8/8/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Mario Mactas [10 de septiembre de 1970]








Pasó junto al afilador que soplaba la flauta en México y Perú, rozó las paredes con el bastón, se detuvo un instante para que el sol lamiera la cabeza blanca y aspiró el aire de la mañana mientras dos palomas se perseguían sobre los adoquines. Al lado de un semáforo los minutos se llenaban de bocinas. Unos cuantos chicos pasaron corriendo a su lado, lo rozaron, le pidieron disculpas. Sonrió y acarició el vacío: los chicos alcanzaban la esquina, Borges estaba solo. Como protegido por una burbuja fabricada con su pensamiento, sus sueños, su miedo a tropezar con una piedra o con un hombre llegó Jorge Luis Borges a la Biblioteca Nacional a las diez, como todos los días. "Buen día, don Borges", dijo el que pintaba las columnas. "Buenos días", susurró la garganta de Borges. Los pies lo condujeron hacia la escalera. El bastón tocó el primer peldaño. "Suban —dijo—, suban conmigo." Mientras subía quizá la memoria de Borges reinventaba el juego del regreso. Tal vez se haya detenido caprichosamente en 1949:
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; / la muerte me desgasta, incesante.
—En general creo que se habla demasiado de Borges. Es una cosa que no entiendo. Hay tantos escritores argentinos que me parecen superiores a mí... Silvina Ocampo, Mujica Láinez, Mallea, Bioy. Y les estoy hablando de los vivos. Si le hablase de los muertos, la lista sería interminable.
Se había sentado frente a una ventana Borges, con la chimenea a su espalda y la luz en la cara señalándole los valles, los ríos secos. En los estantes esperaban las manos y los ojos de la gente ochocientos mil volúmenes. Él hablaba clavando en las cortinas una pupila verde y otra celeste, más grande. Sorprendido porque hablábamos de Borges.
—A veces no me creen, pero a mí no me gusta lo que escribo. Sí, claro, seguramente entre tantas páginas habrá algunas más o menos valiosas, nada más. ¿El premio? Me avisó el embajador de Brasil y pensé que se trataba de una broma de algún amigo. Cuando entendí que era cierto me sentí abrumado, lleno de gratitud. Veinticinco mil dólares, eso es, sí. Pero estoy seguro que los que me lo adjudicaron —y no sé cómo decirlo sin ingratitud— se equivocaron. Como se equivocarían los probables y posibles miembros de la Academia sueca si me dieran el Nobel. ¿No creen?
Temblaron suavemente los labios de Borges y luego sonrieron. El sol entibiaba las maderas y los libros, y las palomas brillaban ahora en el balcón.
"Hay algunas cosas que no me disgustan", dijo. "En mi último libro, El informe de Brodie, hay un cuento —'La intrusa'— que no me parece malo, y otro narrado por un compadrito que tampoco me parece desechable. ¿Los compadritos? Ellos vinieron a mi vida y a mi obra con los malevos y los arrabales un poco por curiosidad, y otro poco porque en la religión que ellos habían construido —la del coraje— yo encontraba cosas que le faltaban a mis días. Usted sabe: el arrojo físico, la valentía, todo eso. En esa especie de nostalgia también tenían que ver mis antepasados militares".
De calles que repiten los pretéritos nombres / de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez. .. / Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas / las repúblicas, los caballos y las mañanas, / las felices victorias / las muertes militares.
—¿Sigue sintiendo esa nostalgia?
—No, ya no. Ahora sé que cuando escribí: "Vida y muerte le han faltado a mi vida" estaba totalmente equivocado. En aquel tiempo, claro, mi vida me parecía pobre comparada, por ejemplo, con la de aquel bisabuelo mío que había comandado una carga de caballería en la batalla de Junín. Actualmente no pienso eso. Ahora creo que la vida de un hombre de acción no puede tener tanto interés como la vida de un hombre sedentario que piensa sobre ella. He ido llegando a esa conclusión. Estoy seguro que la vida de Homero fue mucho más rica que la de Ulises o la de Aquiles, porque aquéllos hicieron las cosas y Homero las recreó y seguramente les dio grandeza y belleza. De modo que cuando yo escribí eso estaba en un error. La vida no puede faltarle a nadie, porque ¿qué otra cosa tenemos sino la vida? En cuanto a la muerte, estuve cerca de ella en varias oportunidades y todo fue desagradable pero no muy interesante. Ni siquiera me interesó pensar que podía ocurrir después. Si hay otra vida —pensé— lo sabré, sabré qué sucedió. Si no la hay, bueno, habré sido aniquilado.
—¿Hay otra vida? ¿Usted qué piensa?
Se pasó la mano por el pelo, recorrió con los dedos una cicatriz que le divide la cabeza en hemisferios, oprimió un pañuelo sobre el ojo de la pupila verde.
—Yo espero que no. No querría otra vida. Pero si la hubiera preferiría no recordar quién he sido. Siempre me sorprendió ese deseo que tenía Miguel de Unamuno de seguir siendo Miguel de Unamuno. Probablemente porque ser Miguel de Unamuno es algo importante. Pero yo no desearía seguir siendo quien soy. En todo caso, me gustaría olvidar. Eso no quiere decir que no haya habido momentos muy gratos en mi vida. Momentos de dicha entrecruzándose con momentos de desdicha a tal punto que es difícil distinguirlos. En mi juventud, sobre todo. La veo como algo muy lejano, como algo ajeno que ni siquiera tiene el interés de lo ajeno.
—¿Cómo fue su juventud? El afilador de la esquina hizo sonar la flauta una vez más. Borges aclaró su garganta y pareció de pronto más endeble, más solo, desamparado en el trabajo de la evocación.
—Mire: yo perseguía la desdicha, como todos los jóvenes, y padecía de un exceso de literatura. Llegaba a creer que yo era el príncipe Hamlet o Raskolnikov, dentro de mis módicas posibilidades. Pero a pesar de eso me sentía feliz muchas veces. Claro que a fuerza de cultivarla se consigue la desdicha. En mis primeros poemas hablo mucho de atardeceres, de puestas de sol, de soledad. En cambio hoy puedo sentirme solo sin que me duela.
—¿Se siente solo ahora?
—No. Este no es un período de soledad. Es un periodo de trabajo y amistades. Me siento querido por la gente, noto que tiene una actitud generosa hacia mí. Tal vez por algún raro mecanismo sepan que estoy superando una crisis a través del trabajo intenso.
—¿Se refiere a la crisis de su matrimonio?
—Me refiero a esa crisis, sí. Aunque no quisiera que se hablara de eso. Es algo muy delicado, muy íntimo. Se produjo después de tres años y cuesta un poco retomar los caminos anteriores. Usted ya sabe: cuando uno se casa tiene la intención o la ilusión de que sea algo definitivo. Yo no fui una excepción. Pero a medida que pasó el tiempo advertí que había una completa incompatibilidad entre mi mujer y yo, y resolvimos separarnos. Fue un acuerdo amistoso y no quisiera que de estas palabras surgiera algo malo para ella. Ya todo está en manos de los abogados.
La mano derecha se había vuelto blanca, porque apretaba el bastón. Sacó un reloj del bolsillo, lo acercó a la luz, preguntó la hora. "Creo que voy a trabajar bastante poco esta mañana", dijo.
—La gente es demasiado buena, demasiado generosa con Borges. No lo entiendo.
—¿Cómo lo nota? ¿Cuando se acercan a usted? ¿Cuando lo ayudan a cruzar una calle?
—En eso. Me conmueve que alguien que no me conoce me vea vacilando en una equina y me ayude a cruzar. Me da fuerzas.
—¿Se siente sin fuerzas a veces?
—A veces sí. Aunque también siento que éste es un período muy propicio para mí como escritor. Claro que eso puede ser una ilusión mía y que lo que yo produzca no sea muy bueno. Pero eso no es importante, y aquí puedo repetir la frase de Carlyle. El dijo que "toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es". Cuando uno escribe se siente razonablemente feliz, y todo hombre tiene el deber de tratar de ser feliz. Ya se sabe que la felicidad no depende de cosas absolutas, que puede estar hecha de circunstancias. Si a un hombre lo envían a la cárcel para siempre, y un buen día lo cambian de celda, le dan otra mejor, iluminada y más limpia, se sentirá feliz. Es un ejemplo, desde luego. Pero también podría darle el de mí ceguera.
Hay una mueca en la cara de Borges, que ha comenzado a hablar en voz muy baja. Sobre el escritorio un telegrama reitera la invitación a Inglaterra, para recibir su título de doctor honoris causa en Oxford. Las palomas han abandonado ya el balcón.
—Yo perdí al vista en 1955, el año que me designaron director de la biblioteca. Escribí entonces un poema. ¿Cómo era? Ahí, sí: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche". Me encontré aquí, rodeado de tantos libros, y haciendo un esfuerzo podía apenas leer los títulos, las carátulas. Pero me acostumbré a dictar y a hacer que me lean. Además, en esos días en que comprobé que no podía leer pensé que eso no tenía que ser el fin de algo sino el principio de otra cosa. Y resolví estudiar anglosajón, y ahora estoy estudiando encandinavo antiguo. Si me dedico a pensar que estoy quedándome del todo ciego, eso no puede llevarme a nada bueno. Por otra parte, la ceguera es para mí un lento y gradual crepúsculo. Mi padre fue ciego en la última etapa de su vida, mi abuela fue ciega. Por eso la ceguera no es patética para mí.
Las dos manos oprimieron el bastón, ahora suavemente. Entre los autos y el humo nacía en la calle un partido de fútbol.
—¿Y su infancia, Borges? ¿Cómo fue?
—¿Mi infancia? Recuerdo a mi padre. Era abogado y profesor de psicología en el Colegio de Lenguas Vivas. Ganaba cien pesos por mes y me enseñaba filosofía sin nombrar ningún filósofo. Yo jugaba muy poco. Era mi hermana Norah, la pintora, la que me sugería trepar al molino de casa o explorar los techos. Yo era muy tímido, muy quieto, muy miope. Bastante distinto de mis antepasados. Bastante distinto, por cierto.
Nada o muy poco sé de mis mayores / portugueses, los Borges: vaga gente / que prosigue en mi carne, oscuramente, / sus hábitos, rigores y temores.
—¿Con quién vive?
—Con mi madre. He vuelto a vivir con mi madre. Ella me lee un poco casi todas las noches.
Caminaba la calle Perú muy cautelosamente. El bastón daba la alarma de los pozos y la gente.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplí setenta y uno la semana pasada. Y tengo ganas de escribir. Claro que no es lo mismo dictar que escribir, pero en tantos años me he ido acostumbrando. ¿Sabe algo bastante curioso? Otro director de la Biblioteca Nacional, Mármol, él de Amalia, murió ciego. ¿No es extraño ese parentesco?
—¿No le parece también extraño que un escritor de literatura tan difícil como la suya sea reconocido, saludado en la calle?
—¿Me han saludado?
—Sí. ¿No lo notó?
—Me pareció por un momento. Pero debe ser por estas máquinas fotográficas. Seguramente por eso. ¿Me saludaban? Cuando yo acompañaba a Lugones por la calle nadie lo reconocía. Y era entonces el escritor más importante de la Argentina. Las cosas han ido cambiando. Groussac decía que ser famoso en Sudamérica no significa dejar de ser un desconocido. Pero eso ya no es cierto. Pensándolo bien, recuerdo que ayer me detuvieron dos mujeres para darme la mano.
En la mitad de la cuadra lamentó que Monserrat —"en un tiempo casi la provincia"— estuviera pareciéndose al centro, con apuro, con malos modales.
—¿Mujeres? Hay mujeres en mi obra, sí. Y algunos poemas de amor por aquí y por allá. Me han preocupado mucho las mujeres y me he enamorado muchas veces. Por eso mismo tardé en unirme a una mujer, porque estaba como zarandeado por diversas pasiones, violentas y fugaces. Recién en mi vejez intenté una relación más tranquila y más longeva. No dio buen resultado, pero es necesario sobreponerse. ¿No lo cree?
Volvió a sacar el reloj del bolsillo, volvió a preguntar la hora. "Muy tarde", susurró, y recorrió con el bastón las molduras de una pared. "Me cuesta adivinar su cara. ¿Un bigote negro, tal vez?" En Perú y México alzó la cara, cerró los ojos, dejó que el sol le acariciara de nuevo la cabeza y la inclinó como si el aire en realidad fuera un regazo.






