19/8/16

Jorge Luis Borges: El Gato de Cheshire y los Gatos de Kilkenny






En inglés existe la locución "grin like a Cheshire cat" ("sonreír sardónicamente como un gato de Cheshire"). Se han propuesto varias explicaciones. Una, que en Cheshire vendían quesos en forma de gato que ríe. Otra, que Cheshire es un condado palatino o "earldom" y que esa distinción nobiliaria causó la hilaridad de los gatos. Otra, que en tiempos de Ricardo Tercero hubo un guardabosque, Caterling, que sonreía ferozmente al batirse con los cazadores furtivos.
En la novela onírica Alice in Wonderland publicada en 1865, Lewis Carroll otorgó al Gato de Cheshire el don de desaparecer gradualmente, hasta no dejar otra cosa que la sonrisa, sin dientes y sin boca. De los Gatos de Kilkenny se refiere que riñeron furiosamente y se devoraron hasta no dejar más que las colas. El cuento data del siglo XVIII.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Imagen: ilustración de John Tenniel para la edición 
de 1866 de Alice in Wonderland, de Lewis Carroll



18/8/16

Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges y Elsa Astete







Jorge Luis Borges, el casi legendario escritor argentino, llegó el último viernes a las siete de la tarde a la librería Atlántida acompañado por su madre y su esposa, Elsa Astete Millán. Sonriente y apoyado en su bastón escuchó cómo el doctor Bonifacio del Carril, en nombre de la editorial Emecé, presentaba la "Nueva antología personal", su último libro. Claramente, la capacidad de creación de Borges se mantiene fresca, intacta. Adela Grondona, Fermín Estrella Gutiérrez, Radaelli, Olivera, Juan de Dios y José Clemente se encontraban entre los presentes. El poeta Carlos Mastronardi habló sobre la significación de la obra y citó varios pasajes. Sobre el final se escuchó la palabra emocionada de Borges: "Esto que está ocurriendo ahora es un símbolo de generosa y verdadera amistad." A su alrededor, el silencio era tremendo. Después estalló el aplauso.


Texto y foto en revista Gente y la Actualidad, agosto de 1968
En la imagen: Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges y Elsa Astete




17/8/16

Jorge Luis Borges: Indagación de la palabra





I
Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz. El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática; pero los entiendo y así les pido su venia para esta vez. Queden para otra página mi padecimiento y mi regocijo, si alguien quiere leerlos.
La tarea de mi cavilación es ésta: ¿Mediante qué proceso psicológico entendemos una oración?
Para examinarlo (no me atrevo a pensar que para resolverlo) analicemos una oración cualquiera, no según las (artificiales) clasificaciones analógicas que registran las diversas gramáticas, sino en busca del contenido que entregan sus palabras al que las recorre. Séase esta frase conocidísima y de claridad no dudosa: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, y lo que subsigue.
Emprendo el análisis.
En. Ésta no es entera palabra, es promesa de otras que seguirán. Indica que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto, sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio.
Un. Propiamente, esta palabra dice la unidad de la calificada por ella. Aquí, no. Aquí es anuncio de una existencia real, pero no mayormente individuada o delimitada.
Lugar. Ésta es la palabra de ubicación, prometida por la partícula en. Su oficio es meramente sintáctico: no consigue añadir la menor representación a la sugerida por las dos anteriores. Representarse en y representarse en un lugar es indiferente, puesto que cualquier en está en un lugar y lo implica. Se me responderá que lugar es un nombre sustantivo, una cosa, y que Cervantes no lo escribió para significar una porción del espacio, sino con la acepción de villorrio, pueblo o aldea. A lo primero, respondo que es aventurado aludir a cosas en sí, después de Mach, de Hume y de Berkeley, y que para un sincero lector sólo hay una diferencia de énfasis entre la preposición en y el nombre sustantivo lugar; a lo segundo, que la distinción es verídica, pero que recién más tarde es notoria.
De. Ésta suele ser palabra de dependencia, de posesión. Aquí es sinónima (algo inesperadamente) de en. Aquí significa que el teatro de la todavía misteriosa oración central de esta cláusula está situado a su vez en otro lugar, que nos será revelado en seguida.
La. Ésta casi palabra (nos dicen) es derivación de illa, que significaba aquella en latín. Es decir, antes fue palabra orientada, palabra justificada y como animada por algún gesto; ahora es fantasma de illa, sin más tarea que indicar un género gramatical: clasificación asexuadísima, desde luego, que supone virilidad en los alfileres y no en las lanzas. (De paso, cabe recordar lo que escribe Graebner acerca del género gramatical: Hoy prima la opinión de que, originariamente, los géneros gramaticales representan una escala de valor, y que el género femenino representa en muchas lenguas —en las semíticas— un valor inferior al masculino.)
Mancha. Este nombre es diversamente representable. Cervantes lo escribió para que su realidad conocida prestase bulto a la realidad inaudita de su don Quijote. El ingenioso hidalgo ha sabido pagar con creces la deuda: si las naciones han oído hablar de la Mancha, obra es de él.
¿Quiere decir lo anterior que la nominación de la Mancha ya era un paisaje para los contemporáneos del novelista? Me atrevo a asegurar lo contrario; su realidad no era visual, era sentimental, era realidad de provincianería chata, irreparable, insalvable. No precisaban visualizarla para entenderla; decir la Mancha era como decirnos Pigüé. El paisaje castellano de entonces era uno de los misterios manifiestos (offenbare Geheimnisse) goetheanos. Cervantes no lo vio: basta considerar las campiñas al itálico modo que para mayor amenidad de su novela fue distribuyendo. Más docto en paisajes manchegos que él, fue Quevedo: léase (en carta dirigida a don Alonso Messía de Leiva) esa su durísima descripción que empieza: Por la Mancha, en invierno, donde las nubes y los arroyos, como en otras partes producen alamedas, allí lodazales y pantanos..., y remata así, a los muchos renglones: Amaneció; bajeza me parece de la aurora acordarse de tal sitio.


