19/4/17

Jorge Luis Borges: Utopía de un hombre que está cansado [Prólogo]








He sospechado alguna vez que las obras completas son un error de origen comercial o profesoral. Un hombre tiene derecho a que lo juzguen por su más clara página, no por las distracciones de su pluma o por cartas casuales. Yo querría ser juzgado por los nueve textos que siguen o por el eco de esos textos en la memoria.
El muerto puede ser una alegoría, sin que yo lo supiera. A todos nos dan todo y nos quitan todo. De mis cuentos, Ulrica es el que prefiero, quizás porque es el menos borgeano. Ni laberintos, ni armas blancas, ni tigres.
El episodio que relata La espera ocurrió en Rosario. El protagonista era turco: lo hice italiano, porque mis lectores no ignoran que sé poco o nada de turcos. La muralla y los libros atestigua esta veneración de un imperio que me fue revelado por tantos signos, por el Unicornio y Confucio, por la mariposa de un sueño y por los ideogramas grabados en una alta campana de bronce. De La intrusa debo decir que no soy los hermanos Nilsen y que condeno el crimen que ejecutaron. Dedico El Golem a la querida memoria de la baronesa de Stummer, que me llevó al libro de Meyrink y con la que traduje, en tardes que no olvidaré, el Somnium Scipionis de Cicerón. Los Fragmentos de un evangelio apócrifo bien pueden ser el texto que me justifique ante Dios, si es que hay un Dios, como lo demostró san Anselmo. La luna afirma una verdad, con algún exceso retórico: no hay un instante que no lleve la carga de pasado infinito. La Utopía de un hombre que está cansado no requiere mayores aclaraciones: yo soy ese hombre. 
Toda mi gratitud a los generosos conspiradores que han urdido este libro, los señores Eduardo Mayer y César Palui, y a Roberto Alifano, mi amigo y colaborador de tantas páginas.
Buenos Aires, 11 de noviembre de 1985








En Utopía de un hombre que está cansado, Ed. Andrés Bello, Sgo. de Chile, 1988

Primera publicación en El País, Madrid, 25 de junio de 1986


El diario El País publicó este prólogo a pocos días de la muerte de Jorge Luis Borges y antes de que se editara la antología a la que estaba destinado. El artículo adjunto al texto se tituló Un escrito de Borges presenta sus obras completas, aunque de su lectura surge con claridad que se trataba del prólogo a una antología de nueve textos: "Madrid, 25 de junio de 1986. La agencia Efe difundió ayer a todos los medios de comunicación lo que posiblemente sea la última pieza literaria de Jorge Luis Borges. Se trata de un prólogo para sus obras completas que escribió en noviembre de 1985 y que se reproduce en esta misma página. Dicho texto fue dictado por el escritor argentino -recientemente fallecido en Ginebra- a su secretario particular, Roberto Alifano. Es una corta y entrañable presentación de nueve textos del autor de El Aleph. El muerto, Ulrica, La espera, La muralla y los libros, La intrusa, El Golem, Fragmentos de un evangelio apócrifo, La luna y Utopía de un hombre que está cansado son los nueve textos que prologó Jorge Luis Borges en noviembre del pasado año. Roberto Alifano, el secretario particular del escritor argentino, cedió a la agencia Efe la exclusiva de la difusión mundial de este corto texto de Borges. Jorge Luis Borges falleció el pasado sábado 14 de junio en Ginebra, ciudad a la que se había trasladado a finales de diciembre del pasado año. Un cáncer de hígado segó la vida del escritor argentino, que contaba 86 años de edad y una de las obras más importantes del siglo XX en lengua española. Sus poemas y sus cuentos lo convirtieron en una figura esencial del siglo. La enfermedad llevó a Jorge Luis Borges hasta la ciudad suiza de Ginebra, en la que vivió voluntariamente aislado los últimos seis meses, sólo acompañado de su esposa, María Kodama, con la que contrajo matrimonio el pasado mes de abril. El prólogo que hoy se da a conocer fue dictado por Borges en Buenos Aires, y es muy posible que no hubiera escrito nada más desde entonces" [Nota de Florencia Giani]