En revista Gente, 10 de septiembre de 1970
Fotos de la entrevista: Gabriel Alvarado
Digitalizacipon Mágicas Ruinas 

7/8/16

Jorge Luis Borges: Aldea (dos textos ultraístas)





Aldea *


Las esquilas reúnen la tristeza dispersa de los crepúsculos. El cielo está vacío.

Lápida de un silencio serio sobre el nihilismo ecuánime de la jornada.

Las fluviales lenguas frescas del viento lamen mis manos y mejillas.

En la barbería el reloj —sexagenario sistemático— sigue jugando al solitario con los minutos.

Ante la hipnosis rectilínea del caserío y curvilínea del camino y los montes, Sureda y yo somos las dos pirámides del pueblo. Culminantes sobre la democracia geométrica y encarrilada.

Apoyadas en la baranda nuestras manos tocan el piano de colores del paisaje.

En la caja del piano está enterrado Wagner. A veces se despierta y canta en la tumba. En la caja del cráneo saltan entonces crímenes crucifixiones golpes de estado pronunciamientos piras fornicios y pluralizados suicidios.

Hasta que nos estruja un flaco silencio sin entorchados ni estandartes.

Los acordes histrionizan las acumuladas angustias.

El aqueducto tiende su espinazo polvoriento de sol.

El trasnochador dejó dos palanganas llenas de sueño.

Los badajos ultiman otra jornada.

Los párpados picotean la madeja de viento y polvo.

El Sol que talaron los leñadores rueda a ras de los campos.

Las noches náufragas han tapado el aljibe.

Aguijoneando nuestro insomnio vuelan aureolas de nerviosos insectos.

Los árboles donde se diluye la fiebre del farol son árboles de teatro.

Durante la misa un perro menea la cola.

Incensario cuyo optimismo biológico asciende —único— a esa altitud azul donde reposa Dios
y cantan los pajaritos.



En Ultra, Madrid, Año 1, N° 2, 10 de febrero de 1921.


* "Yo acabo de corregir una prosa ultraísta que escribí en Valldemosa y que se titula 'Aldea'. ¿Qué titulo más ñoño, eh?". (Carta a Jacobo Sureda.) En esta carta Borges le envía la traducción del poema "Madurez", de Whilhelm Klemm. También escribe a Abramowicz: "He recibido el segundo número de Ultra; está muy bien. Publico allí una prosa titulada "Aldea": serie de anotaciones visuales o disparatadamente idiotas..."



Aldea

El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el sendero
La soledad repleta como un sueño
          se ha remansado al derredor del pueblo
Las esquilas recogen la tristeza
dispersa de las tardes.          La luna nueva
es una vocecita bajo el cielo
              Según va anocheciendo
              vuelve a ser campo el pueblo.



En  Prisma Buenos Aires, N° 1, nov.-dic. 1921.
El número 1 de Prisma fue ilustrado por Norah Borges. Contiene "Caminos" dej. Rivas Panedas, "Naufragio" de Adriano del Valle, "El tren" de Eduardo González Lanuza, "Risa" y "Éxtasis" de Pedro Garfias, "Puerto" de Guillermo Juan, "Sol" de Isaac del Vando Villar y "Angustia" de Jacobo Sureda. 
"Prisma, fundada en 1921 y con una vida de dos números, fue la primera de las revistas que edité. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por poseer una revista propia, pero una verdadera revista era algo que estaba más allá de nuestros medios. Noté cómo se colocaban anuncios en las paredes de la calle, y se me ocurrió la idea de que podríamos imprimir también una 'revista mural', que nosotros mismos pegaríamos sobre las paredes de los edificios, en diferentes partes de la ciudad. Cada edición era una sola hoja grande y contenía un manifiesto y unos seis u ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco en derredor y con un grabado hecho por mi hermana. Salíamos de noche - González Lanuza, Pinero, mi primo y yo- armados de tarros de goma y de brochas que aportaba mi madre y caminando a lo largo de millas, los pegábamos en las calles Santa Fé, Callao, Entre Ríos y México". (Autobiografía, en Monegal, 1987, págs. 152 y 153.)