Creo inútil la pormenorizada continuación de este análisis. Notaré solamente que la terminación de este miembro está señalada por una coma. Esta rayita curva indica que la locución sucesiva: de cuyo nombre, debe referirse, no a la Mancha (de cuyo nombre sí quiso acordarse el autor), sino al lugar. Es decir, esta rayita curva o signo ortográfico o pausa breve para compendiar o átomo de silencio, no difiere sustancialmente de una palabra. Tan intencionadas son las comas o tan ínfimas las palabras.
Investiguemos ahora lo general.
Es doctrina de cuantas gramáticas he manejado (y hasta de la inteligentísima de Andrés Bello) que toda palabra aislada es un signo, y marca una idea autónoma. Esta doctrina se apoya en el consenso del vulgo y los diccionarios la fortalecen. ¿Cómo negar que es una unidad para el pensamiento, cada palabra, si el diccionario (en desorden alfabético) las registra a todas y las incomunica y sin apelación las define? La empresa es dura, pero nos la impone el análisis anterior. Imposible creer que el solo concepto En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, esté organizado por doce ideas. Tarea de ángeles y no de hombres sería conversar, si esto fuera así. No lo es y la prueba es que igual concepto cabe en mayor o menor número de palabras. En un pueblo manchego cuyo nombre no quiero recordar, es equivalente y son nueve signos en vez de doce. Es decir, las palabras no son la realidad del lenguaje, las palabras —sueltas— no existen.
Ésa es la doctrina crociana. Croce, para fundamentarla, niega las partes de la oración y asevera que son una intromisión de la lógica, una insolencia. La oración (arguye) es indivisible y las categorías gramaticales que la desarman son abstracciones añadidas a la realidad. Una cosa es la expresión hablada y otra su elaboración póstuma en sustantivos o en adjetivos o en verbos.
Manuel de Montolíu, en su declaración (y a veces refutación) del crocismo, dilucida bien esa tesis y la resume así, no sin demasiado misterio: La única realidad lingüística es la oración. Y este concepto de oración se ha de entender no en el sentido que se le da en las gramáticas, sino en el sentido de un organismo expresivo de sentido perfecto, que tanto comprende una sencilla exclamación como un vasto poema (El lenguaje como fenómeno estético. Buenos Aires, 1926).
Psicológicamente, esa conclusión de Montolíu-Croce es insostenible. Su versión concreta sería: No entendemos primero la proposición en y después el artículo un y luego el nombre sustantivo lugar y en seguida la preposición de; preferimos apoderarnos, en un solo acto de cognición, de todo el capítulo y aun de toda la obra.
Me dirán que hago trampa y que el alcance de esa doctrina no es psicológico, sino estético. A eso respondo que una equivocación psicológica no puede ser también un acierto estético. Además, ¿no dejó dicho ya Schopenhauer que la forma de nuestra inteligencia es el tiempo, línea angostísima que sólo nos presenta las cosas una por una? Lo espantoso de esa estrechez es que los poemas a que alude reverencialmente Montolíu-Croce alcanzan unidad en la flaqueza de nuestra memoria, pero no en la tarea sucesiva de quien los escribió ni en la de quien los lee. (Dije espantoso, porque esa heterogeneidad de la sucesión despedaza no sólo las dilatadas composiciones, sino toda página escrita). Alguna cercanía de esa posible verdad fue la razonada por Poe, en su discurso del principio poético, al sentenciar que no hay poemas largos y que el Paraíso Perdido es (efectualmente) una serie de composiciones breves. Digo en español su parecer: Si para mantener la unidad de la obra de Milton, su totalidad de efecto o de impresión, la leemos (como sería preciso) de una sentada, el resultado es sólo un continuo vaivén de excitación y de abatimiento… De esto se sigue que el efecto final, colecticio o absoluto de la mejor epopeya bajo el sol, será forzosamente una nadería, y así es la verdad.
¿Qué opinión asumir? Los gramáticos implican que deletreamos, palabra por palabra, la comprensión; los seguidores de Croce, que la abarcamos de un solo vistazo mágico. Yo descreo de ambas posibilidades. Spiller, en su hermosísima Psicología (conste que uso deliberadamente el epíteto) formula una tercera respuesta. La resumiré; demasiado bien sé que los resúmenes añaden un falso aire categórico y definitivo a lo que compendian. Spiller se fija en la estructura de las oraciones y las disocia en pequeños grupos sintácticos, que responden a unidades de representación. Así, en la frase ejemplar que hemos desarmado, es evidente que las dos palabras la Mancha son una sola. Es evidente que se trata de un nombre propio, tan indivisible por la conciencia como Castilla o las Cinco Esquinas o Buenos Aires. Sin embargo, aquí la unidad de representación es mayor: es la locución de la Mancha, sinónima, advertimos ya, de manchego. (En latín convivieron las dos fórmulas de posesión y para decir el valor de César, hubo virtus Cæsárea y virtus Cæsaris; en ruso, cualquier nombre sustantivo es variable en nombre adjetivo). Otra unidad para el entendimiento es la locución no quiero acordarme, a la que añadiremos tal vez la palabra de, pues el verbo activo recordar y el verbo reflejo y construido con preposición acordarse de, sólo en las gramáticas son distintos. (Buena prueba de la arbitrariedad de nuestra escritura, es que hacemos de acordarme una sola palabra, y dos de me acuerdo). Continuando el análisis, repartiremos en cuatro unidades nuestro período: En un lugar / de la Mancha / de cuyo nombre / no quiero acordarme, o En un lugar de / la Mancha / de (cuyo nombre) no quiero acordarme.
He aplicado (tal vez con desaforada libertad) el método introspectivo de Spiller. Del otro, del que asevera que toda palabra es significativa, ya hice una reducción al absurdo (involuntaria, honesta y cuidada) en la primera mitad de este razonamiento. Ignoro si Spiller tiene razón; básteme demostrar la buena aplicabilidad de su tesis.
Elijamos el problema conversadísimo de si el nombre sustantivo debe posponerse al nombre adjetivo (como en los idiomas germánicos) o el adjetivo al sustantivo, como en español. En Inglaterra dicen obligatoriamente a brown horse, un colorado caballo; nosotros, obligatoriamente también, posponemos el adjetivo. Herbert Spencer mantiene que la costumbre sintáctica del inglés es más servicial y la justifica así: Basta escuchar la voz caballo para imaginarlo y si después nos dicen que es colorado, esta añadidura no siempre se avendrá con la imagen de él que ya prefiguramos o tendimos a preformar. Es decir, deberemos corregir una imagen: tarea que la anteposición del adjetivo hace desaparecer. Colorado es noción abstracta y se limita a preparar la conciencia.

Los contrarios pueden argumentar que las nociones de caballo y de colorado son parejamente concretas o parejamente abstractas para el espíritu. La verdad, sin embargo, es que la controversia es absurda: los símbolos amalgamados caballo-colorado y brown-horse ya son unidades de pensamiento.
¿Cuántas unidades de pensamiento incluye el lenguaje? Esta pregunta carece de posibilidad de contestación. Para el jugador, son unidades las locuciones ajedrecísticas tomar al paso, enroque largo, gambito de dama, peón cuatro rey, caballo rey tres alfil; para el principiante, son verdaderas oraciones de intelección gradual.
El inventario de todas las unidades representativas es imposible; su ordenación o clasificación lo es también. Evidenciar esto último, será lo inmediato de mi tarea.

II
La definición que daré de la palabra es —como las otras— verbal, es decir también de palabras, es como decir palabrera. Quedamos en que lo determinante de la palabra es su función de unidad representativa y en lo tornadizo y contingente de esa función. Así, el término inmanencia es una palabra para los ejercitados en la metafísica, pero es una genuina oración para el que sin saberla la escucha y debe desarmarla en in y en manere: dentro quedarse. (Innebleibendes Werk, dentroquedada acción, tradujo con prolijidad hermosa el maestro Eckhart). Inversamente, casi todas las oraciones para el solo análisis gramatical, y verdaderas palabras —es decir, unidades representativas para el que muchas veces las oye. Decir En un lugar de la Mancha es casi decir pueblito, aldehuela (la connotación hispánica de ésta la hace mejor); decir

La codicia en las manos de la suerte 
se arroja al mar

es invitar una sola representación; distinta, claro está, según los oyentes, pero una sola al fin.
Hay oraciones que son a manera de radicales y de las que siempre pueden deducirse otras con o sin voluntad de innovar, pero de un carácter derivativo tan sin embozo que no serán engaño de nadie. Séase la habitualísima frase luna de plata. Inútil forcejearle novedad cambiando el sufijo; inútil escribir luna de oro, de ámbar, de piedra, de marfil, de tierra, de arena, de agua, de azufre, de desierto, de caña, de tabaco, de herrumbre. El lector —que ya es un literato, también— siempre sospechará que jugamos a las variantes y sentirá ¡a lo sumo! una antítesis entre la desengañada sufijación de luna de tierra o la posiblemente mágica de agua, y la consabida. Escribiré otro caso. Es una sentencia de Joubert, citada favorablemente por Matías Arnold (Critical Essays, VII). Trata de Bossuet y es así: Más que un hombre es una naturaleza humana, con la moderación de un santo, la justicia de un obispo, la prudencia de un doctor y el poderío de un gran espíritu. Aquí Joubert jugó a las variantes no sin descaro; escribió (y acaso pensó) la moderación de un santo y acto continuo esa fatalidad que hay en el lenguaje se adueñó de él y eslabonó tres cláusulas más, todas de aire simétrico y todas rellenadas con negligencia. Es como si afirmara… con la moderación de un santo, el esto de un otro, el qué sé yo de un quién sabe qué y el cualquier cosa de un gran espíritu. El original no es menos borroso que esta armazón; las entonadas cláusulas de ambos equivalen —no ya a palabras— sino a simulaciones enfáticas de palabras. Si la prosa, con su mínima presencia de ritmo, trae estas servidumbres, ¿cuáles no traerá el verso, que simplona y temerariamente añade otras más a las no maliciadas por él y siempre en acecho?
En lo atañedero a definiciones de la palabra, tan imprecisa es ella que el concepto heterodoxo aquí defendido (palabra = representación) puede caber en la fórmula sancionada: Llámase palabra la sílaba o conjunto de sílabas que tiene existencia independiente para expresar una idea. Eso, claro está, siempre que lo determinativo de esos conjuntos no sean los espacios en blanco que hay entre una seudo palabra escrita y las otras. De esa alucinación ortográfica se sigue que, aunque manchego es una sola palabra, de la Mancha es tres.
Hablé de la fatalidad del lenguaje. El hombre, en declive confidencial de recuerdos, cuenta de la novia que tuvo y la exalta así: Era tan linda que... y esa conjunción, esa insignificativa partícula, ya lo está forzando a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso. El escritor dice de unos ojos de niña: Ojos como... y juzga necesario alegar un término especial de comparación. Olvida que la poesía está realizada por ese como, olvida que el solo acto de comparar (es decir, de suponer difíciles virtudes que sólo por mediación se dejan pensar) ya es lo poético. Escribe, resignado, ojos como soles.
La lingüística desordena esa frase en dos categorías: semantemas, palabras de representación (ojos, soles) y morfemas, meros engranajes de la sintaxis. Como le parece un morfema aunque el entero clima emocional de la frase esté determinado por él. Ojos como soles le parece una operación del entendimiento, un juicio problemático que relaciona el concepto de ojos con el de sol. Cualquiera sabe intuitivamente que eso está mal. Sabe que no ha de imaginárselo al sol y que la intención es denotar ojos que ojalá me miraran siempre, o si no ojos con cuya dueña quiero estar bien. Es frase que se va del análisis.


