10/12/16

Jorge Luis Borges: Edgar Allan Poe










Detrás de  Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder, con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma .
Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso memorable Was it not Fate, that, on this July midnight honra y acaso justifica sus páginas; lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.
Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice , traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon , lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry.
Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes en la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe.
Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.
Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.
Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.


En La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 1949
Y en La Nación, Buenos Aires, 25 de agosto de 1999
Luego en Textos Recobrados 1931-1955 (2007)
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto ©Archivo El Universal México


9/12/16

Jorge Luis Borges: Soneto para un tango en la nochecita







¿Quién se lo dijo todo al tango querenciero
cuya dulzura larga con amor me detuvo
frente a unos balconcitos de destino modesto
de ese barrio con árboles que ni siquiera es tuyo?

Lo cierto es que en su pena vi un corralón austero
que vislumbré hace meses en un vago suburbio
y entre cuyos tapiales hubo todo el poniente.
Lo cierto es que al oírlo te quise más que nunca.

Arrimado a la música me quedé en la vereda
frente a la sola luna, corazón de la calle
y entre el viento larguero que pasó arreando noche.

El infinito tango me llevaba hacia todo.
A las estrellas nuevas. Al azar de ser hombre.
Y a ese claro recuerdo que buscan bien mis ojos.




Publicado originalmente en Caras y Caretas
(Buenos Aires, año 29, N° 1432, 3 de marzo de 1926)
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)


Imagen: Dibujo de Borges por  Norah Borges en 1926 Vía





8/12/16

Jorge Luis Borges: Dualidá en una despedida







Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y deleitosa y monstruosa como un ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda intimidad de los besos.
El tiempo inevitable se desbordaba sobre el abrazo inútil.
Prodigábamos pasión juntamente, no para nosotros sino para la soledad ya inmediata [cercana]*.
Nos rechazó la luz; la noche había llegado con urgencia.
Fuimos hasta la verja en esa gravedad de la sombra que ya el lucero alivia.
Como quien vuelve de un perdido prado yo volví de tu abrazo.
Como quien vuelve de un país de espadas yo volví de tus lágrimas.
Tarde que dura vívida como un sueño entre las otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando noches y singladuras.



*Modificación hecha en 1969 a la versión original de 1925   
[Originalmente publicada como Dualidá de una despedida 
Versión reeditada luego en Textos recobrados 1919-1929 (2007)

Y registrada en Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 2, N° 8, marzo de 1925:

Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y gustadora y monstruosa cual un Ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda y triste intimidad de los besos.
Nos adunó la perfección del sufrir.
El tiempo inevitable se divulgaba sobre el inútil tajamar del abrazo.
Prodigábamos pasión juntamente, no a nosotros tal vez sino a la venidera soledad.
Yo iba saqueando el porvenir en tus labios aún no amados de amor.
Nos rechazó la luz: la noche vino con urgencia de grito.
Solicitamos juntos la verja en esa dura gravedad de la sombra que ya el lucero alivia.
Como quien vuelve de una pradería yo volví de tu abrazo.
Como quien sale de un país de espadas volví de tu sollozado querer.
Tarde que se alza como sueño notorio entre la errante soñación de otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando noches y singladuras.
A semejanza del candelabro judío que por gradual encendimiento se ilustra,
en luminarias de sucesiva esperanza te anhela mi amor de todas las horas.]

En Luna de enfrente (1925) 
Foto ©Pedro Raota, Borges en el cementerio de la Recoleta


7/12/16

Jorge Luis Borges: El incesto







César informa que, antes de cruzar el Rubicón y marchar sobre Roma, soñó que cohabitaba con su madre. Como es sabido, los desaforados senadores que terminaron con César a golpes de puñal, no lograron impedir lo que estaba dispuesto por los dioses. Porque la Ciudad quedó preñada del Amo («hijo de Rómulo y descendiente de Afrodita»), y el prodigioso retoño pronto fue el Imperio Romano.

Rodericus Bartius, Los que son números y los que no lo son (1964)


En Libro de sueños (1975)
Foto: Homero Aridjis with Jorge Luis Borges in 1981 Vía


6/12/16

Jorge Luis Borges: Glosa a "Arrabal" por Héctor Basaldúa






¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevió William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos. "El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos —incluso a los verbales. 
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas. 
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.