Y además en: Ultra, Madrid, Año 2, N° 21, 1 de enero de 1922.

Fervor de Buenos Aires, 1923. Es la primera estrofa del poema "Campos atardecidos", publicada con variantes.



Ambos poemas antologados en Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011





Imágenes: Pensión americana donde vivió Borges 
en Puerta del Sol (Madrid), 1920
Fotos para este blog de Miguel Ruibal 2016
Sus sitios: Blog FB TW G+ Galería


6/8/16

Jorge Luis Borges: Una llave en Salónica






Abarbanel, Farías o Pinedo,
arrojados de España por impía
persecución, conservan todavía
la llave de una casa de Toledo.

Libres ahora de esperanza y miedo,
miran la llave al declinar el día;
en el bronce hay ayeres, lejanía,
cansado brillo y sufrimiento quedo.

Hoy que su puerta es polvo, el instrumento
es cifra de la diáspora y del viento,
afín a esa otra llave del santuario


que alguien lanzó al azul, cuando el romano
acometió con fuego temerario,
y que en el cielo recibió una mano.

En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en San Fernando, mayo de 1985

5/8/16

Marcelo Longobardi entrevista a Borges y a María Kodama en 1985






Introducción 

Supimos, entonces, que debíamos visitar a Borges y que era necesario, además, que estuviera presente María Kodama; ella podía agregar no sólo erudición y refinamiento; podía sumar, además, una idea rica y paradójica del Japón, uno de los temas del mundo futuro. No hemos pretendido –a pesar de cierta insistencia, que el lector observará en el curso del reportaje– que Borges nos hable sobre computadoras. Y, sin embargo, nos gusta, en ocasiones, imaginar que Borges es una metáfora posible de la computadora, una computadora muy cálida; bondadosa pero intransigente, que nos informa sobre la historia del pensamiento universal y a la que no siempre consultamos, dado que nos ocupa demasiado la pasión argentina por lo pequeño, nuestra consecuente práctica de la retórica gauchesca. Tanto Borges como María Kodama se revelan en este interview como dos espíritus modernos, dos modernos que no olvidan la continuidad indisoluble de la Historia y que nos advierten que las buenas noticias del mundo futuro pueden haber sido soñadas hace miles de años por otros hombres. Es muy poco lo que hay que agregar sobre Borges; sólo –ya que esto no se ha dicho demasiado– una referencia breve a su compromiso con el mundo y con la vida. Y nos parece que, en ocasiones, se olvida que Borges –como lo fue otro director de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac– es un hombre muy preocupado por su país, diversamente admirable como individualista (o, lo que es lo mismo, adversario del Estado), como enemigo de la superstición, como internacionalista, como hombre de la razón y de las ideas positivas y, también, como valiente rival del nacionalismo que, tantas veces, ha practicado el atropello en la Argentina. De María Kodama, nos queda su inteligencia, su gracia inefable, su fascinante imaginación y su alegre optimismo; también, la pena de enterarnos que, dentro de no mucho tiempo, María se irá a Japón. Bueno, ahora, el reportaje y, para terminar, una impresión que compartimos quienes lo realizamos: la frescura, la alegría de asistir en la casa de la calle Maipú a aquello que es humano y que, también, es milagroso. Aquello que el mundo futuro nos regalará cuando logremos, al fin, liberarnos de la rutina, del trabajo mecánico, de los pasaportes y de las distancias a las que la nueva comunicación transformará, dentro de poco, es una simple anécdota.


Nuestro tema es el futuro. Y, sin embargo, querría que empezáramos con sus impresiones sobre el Japón. 

JLB: Cuando fui por primera vez al Japón, recordé el título de un libro de un amigo mío, Henri Michaux: Un barbare en Asie. Aquel título no era una boutade de Michaux, sino que era cierto. 
En Japón, sentí que yo, un hombre occidental, más o menos civilizado (bueno) era un bárbaro en un país mucho más complejo. Yo sentí eso pero no lo sentí como algo ingrato. Al contrario, pensé: qué suerte que haya en el mundo países más avanzados. Luego, cuando intenté el estudio del japonés, observé que el japonés es, a nuestras lenguas occidentales –por lo menos, a las que yo conozco– lo que nuestras lenguas son (digamos) al guaraní o al quechua. 
Tuve una sensación de extraordinaria complejidad y, al mismo tiempo, de extraordinaria cortesía; esta cortesía me pareció que era una producción artística del Japón; allí, el interlocutor, siempre, tiene razón. Vea, en una discusión común, polémica, la idea de tantos bandos como interlocutores les parece, a los japoneses, una idea del todo ajena. 
En cuanto al idioma, creo que basta con este sencillo ejemplo: en todas las lenguas que yo conozco –cuando perdí la vista, estudiamos con María Kodama el anglosajón, un idioma medieval más sencillo que los actuales; luego, el islandés; en fin–, se cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco; one, two, three, four, five; pero no se sabe qué se está contando. Usted, puede estar contando ángeles, abstracciones, puede estar contando piezas de ajedrez; siempre, la palabra es la misma. En cambio en Japón hay… Creo que son nueve los sistemas para contar, ¿no? (Aquí, Borges interroga a María Kodama)

MK: Sí, creo que son nueve o 10 sistemas. 

JLB: Estos nueve o 10 sistemas varían según lo que se cuenta. Uno de ellos –es curioso– se aplica a las cosas largas y cilíndricas, como este bastón (Borges nos entrega, por un instante, su bastón irlandés). Se aplica, también, a flechas, a lápices, a tacos de billar. Si usted usa una palabra en ese sistema, el oyente o el lector ya sabe lo que vendrá después y, al mismo tiempo, para que todo sea más complejo, las palabras cambian según la cifra (Borges sonríe). Para contar, se usa ICHI-NI-SAN-SHI-GO; pero sólo para operaciones matemáticas, para sumar, restar, multiplicar, dividir, elevar a potencias o lo que fuere. Pero, si usted usa esas palabras para medir el tiempo, pueden ser distintas. Por ejemplo, minuto es PUR, entonces, yo referiría que el minuto es ICHI-PUR pero no es así, es IPUR. Ahora, dos sigue siendo igual: NI, pero la palabra cambia, es FUN. Tres, también, es igual, es SAN; pero la palabra, los sonidos, cambian porque vuelve a ser la palabra que se usa para uno. Y, luego, el concepto de la poesía. Por ejemplo: nuestra poesía es, ante todo, auditiva aunque tiene, desde luego, el elemento del ambiente de las palabras, las connotaciones; pero, en el Japón, se toman en cuenta los ideogramas –se llaman calles– y se entiende que un poema debe ser grato, no sólo al oído sino, también, a la vista, ya que hay ciertas calles que quedan muy mal al lado de otras. Estas combinaciones equívocas vendrían a ser algo similar a las cacofonías; aunque (bueno) no serían fonías sino visuales. Y, cuando supe esto, entendí porque he leído diversas traducciones de textos japoneses o chinos, hechas por buenos japonólogos o… ¿cómo se llaman? (Borges se dirige a María Kodama

MK: Sinólogos. 

JLB:- Sí, sinólogos; tan distintas del original. Y es porque cada palabra está afectada –en el japonés– por las que rodean y es capaz, además, de contener muchos matices. Esos matices, posiblemente, sean inaccesibles a nuestras lenguas occidentales, de modo que dos traducciones de un mismo poema bien pueden parecer las traducciones de dos poemas distintos. Como verá, tuve en Japón la impresión de un mundo muy complejo y además (bueno) de un país que ha logrado una extraordinaria eficiencia. Fíjese, el Japón era un país feudal de hecho, regido por los militares. Dada esta circunstancia, el hecho de haber perdido la guerra fue terrible; sobre todo, por las circunstancias en que se dio. 

