10/9/16

Jorge Luis Borges: Qué será del caminante fatigado





Wo wird einst des wandermüden…
¿En cuál de mis ciudades moriré?
¿En Ginebra, donde recibí la revelación,
no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio
y de Tácito?
¿En Montevideo, donde Luis Melián
Lafinur, ciego y cargado de años, murió
entre los archivos de esa imparcial
historia del Uruguay que no escribió
nunca?
¿En Nara, donde en una hostería japonesa
dormí en el suelo y soñé con la terrible
imagen del Buda, que yo había tocado y no
visto, pero que vi en el sueño?
¿En Buenos Aires, donde soy casi un
forastero, dados mis muchos años, o una
costumbre de la gente que me pide un
autógrafo?
¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo
en el otoño de 1961, descubrimos América?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿En qué idioma habré de morir? ¿En el
castellano que usaron mis mayores para
comandar una carga o para conversar un
truco?
¿En el inglés de aquella Biblia que mi
abuela leía frente al desierto?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿Qué hora será?
¿La del crepúsculo de la paloma, cuando
aún no hay colores, la del crepúsculo del
cuervo, cuando la noche simplifica y
abstrae las cosas visibles, o la hora trivial,
las dos de la tarde?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
Estas preguntas no son digresiones del
miedo, sino de la impaciente esperanza.
Son parte de la trama fatal de efectos y de
causas, que ningún hombre puede
predecir, y acaso ningún dios.
* En diario Clarín, Buenos Aires, 20 de marzo de 1980, y con motivo de la muerte de Borges, 
el 15 de junio de 1986.
Y en:
Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1995, págs. 1718; 2ª Ed., 1999.

Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003

Foto: Borges (sin atribución) 
Agencia SIGLA Vía IberLibro



9/9/16

Jorge Luis Borges: Juan, I, 14







Refieren las historias orientales
la de aquel rey del tiempo, que sujeto
a tedio y esplendor, sale en secreto
y solo, a recorrer los arrabales.

Y a perderse en la turba de las gentes
de rudas manos y de oscuros nombres;
hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
Harún, Dios quiere andar entre los hombres

y nace de una madre, como nacen
los linajes que en polvo se deshacen,
y le será entregado el orbe entero,

aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
pero después la sangre del martirio,
el escarnio, los clavos y el madero.



En El otro, el mismo (1964)
Foto sin atribución vía La Gaceta de Tucumán

8/9/16

Jorge Luis Borges: Purgatorio, I, 13





Como todas las las palabras abstractas, la palabra metáfora es una metáfora, ya que vale en griego por traslación. Consta, por lo general, de dos términos. Momentáneamente, uno se convierte en el otro. Así, los sajones apodaron al mar camino de la ballena o camino del cisne. En el primer ejemplo, la grandeza de la ballena conviene a la grandeza del mar; en el segundo, la pequeñez del cisne contrasta con lo vasto del mar. Nunca sabremos si quienes forjaron esas metáforas advirtieron esas connotaciones. En el verso 60 del canto I del Infierno se lee: «mi ripigneva là dove’l sol tace»[92].
Donde el sol calla; el verbo auditivo expresa una imagen visual. Recordemos el famoso hexámetro de la Eneida: «a Tenedo, tacitae per amica silentia lunae».
Más allá de la fusión de dos términos, mi propósito actual es el examen de tres curiosas líneas. La primera es el verso 13 del canto I del Purgatorio: «Dolce color d’oriental zaffiro»[93].
Buti declara que el zafiro es una piedra preciosa de color entre celeste y azul, muy deleitable a la vista y que el zafiro oriental es una variedad que se encuentra en Media. 
Dante, en el verso precitado, sugiere el color del Oriente por un zafiro en cuyo nombre está el Oriente. Insinúa así un juego recíproco que bien puede ser infinito[94].
En las Hebrew Melodies (1815), de Byron, he descubierto un artificio análogo: «She walks in beauty, like the night.»
Camina en esplendor, como la noche; para aceptar este verso, el lector debe imaginar a una mujer alta y morena que camina como la Noche, que es a su vez una mujer alta y morena, y así hasta el infinito[95].
El tercer ejemplo es de Robert Browning. Lo incluye la dedicatoria del vasto poema dramático The Ring and the Book (1868): «O lyric Love, half angel and half bird...»
El poeta dice de Elizabeth Barrett, que ha muerto, que es mitad ángel y mitad pájaro, pero el ángel ya es mitad pájaro, y se propone así una subdivisión, que puede ser interminable.
No sé si puedo incluir en esta antología casual el discutido verso de Milton (Paradise Lost, IV, 323): «...the fairest of her daughters, Eve.»
La más hermosa de sus hijas, Eva; para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea.