1954, Buenos Aires


En Textos Recobrados 1931-1955 (1997)
Cover de la primera publicación:
En Arrabal, por Héctor Basaldúa, con Glosa de Jorge Luis Borges 
Ediciones Galería Bonino, Buenos Aires, 1954


5/12/16

Jorge Luis Borges: La Recoleta








Aquí es pundorosa la muerte
aquí es la recatada muerte porteña,
la consanguínea de la duradera luz venturosa
del atrio del Socorro
y de la ceniza minuciosa de los braseros
y del fino dulce de leche de los cumpleaños
y de las hondas dinastías de los patios.
Se acuerdan bien con ella
esas viejas dulzuras y también los viejos rigores.

Tu frente es el pórtico valeroso
y la generosidad de ciego del árbol
y la dicción de pájaros que aluden, sin saberla, a la muerte
y el redoble, endiosador de pechos, de los tambores
en los entierros militares;
tu espalda, los tácitos convetillos del norte
y el paredón de las ejecuciones de Rosas.

Crece en disolución bajo los sufragios de mármol
la nación irrepresentable de los muertos
que se deshumanizaron en tu tiniebla
desde que María de los Dolores Maciel, niña del Uruguay
—simiente de tu jardín para el cielo—
se durmió, tan poca cosa, en tu descampado.
Pero yo quiero demorarme en el pensamiento
de las livianas flores que son tu comentario piadoso
—suelo amarillo bajo las acacias de tu costado,
flores izadas a conmemoración en tus mausoleos—
y en el porqué de su vivir gracioso y dormido
junto a las atroces* reliquias de los que amamos.
Dije el enigma y diré también su palabra:
siempre las flores vigilaron la muerte,
porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
que su existir dormido y gracioso
es el que mejor puede acompañar a los que murieron
sin ofenderlos con soberbia de vida,
sin ser más vida que ellos.



* terribles en algunas ediciones

En Cuaderno San Martín (1929)
(Muertes de Buenos Aires, II)
Imagen: Cementerio de la Recoleta
Foto Patricia Damiano - Visto en Baires



4/12/16

Jorge Luis Borges: El Sur






Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de sombra haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
esas cosas, acaso, son el poema.


En Fervor de Buenos Aires (1923)
Borges en su biblioteca, Foto ©BBC Mundo

3/12/16

Jorge Luis Borges: La Chacarita







Porque la entraña del cementerio del sur
fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,
a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste,
detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
Allí no había más que el mundo
y las costumbres de las estrellas sobre unas chacras,
y el tren salía de un galón en Bermejo
con los olvidos de la muerte:
muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
muertas de carne desalmada y sin magia.
Trapacerías de la muerte —sucia como el nacimiento del hombre—
siguen multiplicando tu subsuelo y así reclutas
tu conventillo de ánimas, tu montonera clandestina de huesos
que caen al fondo de tu noche enterrada
lo mismo que a la hondura del mar.
Una dura vegetación de sobras en pena
hace fuerza contra tus paredones interminables
cuyo sentido es la perdición,
y convencidas de mortalidad las orillas
apuran su caliente vida a tus pies
en calles traspasadas por una llamarada baja de barro
o se aturden con desgano de bandoneones
o con balidos de cornetas sonsas de carnaval.
(El fallo de destino más para siempre,
que dura en mí lo escuché esa noche en tu noche
cuando la guitarra bajo la mano del orillero
dijo lo mismo que las palabras, y ellas decían:
La muerte es vida vivida
la vida es muerte que viene;
la vida no es otra cosa
que muerte que anda luciendo.)
Mono del cementerio, la Quema
gesticula advenediza muerte a tus pies.
Gastamos y enfermamos la realidad: 210 carros
infaman las mañanas, llevando
a esa necrópolis de humo
las cotidianas cosas que hemos contagiado de muerte.
Cúpulas estrafalarias de madera y cruces en alto
se mueven —piezas negras de un ajedrez final— por tus calles
y su achacosa majestad va encubriendo
las vergüenzas de nuestras muertes.
En tu disciplinado recinto
la muerte es incolora, hueca, numérica;
se disminuye a fechas y a nombres,
muertes de la palabra.
Chacarita:
desaguadero de esa patria de Buenos Aires, cuesta final,
barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
y porque la plenitud de una sola rosa es más que tus mármoles.