En imagen, portada e índice del libro



18/4/17

Jorge Luis Borges: El tiempo y J. W. Dunne






En el número 63 de Sur (diciembre de 1939) publiqué una prehistoria, una primera historia rudimental, de la regresión infinita. No todas las omisiones de ese bosquejo eran involuntarias: deliberadamente excluí la mención de J. W. Dunne, que ha derivado del interminable regressus una doctrina suficientemente asombrosa del sujeto y del tiempo. La discusión (la mera exposición) de su tesis hubiera rebasado los límites de esa nota. Su complejidad requería un artículo independiente: que ahora ensayaré. A su escritura me estimula el examen del último libro de Dunne —Nothing Dies (Faber and Faber, 1940)— que repite o resume los argumentos de los tres anteriores.
El argumento único, mejor dicho. Su mecanismo nada tiene de nuevo; lo casi escandaloso, lo insólito, son las inferencias del autor. Antes de comentarlas, anoto unos previos avatares de las premisas.
El séptimo de los muchos sistemas filosóficos de la India que Paul Deussen registra[5], niega que el yo pueda ser objeto inmediato del conocimiento, «porque si fuera conocible nuestra alma, se requeriría un alma segunda para conocer la primera y una tercera para conocer la segunda». Los hindúes no tienen sentido histórico (es decir: perversamente prefieren el examen de las ideas al de los nombres y las fechas de los filósofos) pero nos consta que esa negación radical de la introspección cuenta unos ocho siglos. Hacia 1843, Schopenhauer la redescubre. «El sujeto conocedor», repite, «no es conocido como tal, porque sería objeto de conocimiento de otro sujeto conocedor» (Welt als Wille und Vorstellung, tomo segundo, capítulo diecinueve). Herbart jugó también con esa multiplicación ontológica. Antes de cumplir los veinte años había razonado que el Yo es inevitablemente infinito, pues el hecho de saberse a sí mismo, postula un otro yo que se sabe también a sí mismo, y ese yo postula a su vez otro yo (Deussen: Die neuere Philosophie, 1920, pág. 367). Exornado de anécdotas, de parábolas, de buenas ironías y de diagramas, ese argumento es el que informa los tratados de Dunne.
Éste (An Experimment with Time, capítulo XXII) razona que un sujeto consciente no sólo es consciente de lo que observa, sino de un sujeto A que observa y, por lo tanto, de otro sujeto B que es consciente de A y, por lo tanto, de otro sujeto C consciente de B… No sin misterio agrega que esos innumerables sujetos íntimos no caben en las tres dimensiones del espacio pero sí en las no menos innumerables dimensiones del tiempo. Antes de aclarar esa aclaración, invito a mi lector a que repensemos lo que dice este párrafo.
Huxley, buen heredero de los nominalistas británicos, mantiene que sólo hay una diferencia verbal entre el hecho de percibir un dolor y el hecho de saber que uno lo percibe, y se burla de los metafísicos puros, que distinguen en toda sensación «un sujeto sensible, un objeto sensígeno y ese personaje imperioso: el Yo» (Essays, tomo sexto, página 87). Gustav Spiller (The Mind of Man, 1902) admite que la conciencia del dolor y el dolor son dos hechos distintos, pero los considera tan comprensibles como la simultánea percepción de una voz y de un rostro. Su opinión me parece válida. En cuanto a la conciencia de la conciencia, que invoca Dunne para instalar en cada individuo una vertiginosa y nebulosa jerarquía de sujetos, prefiero sospechar que se trata de estados sucesivos (o imaginarios) del sujeto inicial. «Si el espíritu —ha dicho Leibniz— tuviera que repensar lo pensado, bastaría percibir un sentimiento para pensar en él y para pensar luego en el pensamiento y luego en el pensamiento del pensamiento, y así hasta lo infinito» (Nouveaux essais sur l'entendement humain, libro segundo, capítulo primero).