Notas

[92] «me hacía volver donde el sol calla». 

[93] «Dulce color de oriental zafiro». 
[94] Leemos en la estrofa inicial de las Soledades de Góngora:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa,
media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo
luciente honor del cielo,
en campo de zafiros pasce estrellas;
[95] Baudelaire ha escrito en Recueillement: «Entends, ma chère, entends, la douce Nuit qui marche». 
(El silencioso andar de la noche no debería oírse).


En Nueve ensayos dantescos 
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Barcelona, Seix Barral, 1982

Photo: Borges in his Manhattan apartment in 1971

Credit Tyrone Dukes / The New York Times

7/9/16

Antonio Tabucchi: Borges, el clarividente ciego








Si tomamos las dos grandes categorías en las que podría dividirse por convención aproximada la literatura en general –la de los aristotélicos y la de los platónicos–, Borges pertenece sin duda a la segunda. Es decir, a esa categoría de escritores y poetas que entre un objeto y la idea de un objeto prefieren cantar a esta última. En suma, no a lo real, sino a su conceptualización o su quintaesencia: como, para que nos entendamos, el Stil Novo no cantó a la mujer, sino a su transfiguración; los Trovadores no cantaron al amor sino a su ideal; Ariosto no cantó a las armas y los caballeros sino a sus fantasmas; Shakespeare no cantó al teatro del mundo sino al Teatro como divinidad ciega de nuestra vida; Yeats no cantó a su pueblo sino a la imagen mítica que tenía de éste. 


En el caso de la modernidad, si hay alguien que supo expresarla como en una declinación gramatical, casi como en un manual con instrucciones de uso, transmitiéndonos el método de esa expoliación de la realidad física en favor de la idea platónica de ésta, fue probablemente Stephane Mallarmé, quien, sabiendo que la carne es triste y habiendo leído todos los libros, anhelaba el Libro Absoluto (quién sabe si no totalmente en blanco), nuestro destino final y nuestra síntesis, que como la esfera divina de Pascal, tiene la circunferencia por todas partes y el centro en ningún lugar.

En el siglo XX, muchos son los grandes escritores que (cada uno a su modo, por supuesto) forman con Borges la tropa de los platónicos: por ejemplo Pessoa, Kafka, cierto Eliot, cierto Montale. Aquellos que, tomando la idea de lo real y, contándola, poetizándola, la elevaron a metáfora de la condición humana. No sé si Borges es un “auténtico” escritor o más bien un filósofo que usó la literatura: pero ésta es obviamente una cuestión irrelevante y hasta un sofisma. Lo cierto es que sus cuentos, algunos de los cuales hoy pueden incluso resultar excesivamente académicos y eruditos, sobrecargados como están con un surtido de simbologías barrocas, teorías esotéricas verdaderas o presuntas, espejos deformantes y viejos libros apócrifos encuadernados en cuero marroquí, mantienen (más aún, van adquiriendo) la ambigua y alarmante fuerza de alegorías. Quien sabe si acaso, obedeciendo inconscientemente al misterioso destino de su desgraciada enfermedad, Borges no nos resulta hoy similar a la figura del vidente ciego que imaginaron nuestros antiguos: un creador de oráculos, en parte aterradores, emitidos en forma de cuentos breves. 