En Cuaderno San Martín (1929)
(Muertes de Buenos Aires, I)
Imagen: Cementerio de la Chacarita

Foto Patricia Damiano - Visto en Baires



2/12/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [IV de IV]






Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges

El padre de Borges

Creo que fue en el año de la publicación de El Hacedor, en 1960, cuando Borges me habló de su padre, por primera vez y largamente. No recuerdo la fecha precisa (pudo ser antes o después de la salida del libro), ni las circunstancias, aunque debió ocurrir una mañana de los días en que estudiábamos inglés antiguo, quizás en la Biblioteca Nacional, quizás en una calle del barrio sur, andando y conversando en dirección al norte, donde estaba su casa. Pero recuerdo bien mi desconcierto.

En aquel entonces, Borges hablaba tan poco de su pasado que uno podía imaginar que no lo había tenido. A una edad —sesenta años— cuando la infancia y la juventud toman la lejanía de un país extranjero y surge el gusto compulsivo de contar a los otros, a la gente que no estuvo ahí, cómo era ese país, él lo excluía de la conversación urbanamente, a la manera en que una persona respetuosa del aburrimiento del prójimo se niega a hablar del clima o de sus problemas de salud. De hecho, lo reservaba para tamizarlo en la escritura, eligiendo y puliendo los trozos más brillantes del material un tanto burdo que es nuestra propia historia, hasta encontrarle un único sentido, el literario, y un lugar en los libros.

Ancestros militares como el coronel Francisco Borges, intelectuales como Francisco Narciso de Laprida, presente del Congreso de Tucumán que declaró la Independencia en 1816, crónicas de frontera, personajes de mala vida del barrio de Palermo, poetas, ciudades, amores entrevistos o fracasados, no se deslizaban del anecdotario más común, el que detalla y rememora hablando. Pero en la discreción de Borges se abría un camino: el de los relatos y poemas que finalmente, minuciosamente, escribiría, sin dejar una página de ese pasado en blanco. Que Borges se extendiera en hablar de su padre era un hecho inusual; que subrayara cuánto le debía en términos de conocimiento y de lecturas, de apoyo para cumplir su "destino literario", me sorprendió comprensiblemente. 

Como todo el mundo, yo suponía que había sido la madre, Leonor Acevedo de Borges, quien había encauzado el talento del escritor en formación. ¿Acaso ahora, cuando la ceguera del hijo creía parejamente con la fama, no seguía vigilando la marcha de su obra, leyendo para él, tomando dictado, acompañándolo en las conferencias y los viajes? El mismo Borges declaraba en reportajes: "Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria".

La introducción de la memoria del padre en un diálogo sobre espadas sajonas y poesía medieval no fue abrupta ni producto de un repentino golpe de nostalgia. Cortésmente, borgeanamente, los recuerdos se presentaron con un libro que me había traído, un pequeño volumen en inglés sobre las batallas más importantes para la historia de Occidente. Entre las dieciséis (el título, algo escolar, era Sixteen decisive battles) estaban las de Salamina y Maratón.

“Mi padre”, dijo, “me explicaba esas batallas sobre la mesa, con migas de pan. Ésta, decía, era la posición de los persas, ésta la de los griegos. Durante mucho tiempo yo seguí pensando en ejércitos y en barcos, en héroes y en batallas, como migas de pan”.

La escena de las batallas ilustradas con migas de pan despertó mi curiosidad. Revelaba a un hombre inteligente tomándose su tiempo para interesar a un niño inteligente en un tema fuera de lo común y de su edad. Pero además contradecía la versión oficial de un Borges educándose sólo o bajo la mirada atenta de su madre. Ciertamente, de un modo muy sutil, cuando Borges se refería a sus primeras lecturas, daba la imagen de un precoz autodidacta, que descubre sin otra guía que su voracidad el mundo inagotable de los libros.

Una huella del estilo elusivo con que borraba de las revelaciones literarias otra presencia que no fuera la suya quedó en unas líneas de la Autobiografía, dictada a Norman Thomas di Giovanni.

“Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. Creo no haber salido nunca de esa biblioteca.” El hecho capital que señalaba era la biblioteca, no su padre.

Cuando en otra página enumera las lecturas favoritas del padre, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, William James), libros sobre Oriente (Lane, Burton y Payne) usa un tono de afectuosa distancia, omitiendo la transferencia de esas lecturas a las suyas y la marca imborrable que dejaron en su visión del mundo. Sólo hay un momento en que Jorge Guillermo Borges se ve nítidamente en primer plano: “Fue él quien me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre”.