Es cosa servicial un resumen. Dos proposiciones, negativas la una de la otra, han sido postuladas por mí. Una es la no existencia de las categorías gramaticales o partes de la oración y el reemplazarlas por unidades representativas, que pueden ser de una palabra usual o de muchas. (La representación no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a no confundir el vuelo de un pájaro con un pájaro que vuela). Otra es el poderío de la continuidad sintáctica sobre el discurso. Ese poderío es de avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis no es nada. La antinomia es honda. El no atinar —el no poder atinar— con la solución, es tragedia general de todo escribir. Yo acepto esa tragedia, esa desviación traicionera de lo que se habla, ese no pensar del todo en cosa ninguna.
Dos intentonas —ambas condenadas a muerte— fueron hechas para salvarnos. Una fue la desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra, la de Spinoza. Lulio —dicen que a instigación de Jesús— inventó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto; Spinoza no postuló arriba de ocho definiciones y siete axiomas para allanarnos, ordine geométrico, el universo. Como se ve, ni éste con su metafísica geometrizada, ni aquél con su alfabeto traducible en palabras y éstas en oraciones, consiguió eludir el lenguaje. Ambos alimentaron de él sus sistemas. Sólo pueden soslayarlo los ángeles, que conversan por especies inteligibles: es decir, por representaciones directas y sin ministerio alguno verbal.
¿Y nosotros, los nunca ángeles, los verbales, los que
en este bajo, relativo suelo
escribimos, los que sotopensamos que ascender a letras de molde es la máxima realidad de las experiencias? Que la resignación-virtud a que debemos resignarnos sea con nosotros. Ella será nuestro destino: hacernos a la sintaxis, a su concatenación traicionera, a la imprecisión, a los talveces, a los demasiados énfasis, a los peros, al hemisferio de mentira y de sombra en nuestro decir. Y confesar (no sin algún irónico desengaño) que la menos imposible clasificación de nuestro lenguaje es la mecánica de oraciones de activa, de pasiva, de gerundio, impersonales y las que restan.
La diferencia entre los estilos es la de su costumbre sintáctica. Es evidente que sobre la armazón de una frase pueden hacerse muchas. Ya registré cómo de luna de plata salió luna de arena; ésta —por la colaboración posible del uso— podría ascender de mera variante a representación autonómica. No de intuiciones originales —hay pocas—, sino de variaciones y casualidades y travesuras, suele alimentarse la lengua. La lengua: es decir humilladoramente el pensar.
No hay que pensar en la ordenación por ideas afines. Son demasiadas las ordenaciones posibles para que alguna de ellas sea única. Todas las ideas pueden ser palabras sinónimas para el arte: su clima, su temperatura emocional suele ser común. De esta no posibilidad de una clasificación psicológica no diré más: es desengaño que la organización (desorganización) alfabética de los diccionarios pone de manifiesto. Fritz Mauthner Wörterbuch der Philosophie, volumen primero, páginas 379-401) lo prueba con lindísima soma.


En El idioma de los argentinos (1928)
1995 María Kodama
2016 Penguin Random House
Foto: Borges (sin atribución)
Agencia SIGLA Vía IberLibro


16/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Historia Universal de la Infamia]








Prólogo a la primera edición

Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese propósito visual rige también el cuento Hombre de la Esquina Rosada.) No son, no tratan de ser, psicológicos.
En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores. Nadie me negará que las piezas atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste valen notoriamente menos que las de su esposa y amigos.
Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.

J.L.B.
Buenos Aires, 27 de mayo de 1935



Prólogo a la edición de 1954

Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. En vano quiso remedar Andrew Lang, hacia mil ochocientos ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John Donne.
Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez, invocar la sentencia quod scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre de la Esquina Rosada— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.
En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he intercalado algunas palabras cultas: vísceras, conversiones, etc. Lo hice, porque el compadre aspira a la finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica.
Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores.
En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.

J.L.B.

En Hombre de la Esquina Rosada (1935-1954)
Foto: Borges saliendo de su casa en Maipú y Marcelo T. de Alvear

15/8/16

Jorge Luis Borges: La tarde







Las tardes que serán y las que han sido
son una sola, inconcebiblemente.
Son un claro cristal, solo y doliente,
inaccesible al tiempo y a su olvido.
Son los espejos de esa tarde eterna
que en un cielo secreto se atesora.
En aquel cielo están el pez, la aurora,
la balanza, la espada y la cisterna.
Uno y cada arquetipo. Así Plotino
nos enseña en sus libros, que son nueve;
bien puede ser que nuestra vida breve
sea un reflejo fugaz de lo divino.
La tarde elemental ronda la casa.
La de ayer, la de hoy, la que no pasa.



En Los conjurados (1985)
Imagen: Detalle de Borges en La Biela
Grotesco de Fernando Pugliese
Foto PD, 2012



14/8/16

Jorge Luis Borges: Conferencia en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, 22 de febrero de 1981









Señoras, señores:

Diré unas cuantas palabras y luego vendrá lo esencial, nuestro diálogo. Estos últimos días estuve leyendo todo lo que encontraba sobre Spinoza, y releí el artículo de Froude, amigo y biógrafo de Carlyle me pareció de lo más enumerativo, luego aquél capítulo de la Historia de la filosofía occidental de Russell dedicado a Spinoza y luego leí algunas páginas de la Ética, el artículo de Renan, y otros. He llegado a una curiosa comprobación, y es ésta: creo entender esencialmente el sistema de Spinoza, salvo que, para mí, no es un sistema, yo diría que se trata más bien de un acto de fe. Es decir, la filosofía de Spinoza puede ser profesada como una religión y sin duda él lo sintió como una religión.

Ahora, hay un hecho que nos aleja de Spinoza y al mismo tiempo hace que lo veamos como algo original. Y ese hecho es que la filosofía esté explicada, como todos ustedes saben, ordine geometrico o more geometrico, no recuero cuál de los dos latines usa él, y ese sistema lo ha hecho famoso y al mismo tiempo ha hecho que el libro sea menos asequible. El hecho que yo quería señalar es éste: es que para nosotros, Spinoza, Baruch Spinoza, es una figura patética. Si yo pronuncio la palabra Spinoza, ustedes no pensarán ciertamente en un sistema o en la filosofía que él quiso explicar mediante ese sistema. Ustedes pensarán en él, en ese pobre hombre quizá desdichado pero que no quería ser desdichado, que tenía el culto de la felicidad, que creía, como Remy de Gourmont, que debemos ser felices. Remy de Gourmont agregaba: "Debemos ser felices aunque no sea más que por orgullo". Eso no hubiera sido aceptado por Spinoza. Pero todo el sistema de Spinoza es un sistema que creo que podemos aceptar, creo que, fuera del concepto de Dios, y vamos a ver en qué reside la novedad del concepto de Dios de Spinoza, lo demás del sistema de Spinoza, el panteísmo, es algo que puede ser aceptado.

Yo tengo sentimiento religioso. He sido educado como cristiano, mi familia era católica, mi abuela inglesa era protestante, era anglicana, sus mayores eran predicadores metodistas, sabía de memoria la Biblia, de manera que había un ambiente doblemente religioso en casa, muy católico en mi familia criolla y protestante, anglicano, metodista, esencialmente, en mi abuela inglesa. Sin embargo, yo he encontrado siempre una dificultad en la fe cristiana, y esa dificultad es la idea de un Dios, Dios personal. Hay algo en mí que rechaza esa idea. Spinoza la reemplaza por otra, pero esa idea es aún de más difícil aceptación. Es una idea tan vasta que tiene, digamos, un valor estético, y es la idea de un Dios, Dios infinito, y al decir infinito no quiero decir innumerable. La idea de lo infinito se encuentra en el budismo, pero ahí se encuentra, está forzada a ello, porque el budismo, como otras religiones de la India, acepta las transmigraciones del alma, o, ya que los budistas descreen de la existencia del alma, se supone que cada individuo a lo largo de su vida está fabricando continuamente su karma, una suerte de artificio mental, y ese artificio mental va fabricándolo, enriqueciéndolo día a día, también de noche en los sueños, ya que todo produce un karma. Y ese karma se hace no sólo con las obras, con los pecados, con las virtudes, con las incertidumbres, con lo sueños, todo eso produce ese mecanismo, y ese mecanismo puede continuar en otro individuo después de la muerte del hombre que lo ha creado.

Ahora bien, si se supone que cada destino individual está regido por el karma de una vida anterior, llegamos a la obligación de un infinito, ya que si hay una primera vida esa primera vida tiene que admitir ciertas condiciones, y esas condiciones tienen que ser determinadas por una vida anterior, y esa por una vida anterior, y así hasta el infinito. De suerte que, para el budismo, cada uno de nosotros ha vivido un número infinito de veces. Y, al decir infinito no quiero decir indefinido ni innumerable, quiero decir estrictamente infinito, es decir no hay un principio y puede no haber un fin si no nos salvamos y nos perdemos en el Nirvana.


Ahora, Spinoza tenía un concepto parecido de Dios. Creo que lo define como una substancia infinita, infinitamente dotada de infinitos atributos. Ese concepto, me parece, es extraño a otras teologías, es propio de Spinoza. Spinoza, como ustedes saben, quiso explicar su filosofía lo que para mí sería más bien explicar su religión, quiso explicarla more geometrico, es decir, usó el mecanismo euclidiano de axiomas, de definiciones, de postulados. Y ese mecanismo es lo que hace difícil su lectura.