Pensemos por ejemplo en el aleph. ¿Habrá alguna vez un punto del universo desde el cual el universo (que además somos nosotros) pueda ser abarcado en su totalidad? Es una extraña idea humana que matemáticos excéntricos, filósofos metafísicos, razonadores capciosos y teólogos heréticos cultivaron con cuidadosa manía y silogismos patéticos. El hecho de haber situado ese lugar privilegiado y absurdo en el sótano de una casa vieja descascarada en las afueras de Buenos Aires, a punto de ser demolida por las excavadoras debido al implacable crecimiento urbano, me parece una empresa genial. El extraordinario y angustioso mar infinito donde el personaje del cuento, recostado sobre el piso desnudo del comedor y con el ojo pegado al periscopio milagroso de aquel submarino ebrio a través del cual accedió a todo el saber, a todo lo que existe y ha existido en la literatura occidental, es comparable sólo al cerco detrás del cual, atravesando la eternidad, las estaciones muertas y la suya presente y viva, Leopardi logró naufragar en el mar del infinito, donde su pensamiento se anega.


Y en este punto la metáfora de ese sublime aleph de subsuelo revela su significado más profundo y melancólico; las aspiraciones son las más ilusorias, ambiciosas, patéticas, las más vanas que tenemos todos; recuperar con la memoria lo que ya no es nuestro: infancias pasadas, amores perdidos, sentimientos disipados; y comprender finalmente todo lo que no nos es dado comprender. El Aleph es un vistazo furtivo permitido por un poeta mediocre dueño de una casona en demolición de la periferia para que podamos ilusoriamente comprender el universo durante no más de diez minutos: el tiempo de un cuento breve o de una parada de subte. El Aleph es finalmente una epifanía joyceana accesible, explicada con un cuento a los pobres de espíritu como nosotros, que se deleitan frecuentando el Luna Park de la literatura, ilusionándose con poder reencontrar lo que perdieron al comprar el boleto del recorrido del tren de los fantasmas.


O, si se prefiere, El Aleph es un fenómeno de feria breve y económico que resume en veinte páginas sublimes la búsqueda proustiana. Muchos son los cuentos de Borges para leer como oráculos aterradores de nuestra condición actual. Y aunque su autor a menudo los adornó con conceptos extraídos de la tradición judeo-cristiana o de la civilización cretense (el poder creador del Verbo, del que todo desciende: la Cábala, el Laberinto, el Minotauro...), creo que se puede afirmar que no serían hoy tan eficaces y tan inquietantes si Borges, astutamente, no hubiera acompañado con sus ojos ciegos y su mirada implacable los descubrimientos y las intuiciones de la ciencia moderna: desde la relatividad hasta el observador inercial de Einstein, desde el teorema de Godel hasta las teorías de los fractales, hasta las de la astrofísica sobre el universo finito que avanza sin embargo de manera infinita pacientemente en la nada. En un mundo donde el objeto va perdiendo cada vez más significado a favor de la palabra que lo señala, en un mundo donde la palabra (el concepto, lo virtual) está volviéndose más real que aquello a lo que la palabra se refiere; en un mundo que se está despojando de materialidad, porque ésta pertenece sólo a las clases más ínfimas, y que concentra su poder en el hecho de “des-corporeizarse” para convertirse sólo en una gigantesca y monstruosa red de palabras e informaciones que servirán exclusivamente a quien sepa usarlas, ¿qué más aterradoramente “realista” que el cuento definido como “fantástico” titulado La biblioteca de Babel? En comparación, los muchachitos con aspiraciones caníbales a los que nuestras editoriales han dado tanto relieve nos parecen pobres habitantes de un período Cromañón olvidable. ¿Y puede haber hoy algo más realista que sus laberintos que apenas hace unos años parecían imaginarios, frente al laberinto on line de situaciones e hilos que envuelven a nuestro globo? ¿Y puede haber algo más atrozmente actual que el Pierre Menard que cuatrocientos años más tarde “compone” un nuevo Quijote reescribiéndolo exactamente igual al original, y al mismo tiempo produce un Quijote distinto? Quizá represente la clonación que amenazadoramente nos acecha y que parece obedecer a la aspiración de nuestra miserable eternidad destinada a lo reproducible. Es la espantosa idea de que el universo es serial, que pertenece a la época de la idea benjaminiana de la reproducibilidad técnica de la obra de arte, y que el buen Dios en definitiva tenía la imaginación limitada. Los replicantes de Blade Runner, que siendo idénticos a los humanos sin serlo tienen las mismas melancolías, somos obviamente nosotros; y la oveja Dolly, que siendo su madre es a la vez ella misma, obedece al mismo concepto. 