La memoria siempre es más sabia que la voluntad de recordar. En 1960, Borges podía mirar su pasado literario desde la altura de una obra y El Hacedor tiene algo de conciencia del camino hecho y la melancólica incredulidad. En los últimos versos de “La lluvia”, uno de los poemas del libro, se filtra una inesperada evocación del padre:

... La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Si estos versos emocionan es porque en ellos hay una verdad. Alguien querido muere y uno descubre que el tiempo borra aquello que parecía grabado para siempre: los rasgos de una cara vista todos los días, las singularidades de un cuerpo. Nada más frágil de retener en la memoria que la voz humana, aire en el aire. Y sin embargo, cuando se ha olvidado casi todo del muerto, el recuerdo de su voz perdura, inconfundible, extrañamente vivo.

Otra verdad, no menos importante, es el deseo de esa voz. Para que una voz vuelva del pasado y se haga oír en un poema que ni siquiera la titula, debió escucharse con atención, ser una compañía amiga, mucho más que una nota de música de la infancia. Injustamente, el dueño de esa voz quedó en la historia de la obra de Borges como una sombra silenciosa.

Los datos biográficos cuentan que Jorge Guillermo Borges (1874-1938) era entrerriano, hijo del coronel Francisco Borges y de Frances Ann Haslam. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, se recibió de abogado, fue profesor de psicología en el Lenguas Vivas, heredó de su abuelo Haslam la progresiva ceguera que en 1914 lo obligó a jubilarse. Publicó una novela, El caudillo y algunos poemas, tradujo a Omar Jayyam de la versión inglesa de Fitzgerald. Tuvo dos hijos con Leonor Acevedo: Norah, que se dedicaría a la pintura, y Jorge Luis, de quien esperaba que cumpliría el destino literario que las circunstancias le negaron a él.

Vista desde la sequedad de los datos, la del padre de Borges sugiere una vida mediocre con un toque patético: el escritor fracasado que da un genio de la literatura. Vista desde los adjetivos que se le aplicaron, su personalidad aparece todavía más deslucida. Un hombre inteligente, bueno y tan modesto que quería ser invisible. ¿Cómo podría ese hombre borroso influir en la marcha de la importante obra de su hijo?

La supuesta paradoja se desvanece al examinar los pormenores y matices que la escueta biografía de Jorge Guillermo Borges pasa por alto. Ya el matrimonio de sus padres tiene algo de novelesco.

El coronel Francisco Borges, comandante de las fronteras norte y oeste de la provincia de Buenos Aires, se enamora de una inglesa, Fanny Haslam, nacida en Staffordshire, Nortumbia. Jorge Guillermo nace unos meses después de la muerte del coronel Borges en la batalla de La Verde. La madre, que habla pobremente español, no sólo le transmite su idioma sino su experiencia de la vida de frontera y, más importante para él que los relatos del desierto, una tradición familiar literaria. Edward Young Haslam, el abuelo, doctorado en filosofía en la universidad de Heidelberg, director de un diario inglés, el Southern Cross; la hermana de su madre, Caroline, educada en Inglaterra, profesora de literatura. Del lado paterno, Juan Crisóstomo Lafinur, uno de los primeros poetas argentinos.

Jorge Guillermo no se destaca como alumno en el Colegio Nacional de Buenos Aires pero su curiosidad intelectual no es inferior a la de su compañero de estudios, Macedonio Fernández, que se convierte en su mejor amigo. Juntos cursan el secundario, juntos ingresan en la Facultad de Leyes y reciben el título de abogado el mismo año. La amistad y las conversaciones sobre filosofía y literatura duran toda la vida. Su timidez, tan recordada, no le impidió dialogar interminablemente con un hombre cuya inteligencia encandilaba a quien lo conocía.

Fue abogado con resignación y disgusto. En la única novela que escribió, dice de la abogacía: “Protege los intereses mezquinos de la sociedad, su afán de lucro, las pequeñas preocupaciones de familia, nacionalidad, Estado…” De la escuela, sostiene que “es nefasta cuando la sociedad es lo que es, mezcla de cuartel y de fábrica, explotación de los más por los menos, clases y casetas y deificación del éxito”.