Yo he visto en los Estados Unidos una traducción de la Ética de Spinoza que se titula Of GodDe Dios, y, en esa edición, de fácil lectura, se ha prescindido de todo el aparato geométrico. Ahora, ese aparato geométrico no fue elegido arbitrariamente por Spinoza, ya que, en aquel tiempo, se creía que los matemáticos eran infalibles. Ahora, por ejemplo, hay axiomas, postulados de Euclides, que han sido puestos en duda, pero eso no ocurría en el siglo XVII. Y se suponía que la verdad en las matemáticas dependía de esa forma de exposición. Sin embargo, si uno piensa en las definiciones de la geometría, son ciertamente falibles. Por ejemplo, yo digo: el punto no tiene extensión, la línea tiene extensión pero no anchura y consta de un número infinito de puntos, el volumen tiene extensión y anchura y consta de un número infinito de líneas. Es evidente que todo eso es abstracto, es decir que lo que realmente existe son tres dimensiones. Es que no corresponde a la realidad, no podemos imaginar un punto que no ocupe espacio, no podemos imaginar una línea, por delgada que sea, que no tenga alguna anchura. Sabemos, podemos dibujar una línea muy fina y luego la miramos con una lupa, vemos que es ancha, que no es pura longitud estricta.

Sin embargo, sobre eso se basa todo el edificio de la geometría. Creo que Bertrand Russell conjetura que ese edificio es una larga tautología, es decir, que si uno admite ciertos principios, por ejemplo, la enumeración, el hecho de poder contar uno, dos, tres, es evidente que ésa serie será infinita. Y si uno acepta esas ficciones necesarias, esas ficciones fatales la línea, el punto, la superficie, el volumen uno tiene que admitir toda la geometría, hasta la geometría de cuatro, de cinco dimensiones, que existe como un hecho intelectual aunque no sea concebible por la mente humana.

Se supone, en general, que Spinoza procede del cartesianismo, y él siguió el método de Descartes. Pero estuve leyendo un libro de un autor francés y ese autor dice que Spinoza no conocía bien el sistema de Descartes, que habrá tenido otros puntos de partida pero que luego siguió el sistema de Descartes porque le pareció el más lógico. El quería convencer a sus lectores. Según ese autor de cuyo nombre no quiero, no, de cuyo nombre no puedo acordarme, Spinoza habría partido de los neoplatónicos y de las especulaciones de la cábala.

Sin duda Spinoza creía que si uno aceptaba su sistema geométrico uno tenía que aceptar su sistema. ¿Y qué ocurre ahora? No pensamos en Spinoza, no pensamos en su sistema, pensamos en él como hombre y lo vemos, como dice Bertrand Russell, como el más querible de todos los filósofos, ya que grandes filósofos ciertamente no fueron queribles. No sé si Platón fue querible, no creo que Schopenhauer fuera querible. Creo que Berkeley sí fue querible, pero Spinoza lo es más.

Spinoza concibe un Dios, y ese Dios está dotado de infinitos atributos. Spinoza declara que sólo conocemos dos de esos atributos, y esos atributos son la extensión y la consciencia. O, creo que podemos buscar palabras sinónimas, sería el espacio y el tiempo, más que consciencia. Lo que realmente es asombroso es que Spinoza supone que su Dios está dotado de esos dos atributos y además de otros, infinitos, estrictamente infinitos, que no conocemos, que no podemos ni siquiera adivinar o intuir de algún modo.

Ahora sabemos que lo que ocurre, lo que nos ocurre, ocurre en el tiempo y en el espacio. Por ejemplo, si me hieren, si me dan una puñalada, yo tengo la consciencia del dolor y además y eso correspondería al tiempo, la sensación. Es parte de las miles de sensaciones que yo tengo a lo largo del día y a lo largo de mi vida, y luego ocurre también un cambio en el tiempo porque el puñal entra en mi cuerpo. Pero, refiere Spinoza, ocurren además otras infinitas cosas, y esas ocurren en la mente de Dios. No podemos imaginarlas, es decir que habría un número infinito de universos paralelos. A nosotros nos ha sido dada la consciencia de dos: la del tiempo y la del espacio. Pero, además, hay otros atributos, y esos atributos son infinitos.

Esto lo sospecho, que quizá el fin de todo pensamiento o de todo sistema sea el de aliviarnos de la multiplicidad de las cosas, sea sentir que hay menos cosas, sea reproducirlas con unas pocas. La generalización parece una condición necesaria del pensamiento, aunque sabemos que toda generalización es falsa, pero estamos obligados a generalizar para pensar.

Spinoza reduce el universo a una cosa, o mejor dicho, dice que universo, que él llama naturaleza, y Dios son la misma cosa. Muchas veces, a lo largo de su obra, vemos la expresión Deus sive natura, Dios o la naturaleza son la misma cosa. Después de la muerte de Spinoza alguien encontró un nombre para ese sistema, y, con raíces griegas se forjó, creo que en Inglaterra, la palabra panteísmo, sugerida sin duda por ateísmo. Los enemigos de Spinoza lo habían acusado de no tener Dios. Quiere decir que no tenía un Dios personal ya que si sólo existe Dios todo es Dios. Salvo que Dios exista no sólo en cada instante de nuestra vida, en cada átomo, si es que hay átomos, en cada cosa, sino de otros infinitos modos y Dios se ame a sí mismo con infinito amor intelectual. Nuestro deber es amar a Dios, no debemos esperar ser amados por él. Eso no fue un acto de negación, como creyó Goethe, de parte de Spinoza. No, él concebía a Dios perfecto y no podía desear en Dios una pasión como la de sentir amor por un individuo que no estuviera en él. Creo que se hubiera maleado su idea de Dios. Ahora, Spinoza declara que el tiempo el tiempo es un atributo de Dios pero, para Dios, todos los tiempos coexisten. Yo he leído un libro sobre Spinoza titulado Eternitas, Eternidad, y Spinoza condena por eso la esperanza y el temor, porque se refieren a cosas futuras y no hay razón para decir que están dentro del tiempo, no hay razón para aceptar la ilusión del tiempo.

Podría contestarse, y yo desde mi insuficiencia metafísica contesto, que, si nosotros sentimos la sucesión, y ciertamente la sentimos, uno no puede imaginar una vida sin sucesión ¿por qué suponer que esa sucesión es ilusoria? Spinoza nos diría que debemos subordinar nuestra idea de sucesión a Dios ya que para Dios no hay diferencia entre “all our yesterdays”, todo nuestro pasado y el momento presente y todo el porvenir que podemos suponer infinito. Todo esto coexiste para él. Ahora bien, creo que la idea de que Dios está en todas las cosas, la idea de la ubicuidad de Dios, se encuentra curiosamente en un verso de Virgilio, que dice Omnia sunt plena jovis. Todas las cosas están llenas de la divinidad. Esa idea puede ser cierta, y podría concordar con una idea de la evolución, salvo que en la evolución, se supone que el mundo está progresando, está cambiando. Y, en cambio, para Spinoza, todo eso es parte de nuestra ilusión temporal.

Recuerdo que Bernard Shaw dijo: “God is in the making”, Dios está haciéndose, “in the making”, ese hacerse de Dios somos nosotros, Dios está haciéndose en nosotros. Podemos concebir, entonces, ya que Dios está en todas las cosas, podemos suponer que está muerto en la materia, que duerme en las plantas, que sueña en los animales y que en nosotros toma consciencia por sí mismo. Y esa idea, que no tiene por qué ser rechazada por la ciencia, si es que existe la ciencia, creo que podemos aceptar esa idea. Ahora, lo que nos cuesta aceptar y lo que, según el mismo Spinoza, es inconcebible, en la idea de un Dios dotado de infinitos atributos. Quiero suponer que, además del tiempo y del espacio, pueden existir otras cosas.

He conversado ayer con un amigo mío y le dije que yo podía concebir el universo sin espacio, pero no podía concebirlo sin tiempo, sin sucesión. Él me dijo que le pasaba lo contrario, que él podía imaginar, por ejemplo, el universo tal como existe, con galaxias, con átomos. Todo eso podrá existir, y como no habría tiempo, en el sentido de que no habría ninguna consciencia de ello, existiría solamente el espacio. Creo que esto es un error, porque nuestro concepto del espacio depende de nuestros sentidos, depende sobre todo del tacto, depende del gusto, depende el olfato, quizá parcialmente de la vista. Pero, en cuanto a mí, yo me creo capaz de imaginar un mundo sin espacio, no sé si ustedes pueden hacerlo. Un mundo en el que hubiera un número por qué no infinito de individuos, consciencias, y esas consciencias podrían expresarse por medio de la música, por medio de palabras. Todo eso podría existir y no tendría por qué haber espacio. Yo estoy escribiendo un cuento sobre ese tema, es solamente una idea literaria.

Ahora sabemos, imaginamos a Spinoza, que era un santo y al mismo tiempo encontramos rasgos de él, sentencias de él, que nos dejan perplejos. Por ejemplo, Spinoza condena el remordimiento, ya que él dice "si un acto malo es un mal, pero luego recordarlo, apenarse, es agregar otro mal, es agregar otra tristeza", y la esperanza también es condenable. Como dice el dicho español, tan sabio, que todos sabemos, "el que espera desespera", esperar es desesperar. Y aquí quiero citar una estrofa de quien para mí es el máximo poeta de todos los poetas del instrumento de lengua castellana, Fray Luis de León. Fray Luis de León dice:

Vivir quiero conmigo,
Gozar quiero del bien que debo al cielo
A solas sin testigo
Libre de amor, de celo,
De odio, de esperanza, de recelo

Libre de amor, porque el amor quiere algo, el amor es una ansiedad, ya el amor duda, es una aventura. Luego, Libre de amor, / De odio, no creo que nadie pueda entender el odio luego de esperanza, también la esperanza es un mal.