El procedimiento creado por Dunne para la obtención inmediata de un número infinito de tiempos es menos convincente y más ingenioso. Como Juan de Mena en su Labyrintho[6], como Uspenski en el Tertium Organum, postula que ya existe el porvenir, con sus vicisitudes y pormenores. Hacia el porvenir preexistente (o desde el porvenir preexistente, como Bradley prefiere) fluye el río absoluto del tiempo cósmico, o los ríos mortales de nuestras vidas. Esa traslación, ese fluir, exige como todos los movimientos un tiempo determinado; tendremos pues, un tiempo segundo para que se traslade el primero; un tercero para que se traslade el segundo, y así hasta lo infinito…[7] Tal es la máquina propuesta por Dunne. En esos tiempos hipotéticos o ilusorios tienen interminable habitación los sujetos imperceptibles que multiplica el otro regressus.
No sé qué opinará mi lector. No pretendo saber qué cosa es el tiempo (ni siquiera si es una «cosa») pero adivino que el curso del tiempo y el tiempo son un solo misterio y no dos. Dunne, lo sospecho, comete un error parecido al de los distraídos poetas que hablan (digamos) de la luna que muestra su rojo disco, sustituyendo así a una indivisa imagen visual un sujeto, un verbo y un complemento, que no es otro que el mismo sujeto, ligeramente enmascarado… Dunne es una víctima ilustre de esa mala costumbre intelectual que Bergson denunció: concebir el tiempo como una cuarta dimensión del espacio. Postula que ya existe el porvenir y que debemos trasladarnos a él, pero ese postulado basta para convertirlo en espacio y para requerir un tiempo segundo (que también es concebido en forma espacial, en forma de línea o de río) y después un tercero y un millonésimo. Ninguno de los cuatro libros de Dunne deja de proponer infinitas dimensiones de tiempo[8], pero esas dimensiones son espaciales. El tiempo verdadero, para Dunne, es el inalcanzable término último de una serie infinita.
¿Qué razones hay para postular que ya existe el futuro? Dunne suministra dos: una, los sueños premonitorios; otra, la relativa simplicidad que otorga esa hipótesis a los inextricables diagramas que son típicos de su estilo. También quiere eludir los problemas de una creación continua…
Los teólogos definen la eternidad como la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo y la declaran uno de los atributos divinos. Dunne, asombrosamente, supone que ya es nuestra la eternidad y que los sueños de cada noche lo corroboran. En ellos, según él, confluyen el pasado inmediato y el inmediato porvenir. En la vigilia recorremos a uniforme velocidad el tiempo sucesivo, en el sueño abarcamos una zona que puede ser vastísima. Soñar es coordinar los vistazos de esa contemplación y urdir con ellos una historia, o una serie de historias. Vemos la imagen de una esfinge y la de una botica e inventamos que una botica se convierte en esfinge. Al hombre que mañana conoceremos le ponemos la boca de una cara que nos miró antenoche… (Ya Schopenhauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir; hojearlas, soñar).
Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros.
Ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el autor resulta baladí.