Ese hombre tímido lleva a la práctica sus ideas de librepensador, de anarquista individualista. Educa a sus hijos en casa y no en la lengua imperante en la cultura de esa época, el francés. Les impone el inglés, un idioma tan de minorías entonces que el hijo afirmará, exagerando un poco, “que aprender inglés era tan raro como hoy aprender sueco”.

En casa de los Borges se habla en inglés, se lee y se recita poesía inglesa. El desafío de Jorge Guillermo Borges a las convenciones de su tiempo va todavía más lejos. No someterá a sus hijos al yugo de una carrera universitaria. Pueden formarse solos con el mejor de los medios, el libro, para el mejor de los mundos, el del pensamiento y el arte. El resto es simplemente vida. Jorge Luis, de seis años, acompaña al padre en las sesiones de lectura en la Biblioteca Nacional de la calle México. La madre lleva a los chicos al Zoológico.

El énfasis que ponen los testigos sobre la modestia y la timidez de Jorge Guillermo Borges sugiere a un hombre recluido en sí mismo y con una vocación de escritor que se manifiesta avergonzada, como un secreto de familia. Por el contrario, esa vocación era abierta y gregaria.

Todos los domingos había reunión de amigos en la casa de Palermo. Los amigos del padre de Borges eran, entre otros, Evaristo Carriego, Macedonio Fernández, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Alfredo Palacios y el primo Álvaro Melián Lafinur, que trabajaba en la revista Nosotros, donde Jorge Guillermo Borges publicaba sus poemas. Se hablaba de filosofía, de literatura y de política. Como correspondía a sus ideas sobre la educación, los hijos estaban presentes.

No es extraño que el cuento de Oscar Wilde, “El príncipe feliz”, traducido por Jorge Luis Borges a los nueve años, apareciera en el diario El País, donde colaboraba su tío Melián Lafinur, ni extraño que se pensara que era una traducción de Jorge Borges padre. Libros, revistas, artículos, tendencias, crítica, poesía, eran comentados y discutidos en la inolvidable biblioteca de la que el hijo no hubiera querido salir nunca y familiarizaron al niño con un mundo –el literario– del que nunca salió.

Que Jorge Guillermo Borges le asignara a un chico que no había cumplido diez años la pesada carga de un sueño irrealizable para él, es una leyenda interesante pero falaz. Durante la infancia de Borges, el padre estaba muy seguro de llevar a cabo sus proyectos literarios y ni siquiera la pérdida de la vista le impidió escribir una novela, ayudado por su mujer, que le leía y a quien le dictaba.

Fue con el propósito de dedicarse exclusivamente a esa novela que después de la estadía en Ginebra (Borges iba a cumplir veinte años) llevó a su familia a España y eligió Mallorca como residencia, porque le habían recomendado la tranquilidad del lugar. Un hecho fuera de lo común y de la brecha generacional es que padre e hijo compartían la misma pasión por la literatura. Jorge Guillermo Borges, novelista, aceptaba las sugerencias de Jorge Luis Borges, poeta barroco, fervoroso ultraísta. El padre escuchaba al hijo, el hijo escuchaba al padre y años después repetiría muchos de sus consejos sobre el oficio de escribir.


Me pregunto si Borges, en 1960, cuando por primera vez me habló del padre, no había empezado a hacer la cuenta de su herencia. Una herencia de lecturas, de amistades, de protección y estímulos; un rico legado de temas en rasgos de identidad, en la ascendencia literaria, en el amor de la lengua inglesa, de historia y de filosofía. Quizá ya adivinaba que la brillante influencia paternal en su iniciación a la literatura sería oscurecida por la cálida imagen de la madre, viva y presente en esta nueva etapa. Quizá, porque la conversación era para Borges el filtro de interminables borradores, se proponía corregir la invisibilidad que su padre había deseado. Pero sólo un eco de esas páginas no escritas se oye en la Autobiografía y en reportajes, y el poema "A mi padre" de 1976, suena pomposo y artificial, como plagiado de otros versos suyos.


La voz evocada en "La lluvia" debió parecerle suficiente. En términos de poesía, no se equivocó.