Aquí recuerdo una broma de Bernard Shaw, que dijo que Dios había escrito en el dintel del infierno Lasciate ogni speranza voi ch'entrate para tranquilizar a los réprobos. Están en el infierno, ya no puede sucederles nada peor, estén tranquilos. No creo que esa fuera la intención de Dante pero la línea admite esa interpretación. Es decir, Spinoza nos invita a vivir "bajo cierta apariencia de eternidad".

Es decir, debemos pensar que lo que nos sucede es algo efímero, por consiguiente esto no importa. Debemos amar a Dios, ahora ¿qué significa amar a Dios para Spinoza? Ciertamente no se amaba a una persona, ya que Dios es mucho más que una persona, ya que Dios no es sólo todo el espacio y todo el tiempo sino una infinitud de otras cosas que ignoramos. Es decir que amar a Dios sería querer la concatenación de efectos y de causas. He dicho efectos antes que causas para que se sienta que ese sistema es infinito. De igual modo que en el hinduismo, en la declaraciones que hay de ese sistema se empieza siempre por la aniquilación del mundo y luego un período en que nada ocurre y luego un período en que el mundo vuelve. Pero se empieza por el Juicio Final para dar a entender que la serie es infinita.

Ahora, le dijeron a Spinoza que si no hay libre albedrío, que si Dios quiere todo, entonces por qué condenar ciertas cosas. Los ejemplos que le dieron fueron el hecho de que Nerón matara a su madre, el hecho de que Adán comiera el fruto prohibido. Ahora él contesta que lo que hay de positivo en esos actos es bueno, que lo que hay de negativo es malo, pero, para Dios, supongo que Dios ve esa concatenación infinita, esos hechos no son malos. De modo que si uno acepta la ética de Spinoza no habría hechos malos ya que no hay hechos voluntarios ya que todo ha sido querido por un Dios inescrutable que está más allá de nuestros juicios personales.

Sabemos que Spinoza no fue excomulgado Spinoza vivió tan lejos de la sinagoga como de la Iglesia  y sin embargo hay un libro en la Biblia, el Libro de Job, en el cual creo que se llega a una idea parecida. Recordarán ustedes que el tema central del Libro de Job es el hecho de que el justo sea desdichado. ¿Cómo justificar la idea, cómo reconciliar la idea de un Dios omnipotente y de un Dios justo con la idea de que un hombre justo sufra males? En los últimos capítulos Dios habla con Job y con sus amigos del torbellino. Los condena a todos, a quienes han querido defenderlo de él, que se ha quejado de los males que lo afligen. Ahora, como el Libro de Job está escrito por una mente para la cual era esencialmente extraño el razonamiento, yo creo que pensaban por imágenes, en esos últimos capítulos se recurre a dos monstruos, Behemoth, cuyo nombre es plural para significar que es muy grande, creo que es elefante, y Leviatán puede ser una gran serpiente o puede ser una ballena. Y Dios se compara con esos monstruos. De modo que la idea sería la misma. La idea sería que nuestros juicios éticos son inaplicables a Dios, que Dios está más allá de la ética y que nosotros podemos tratar de estar dentro de ella, debemos tratar de amar, es decir, amar todo lo que ocurre.

No sé qué latino acuñó aquella frase espléndida de amor fati, el amor del hado, el amor del destino, querer todo lo que es, aunque sea nuestra desdicha, aunque lo que suceda sea nuestra desventura, nuestra muerte, nuestro tormento. Tenemos que olvidarlo, o tratar de olvidar eso y tenemos que sentir el universo o Dios, ya que natura o Deus es la misma cosa, habría que sentir un mecanismo infinitamente complejo, que no podemos juzgar pero que debemos aceptar. Y sabemos que Spinoza dedicó su vida a ser digno de ese sistema que él explicó more geometrico pero que fue una religión para él. Pensamos en él como un santo, sobre todo un santo porque no espera nada ya que él descreía de la inmortalidad personal. El pensaba que nosotros como individuos somos modos efímeros de esos dos atributos de Dios, la extensión y la consciencia, o el espacio y el tiempo. Y al mismo tiempo dice: "sentimos y sabemos que somos inmortales, pero ciertamente no inmortales como individuos sino inmortales por la partícula de divinidad que hay en nosotros".

Yo creo que ese ideal es un ideal máximo, aunque desde luego yo me siento incapaz de abrazarlo. Pero, a veces, lejos de toda idea filosófica, me he preguntado por qué me interesa tanto el destino de un individuo llamado Borges que vivía en el siglo XIX en una ciudad llamada Buenos Aires, en el hemisferio meridional, por qué me interesa tanto su suerte que no es nada del universo, pero es difícil acogerse a ese tipo de consuelo. Yo he tratado a mi modo de ser spinozista pero no he logrado serlo. Estoy seguro de no poder seguir los razonamientos de Spinoza. Creo que todo lector ha sido derrotado por el método geométrico de Spinoza, pero creo que todo lector de Spinoza ha sentido algo que no le hubiera interesado a Spinoza, es decir la presencia personal de Spinoza, esa persona que el mismo Spinoza juzgaba ilusoria. Sin embargo existe para nosotros y creo que seguirá existiendo. Creo que Spinoza tiene que ser sentido como un santo. Creo que todos tenemos que deplorar no haberlo conocido personalmente como deploramos no haber conocido, como yo en mi caso, a Berkeley, a Montaigne. Siento no haberlos conocido personalmente. Me sucede lo mismo con Spinoza y creo que a todos los hombres les pasará lo mismo.

Y ahora, este exordio ha sido demasiado largo y querría que ustedes me tomaran examen a mí y demostraran que yo sé muy poco de Spinoza, porque la verdad es ésa. Ahora vamos a entrar en lo realmente importante y quiero que perdonen este prólogo tan repetitivo, tan largo, pero todo eso ha sido dictado por el hecho de que soy muy tímido. Y ahora vamos a divertirnos un rato, vamos a conversar, vamos a olvidar que somos muchos, aunque somos muchos. Spinoza dice que sólo existe Dios. De modo que acá está Dios monologando a través de nosotros, usándonos como instrumento. Podemos hablar de Spinoza o si ustedes han llegado a la conclusión de que sé muy poco sobre este tema elijamos otro.







En Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires
Conferencia publicada bajo el título Baruch Spinoza
Ed. Agalma, Buenos Aires, 1993
Foto: Borges entrevistado por los psicoanalistas Germán García y Luis Gusmán
Archivo Revista Literal, Biblioteca Nacional Argentina
Al pie: portada de la publicación de Ed. Agalma



13/8/16

Juan Carlos Onetti: Borges, su madre y Utrillo






Creo que entre escoliastas, reporteros, autores de tesis, amigos y enemigos, y con la ayuda generosa del propio Borges, se ha dicho ya cuanto hay que decir respecto a su obra. Si algo falta aparecerá, sin dudas, en este número de merecido homenaje que hoy le dedican los Cuadernos Hispanoamericanos*.
Por eso, cuando me propusieron escribir una treintena de páginas sobre Borges sentí que no me correspondía glosar antecedentes, decir que las traducciones vikingas son muy buenas, así como las traducciones de las teorías o sistemas de Schopenhauer, Hume y Berkeley al idioma del relato. Y tampoco divagar sobre su poesía metafísica.
Me limitaré a traer noticias trasnochadas. Unos días antes de embarcarme estuve comiendo con Borges. Motivos: me habían elegido para asesorar el traslado de un cuento de Jorge Luis Borges al cine. Se trataba de «El muerto», uno de mis preferidos dentro de la obra de Georgie. (Yo también tengo derecho).
A pesar de su ceguera, ahora total e irremediable, el aspecto de Borges era el mismo de años atrás; su sentido del humor, incambiado.
Por ejemplo: alguien habló de Neruda y recordó que el poeta quiso hacer un holocausto con su primer libro. Invitó a varios amigos, bebieron vino chileno —que algo significa—, hicieron una gran fogata y fueron quemando los doscientos ejemplares de la edición.
Borges jugueteó un ratito con su bastón blanco y luego balbuceó, inocente y sorprendido:
—Pero si ya había aprendido, ¿por qué no siguió haciendo lo mismo con lo que publicó después?
Segundo ejemplo: fue mencionado un escritor que había puesto de lado la disciplina que ejercía, tal vez el psicoanálisis, para dedicarse a escribir novelas. Borges:
—Me parece una crueldad, ¿no? Hacerle eso a los enfermos y a los lectores.
Hubo otras burlas borgianas y él repetía, impasible, que era hombre humilde, ignorante en materia de política literaria. Después de los postres, Borges anunció que se iba, puntualmente y como siempre, a las doce de la noche.
(Esto sucedió pocos días antes de la muerte de su madre).
En ese momento se inclinó hacia mí y dijo con una tristeza dulce y resignada:
—Todos los días, a cualquier hora, tengo un momento de terror. Porque a mí me operaron los ojos siete veces, ¿no? Hasta conseguir dejarme completamente ciego. Y le dije a mi madre que había recuperado la vista. Como usted sabe, ella es muy anciana y se está muriendo. Y no cree que me hayan curado. Así que cada día cuando entro a su dormitorio para saludarla me obliga a un examen. En esa habitación tenemos desde hace años un Utrillo que yo conozco de memoria. Cada detalle, cada tono de color. Y ella me pregunta qué cuadro hay en la pared. Y yo, claro, le voy recitando el restorán, el balcón con ropa colgada, la curva suave que hace la callecita al final. El terror proviene de que su escepticismo, sensible, haga que alguna vez ordene cambiar el cuadro o suprimirlo. Este posible fracaso me daría mucho dolor por ella.
Esto es muy poco; pero es otra cara de la moneda Borges. Doy fe y había testigos.