Notas

[5] Nachvedische Philosophie der Inder, 318


[6] En este poema del siglo XV hay una visión de «muy grandes tres ruedas»: la primera, inmóvil, es el pasado; la segunda, giratoria, el presente; la tercera, inmóvil, el porvenir. 


[7] Medio siglo antes de que la propusiera Dunne, «la absurda conjetura de un segundo tiempo, en el que fluye, rápida o lentamente, el primero», fue descubierta y rechazada por Schopenhauer, en una nota manuscrita agregada a su Welt als Wille und Vorstellung. La registra la pág. 829 del segundo volumen de la edición histórico-crítica de Otto Weiss. 


[8] La frase es reveladora. En el capítulo XXI del libro An Experiment with Time, habla de un tiempo que es perpendicular a otro.


Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000

Foto: John William Dunne en 1910
Imagen al pie: J.W Dunne – Drawings
Tom Cox MA Social Sculpture – Research Drawings Writing

17/4/17

Jorge Luis Borges: Releyendo a Sarmiento







Cuando apareció en Santiago de Chile, hacia 1850, la primera edición de Recuerdos de provincia, Domingo Faustino Sarmiento contaba 39 años. En ese libro historiaba su vida, historiaba las vidas de los hombres que habían gravitado en su destino y en el de su país, historiaba sucesos inmediatos de repercusión dolorosa. El decurso del tiempo modifica los textos; Recuerdos de provincia, releído y revisado ahora, no es ciertamente el libro que yo recorrí hace ya más de 60 años. El mundo, por esa época, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia. Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y acaso exagerable épicamente) la dura vida de los troperos; a mis amigos y a mí nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con tenacidad, con tenacidad literaria, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan pacífico nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" que nos evocaba la Edda Mayor, y que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de provincia era entonces el documento de un pasado irrecuperable y, por consiguiente, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos algún día. El tiempo se encargó de demostrarnos lo contrario, pero no es mi intención referirme a sucesos de reciente data. Sin embargo, el examen de Recuerdos de provincia demuestra que la crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría de nuestra historia. El mayor mal fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio entre hermanos, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. En ese libro, Sarmiento -negador del pobre pasado y del ensangrentado presente- se nos aparece como el paradójico apóstol del porvenir. Ejecuta, por primera vez, la proeza de observar históricamente la realidad, de simplificar e intuir el ahora como si ya fuera el ayer. Su destino personal lo ve en función de América; en alguna ocasión explícitamente lo afirma: "En mi vida, tan destituida, tan contrariada y, sin embargo, tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sur agitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar sus alas y lacerándose a cada tentativa contra los hierros de la jaula". Esa visión ecuménica no empaña su visión de los individuos. Entre las muchas imborrables imágenes que ha legado a la memoria de los argentinos está la de Facundo, la de Fermín Mallea, la de su madre, las de tantos contemporáneos; la suya propia, que no ha muerto y que aún es combatida. A su prosa tampoco le falta la sorprendente ironía. Cuando se defiende que a Rosas lo llaman Héroe del Desierto, Sarmiento observa: "Porque ha sabido despoblar a su patria". Fatalmente propendemos a ver en el pasado una rígida publicación de meras estatuas. Sarmiento nos descubre los hombres que ahora son bronce o mármol.
En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales, el gran universal. Sobre las pobres tierras despedazada quiere fundar la patria. Sabe que la revolución, a trueque de emancipar todo el continente y lograr victorias argentinas en Perú y en Chile, abandonó, siquiera transitoriamente, el país a las fuerzas de la ambición personal y de la rutina. Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental sin exclusión, y así fundar una patria.
Paradójicamente, Sarmiento ha sido motejado de bárbaro. Ocurre que quienes no quieren compartir su aversión por el gaucho afirman que él también era un gaucho, equiparado de algún modo al ímpetu bravío del uno en las disciplinas rurales con el ímpetu bravío del otro en la conquista de la cultura. La acusación, como se ve, no pasa de una mera analogía, sin otra justificación que la circunstancia de que el estado del país era rudimentario y a todos salpicaba de violencia. Paul Groussac, que no lo quería, en una improvisación necrológica, hecha casi exclusivamente de hipérboles, exagera la rudeza de Sarmiento; lo llama "el formidable montonero de la batalla intelectual", y pondera "sus cargas de caballería contra la ignorancia criolla".
Desde su destierro chileno, Sarmiento pudo ver el otro rostro del país. Es lícito conjeturar que el hecho de haberlo recorrido poco, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro rural, favoreciera la adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a través de la hoy olvidada Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través de su amor a esta tierra y del odio justificado, Sarmiento vio un territorio poblado, vio la contemporánea miseria y la venidera grandeza. Su vida y su prosa justifican ese propósito. Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento.
Who touches this book, touches a man, pudo haber escrito Sarmiento en el término de sus Recuerdos de provincia. Creo que nadie puede leer ese libro sin profesar por el valeroso hombre que lo escribió un sentimiento que rebasa la admiración. Acaso Sarmiento, para la generación de argentinos de nuestros días, es el hombre creado por este libro.





En El País, Madrid, 2 de diciembre de 1985, p. 11
Y en El Mercurio, Santiago de Chile, 9 de febrero de 1986, p. E1
Registrada en hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de Chile
Retrato de Borges por Mario Muchnik, Biblioteca Nacional Argentina, Buenos Aires, 1971

16/4/17

Fernando Sorrentino: ¿Huevo de cristal o ramito de romero? El Aleph antes del Aleph*








En “El Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo 
del cuento “The Crystal Egg” (1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949)


1. En el otoño sudamericano del año 2011


En el otoño sudamericano del año 2011 comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de, digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I, 4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que apareció en el número de la revista El Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o menos, podemos decir que, entre el trabajo de  Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.