¿Ustedes recordarán la bomba de Hiroshima? 

Sí, por supuesto. 

JLB: Fue terrible; y, sin embargo, el resultado final ha sido benéfico, ya que, ahora, les va muy bien. En cierta ocasión, un japonés me dijo que, gracias a la derrota, no están regidos por militares y son un gran país industrial. Los japoneses acaban de aprender la técnica occidental y, ahora, en Inglaterra, los Estados Unidos, Alemania o donde fuere, están muy alarmados por los progresos que ellos han obtenido. En Japón, se fabrican mejores computadoras, mejores microscopios, mejores instrumentos clínicos, todo eso se hace mejor en Japón y, además, se lo hace con una gran ganancia: el sentido estético del cual, en general, los occidentales carecemos. 

Usted ha hablado largamente acerca de la complejidad del idioma japonés y, sin embargo, fueron los japoneses quienes primero y mejor se familiarizaron con el lenguaje de las computadoras. ¿Le parece que hay una estructura mental en la sociedad japonesa que le permitió relacionarse mejor que otros pueblos con la informática? 

JLB: Si yo supiera algo sobre las computadoras, podría contestarle. 

Bueno, pero usted escribió un cuento donde 10 era 12 (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius); para las computadoras, 10 es 2. 

JLB: Bueno (risas), eso es una casualidad. Lo importante es que los japoneses, sin perder su cultura oriental que, ciertamente, no la han perdido y prosigue, han logrado todo eso. Miren el caso de Mishima, que quiso demostrar que esa cultura persistía y dio una prueba asaz convincente con el suicidio ritual. Claro, no sé qué influencia ejercerá Japón en los pueblos chinos, a los que conozco mucho, (bueno) a través de mis lecturas, jamás estuve allí. Pero creo que la influencia de Oriente sobre Occidente va a ser benéfica y, además, otra cosa: la tolerancia. Como ustedes saben, hay dos religiones en el Japón, las enseñanzas del Buda que ellos llaman Hotoke y una religión mas primitiva, una suerte de panteísmo con 8 millones de divinidades errantes. 

¿8 millones? 

JLB: Sí; creo que son 8 millones de divinidades. Pues bien, el emperador profesa esas dos religiones y, en general, se entiende que el hecho de convertirse a una religión no significa desconvertirse de otra; se entiende que todas las religiones vienen a ser facetas de una misma verdad. Y creo que hay un libro de Huxley sobre eso, en él se afirma que todos los místicos de todas las religiones están de acuerdo. Me parece haber leído que, hace tiempo, hubo una suerte de polémica entre misioneros anglicanos, misioneros católicos y misioneros evangelistas luteranos sobre los conversos que cada uno de estos cultos había hecho y, luego, cuando se investigó un poco el asunto, se supo que todos los conversos eran los mismos; se habían convertido a esas diversas creencias cristianas sin dejar de ser, por lo demás, budistas o hinduistas. Bueno, he vuelto con la mejor impresión de Japón. Una cosa que ustedes habrán observado es que, aquí –y esto confirma lo que digo acerca de su sentido estético–, los japoneses son tintoreros, horticultores, jardineros; es decir, todos oficios relacionados con la forma y con el color. Yo debo haber ido a Japón a causa del azar, aunque no sé si existen azares. 
Fíjese, María Kodama enseña castellano a diplomáticos y ejecutivos japoneses; en cierta ocasión, fuimos a despedir a uno de esos señores a Ezeiza. El avión, como siempre, se demoró y tuvimos que esperar una hora y pico, entonces, tomamos café y este señor me preguntó si no me interesaría conocer el Japón; yo le contesté que no estaba completamente loco; –por supuesto que sí–. Yo ya había leído mucho acerca del Japón y me interesaba Buda –budismo no se usa; creo que se dice la doctrina del Buda, o algo así–. Volviendo a la conversación del aeropuerto, yo pensé en aquel momento: este señor habrá dicho esto para llenar un hueco en el diálogo y no va a pasar nada; pero, al cabo de unos meses tuvimos una invitación para visitar el Japón. Nuestro viaje se hizo –un poco– en función de un libro que yo había escrito con Alicia Jurado para Ramón Columba y que, curiosamente, fue vertido al japonés. Tuvimos ocasión de estar con monjes shintuistas, con budistas, con monjas y de ver las grandes imágenes del Buda en Nara y en Kamkura; visitamos templos, jardines, ríos, ciudades y no nos pidieron nada fuera de una... Esa reunión con periodistas –¿cómo se llama?–. 

MK: Una entrevista de prensa, sí, dimos una entrevista de prensa. 

JLB: Sí, creo que con 10 periodistas. Se turnaban para preguntar y uno de ellos dijo: “Yo quiero hacerle una pregunta a ‘Boruges San’”, y claro, Borges soy yo pero ellos no pueden pronunciar dos consonantes seguidas (risas). Creo que, en guaraní, pasa lo mismo porque dicen Curuzú-Cuatiá, que es cruz de papel, y los indios decían curuzú porque no podían decir cruz. Los japoneses, curiosamente, no pueden pronunciar la ele, al revés de los chinos. 

Entonces su nombre era… 

JLB: “Joruge Ruis Boruges San”; San es señor, señora o señorita y viene después del nombre, como un sufijo. Espero volver al Japón y proseguir instruyéndome, aunque, a mi edad... 

¿Cuándo fue su último viaje? 

JLB: María sabe las fechas. 

MK: El segundo viaje lo hicimos hace un año y medio… 

JLB: Recuerdo que yo recorría una calle y escuchaba una palabra, un sonido que se repetía periódicamente; periódicamente, pero jamás gritado. Pregunté, entonces, qué era eso y me dijeron que era una manifestación que pedía algo. Si no me lo hubiera dicho, no me habría dado cuenta –por su delicadeza– del sentido de aquella manifestación. Y, desde luego, no había policías, no había corridas, ninguna agitación; todo se hacía con calma en aquel mundo distinto, complejo y, ahora, también más adelantados, desde el punto de vista industrial. Le han prohibido a los japoneses el uso de las armas; muy bien, entonces, ha sido el desarrollo del karate, ya que se dieron cuenta que el cuerpo humano es un arma también (risas). Creo que, aquí, en la Argentina, hay 100.000 japoneses pero, en Brasil –claro, es un país de un territorio casi infinito– hay cerca de un millón. Y es una buena inmigración, además. 

Usted habrá oído hablar de la era de la información, de lo que los japoneses nos van dar a dentro de unos años: robots, biotecnología, computadoras de quinta generación. ¿Cómo se imagina el mundo y la vida dentro de 30 o 40 años? 

JLB:- Bueno, parece que hay un restaurant en Kioto, o en Tokio, que está servido por robots. A mí, me daría un poco de miedo. Pero, a los chicos, parece que no, que les encanta la idea de ser servidos por los muñecos mecánicos. Va a cambiar todo. 

Una idea que surge de la creación de los robots y de la inteligencia artificial es que el trabajo del hombre podrá ser, al fin, menos rutinario. 

JLB: Sí, ya decía Aristóteles que, mientras los arados no araran por su cuenta, iban a ser necesarios los esclavos. En cambio, ahora, si hay máquinas que se encargaran de lo más rudimentario, de lo más físico, va haber más tiempo para escribir haikus o para tejer filosofías. 

Queremos preguntarle algo a María: usted, teniendo el Japón en su sangre... 

JLB: Claro, el padre era japonés; yo –que yo sepa– no tengo antepasados japoneses. 

No, no, no... 

JLB: Al menos, en lo que conozco de mi árbol genealógico, aunque ¿quién sabe; por qué no un antepasado japonés? –Sí–. 

Ahora, le hacemos una pregunta a María. ¿Por qué cree usted que los japoneses han logrado semejante desarrollo después de todo lo que les pasó... 