* N° 505-507, Madrid, 1992
















En Juan Carlos Onetti: Artículos 1975-1992 
La presente edición digital se corresponde con el Volumen XI de las Obras completas
de Onetti de Galaxia Gutenberg, 2013

Foto: Borges y Onetti en Barcelona por Dorothea Muhr (1978)


12/8/16

Jorge Luis Borges: Los compadritos muertos







Siguen apuntalando la recova
del Paseo de Julio, sombras vanas
en eterno altercado con hermanas
sombras o con el hambre, esa otra loba.

Cuando el último sol es amarillo
en la frontera de los arrabales,
vuelven a su crepúsculo, fatales
y muertos, a su puta y su cuchillo.

Perduran en apócrifas historias,
en un modo de andar, en el rasguido
de una cuerda, en un rostro, en un silbido,

en pobres cosas y en oscuras glorias.
En el íntimo patio de la parra
cuando la mano templa la guitarra.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Ilustración de Alberto Breccia para "Hombre de la esquina rosada" Vía


11/8/16

Borges profesor. Clase 16: Thomas Carlyle






Vida de Thomas Carlyle. Sartor Resartus, de Carlyle
Carlyle, precursor del nazismo
Los soldados de Bolívar según Carlyle



Hablaremos hoy de Carlyle. Carlyle es de aquellos escritores que deslumbran al lector. Recuerdo que cuando yo lo descubrí, hacia 1916, pensé que era realmente el único autor. Aquello me sucedió después con Walt Whitman, me había sucedido con Víctor Hugo, me sucedería con Quevedo. Es decir, pensé que todos los demás escritores eran unos equivocados simplemente porque no eran Thomas Carlyle. Ahora, esos escritores que deslumbran, que parecen el prototipo del escritor, suelen acabar por abrumarnos. Empiezan siendo deslumbrantes y corren el albur de ser a la larga intolerables. Lo mismo me sucedió con el escritor francés León Bloy,296 con el poeta inglés Swinburne y, a lo largo de una larga vida, con muchos otros. Se trata en todos esos casos de escritores muy personales, tan personales que uno acaba por aprender las fórmulas del estupor, el deslumbramiento que preparan.
Veamos algunos hechos de la vida de Carlyle. Carlyle nació en un pueblito de Escocia en el año 1795 y murió en Londres —en el barrio de Chelsea, donde se conserva su casa— en el año 1881. Es decir, una larga y laboriosa vida consagrada a las letras, a la lectura, al estudio y a la escritura.
Carlyle fue de origen humilde. Sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, fueron campesinos. Y Carlyle era escocés. Es común confundir ingleses con escoceses. Pero se trata, a pesar de la unión política, de dos pueblos esencialmente distintos. Escocia es un país pobre, Escocia ha tenido una historia sangrienta de lucha entre los diversos clanes. Y además, el escocés en general suele ser más intelectual que el inglés. O mejor dicho, el inglés no suele ser intelectual y casi todos los escoceses lo son. Esto puede ser obra de las discusiones religiosas, pero si bien es cierto que el pueblo de Escocia se dedicó a discutir la teología, es porque era intelectual. Esto suele ocurrir con las causas que tienden a ser efectos y los efectos que se confunden con las causas también. En Escocia las discusiones religiosas eran comunes, y conviene recordar que Edimburgo fue, con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Lo esencial del calvinismo es la creencia en la predestinación, basada en el texto bíblico, «muchos los llamados y pocos los elegidos».
Carlyle estudió en la iglesia de la parroquia de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo y a los veintitantos años tuvo una suerte de crisis espiritual o de experiencia mística que él ha descrito en el más extraño de sus libros: Sartor Resartus. Sartor Resartus significa en latín «el sastre remendado» o «el sastre zurcido». Ya veremos por qué eligió este extraño título. Lo cierto es que Carlyle había llegado a un estado de melancolía motivado sin duda por la neurosis que lo persiguió durante toda su vida. Carlyle había llegado al ateísmo, no creía en Dios. Pero la melancolía del calvinismo seguía persiguiéndolo aun cuando él creía haberla dejado atrás. La idea de un Universo sin esperanza, un Universo cuyos habitantes están condenados en una inmensa mayoría al Infierno. Y luego una noche él recibió una suerte de revelación. Una revelación que no lo libró del pesimismo, de la melancolía, pero que le dio la convicción de que el hombre puede salvarse por el trabajo. Carlyle no creía que ninguna obra humana tuviese valor perdurable. Pensaba que cuanto los hombres pueden hacer estética o intelectualmente es deleznable y es efímero. Pero al mismo tiempo creía que el hecho de trabajar, el hecho de hacer cualquier cosa, aunque esa cosa sea deleznable, no es deleznable. Existe una antología alemana de sus trabajos, que se publicó durante la Primera Guerra Mundial y que se titulaba Trabajar y no desesperarse.297 Este es uno de los efectos del pensamiento de Carlyle.
Carlyle, desde que se dedicó a las letras, había adquirido una cultura miscelánea y muy vasta. Por ejemplo, él y su mujer, Jane Welsh,298 estudiaron sin maestros el español y leían un capítulo del Quijote en el texto original cada día. Y ahí hay un pasaje de Carlyle en el cual él contrasta el destino de Byron y el destino de Cervantes. Piensa en Byron, un aristócrata, hermoso, atleta, un hombre de fortuna, que sin embargo sentía una melancolía inexplicable. Y piensa en la dura vida de Cervantes soldado y prisionero, que sin embargo escribe una obra, no de quejas, sino de íntimas y a veces escondidas alegrías en el Quijote.
Carlyle se traslada a Londres —ya antes había sido maestro de escuela y había sido colaborador de una enciclopedia, la Enciclopedia de Edinburgh299 y colabora para las revistas. Publica artículos, pero debemos recordar que un artículo entonces era lo que llamaríamos hoy un libro o una monografía. Ahora un artículo suele constar de cinco o diez páginas, antes un artículo solía constar más o menos de unas cien páginas. Así, los artículos de Carlyle y de Macaulay son verdaderas monografías, y algunos alcanzan las doscientas páginas. Actualmente serían libros.
Un amigo suyo le recomendó el estudio de la lengua alemana. Inglaterra, movida por las circunstancias políticas —ya por el hecho de la victoria de Waterloo los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas— estaba descubriendo Alemania, estaba descubriendo la afinidad que durante siglos había olvidado con las otras naciones germanas, con Alemania, con Holanda, y naturalmente con los países escandinavos. Carlyle estudió alemán, se entusiasmó con la obra de Schiller, y publicó —éste fue su primer libro— una biografía de Schiller300 escrita en un estilo correcto, pero en un estilo común. Luego leyó a un escritor romántico alemán, Johann Paul Richter,301 un escritor que podríamos llamar soporífero, un relator de sueños místicos lentos y a veces lánguidos. El estilo de Richter es un estilo lleno de palabras compuestas y de cláusulas largas, y este estilo influyó en el estilo de Carlyle, salvo que Richter deja una impresión apacible. En cambio Carlyle era esencialmente un hombre fogoso, de modo que fue un escritor oscuro. Carlyle descubrió también la obra de Goethe, que no era conocida entonces salvo de un modo muy fragmentario fuera de su patria, y creyó encontrar en Goethe a un maestro. Digo «creyó encontrar», porque es difícil pensar en dos escritores más distintos. En el olímpico y —como lo llaman los alemanes— sereno Goethe, y en Carlyle, atormentado como buen escocés por la preocupación ética.
Carlyle fue además un escritor infinitamente más impetuoso que Goethe y más extravagante que Goethe. Goethe empezó siendo romántico, luego se arrepintió de su romanticismo inicial y llegó a una tranquilidad que podríamos llamar «clásica». Carlyle escribió sobre Goethe en revistas de Londres. Esto conmovió mucho a Goethe, ya que aunque Alemania había llegado entonces a una plenitud intelectual, políticamente no había logrado su unidad. La unidad de Alemania se logra en el año 1871, después de la guerra franco-prusiana. Es decir, para el mundo Alemania era entonces una colección heterogénea de pequeños principados, ducados, un tanto provinciana, y para Goethe el hecho de que lo admiraran algunas personas de Inglaterra fue lo que sería para un sudamericano, por ejemplo, el hecho de ser conocido en París o en Londres.
Carlyle publicó luego una serie de traducciones de Goethe. Tradujo las dos partes de Wilhelm Meister, los «Años de Aprendizaje» y los «Años de Viaje».302 Tradujo a otros románticos alemanes, entre ellos al fantástico Hoffman.303 Luego publicó Sartor Resartus,304 y luego se dedicó a la historia, y escribió ensayos sobre el famoso affaire del collar de diamantes, la historia de un pobre hombre en Francia a quien le hacen creer que María Antonieta había aceptado un regalo suyo —el ensayo lo toma del conde Cagliostro305—, y sobre temas muy diversos. Entre ellos encontramos un ensayo sobre el doctor Francia, tirano de Paraguay,306 un ensayo que contiene —y esto es típico de Carlyle— una vindicación del doctor Francia. Luego Carlyle escribe un libro titulado Vida y correspondencia de Oliver Cromwell.307 Es natural que admirara a Cromwell. Cromwell, que en pleno siglo XVII hace que el rey de Inglaterra sea juzgado y condenado a muerte por el Parlamento. Esto escandalizó al mundo, como lo escandalizaría después la Revolución Francesa y mucho después la Revolución Rusa.
Finalmente, Carlyle se establece en Londres y allí publica La historia de la Revolución Francesa,308 su obra más famosa. Carlyle le prestó el manuscrito a su amigo, autor del famoso tratado de lógica, Stuart Mill.309 Y la cocinera de Stuart Mill usó el manuscrito para encender el fuego de la cocina. Quedó así destruida una obra de años. Pero Stuart Mill consiguió que Carlyle aceptara una suma mensual hasta reescribir su obra. Este libro es uno de los más vívidos de la obra de Carlyle, pero que no tiene la vividez de la realidad sino la vividez de un libro visionario, la vividez de una pesadilla. Recuerdo que cuando leí aquel capítulo en que Carlyle describe la fuga y la captura de Luis XVI recordé haber leído algo parecido antes: estaba pensando en la famosa descripción de la muerte de Facundo Quiroga, uno de los últimos capítulos del Facundo de Sarmiento. Carlyle describe la fuga del rey en un capítulo que se llama «La noche de las espuelas». Describe cómo el rey se detiene en una taberna y allí un muchacho lo reconoce. Lo reconoce porque la efigie del rey estaba grabada en el anverso de una moneda y lo delata. Luego lo arrestan y finalmente lo llevan a la guillotina.
La mujer de Carlyle, Jane Welsh, era socialmente superior a él, era una mujer muy inteligente y se considera que sus cartas pueden contarse entre las mejores del epistolario inglés.310 Carlyle vivió entregado a su obra, a sus conferencias, a su labor en cierto modo profética, y descuidó bastante a su mujer. Después de la muerte de ella, Carlyle escribió pocas cosas importantes. Antes él había dedicado catorce años a escribir la Historia de Federico el Grande de Prusia,311 un libro de lectura difícil. Había una gran diferencia entre Carlyle hombre, a pesar de su ateísmo religioso y piadoso, y Federico, que era ateo escéptico y que ignoraba cualquier escrúpulo moral. Después de la muerte de su mujer Carlyle escribe una historia de los primeros reyes de Noruega312 basada en la Heimskringla del historiador islandés Snorri Sturluson, del siglo XIII, pero en este libro ya no encontramos el fuego de las primeras obras.