Esta labor compartió más las características del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo, Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada) resultaban prácticamente inconseguibles.

Entre los narradores en esta última situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…

Pero, llevado de la escrupulosidad exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u ortotipográficas.

Escribió Eduarda:

Cambió la escena. Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por aquellos que ignoran la geografía.Desde la marcha de los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.

“¡Diablo”, no pude no decirme, “¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:

Como en los atlas de Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo, para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes, nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.Una llama atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban. Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso, que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de sobrehumana belleza.

Entonces cumplí con lo que me ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto es el siguiente:

Vi la ley del progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo: “Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]

Y, en efecto, veamos completo el texto de Borges:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


2. En febrero del año 2013


En febrero del año 2013 me disponía a escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.

En busca de mayor información sobre la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya edición moderna yo ignoraba:

Mansilla de García, Eduarda, Pablo o la vida en las pampas, Buenos Aires,  Colihue / Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.

El “Estudio preliminar” pertenece a María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi “hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.

Pero María Gabriela señaló, con perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.

Ella dice que “El Aleph”

parece dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de Eduarda Mansilla.

Y, a continuación, aporta las semejanzas:

Una historia de amor entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope, mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exacta­mente un 30 de abril y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito” el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su belleza y su fragilidad,[5] son sus manos.[6]
Una prima que ya no vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta, primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo, exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de conocimiento.

Hasta aquí María Gabriela Mizraje. Considero certera e incontrovertible su entera exposición.

Su conclusión también puede ser la mía:

Toda la idea del relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso lo olvidó), la despliega.

En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.

Ahora bien, en muchísimas ocasiones leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que me producen las que me atrevo a llamar obras maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos, “profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”, sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.






* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. lean®anle, Nueva York, vol. 2, n.º 4, julio-diciembre 2013, págs. 362-367.








Notas

[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada, 2012, 408 págs.
[2] Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En París publicó una novela en francés: Pablo ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo, algunas obras teatrales: La marquesa de Altamira, El testamento. El libro Creaciones (1883) contiene siete piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”, Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30 de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla; pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.






Fernando Sorrentino (Buenos Aires, 1942). Escritor argentino, autor de una vasta y variada obra publicada: la más reciente: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1972), reedición Buenos Aires, Editorial Losada, 2007; La venganza del muerto (cuento para niños, 2011); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (cuento, 2013); Sanitarios centenarios (novela, 2000-2008); El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (ensayo, 2011); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (entrevista, 1992-2007); y Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (antología, 2012). Es profesor de Lengua y Literatura.



Direction: David Wheatley (1983) [+][+]




15/4/17

Jorge Luis Borges: Dios







 Sí, he escrito mucho sobre Dios, inclusive he escrito una demostración casi humorística sobre su existencia. Pero al fin de cuentas no sé si creo en Dios. Creo que algo, no nosotros, está detrás de las cosas. Pero respecto a Dios… tengo miedo de creer en Dios porque los humanos siempre creemos en Dios más por autocompasión que por otra cosa. Es horrible, vergonzoso, que la lástima por nosotros mismos y por los demás nos lleve a invocar a Dios. Prefiero decir como Shaw: «En vista de las circunstancias, he renunciado a las bondades del Cielo». Quizás el Infierno es un sitio más digno. Cada vez que caemos en la tentación de creer en una divinidad, deberíamos recordar a Santa Teresa: «No me mueve, mi Dios, para quererte, el Cielo que me tienes prometido». Creo que basta un dolor de muelas para negar la existencia de un Dios Todopoderoso. El dolor es algo que no le agrada a nadie, por supuesto. Y no tengo tanto miedo a la muerte como al dolor. Recuerdo que mi abuela —era una persona de veras brillante— decía que Cristo, a pesar de su calvario, no debe haber sufrido más de lo que sufre cualquier ser humano. Además su dolor tenía una justificación. En cambio el nuestro, ir al dentista, por ejemplo, es algo que por sí solo debería ganarnos el Cielo. Claro que estar clavado en una cruz… Yo no entiendo a Unamuno, porque Unamuno escribió que Dios para él era proveedor de inmortalidad, que no podía creer en un Dios que no proveyera la inmortalidad. Yo no veo nada de eso. Puede que haya un Dios que desee que yo no siga viviendo o que piense que el Universo no me necesita. Después de todo no me necesitó hasta 1899 cuando nací. Fui dejado de lado hasta entonces.
  Solares, 1976