JLB: Es que lo han logrado un poco a causa de lo que les pasó. Quiero decir que lo que antes parecía terrible, ahora, puede ser un beneficio; una derrota militar puede ser benéfica. 

Bueno; pero la saga de Malvinas, para nosotros, no lo fue. Aunque, mejor, hablemos de eso. 

JLB: Una derrotista... 

Regresando: ¿por qué los japoneses sí y nosotros, no, María; es un problema cultural, ideológico o qué? 

MK: Yo pienso que sí, hay un problema cultural... 

JLB: Y moral. 

MK: Sí, claro. Yo sentí algo muy fuerte, casi increíble. En la víspera de aquel viaje, fuimos con Borges a la casa de unos amigos, que nos invitaron para despedirnos. Luego del almuerzo, sentada frente a una ventana, vi a un grupo de obreros que trabajaban en un edificio en construcción. No parecían tener ningún apuro ni estar demasiado concentrados en su trabajo y, de tanto en tanto, le decían cosas a las chicas que pasaban. Al día siguiente, volamos a Tokio. En el aeropuerto, tomamos un taxímetro para ir al hotel. Al bajar del auto, vi a un hombre con un casco. Todavía, recuerdo la tensión que había en su cuello y en sus hombros, sobre todo, en su cuello. Miren, era tal la energía, el grado de concentración, que aún no lo he olvidado. Su expresión me recordó a la de un médico operando. Y, sin embargo, aquel hombre era un obrero, un capataz que dirigía a una cuadrilla de trabajadores que colocaban unos listones de madera para levantar un puente. Aquella extraordinaria concentración y responsabilidad fue la primera actitud que observé en un japonés; la dejadez de los trabajadores del edificio, lo último que vi en la Argentina antes de partir. Pero, en fin, soy optimista; siempre, lo he sido. Y, como creo en el instinto vital, que es, para mí, el más poderoso de todos los instintos, estoy segura de que, un día, vamos a reaccionar y, entonces, todos (he dado un ejemplo en el que aparecen obreros pero, aquí, la desidia es general) vamos a asumir, de una buena vez, la responsabilidad. 

Entonces... su optimismo se funda en las reacciones de los hombres ante situaciones límite. 

MK: De algún modo. Fíjese, en Japón, no se habla, como aquí, del amor; se habla de responsabilidad ante el otro. Nosotros nos referimos al amor de un modo enfático, a cada rato discurrimos acerca del afecto o de la pasión. Esto no sucede allí. Para los japoneses, la responsabilidad es la forma más alta del amor. Y, como la idea de responsabilidad no puede prestarse a confusiones, las cosas andan bien.

JLB: Y, además, hay un sentido de la comunidad que no hay aquí. 

MK: Les cuento una cosa que me impresionó. Mientras que, en todas partes de Europa, todavía, se oyen lamentaciones por la guerra, cuando le pregunté a un japonés sobre ese tema, él, imperturbable, me respondió: “Nos hizo bien la guerra, nos hizo mucho bien”. No es fácil explicarlo… 

JLB: Es que, aquí, no aceptamos los fracasos, María. Y la pobreza (bueno) no se admite, se escamotea, se especula. En cambio, ellos aceptan la realidad y tratan de que sea benéfica. Aquí, se dice: “No, todo anda bien”. 

MK: Ellos saben que el fracaso no importa si, de ese fracaso, se aprende. Lo importante es el aprendizaje. 

JLB: Pero va a ser necesario admitir. 

MK: Claro, y ver qué cosas se pueden obtener de lo negativo para avanzar. Usted conjetura –en fin, esto es más futurología que otra cosa...–. 

JLB: Bueno, la futorología tiene la ventaja de que puede ser lo que querramos nosotros. 

La podemos inventar ahora. 

JLB: El futuro es tan plástico. 

Les quiero preguntar a ustedes no sólo cómo se imaginan que será el futuro sino, además, cómo querrían que sea y de qué manera piensan va a influir el Japón en todo esto. 

JLB: Su influencia va a ser benéfica –¿no le parece, María?–; ¿en qué sentido podría ser maléfica? 

MK: A mí, me parece que el mundo futuro va a ser fascinante; además, yo estoy por el futuro... 

JLB: Yo no puedo estar por el mundo futuro porque yo no tengo futuro. En cualquier momento... 

Bueno, Borges… 

JLB:- Y, 86 años es un abuso, desde luego. Sin embargo, yo me siento joven. 

No nos cabe duda. 

MK: Muchas veces, yo hablo de eso con Borges. Es que yo lo siento joven y con mucho impulso y con muchas cosas para el futuro. 

JLB: Como decía Almafuerte: “Todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de su muerte”. 

MK: Pero, ¡qué suerte! Cinco minutos antes y no cinco minutos después de la muerte. 

Nuestra pregunta iba a esto: ustedes son personas de la cultura... 

JLB: Bueno, yo trato de serlo; a pesar de haber escrito libros, trato de ser un hombre culto. 

Quizá, la gente tenga la idea de que una persona rodeada de libros, bibliotecas, en fin, diversas manifestaciones de la sabiduría universal, tienen muy poco que ver con los robots, las computadoras y la biotecnología. 

JLB: Sí, pero esas invenciones han sido hechas por personas que estudiaron mucho, no son, ciertamente, obra del azar, no son obra de gente ruda, al contrario. Por ejemplo, la diferencia máxima entre el descubrimiento de la Luna y el descubrimiento de América es que el de América tenía que suceder; una vez que hay embarcaciones, es natural que se descubra América. Pero el descubrimiento de la Luna no, fue una gran empresa intelectual. Armstrong y los otros son piezas de un mecanismo más interesante que ellos; desde luego, ya que no se trata, simplemente, de valentía. Por eso, digo que el descubrimiento de la Luna fue una gran empresa intelectual. Unos días después de la llegada del hombre a la Luna, vino a verme un señor ruso que era agregado cultural de la embajada soviética y me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Él se olvidó, en ese momento, del hecho de que los ejecutores que lograron aquello fueron americanos y no rusos. No le importó eso. Ojalá, prosigan esos descubrimientos, pues alegran al mundo entero. 

Y, para usted, María, ¿cómo se relaciona el saber universal con el futuro? 

MK: No hace mucho, fuimos a Texas con Borges. Allí, un grupo de intelectuales norteamericanos me dijo que, para ellos, Borges representa el respeto y la recuperación permanente del pasado, de la cultura universal. Y esto impresionaba a aquellos norteamericanos, sobre todo, porque Borges es un contemporáneo, un hombre que vive en una sociedad donde todo es descartable. Una sociedad –ustedes lo habrán observado– que tira y olvida demasiadas cosas. En Japón –como decíamos antes–, el respeto por el pasado es una actitud de toda la comunidad. Y no es raro que semejante progreso tecnológico se haya producido en un país que rinde culto al respeto, a la responsabilidad. Una postura respetuosa ante el otro es (digamos) una de las formas del autorrespeto. Fíjese: si usted observa los mandamientos, encontrará la misma idea: ama tu prójimo como a tí mismo. Y esto significa (sospecho) que, si no te amas, jamás podrás amar a nadie. En Texas, aquellos escritores habían recibido de Borges una dimensión diferente, racional, del amor. Estaban entusiasmados. Me contaban que incorporaban muchas de las cosas de Borges en su estilo literario. Quizá, dentro de 30 o 40 años, alguno de ellos alcance su calidad; si no, lo mismo, su trabajo habrá colaborado, de alguna manera, a que aparezca –quién sabe dónde– otro Borges. Cuando alguien me dice cosas como esta, pienso en la llama olímpica de los griegos. Lo importante es que el fuego no se extinga. 

Borges, usted habrá observado –y esto se relaciona con lo que, antes, usted dijo sobre la Luna– que el cuerpo del conocimiento resulta, cada vez, más indivisible. 

JLB: Yo lo comparo con lo que dice Spencer (Herbert), quien propone pensar en una esfera, esa esfera crece continuamente: es el conocimiento humano. Pero, como crece en un espacio infinito, es un punto, siempre. Entonces, siempre lo desconocido será mucho más que la pequeña esfera pensada por Spencer. 