Y ahora veamos el pensamiento de Carlyle, o algunos rasgos de ese pensamiento. En la clase anterior yo dije que para Blake el mundo era esencialmente alucinatorio. El mundo era una alucinación lograda por los cinco engañosos sentidos con que nos ha dotado el Dios superior que hizo esta Tierra, Jehová. Ahora bien, esto corresponde en filosofía al idealismo, y Carlyle fue uno de los primeros divulgadores del idealismo alemán en Inglaterra. En Inglaterra el idealismo ya existía en la obra del obispo irlandés Berkeley. Pero Carlyle prefirió buscarlo en la obra de Schelling y en la obra de Kant. Para estos pensadores, y para Berkeley, el idealismo tiene un sentido metafísico. Nos dicen que lo que nosotros creemos la realidad, digamos, el mundo de lo visible, de lo tangible, de lo gustable, no puede ser la realidad: se trata simplemente de una serie de símbolos o de imágenes de la realidad que no pueden parecerse a ella. Y así Kant habló de la cosa en sí que está más allá de nuestras percepciones. Todo esto lo comprendió perfectamente Carlyle. Carlyle dijo que de igual modo que vemos un árbol verde, podríamos verlo azul si nuestros órganos visuales fueran distintos, de igual forma que al tocarlo lo sentimos como convexo, podríamos sentirlo como cóncavo si nuestras manos estuvieran hechas de otra manera. Esto está bien, pero los ojos y las manos pertenecen al mundo externo, al mundo aparencial. Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos «obispo», digamos, a una mitra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos «juez» a una peluca y a una toga, que llamamos «general» a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o «Sastre zurcido».
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la historia de la literatura registra. Carlyle imagina a un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo —en aquel tiempo pocas personas conocían el alemán en Inglaterra, de modo que él podía utilizar sin peligro estos nombres313—. Le daba a su filósofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra «escoria» es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: «Filosofía del traje». Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que destruirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Revolución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una muchacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la noche. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba «Sartor», el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra «El sastre remendado».
El libro está escrito de un modo oscuro, lleno de palabras compuestas y llenas de elocuencia. Si tuviéramos que comparar a Carlyle con algún escritor de la lengua española, pensaríamos por empezar de un modo casero en las más impresionantes páginas fuertes de Almafuerte.314 Podemos pensar también en Unamuno, que tradujo al español La Revolución Francesa de Carlyle y sobre el cual Carlyle influyó. En Francia podríamos pensar en León Bloy.
Y ahora veamos el concepto de la historia de Carlyle. Según Carlyle existe una escritura sagrada. Esa escritura sagrada no es, salvo parcialmente, la Biblia. Esa escritura es la historia universal. Esa historia, dice Carlyle, que estamos obligados a leer continuamente, ya que nuestros destinos son parte de la historia universal. Esa historia que estamos obligados a leer incesantemente y a escribir, y en la cual —agrega— también nos escriben. Es decir, nosotros no sólo somos lectura de esa escritura sagrada sino letras, o palabras, o versículos de esa escritura. Ve al Universo, pues, como a un libro. Ahora, este libro está escrito por Dios, pero Dios para Carlyle no es una personalidad. Dios está en cada uno de nosotros, Dios está escribiéndose y realizándose a través de nosotros. Es decir, Carlyle viene a ser panteísta: el único ser que existe es Dios, pero Dios no existe como un ente personal sino a través de las rocas, a través de las plantas, a través de los animales y a través de los hombres. Y sobre todo a través de los héroes. Carlyle dicta en Londres una serie de conferencias tituladas: De los héroes, del culto de los héroes y de lo heroico en la historia.315 Dice Carlyle que los hombres han reconocido siempre la existencia de los héroes, es decir de seres humanos superiores a ellos, pero que en épocas primitivas el héroe es concebido como un dios, y así la primera conferencia suya se titula: «El héroe como dios», y característicamente toma como ejemplo al dios escandinavo Odín. Dice que Odín fue un hombre muy valiente, muy leal, un rey que dominó a otros reyes, y que sus contemporáneos y los sucesores inmediatos lo divinizaron, lo vieron como un dios. Luego tenemos otra conferencia: «El héroe como profeta», y Carlyle elige como ejemplo a Mahoma. Mahoma, que hasta entonces sólo había sido objeto de escarnio para los cristianos de Europa occidental. Carlyle dice que Mahoma, en la soledad del desierto, se sintió poseído por la idea de la soledad o unidad de dios, y que así fue dictando el Corán. Tenemos otros ejemplos: el héroe como poeta, Shakespeare. Luego, como hombre de letras: Johnson y Goethe. Y el héroe como militar, y elige —aunque él detestaba a los franceses— a Napoleón.
Carlyle descreía profundamente de la democracia. Hay quienes han considerado —y entiendo que con toda razón— a Carlyle como precursor del nazismo, pues creyó en la superioridad de la raza germánica. Los años 1870-1871 fue la guerra franco-prusiana. Casi toda Europa —lo que fue Europa intelectual— estaba de parte de Francia. El famoso escritor sueco Strindberg316 escribiría después: «Francia tenía razón, pero Prusia tenía cañones». Esto es lo que se sintió en toda Europa. Carlyle estaba de parte de Prusia. Carlyle creyó que la fundación del Imperio Alemán sería el principio de una era de paz para Europa —[tras] lo acaecido luego con las guerras mundiales pudimos apreciar lo erróneo de su juicio—. Y Carlyle publicó dos cartas en las cuales decía que el conde de Bismarck fue un hombre incomprendido y que el triunfo «de la Alemania, que piensa profundamente, sobre la frívola, vanagloriosa y belicosa Francia» sería un beneficio para la humanidad. En el año sesenta y tantos había ocurrido en Estados Unidos la Guerra de Secesión,317 y todos en Europa estaban de parte de los estados del norte. Esta guerra, según ustedes saben, no empezó siendo una guerra de abolicionistas —de enemigos de la esclavitud— en el norte, contra partidarios y poseedores de esclavos en el sur. Jurídicamente, los estados del sur quizá tuvieran razón. Los estados del sur pensaron que ellos tenían derecho a separarse de los estados del norte y alegaron argumentos legales. Lo grave es que en la Constitución de los Estados Unidos no se había contemplado muy bien la posibilidad de que algunos estados pudieran separarse. El tema era ambiguo y los estados del sur, cuando Lincoln fue elegido presidente, resolvieron separarse de los estados del norte. Los estados del norte dijeron que los del sur no tenían derecho a separarse, y Lincoln, en uno de sus primeros discursos, dijo que no era abolicionista, pero que creía que la esclavitud no debía extenderse más allá de los primitivos estados del sur, no debía llevarse, por ejemplo, a estados nuevos como Texas o California. Pero luego, a medida que la guerra fue más encarnizada —la Guerra de Secesión fue la guerra más encarnizada del siglo XIX—, ya se confundía la causa del norte con la causa de la abolición de la esclavitud.
La causa del sur se había confundido con la de los partidarios de la esclavitud, y Carlyle, en un artículo titulado «Shooting Niagara»,318 se puso de parte del sur. Dijo que la raza negra era inferior, que el único destino posible del negro era la esclavitud, y que él estaba de parte de los estados del sur. Agregó un argumento sofístico que es propio de su humorismo —porque Carlyle en medio de su tono profético era un humorista también—: dijo que él no comprendía a quienes combatían la esclavitud, que él no veía qué ventaja podía haber en cambiar de sirvientes continuamente. Le parecía mucho más cómodo que los sirvientes fueran vitalicios. Lo cual puede ser más cómodo para los amos, pero quizá no lo sea para los sirvientes.
Carlyle llega a condenar a la democracia. Por eso Carlyle, a lo largo de toda su obra, admira a los dictadores, a los que llamó strong men, «hombres fuertes». La frase ha perdurado todavía. Por eso escribió el elogio de Guillermo el Conquistador, escribió en tres volúmenes el elogio del dictador Cromwell, alabó al doctor Francia, alabó a Napoleón, alabó a Federico el Grande de Prusia. Y dijo en cuanto a la democracia que no era otra cosa sino «la desesperación de encontrar hombres fuertes», y que solamente los hombres fuertes podían salvar a la sociedad. Definió con una frase memorable a la democracia como «el caos provisto de urnas electorales». Y escribió sobre el estado de cosas en Inglaterra. Recorrió toda Inglaterra, prestó mucha atención a los problemas de la pobreza, de los obreros —él era de estirpe campesina—. Y dijo que en cada ciudad de Inglaterra veía el caos, veía el desorden, veía la absurda democracia, pero que al mismo tiempo había algunas cosas que lo confortaban, que lo ayudaban a no perder del todo la esperanza. Y esos espectáculos eran para él los cuarteles —en los cuarteles hay por lo menos orden— y las cárceles. Éstas eran las dos cosas capaces de regocijar el espíritu de Carlyle.
Tenemos pues en todo lo que he dicho un cierto programa del nazismo y el fascismo concebido antes del año 1870. Más particularmente del nazismo, ya que Carlyle creía en la superioridad de las diversas naciones germánicas, en la superioridad de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, de los diversos países escandinavos, sobre los otros. Esto no impidió que Carlyle fuera en Inglaterra uno de los mayores admiradores de Dante. Su hermano319 publicó una traducción admirable, literal, en prosa inglesa, de la Divina Comedia de Dante. Y Carlyle admiró naturalmente a los conquistadores griegos y romanos, a los vándalos y a César.
En cuanto al cristianismo, Carlyle creía que ya estaba desapareciendo, que ya no había ningún porvenir para él. Y en cuanto a la historia, él veía la salvación en los hombres fuertes, y pensaba que los hombres fuertes pueden estar —como lo diría después Nietzsche, que sería en cierto modo su discípulo— más allá del bien y del mal. Es lo que había dicho antes Blake: una misma ley para el león y para el buey es una injusticia.
No sé qué libro de Carlyle les podría recomendar a ustedes. Yo creo que si saben inglés el mejor libro será el Sartor Resartus. O, si les interesa, lean —si les interesa menos el estilo y más las ideas de Carlyle—, lean las conferencias que él reunió bajo el título de El culto de los héroes y de lo heroico en la historia. En cuanto a su obra más extensa, a la que dedicó catorce años, La vida de Federico el Grande, es un libro en el que hay brillantes descripciones de batallas. Las batallas le salían muy bien a Carlyle siempre. Pero a la larga se nota que el autor se siente muy lejos del héroe. El héroe era ateo y amigo de Voltaire. No le interesaba.
La vida de Carlyle fue una vida triste. Acabó enemistándose con sus amigos. El predicaba la dictadura y era dictatorial en su conversación. No admitía contradicciones. Sus mejores amigos fueron apartándose de él. Su mujer murió trágicamente: estaba paseándose en su coche por Hyde Park cuando murió de un ataque al corazón. Y Carlyle sintió después el remordimiento de ser un poco culpable de su muerte, ya que él se había desentendido de ella. Creo que Carlyle llegó a sentir, como nuestro Almafuerte lo sintió, que la felicidad personal estaba negada para él, que su neurosis le quitaba toda esperanza de ser personalmente feliz. Y por eso buscó su felicidad en el trabajo.
Me olvidaba de decir —es un rasgo meramente curioso— que en uno de los primeros capítulos de Sartor Resartus, al hablar de trajes, dice que el traje más sencillo de que él tiene noticias es el usado por la caballería de Bolívar en la guerra sudamericana. Y aquí tenemos una descripción del poncho como «una frazada con un agujero en el medio», y debajo él imagina al soldado de caballería de Bolívar, lo imagina —simplificándolo un poco— «mother naked», desnudo como cuando salió del vientre de su madre, cubierto por el poncho, y con su sable y con su lanza solamente.320