  Es la máxima creación de la literatura fantástica. Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso, es realmente fantástica.
  Borges & Sábato, 1976


  Yo no soy misionero cristiano ni del agnosticismo… Todo es posible, hasta Dios. Fíjese que ni siquiera estamos seguros de que Dios no exista.
  Caldeiro, 1977





En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retratos de Borges preparados para exhibirse en el Instituto Cervantes de New York, diciembre de 2016
Portada del libro Borges A/Z 
Colección La Biblioteca de Babel



14/4/17

Jorge Luis Borges: Hermanos







Crucificados en el tiempo
callábamos a lo largo de los ponientes gastados
que nos miraban con sus viejos ojos de ofidio,
y nuestros labios eran cicatrices.
                                                  Quién desgarró el conjuro.
Asombrada de azul
el alma destechó a los astros la casa
y nuestros corazones fueron guitarras de mil cuerdas
que se desangran hoy
                                en la otra herida
de sombras y planetas.






En Grecia, Madrid, Año 3, N° 45, 1 de julio de 1920
Luego en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007 

© 2011 Editorial Sudamericana

Imagen: Facsímil de la primera publicación del poema
Al pie: Portada del número 45 de la revista Grecia
con grabado en madera de Norah Borges


13/4/17

Tomas Eloy Martínez: Borges y Judas






Hace dos mil años, y aun algunos siglos después, la religión era una pasión absorbente y avasalladora. Estaba en juego algo mucho más trascendental que la supremacía de los apóstoles depositarios de la doctrina, que habían escuchado las enseñanzas del Maestro después de la Resurrección, cuando Jesús ya se había desprendido de su cuerpo mortal y su alma estaba en relación directa con Dios.
Para las primeras pequeñas comunidades cristianas eran intolerables las desviaciones heréticas que se expandían entonces velozmente en el territorio de Palestina y las tierras adyacentes. Simonianos, ebionitas y nazarenos no tardaron en ser aplastados. El fuego de la piedad era aplacado por rencillas incesantes. Aunque la memoria de la pasión y muerte de Cristo era el lazo que unía a todos los fieles, había pasado menos de un siglo desde la crucifixión y las disputas no tenían fin.
Se discutía sobre el perdón de los pecados, sobre la virginidad de María, sobre la salvación o la perdición del alma inmortal y sobre el significado oculto de las palabras de Jesús, que, en definitiva, eran revelaciones de Dios. La autoridad de las profecías de la Biblia hebrea disiparon muchas de las dudas. Miles de cristianos iban a la guerra y sucumbían para imponer la idea de que Jesús era una encarnación humana de Dios y para negar o afirmar que Dios era uno y trino. En cada soldado había un teólogo. Cada capitán defendía un dogma que se declaraba el único verdadero y consideraba que las otras creencias eran blasfemias o herejías que debían ser castigadas con la muerte.
En el siglo II, la cristiandad distaba de ser unánime. Se dividía en facciones enemigas, cada una de las cuales apoyaba sus creencias en cinco o más evangelios. Todos ellos se presentaban como los únicos intérpretes fieles de las enseñanzas de Jesús. Las luchas implacables se prolongaron durante siglos. A fines de la cuarta centuria, un grupo al que se conoció después como los protoortodoxos impuso una voz única. Si bien se aceptó que sólo cuatro evangelios formarían el cuerpo central de la doctrina, durante muchos años más esos textos fueron sometidos a supresiones y correcciones para eliminar anacronismos y contradicciones.
Los evangelios canónicos fueron escritos entre 65 y cien años después de la crucifixión. Se supone que el primero fue el de Marcos, y que Mateo y Lucas completaron los suyos hacia esa época. Los cuatro cuentan, con pocas variantes, las mismas historias sobre la vida, las enseñanzas y la pasión de Jesús. En los cuatro, la figura de Judas, el apóstol traidor, es estigmatizada cada vez con más énfasis. Juan, el último de los cuatro, no puede ocultar la cólera que le produce el delator. Lo describe aferrado a la bolsa del dinero, marchándose furtivamente de la Cena hacia su castigo infernal.