En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Jorge Guillermo Borges en 1912 (s.d)



1/12/16

Jorge Luis Borges: La creación y P. H. Gosse







«The man without a Navel yet lives in me» (El hombre sin ombligo perdura en mí), curiosamente escribe sir Thomas Browne (Religio medici, 1642) para significar que fue concebido en pecado, por descender de Adán. En el primer capítulo del Ulises, Joyce evoca asimismo el vientre inmaculado y tirante de la mujer sin madre: «Heva, naked Eve. She had no navel». El tema (ya lo sé) corre el albur de parecer grotesco y baladí, pero el zoólogo Philip Henry Gosse lo ha vinculado al problema central de la metafísica: el problema del tiempo. Esa vinculación es de 1857; ochenta años de olvido equivalen tal vez a la novedad.
Dos lugares de la Escritura (Romanos, 5; 1 Corintios, 15) contraponen el primer hombre Adán en el que mueren todos los hombres, al postrer Adán, que es Jesús.[9] Esa contraposición, para no ser una mera blasfemia, presupone cierta enigmática paridad, que se traduce en mitos y en simetría. La Áurea leyenda dice que la madera de la Cruz procede de aquel Árbol prohibido que está en el Paraíso; los teólogos, que Adán fue creado por el Padre y el Hijo a la precisa edad en que murió el Hijo: a los treinta y tres años. Esta insensata precisión tiene que haber influido en la cosmogonía de Gosse.
Éste la divulgó en el libro Omphalos (Londres, 1857), cuyo subtítulo es Tentativa de desatar el nudo geológico. En vano he interrogado las bibliotecas en busca de ese libro; para redactar esta nota, me serviré de los resúmenes de Edmund Gosse (Father and Son, 1907), y de H. G. Wells (All Aboard for Ararat, 1940). Introduce ilustraciones que no figuran en esas breves páginas, pero que juzgo compatibles con el pensamiento de Gosse.
En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un solo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera. (También razona —¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!— que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica.) En esa moderada versión de cierta fantasía de Laplace —éste había imaginado que el estado presente del universo es, en teoría, reductible a una fórmula, de la que Alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado—. Mill no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divina —la consummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el planeta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.
En 1857, una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atribuía seis días —seis días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso— a la creación divina del mundo; los paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los hombres en ciencia alguna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo para desarrollar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con los fósiles, a sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la plegaria, propuso una respuesta asombrosa.
Mill imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, infinito, que ha sido interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El estado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurrido, porque el mundo fue creado en f o en h . El primer instante del tiempo coincide con el instante de la Creación, como dicta san Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan treinta y tres años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras causas, que regresivamente se multiplican[10]; de todas hay vestigios concretos, pero sólo han existido realmente las que son posteriores a la Creación. Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Luján, pero no hubo jamás gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia.
Ambas la rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geólogos; Charles Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas «una superflua y vasta mentira». En vano expuso Gosse la base metafísica de la tesis: lo inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro ulterior, y así hasta lo infinito. No sé si conoció la antigua sentencia que figura en las páginas iniciales de la antología talmúdica de Rafael Cansinos Assens: «No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya precedido».
Dos virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand Russell la ha actualizado. En el capítulo IX del libro The Analysis of Mind (Londres, 1921) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Buenos Aires, 1941
POSDATA: En 1802, Chateaubriand (Génie du christianisme, I, 4, 5) formuló, partiendo de razones estéticas, una tesis idéntica a la de Gosse. Denunció lo insípido, e irrisorio, de un primer día de la Creación, poblado de pichones, de larvas, de cachorros y de semillas. «Sans une vieillesse originaire, la nature dans son innocence eût été moins belle qu'elle ne l'est aujourd'hui dans sa corruption», escribió.



Notas

[9] En la poesía devota, esa conjunción es común. Quizá el ejemplo más intenso esté en la penúltima estrofa del «Hymn to God, my God, in my Sickness» (March 23, 1630), que compuso John Donne:

We think that Paradise and Calvary,
Christ's Cross, and Adam's tree, Look Lord,
and find both Adams met in me;
As the first Adam's sweat surrounds my face,
May the last Adam's blood my soul embrace. 

[10] Cf. Spencer: Facts and Comments, págs. 148-151, 1902. 


Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000

Photographic portrait (1857) of  British naturalist Philip Henry Gosse (1810–1888) 
and his son Edmund Gosse (1849–1928)
Unknown photographer - Frontispiece of "Father and Son" by Edmund Gosse, 1907

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