1899








El aljibe. En el fondo la tortuga.
Sobre el patio la vaga astronomía
del niño. La heredada platería
que se espeja en el ébano. La fuga
del tiempo, que al principio nunca pasa.
Un sable que ha servido en el desierto.
Un grave rostro militar y muerto.
El húmedo zaguán. La vieja casa.
En el patio que fue de los esclavos
la sombra de la parra se aboveda.
Silba un trasnochador por la vereda.
En la alcancía duermen los centavos.
Nada. Sólo esa pobre medianía
que buscan el olvido y la elegía.


En Historia de la noche (1977)
Fotos: ©Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005



11/11/15

Jorge Luis Borges: Historia de Rosendo Juárez






Serían las once de la noche; yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso enseguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos.
Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos.
El hombre me dijo: —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios.
Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió: —A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me hizo.
Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo a la gente: —Pierdan cuidado, que ya vuelvo enseguida.
Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda.
Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento en el que pudo pasar cualquier cosa y al final le di una puñalada, que fue la última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo estaba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y les dije: —Parece que el que ha vuelto soy yo.
Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de sangre.
Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba.
A la oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a buscar.
Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo: —¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia? —Si usted lo dice —contesté.
—A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
—Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder.
—Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar.
Si no querés entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras.
Como es de imaginarse, yo no entendí.
—Si te avenís, te quedan unos días nomás. Después te saco y ya don Nicolás Paredes me ha asegurado que te va a arreglar el asunto.
Los días fueron diez. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés de un público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la vuelta ya no se me pegó el vigilante.
Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe.
El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a guardaespalda. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que siguen viviendo prendidos a las barbas de Alem. No había un alma que no me respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán dorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar.
No sé si ya se lo menté a Luis Irala. Un amigo como no hay muchos. Era un hombre ya entrado en años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana vino a verme y me dijo: —Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera.
Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté: —Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera.
—Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo.
Me quedé pensando y le dije: —Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le importás.
—Y la gente ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde? —Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te quiere.
—Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que yo ya andaba para viejo.
—Te decía la verdad.
—La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino.
—Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
—¿Creés que le tengo miedo? —Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita.
—Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar? —No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
—Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
—Entonces ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés? No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un comercio de Morón y que Rufino lo había muerto.
Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo, pero me sentía culpable.
Días después del velorio, fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque sí.
La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a todos unas copas.
Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran: —Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
—Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora ¿estás más tranquilo? La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo: —Rosendo, creo que lo estás precisando.
Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que pensaran.
Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero.
Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.




En El informe de Brodie (1970)
Foto: Borges con Nino Ramella
en la casa de Susana López Merino en Mar del Plata
por Pupeto Mastropasqua Vía


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