Notas


296 León Bloy (1846-1917). Borges incluye luego su libro La salvación por los judíos como el volumen 54 de la colección Biblioteca personal.
297 Arbeiten und nicht verzweifeln: Auszüge aus seinen Werken, traducido al alemán por Maria Kühn y A. Kretzschmar.
298 Jane Baillie Welsh, también poeta (1801-1866).
299 Edinburgh Encyclopaedia. Carlyle colaboró con dieciséis artículos de 1820 a 1825.
300 Life of Schiller, publicada por primera vez en London Magazine en 1823-1824.
301 Johann Paul Fríedrich Richter, novelista y humorista nacido en Wunsiedel, Alemania (1763-1825).
302 Wilhelm Meister’s Apprenticeship (1824) y Wilhelm Meister’s Travels (1827).
303 Ernst Theodor Wilhelm «Amadeus» Hoffman, escritor y músico alemán (1776-1822).
304 En 1833-1834.
305 José Balsamo, alias conde Alejandro Cagliostro, aventurero italiano (1743-1795). Publicó un conocido libro de Memorias.
306 José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador paraguayo (1766-1840).
307 Oliver Cromwell’s Letters and Speeches (1845).
308 The French Revolution (1837).
309 John Stuart Mill, filósofo y economista inglés (1806-1873). El libro al que se refiere Borges es Lógica deductiva e inductiva, publicado en 1843.
310 Carlyle publicó sus cartas y papeles en 1883 bajo el título de Letters and Memorials of Jane Welsh Carlyle. En 1903 apareció en Londres New Letters and Memorials.
311 History of Friedrich II of Prussia, called Frederik the Great (1858-1865).
312 The Early Kings of Norway (1875).
313 En alemán, Weissnichtwo significa literalmente «Nosédónde».
314 Pedro Bonifacio Palacios, conocido como Almafuerte, poeta argentino (1854- 1917).
315 Publicadas en 1841 bajo el título original On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History.
316 Johan August Strindberg, dramaturgo sueco nacido en Estocolmo (1849-1912).
317 La guerra tuvo lugar entre 1861 y 1865.
318 Shooting Niagara —and after? (1867).
319 John A. Carlyle (1801-1879), hermano de Thomas Carlyle. De profesión médico, se lo recuerda más hoy en día por su traducción del Inferno de Dante.
320 «La vestimenta más sencilla —observa nuestro profesor— que he encontrado jamás mencionada en la Historia es aquella utilizada como uniforme por la caballería de Bolívar en las guerras de Colombia. Se les provee una frazada cuadrada (algunos tenían la costumbre de cortar sus bordes para darle una forma circular), de alrededor de tres metros de diagonal: en su centro se le abre un corte de 50 centímetros de largo, y a través de éste el soldado, desnudo como cuando salió del vientre de su madre, introduce su cabeza y su cuello, y cabalga así protegido de las inclemencias del tiempo y de muchos golpes en la batalla, ya que la enrolla sobre sbrazo izquierdo.» Sartor Resartus, cap. VII (Traducción de M.H.). Hay edición de Emecé Editores, Buenos Aires, 1945.



En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Image: Borges avec l'éditeur Franco Maria Ricci, circa 1980, à Paris, France 
Foto: Giancarlo Botti / Getty (detail)



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