Y la relación entre lo que sabemos y no sabemos –aun, sabiendo mucho– no varía. 

JLB: No, no. Por más que sepamos mucho, siempre, nos queda ese gran capital: la ignorancia. Y la metáfora de Spencer me parece linda, ¿no? Una esfera creciente en el espacio infinito. 

Perdón, señor Sábato, eh... digo, Borges (risas)... 

JLB: No, caramba, no me asciendan; Sábato a mí, yo no soy para tanto. 

Bueno, era un chiste nomás. Ahora bien, su referencia a Spencer nos hace pensar en otro tema... 

JLB: Y, desde luego que sí. Claro; porque Spencer publicó aquel libro que se ha olvidado: “The man versus the State; el hombre contra el Estado”. El Estado, cada vez, nos molesta más, ¿no cree? Cuando mi familia fue a Europa, tenía 15 años; fue en 1914 pero antes del mes de agosto. Tomamos un vapor alemán, que iba de Buenos Aires a Bremenhaven y, en aquel tiempo, no se habían inventado los pasaportes, se viajaba sin pasaporte, se pasaba de un país a otro como de una habitación a otra, era espléndido. En cambio, hoy, usted no puede salir a la calle sin su cédula, puede ir preso; y, cada día, el Estado se entromete más en todo. 

Esto es un tema interesante; usted supone que, en el mundo del futuro, el Estado va a seguir avanzando o, en cambio... 

JLB: No, no; yo creo que no. Y, por lo pronto, yo aspiro a que desaparezcan las fronteras que llevan (bueno), hemos tenido una experiencia muy cercana y muy melancólica. Posiblemente, se cumpla el antiguo sueño de los estoicos, que cada hombre sea ciudadano del mundo, cosmopolita. Ya, con eso, se habrá adelantado mucho; pero hay que resolver, también, tantos problemas de orden económico; sobre todo, la tan despareja distribución de los bienes espirituales y materiales, que es terrible ahora. 

¿No le parece que un sistema regido por un orden mundial y no “nacional-regional” sería más totalitario? 

JLB: No, yo creo que no. Es que no puede serlo, salvo que el descubrimiento de la Luna, por ejemplo, haya sido una conquista militar. Pero no hay nada de eso, al contrario, fue una empresa en la que no intervino para nada el odio, realmente benéfico. Y, además nos quedan tantas cosas (bueno), nos queda Marte, qué sé yo, todo lo que descubrió Wells (Herbert George). Curiosamente –no sé si ustedes lo saben–, parece que Julio Verne estaba muy indignado por las audacias de Wells y dijo: “Un invento”. Y, luego, Wells le contestó que, precisamente, ésa era la virtud de sus libros sobre los de Verne; que Verne se había adelantado al futuro pero que él, en cambio, predecía cosas que no iban a ocurrir nunca. Y, sin embargo, Wells se equivocó porque los hombres llegaron a la Luna no tanto tiempo después de su muerte y esto, a él, le parecía imposible, del mismo modo que le parecía imposible una máquina que viajara al pasado, un hombre invisible. Y, quizás, esas cosas pueden ocurrir. Veremos. 

Ya se conjetura la creación de inteligencia artificial; es decir: los científicos creen que, muy pronto, las máquinas podrán inferir por sí mismas, en fin, realizar ese conjunto de procesos que llamamos pensamiento. 

JLB: ¿Ah, sí? 

Bueno, le propongo una idea muy divertida: si las máquinas pueden pensar y –de esto, no cabe duda– adolecen de cuerpo, es razonable aseverar la existencia del alma independiente de nuestro sistema biológico, dado que hay máquinas que, sin cuerpo, piensan. 

JLB:- Eso es verdad, pero no sé si piensan las máquinas. 

Parece que están a punto de hacerlo. 

JLB: Bueno; Groussac dijo –¿de quién dijo?–; ah, sí, de Leopoldo Díaz: “Es joven, es estudioso y está a punto de tener talento” (risas). Con las máquinas, pasa lo mismo: son jóvenes, son estudiosas, pero, todavía, están a punto de tener talento. 

Insistimos en esta pregunta porque, realmente, se refiere al tema sobre el que buscamos claridades. ¿Ustedes están convencidos de que el futuro no va a ser malo ni peor que ahora, que vamos para mejor? 

JLB: Recuerdo aquella frase escéptica de Jorge Manrique: “Porque, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero la misma frase lo advierte cuando dice “a nuestro parecer”, ya que el pasado estaba hecho del presente y el presente, siempre, es ligeramente incómodo; sobre todo (bueno), el dolor físico, por ejemplo, es una prueba de ello. Yo, ahora, a mi edad, al cabo del día, me he sentido feliz muchas veces. En cambio, cuando era joven, era estudiosamente desdichado, quería ser Raskolnikoff o el príncipe Hamlet o Lord Byron. Antes, yo quería ser desdichado, interesante; ahora, trato de ser sereno y, ser interesante ha dejado de ser una ambición. ¿Por qué debería ser interesante? Si no soy ni actor, ni político. 

María, entonces, usted descarta un futuro que concuerde con las visiones apocalípticas que muchos pregonan... 

MK: Sí, pienso que, gracias a lo que ustedes antes mencionaban –la ingeniería genética, por ejemplo–, vamos a conseguir, dentro de 50 ó 100 años, algo muy casi ideal: el superhombre. Ahora bien, espero que esto sea bien empleado... 

JLB: Contemos, mejor, 50 ó 100 siglos. 

MK: No, Borges, hay cosas francamente increíbles en ingeniería genética. 

JLB: Pero, en política, no hay nada. 

MK: No sé, Borges; pero yo siempre se lo digo: si pudiera elegir empezar ahora, elegiría seguir una carrera científica y no lo que estudié. A mí, me fascinan las disciplinas científicas pero sucede que, en mi casa, siempre hubo un clima que favorecía a lo artístico, lo literario. 

JLB: Yo no sé si ha sido en mi casa así... 

MK: Pero lo otro –la ciencia– me interesa muchísimo; cada logro... 

JLB: ... Ser un mero escritor, en fin... 

MK: Los adelantados de la ciencia me provocan una gran alegría, siento que el hombre cumple con un destino de perfección. Claro, como sugiere Borges, a veces, me pregunto si este progreso sólo se refiere a la producción intelectual o puede extenderse a la ética. No cabe duda de que los científicos trabajan para el bien; sin embargo, me asusta que otros, más simples y más brutales, empleen ese saber para el mal. Al recorrer la Historia, siento alguna inquietud cuando veo los errores repetidos y, entonces, me pregunto si, realmente, es posible un avance moral. ¿Ustedes ven “La aventura del hombre”? 

A veces, pero el último capítulo no... 

MK: Fue lindísimo; –¿saben que las ballenas cantan?–. Bueno, este episodio estaba dedicado a un grupo de hombres que quieren salvar a las ballenas de la depredación. Y así es cómo lo hacen: van con botes –es quijotesco– y se interponen, arriesgando sus vidas, entre los barcos rusos y las ballenas. Sin embargo, los pescadores, en el filme que vi, disparan sus arpones y matan a una ballena hembra. Al ver a la hembra muerta, el macho intentó morder al barco pesquero. En otro momento del filme, se puede ver cómo las ballenas se dejan tocar por los ecologistas, llegan a ser sus amigas, pues saben que ellos quieren hacerles bien. ¿Se dan cuenta? La ballena, para demostrar que sabe quiénes son sus amigos, se deja tocar. Los hombres tenemos, en cambio, la palabra. Pero, claro, es una palabra deformada tras siglos de mal uso. 

JLB: Es cierto. 

MK: Ahora bien, liberado el hombre de las tensiones que lo dispersan, quizá, se pueda permitir un mayor recogimiento... 

Entonces, las nuevas tecnologías pueden contribuir a una revolución ética... 