Pero tampoco falta la alegoría aterradora para aquellos que no hace muchos años, en tiempos de desenfrenado júbilo e insospechado optimismo, nos predicaban a todos que el arte es juego, la vida es juego, el mundo es juego. Para todos ellos, quizá, la vida siga siendo juego, entre otras cosas porque los lugares que querían ocupar fueron ocupados, pero el arte es otra cosa. Todo ahora se está convirtiendo en un juego, pero indescifrable, amenazador e inquietante, como el sistema de ese cuento que se titula La lotería de Babilonia, que no servía para otra cosa que justificar la existencia de quienes la jugaban. Y hay muy poco de qué alegrarse, me parece.

Es difuso el reflejo de Borges en la literatura contemporánea. Los reflejos, no obstante, siempre han existido porque, como sabemos, la literatura se autofecunda. Otra cosa son los epígonos, con frecuencia de calidad en absoluto despreciable, incluso porque algunos aspectos de Borges son fácilmente imitables y reproducibles: la idea combinatoria, la transformación de lo real en geometría, la seducción de las matemáticas y de la ciencia. De todos modos, si en Borges esos conceptos procedían siempre de fuertes ideas filosóficas y teológicas, en sus continuadores se reducen con frecuencia a puro juego combinatorio, al cultivo del ajedrez o las cartas de póker. En suma, a algo instrumental y quizá venal que recuerda el cálculo de las probabilidades y el sistema para jugar a la lotería. Todos hoy conocen el uso de la computadora: Borges se interesa en conocer el alma. Y si ésta eventualmente no existe, Borges comenzó a suponerla, insinuando que quizá sea la nuestra. Por eso lo sentimos tan actual.


Texto e imagen en Revista Ñ
Diario Clarín, 6 de septiembre de 2011
Autoría de Antonio Tabucchi
Versión castellana de Cristina Sardoy

6/9/16

Jorge Luis Borges: Caja de música








Música del Japón. Avaramente
de la clepsidra se desprenden gotas
de lenta miel o de invisible oro
que en el tiempo repiten una trama

eterna y frágil, misteriosa y clara.
Temo que cada una sea la última.
Son un ayer que vuelve. ¿De qué templo,
de qué leve jardín en la montaña,

de qué vigilias ante un mar que ignoro,
de qué pudor de la melancolía,
de qué perdida y rescatada tarde,

llegan a mí, su porvenir remoto?
No lo sabré. No importa. En esa música
yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.



En Historia de la noche (1977)

Foto: Borges (1975) by Willis Barnstone 
at Borges at Eighty: Conversations AA.VV., 1982 
 Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, 
Dick Cavett, Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki



5/9/16

Jorge Luis Borges: Las guerras







Oscuro ya el acero, la derrota 
tiene la dignidad de la victoria; 
la arena que ha medido su remota 
sombra las dora de una misma gloria. 
Las purifica de clamor y euforia 
crasa y convierte en una cosa rota 
el arco jactancioso. Gota a gota 
el tiempo va cubriendo nuestra historia. 
Ilión es porque fue. El antiguo fuego 
que con impía mano encendió el griego 
es ahora su honor y su muralla. 
El hexámetro dura más que el fuerte 
fragor de los metales de la muerte 
y la elegía más que la batalla.