MK: Sí; de algún modo, la tecnología puede ayudar. De provocarse esta nueva ética, se podría recuperar la energía mágica que hubo en el principio. Creo que sólo la palabra sirve para lanzar al hombre hacia una nueva dimensión, una transformación interior, una suerte de fusión con el todo... 

María, ¿usted cree que ya existió esa unidad? 

MK: Al menos, aparece en todas las mitologías pero –les aclaro– esto que les digo es un delirio completamente libre, un juego. Y, sin embargo, me parece atractiva la idea. ¿Recuerdan la confusión de Babel? Allí, la multiplicación de las lenguas aparece como un castigo, en Babel pierde el acuñado original de la palabra. La confusión de las lenguas es el castigo. Cuando releo el pasaje de la Biblia referido a la Torre de Babel, siempre, observo algo muy peculiar: Dios se apura a destruir la torre. Lo que permite conjeturar –sigo en el delirio, no quiero que mis amigos crean que estoy completamente loca– que la prisa de Dios obedece al temor, acaso, a que los hombres alcancen el Cielo con su ciencia. Entonces, para confundirlos, les quita la matriz original de la palabra que colabora a la universalidad del saber y, por lo tanto, al progreso de la ciencia. Les sugiero que relean esa parte de la Biblia. En fin, la ciencia llegará muy lejos. Estoy segura y es por eso que sueño un futuro maravilloso, un mundo futuro donde –en realidad, ya lo es– la ciencia será la principal fuente de la imaginación y de la fantasía. Acaso, ciertos delirios imaginados por literatos cayeron en las manos de los hombres de ciencia que, hoy, desafían nuestra idea de lo posible. No importa de dónde provienen los sueños, de la literatura o de la ciencia; lo que importa es que el hombre, tarde o temprano, los realice. 

Borges, si usted naciera dentro de 50 años... 

JLB: Pero sería otra persona, no yo. 

... se dedicaría a la robótica, a la biotecnología, a la informática... 

JLB: A lo mejor, para esa fecha, ya hayan desaparecido las disciplinas que ustedes nombran. 

MK: Ahora, yo pienso que las ciencias son, también, una forma de poesía. 

JLB: Claro, pero claro. 

MK: El que imagina, el que logra mediante abstracciones estructurar una proposición científica...

 JLB: Desde luego. 

MK: ...es tan fascinante como el poeta. 

JLB: Claro que, ahora, han inventado el teléfono, que es tan incómodo; y se ha inventado el periodismo (risas), que no deja de ser macabro. No, pero no era por ustedes. 

Ah, bueno. Y, en relación con los oficios: no es improbable que una computadora escriba un endecasílabo aceptablemente bueno. 

JLB: Pero no tendría necesidad de hacerlo. Sería absurdo que lo hiciera. Uno escribe, para (digamos) desahogarse, para expresarse. 

Aun así, supongamos que lo hiciera. 

JLB: Claro, ese puede ser un Tema: un poema escrito por una máquina que se lamenta de ser una máquina o que se alegra de serlo. Puede ser un lindo poema –¿eh?–. Bueno, escríbanlo ustedes porque, si no, voy a escribirlo yo. 

Claro que es un lindo tema. Pero parece que hay algunas cosas que las máquinas no van a poder hacer, al menos, lo inefable... 

JLB: Pero es que no creo que las máquinas quieran hacer ciertas cosas. Esa idea de la retórica me parece absurda. Uno no se sienta a escribir un soneto, un soneto se escribe a través de uno, o a pesar de uno. Somos amanuenses del espíritu; amanuenses bastante haraganes e imperfectos, chambones. 

–¡Epa!– Nosotros no nos sentimos escribientes, haraganes ni chambones. 

JLB: ¡Ah, no! (risas). Como verán, he aprendido algo de la cortesía japonesa; ya estaba yo por decir que ustedes eran instrumentos perfectos; yo, en cambio, un viejo instrumento herrumbrado. 

Si bien la nuestra es una revista que trata los temas diversos de la política y la cultura, nos pareció que era mejor dedicar el número de fines de octubre al futuro, dado que la mayoría de los medios fatigarán páginas y más páginas referidas a las próximas elecciones legislativas –¿y para qué sumarnos?–. 

JLB: Ese es un futuro demasiado modesto. Dentro de unos meses, ya será pasado. 

Eso fue, justamente, lo que nos decidió a entrometernos en el futuro. 

JLB: No creo que pueda esperarse mucho de esas elecciones, ¿no? Aunque sí puede temerse algo. 

¿Qué, por ejemplo? 

JBL: El hecho de perder, yo diría, lo poco que se ha conseguido. En ese sentido –yo no soy radical–, pero creo que hay que aceptar a este gobierno, que es la única posibilidad que tenemos. Sin embargo, no sé si Alicia Moreau de Justo, que acaba de cumplir 100 años, opina como yo. 

Y, como les contábamos, queremos inquirirnos acerca de lo que va a pasar con las revoluciones de la informática y la biogenética. 

JLB:- Y se esperan otras revoluciones; revoluciones de tipo místico, de tipo mágico; que irán mucho más allá de las que ustedes me cuentan. 

Precisamente, hay sociólogos que afirman que esos son los campos donde mejor el individuo puede librar el combate contra el Estado. El culto, aun profesado en secreto, es uno de los ámbitos donde al aparato de gobierno le cuesta más entrometerse. 

JLB: Es cierto; y con la ciencia, con la investigación, sucede lo mismo. 

MK: Y, por eso, posiblemente, la proliferación de tantas sectas... 

JLB: En los Estados Unidos, por ejemplo, hay tantas sectas... 

La gente se siente con más libertad de mudar de religión. Días pasados, un inglés nos contó que, en Gran Bretaña, hay 30.000 nuevos budistas; bueno, que profesan la doctrina del Buda. 

JLB:Y bueno, está muy bien. Además, el budismo no exige mitologías: secta, unas cuantas normas y se acabó, es más sencillo; el cristianismo, en cambio, exige tanta mitología; usted tiene que creer en la Trinidad, tiene que creer en muchas cosas; tiene que creer en castigos, tiene que creer en recompensas. Bueno, todo eso parece bastante difícil. 

¿Usted piensa el mundo futuro con religiones o sin ellas? 

JLB: Yo no soy un hombre religioso aunque trato sí, de ser un hombre ético. 

Pero, ¿usted puede concebir un mundo sin religiones o no? 

JLB: Si pienso en el mundo de mi padre; en mi mundo personal, sí. Pero, no sé si, en general, la gente puede prescindir. En todo caso, creo, esencialmente, en la ética, es un instinto ético.




Entrevista de Marcelo Longobardi a JLB y MK en 1985 
reproducida en Revista Apertura 14 de junio 2016
Foto Ibídem




4/8/16

Jorge Luis Borges: Espejos







Realmente es terrible que haya espejos: siempre he sentido el terror de los espejos. Creo que Poe lo sintió también. Hay un trabajo suyo, uno de los menos conocidos, sobre el decorado de las habitaciones. Una de las condiciones que pone es que los espejos estén situados de modo que una persona sentada no se refleje. Esto nos informa de su temor de verse en el espejo. Lo vemos en su cuento William Wilson sobre el doble y en el cuento de Arthur Gordon Pym. Hay una tribu antártica, un hombre de esa tribu que ve por primera vez un espejo y cae horrorizado.
Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad.

  «La poesía», Siete noches, 1980


No me gustan nada o me gustan demasiado. Ahora claro, que me he librado de ellos. Porque la ceguera es un modo drástico de borrar los espejos.


Carrizo, 1982










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges sin atribución, ca. 1983
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel


3/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Ficciones]








Para El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Luego incluido en Ficciones (1944)


Las siete piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima —El jardín de senderos que se bifurcan— es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una —La lotería en Babilonia— no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de SUR, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es irreal; en Pierre Menard, autor del Quijote lo es el destino que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental…
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Éstas son Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y el Examen de la obra de Herbert Quain.