En diario Clarín, Buenos Aires, 8 de octubre de 1981
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Retrato de Borges en Buenos Aires, 1974, ©Eduardo Grossman

4/9/16

Osvaldo Soriano: Borges, el símbolo de un encono permanente






Este es un réquiem a Jorge Luis Borges, escrito el mismo día de su muerte a pedido de Il Manifesto. El diario quería que yo intentara explicar lo inexplicable: por qué el más grande escritor de este siglo había preferido vivir en Buenos Aires, pero morir y ser sepultado en Suiza.

En la Argentina, Borges tiene demasiados estudiosos de su obra y nadie espera que un novelista que ni siquiera lo conoció le rinda homenaje sin ir a hurgar en las tripas de sus cuentos y poemas inolvidables. Recién al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento, Jorge Lanata me pidió que publicara el artículo en el suplemento Culturas, de Página/12.

De cuantos he leído, mi cuento preferido es El muerto. Siempre pensé que la peor desgracia que puede ocurrirle a un escritor es intentar escribir a la manera de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Si uno siente la necesidad de tomar prestada una voz hasta afinar la propia, lo mejor es acudir a una de tono menor. Por eso de las estridencias y los vecinos.

Cuando supo que iba a morir, Borges debe haber sentido un irrefrenable deseo de reencontrar su lejanísima juventud en Ginebra. De un día para otro levantó su casa de la calle Maipú, en Buenos Aires, despidió a Fanny, la mucama que lo había cuidado durante treinta años, y se casó con María Kodama, que era su asistente, su lazarillo, su amiga desde hacía más de una década.

Como lo había hecho Julio Cortázar en Buenos Aires dos años antes, Borges fue a mirarse al espejo que reflejaba los días más ingenuos y radiantes de su juventud. Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega.

Curiosa simetría la de los dos más grandes escritores de este país: Cortázar, espantado por el peronismo y la mediocridad, decidió vivir en Europa desde la publicación de sus primeros libros, en 1951. Fue en París que asumió su condición de latinoamericano por encima de la mezquina fatalidad de ser argentino.

Borges, en cambio, no pudo vivir nunca en otra parte. Tal vez porque estaba ciego desde muy joven y se había inventado una Buenos Aires exaltante y épica que nunca existió. Un universo donde sublimaba las frustraciones y el honor perdido de una clase que había construido un país sin futuro, una factoría próspera y desalmada.

Borges se creía un europeo privilegiado por no haber nacido en Europa. Aprendió a leer en inglés y en francés pero hizo más que nadie en este siglo para que el castellano pudiera expresar aquello que hasta entonces solo se había dicho en latín, en griego, en el árabe de los conquistadores o en el atronador inglés de Shakespeare.

De Las mil y una noches y La Divina Comedia extrajo los avatares del alma que están por encima de las diferencias sociales y los enfrentamientos de clase. De Spinoza y Schopenhauer dedujo que la inmortalidad no estaba vinculada con los dioses y que el destino de los hombres solo podía explicarse en la tragedia. De allí llegó al tango y a los poetas menores de Buenos Aires, los reinventó y les dio el aliento heroico de los fundadores que han cambiado la espada por el cuchillo, la estrategia por la intriga, el mar por el campo abierto. El Rey Lear es Azevedo Bandeira, degradado y oscuramente redimido en El muerto. Goethe está en el perplejo alemán de El sur que va a morir sin esperanza y sin temor en una pulpería de la pampa.

En cada uno de sus textos magistrales, con los que todos tenemos una deuda, un rencor, un irremediable parentesco bastardo, Borges plantea la cuestión esencial —dicotómica para él—, de la deformación argentina: la civilización europea enfrentada a la barbarie americana. Como el escritor Sarmiento y el guerrero Roca, que fundaron la Argentina moderna y dependiente sobre el aniquilamiento de indios, gauchos y negros, Borges vio siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza. Pertenecía a una cultura que estaba convencida de que Europa era la dueña del conocimiento y de la razón. Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y las armas de Alemania se llevó adelante el genocidio «civilizador», la pacificación de esas tierras irredentas. De aquí, de los criollos, solo podía emanar un discurso salvaje, retrógrado, sin sustento filosófico, enigmático frente a la consagrada palabra de Rousseau y Montesquieu.

Borges es el atónito liberal del siglo XIX que se propone poetizar antes que comprender. La ciencia no está entre sus herramientas: ni Hegel, ni Marx, ni Freud, ni Einstein son dignos de ser leídos con el mismo fervor que Virgilio, Plinio, Dante, Cervantes, Schiller o Carlyle. El único mundo posible para Borges era el de la literatura bendecida por cien años de supervivencia. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a contracorriente de las escuelas y las grandes mutaciones de las ideas y las letras. Fue un renovador del estilo, el más colosal que haya dado la lengua española, y esa forma, fluida y asombrosa, nos devolvía a las incógnitas y los asombros de las primeras civilizaciones. Unió, desde su biblioteca incomparable, las culturas que parecían muertas con los estallidos de Melville, Joyce y Faulkner. Su genio consistió en transcribir a una lengua nueva los asombros y los sobresaltos de los papiros y los manuscritos fundacionales. No amaba la música ni el ajedrez, no lo apasionaban las mujeres, ni los hombres, ni la justicia. El día que lo condecoró en Chile la dictadura de Pinochet, el escritor reclamó para estas tierras feroces «doscientos años de dictadura» como medio de curar sus males. Más tarde, cuando Alfonsín derrotó al peronismo, es decir a la barbarie americana, escribió un poema de regocijo y esperanza.

En esos días, Julio Cortázar había retornado a Buenos Aires para verse a sí mismo entre las ruinas que dejaba la dictadura. Iba a morir muy pronto y volvía a reconocer el suelo de su infancia, los zaguanes de sus cuentos y las arboledas de las calles por donde había paseado sus primeros amores. El gobierno lo ignoró (su modelo de intelectual es Ernesto Sabato) y Borges se molestó porque creía que el único contemporáneo al que admiraba no había querido saludarlo.

En verdad, Cortázar —tímido y huidizo— no se atrevió a molestarlo y temía que las diferencias políticas, ahondadas por la distancias, fueran insalvables. Él le debía tanto a Borges como cualquiera de nosotros, o más aún, porque el autor de El Aleph le había publicado el primer cuento en la revista Sur.

Muchas veces, en París, evocamos a Borges. Cuando aparecía uno de sus últimos libros o alguna declaración terrible de apoyo a la dictadura. Cortázar sostenía —como todos los que lo admiramos— que había que juzgar al escritor genial por un lado, al hombre insensato por otro. Había que disociarlos para comprenderlos, ir contra todas las reglas de razonamiento para crear otra que nos permitiera amarlo y sentirlo como nuestro a pesar de él mismo.

Porque ese creador de sofismas, que pensaba como el último de los antiguos, nos ha dejado la escritura más moderna y perfecta que se conoce en castellano. La que ha sido más imitada y la que ha dejado más víctimas, porque hoy nadie puede escribir, sin caer en el ridículo, «una vehemencia de sol último lo define», o rematar un cuento con algo que se parezca a «Suárez, casi con desdén, hace fuego», o «En esa magia estaba cuando lo borró la descarga» o «el sueño de uno es parte de la memoria de todos» o «No tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».

Esta contundencia viene de las lecturas de Sarmiento, pero no tiene continuadores porque la Argentina que ellos imaginaron se fue enfermando a medida que crecía, como los huesos sin calcio. El sueño del conocimiento se convirtió en la pesadilla de la falsificación y varias generaciones de intelectuales escamotearon la realidad o se quedaron prisioneros de ella. La literatura de Borges es la última elegía liberal, el canto del cisne de una inteligencia restallante pero ajena. No por nada los jóvenes de las últimas generaciones quisieran haber escrito El juguete rabioso o Los siete locos, de Roberto Arlt, aunque admiren la simétrica perfección de Funes el memorioso y Las ruinas circulares.