Para Artificios (1944)
Incluido en Ficciones (1944)

Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las que forman el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte y la brújula, Funes el memorioso. La segunda es una larga metáfora del insomnio. La primera, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de julio; Triste-le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en Méjico; la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El Fin. Fuera de un personaje —Recabarren— cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner; Shaw, Chesterton, Leon Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo. En la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
J. L. B.
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944



Con los dos prólogos completamos Ficciones en este sitio.

Acá el Indice Scroll:




Imagen: Dibujo al lápiz de De Bustos 1976



2/8/16

Jorge Luis Borges: Estambul






   Cartago es el ejemplo más evidente de una cultura calumniada, nada podemos saber de ella, nada pudo saber Flaubert, sino lo que refieren sus enemigos, que fueron implacables. No es imposible que algo parecido ocurra con Turquía. Pensamos en un país de crueldad; esa noción data de las Cruzadas, que fueron la empresa más cruel que registra la historia y la menos denunciada de todas. Pensamos en el odio cristiano acaso no inferior al odio, igualmente fanático, del Islam. En el Occidente le ha faltado un gran nombre turco a los otomanos. El único que nos ha llegado es el de Suleimán el Magnífico (e solo in parte vide il Saladino).

  ¿Qué puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días? He visto una ciudad espléndida, el Bósforo, el Cuerno de Oro y la entrada al Mar Negro, en cuyas márgenes se descubrieron piedras rúnicas. He oído un idioma agradable, que me suena a un alemán más suave. Por aquí andarán los fantasmas de muchas y diversas naciones; prefiero pensar que los escandinavos formaban la guardia del emperador de Bizancio, a los que se unieron los sajones que huyeron de Inglaterra después de la jornada de Hastings. Es indudable que debemos volver a Turquía para empezar a descubrirla.



En Atlas (1984)
Foto: Jorge Luis Borges en Turquía
Muestra Atlas, Feria del Libro, Buenos Aires, 2016




1/8/16

Esteban Peicovich: Borges, el palabrista [5 de 5]






¿Matar a Borges? Consejo atribuido a Witold Gombrowicz al irse en 1963


Con Borges no se puede. Buscan enterrarlo y no hay caso. Ahora, a 30 años, Beatriz Sarlo recoge el testigo que Witold Gombrowicz arrojó desde el paquebote de su partida en 1969. Sus huérfanos escribas clamaban desde la dársena les tirara un último consejo y al áspero polaco no se le ocurrió mejor adiós que dejarlos turulatos:
Maten a Borges.
Esta sentencia parricida inútil suele pulsar en los talleres literarios pero muere en su intento. Estos días el ojo polifemo de Beatriz Sarlo lo volvió a reanimar. Su notable instrumental social la deja siempre en la calle de enfrente. Ella confiesa que la poesía de Borges le resulta compleja y allí debe estar la madre del borrego. Visualizar a Borges desde la sporca política de nuestro revisionismo es tarea fallida. ¿Ver de entrarle con cuchillo crítico para “matarlo” y dejar pasar a los retenidos por su genio? Suena a chiste. Nunca en otros mundos se propusieron matar a Shakespeare, a Cervantes o a Tolstoi. La literatura de los pueblos se renueva sin envejecer. Que el autor del Quijote recaudara impuestos, Tolstoi tuviera siervos o el Big Willy fantasmal esté envuelto en maledicencias mil, no explica sus obras. Para la sociología dos más dos son cuatro mientras la poesía mantiene su amor por el cinco.
Insistir en clavar la mariposa Borges en la pared del dogma social es tiempo ocioso. Las ideas últimas de Borges eran las de un ácrata sublimado que sólo ponía bombas en sus frases y jamás urdió plan alguno para mejorar la realidad urbana. Lo suyo fue intentar tomar el Palacio de Invierno de la Mitología, o, al menos, vivaquear en el pasado para traernos traducidos los cuentos y leyendas de Occidente y de Oriente. En cuanto a “lo argentino” propuso un destino universal a una sociedad sin cultura precolombina indagando e interpolando como pocos en nuestras poéticas del campo (Ascasubi) y del barrio (Carriego). Su prosa entretejió temas de allá y de acá hasta replicar el asesinato de Julio César en la pampa y cerrarlo con un “Pero, che…”, lo cual sí supo ver claro Sarlo al apuntar que era “un escritor bifronte que fue al mismo tiempo cosmopolita y nacionalista”. Aunque al precio de una lagrimita: “Su reputación en el mundo lo ha purgado de nacionalidad”. (dicho esto con mi amoroso respeto por la gran Sarlo, quien me descoloca cuando afirma no poder entrar en la poesía de Borges “porque me resulta compleja”, y por otro lado valorar “la luz perfecta de sus textos”).
Pero bien. Borges está cumpliendo 116 años. El calendario fraguado insiste en contar que pasaron treinta años del día en que se ocultó tras obituario y lápida. No tomo en serio el dato, aunque acepté, por elegancia social, rizar el rizo de la fecha y recordar algunos momentos en que como cronista observé al monstruo y recogí tinos y desatinos que siguen más a mano de mi memoria.
Quiero decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a treinta años de esa presunción, darnos a recordarlo puede ser borgeanamente un toque de ironía. Eso pretendieron estas cinco notas. Servir en su efeméride un trago de Borges. Bebida espirituosa y espiritual que como ninguna otra fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Mas en ácidos tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que se sepa bien quiénes somos ni quién fue ese planetario argentino que fraguó como domicilio virtual tres metros cuadrados de Ginebra. Para ello se preparó. Fundó una nueva imaginería, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Esta decisión la tomó en aquel día aparente de 1986. Pasados 30 años sobran pruebas de que el almácigo contiguo al de Calvino es fraguado y que Borges no “sobremuere” en ese camposanto como el periodismo divulga y los turistas aceptan.
¿Matar a Borges? No se lo propusieron Antonio Di Benedetto ni Juan José Saer, que brillan con impecable salud literaria a prueba de infundios. A mí se me da por imaginar (animista y maniático que soy) que Borges hizo “la del tero” en Ginebra y se recicló en invisible ballena voladora y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Que la pasa disparando asombro como Kafka angustia o Beckett estupor. A diferencia de Pessoa, Borges no eligió replicarse sino ser persona sucesiva en otros. El primer Borges en el que trasbordó fue, como es sabido, el Otro. A esos dos Borges siguieron millones más. Cada uno destinado al sueño de su singular biblioteca final en la que pulsa creciente formación de rémoras, de lapas, de satélites, de escribas periféricos, que quedaron fijados al infinito catálogo de sus espejos deslumbrantes y que para nada se proponen matarlo pues habitan en su interior.
No hay modo de escapar. Todos somos Borges. Desde el iletrado más perfecto del campo o la ciudad, no hay manera de abandonar su área de influencia. La que disparó ese díscolo genial que fue Gombrowicz en su minuto final de Argentina ante sofocados apóstoles quedó en la nada. Otras posteriores, igual. Es que ¿quién va y mata a quien llevaba de la mano a su propio niño intacto preservado hasta el mismo instante de aparentar morirse? ¿Al niño que no quiso dejar de ser y supo preservar de normas, cursilería, banalidad y los acosos de la adulterada adultez?
Insisto: nadie como él para eludir las trampas y escombros de la banal y mortal cotidianeidad. Lo supo pronto y por eso extendió su prolífica infancia, a nueve décadas. Creció en talla, calzó pantalones largos, conoció mujer (tal vez hasta bíblicamente), llegaron a vaciársele la mirada y apergaminársele la piel, pero del castillo de su inocencia inicial (esto es, de la eternidad) no salió nunca. Rechazó toda su vida obtener pasaporte de adulto y consecuente con su tozudez no se adulteró. Distante de todo contacto con la mismidad, al grosero fluir de la historia lo cambió por un mundo atemporal. Dedicó su genial curriculum a jugar con las muñecas de las fábulas. Y decidió para sí (nada menos) que la Creación lo fuera a su imagen y semejanza. Sólo alguien precoz hasta morir podría hacerlo. Y Georgie lo hizo.


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Foto: Borges en su casa (La Maga Colección 1996) 
Incluida en nota Los otros sobre Borges, el palabrista de E. Peicovich 





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