Es que la perfección está tan alejada de lo argentino como el futuro o el pensamiento de los gatos. Borges no es grandilocuente, los argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento y Cortázar, que se interna, como Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena a amigo, a compañero, y Borges a maestro, a sabio cínico.

Así como Cortázar había asumido su destino latinoamericano pero no podía separarse de París, Borges vivía en Buenos Aires porque creía que así estaba más cerca de Europa. Antes de morir, ambos fueron a cumplir con el juego de los espejos y las nostalgias: uno en los corralones de Barracas y el empedrado de San Telmo; otro en los parques nevados de Ginebra donde había escrito en latín sus primeros versos y en inglés su primer manual de mitología griega.

Borges fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes Cortázar había preferido que lo enterraran en París.

Fue, quizás, un postrero gesto de desdén para la tierra donde imaginó indómitos compadritos que descubrían la clave del universo, gauchos que temían el castigo de la eternidad, califas que leían el destino en la cara de una moneda china, bibliotecas circulares que descifraban el secreto de la creación.

Pocos son los hombres que han hecho algo por este país y han podido o querido descansar en él. Mariano Moreno, el revolucionario, murió en alta mar; San Martín, el libertador, en Francia; Rosas, el dictador, en Inglaterra; Sarmiento, el civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en París; Gardel, que nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la selva de Bolivia.


Es como si el país y su gente no fueran una misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al desprecio.


En Rebeldes, soñadores y fugitivos
Vía Ignoria
Foto sin atribución vía


3/9/16

Jorge Luis Borges: Cuento







Dijo Chesterton que la novela casi ha nacido con nosotros y bien puede morir con nosotros. Yo creo que más importante que la novela es el cuento y el cuento es tan antiguo como el hombre, y así como en la niñez del hombre están los cuentos, así como a un niño le gusta oír cuentos, así los cuentos que se llamaron mitologías o cosmogonías están al principio de la Humanidad y son más importantes, me parece, que la novela, forma típica de nuestro tiempo y acaso sólo típica de nuestro tiempo y no de todos ellos.
  Koremblit, 1961


  La novela es un género que puede pasar, es indudable que pasará; el cuento no creo que pase (…). Y además los cuentos, aunque dejen de escribirse, seguirán contándose. Y no creo que las novelas puedan seguir contándose.
  Fernández Moreno, 1967


  El cuento es un breve sueño, una corta alucinación.
  Borges & Sábato, 1976







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges junto a niñas de una escuela
Foto periodística década del 60
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel
©borgestodoelanio.blogspot.com

2/9/16

Jorge Luis Borges: A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell






No rendirán de Marte las murallas
a éste, que salmos del Señor inspiran;
desde otra luz (desde otro siglo) miran
los ojos, que miraron las batallas.

La mano está en los hierros de la espada.
Por la verde región anda la guerra;
detrás de la penumbra está Inglaterra,
y el caballo y la gloria y tu jornada.

Capitán, los afanes son engaños,
vano el arnés y vana la porfía
del hombre, cuyo término es un día;

todo ha concluido hace ya muchos años.
El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
estás (como nosotros) condenado.



En El hacedor (1960)
Foto: Jorge Luis Borges en Palermo (Sicilia)
por Ferdinando Scianna (1984) Magnum Photos


1/9/16

Jorge Luis Borges: Juan Muraña








Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.
  Roberto Godel lo recordará.
  Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
  —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
  Me miró con una suerte de santo horror.
  —Me he documentado —le contesté.
  No me dejó seguir y me dijo:
  —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
  Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
  —Soy sobrino de Juan Muraña.
  De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
  —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
  Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
  —«A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
  Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
  La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
  No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
  Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: «He cambiado mucho». Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
  Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: «Le había llegado la hora». El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
  Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
  Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
  —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
  Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
  Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
  —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
  —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
  —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
  Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
  Siguió hablando con suavidad:
  —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
  Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura, y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
  Nunca sabré si le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo».


  Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo o muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.


En El Informe de Brodie (1970)
Retrato de Borges en su biblioteca
Foto Archivo General de la Nación 


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...