Fuera del canon quedaron los relatos de evangelistas como Santiago, Bartolomé, Felipe, Tomás y Pedro. Se los consideraba apócrifos, palabra que en los primeros tiempos de la Iglesia significaba secretos u ocultos. Todos coincidían en señalar que, sin la traición de Judas Iscariote, sin los latigazos, sin la corona de espinas y la muerte en la cruz, la Redención no habría sido posible. Con esos actos se cumplían las Escrituras, en las que también se anticipa que el traidor va a recibir treinta monedas de plata. 
La sombra satánica de Judas se arraigó a tal punto en la imaginación de la cristiandad que la iconografía medieval y la renacentista lo representan con la mirada huidiza, apartándose de la mesa de la Ultima Cena, separado de los otros apóstoles y aferrando la bolsa con el pago ignominioso por su crimen. En el último canto de la Commedia, Dante lo describe desgarrado por los dientes de Satanás en el círculo más hondo del infierno y, para artistas como Caravaggio y Leonardo, la fealdad de su cara y la hipocresía de su expresión fueron un reflejo de las tinieblas de su alma.
Como todos los educados en la cultura de la Iglesia de Roma, recuerdo haber leído con incrédulo asombro las Tres versiones de Judasque Borges publicó en 1944. Es uno de los cuentos de su libro Ficciones. Allí Borges atribuye al teólogo escandinavo Nils Runeberg el descubrimiento de un Judas distinto del de los cuatro evangelios. Runeberg observa que el beso de Judas para marcar a su Maestro es un acto superfluo, por no decir inútil. No había por qué identificar a un Rabbi que predicaba con frecuencia en la sinagoga y obraba milagros ante millares de hombres. Pero, como bien señala Borges, "suponer un error en las Escrituras es intolerable". La traición de Judas, por lo tanto, dista de ser casual, y debe leerse como uno de los actos más misteriosos en la economía de la Redención.
Judas es el único de los apóstoles que intuye la divinidad de Jesús. Se rebajó a cometer la peor de las infamias sólo para que el Verbo se hiciera carne en la cruz y salvara a la humanidad. Para un joven de veinte años, los que yo tenía entonces, era una audacia, casi un escándalo, leer que el Supremo Mal se transformaba, por un malabarismo de la inteligencia, en un camino necesario para el Supremo Bien. Comenté ese estupor con algunos predicadores de mi provincia. Todos ellos coincidieron en que la tesis de Borges, creada con las armas de la razón, debía mantenerse en extremo secreto. Si por azar salía a la luz, era preciso refutarla de inmediato con las armas de la fe.
En 1978, un grupo de campesinos que buscaba tesoros enterrados en las cuevas del Egipto Medio descubrió algo mucho más valioso que el oro. Eran los libros del que más tarde sería conocido como Códice Tchacos, compuestos por un grupo de cristianos gnósticos que valoraban el conocimiento como camino esencial para llegar a Dios. Restaurar esos textos, poner un orden mínimo en el complejo rompecabezas, exigió una década de paciencia. Los papiros, resecos por la falta de cuidado, eran una parva de fragmentos minúsculos, ennegrecidos, casi ilegibles. Entre esos desechos estaba el Evangelio de Judas. Después de que National Geographic lanzó una primera edición en inglés, fue traducido a todas las lenguas occidentales.
Que el Evangelio de Judas haya sobrevivido a tantas negligencias y saqueos de los mercaderes es un prodigio. Más asombroso aún es que coincida casi letra por letra con las especulaciones de Borges.
¿Cómo pudo el autor de Ficciones adelantarse cuatro décadas a las revelaciones de un relato que, en 1944, no sólo era desconocido, sino que a la vez no estaba en la imaginación de nadie? ¿Cómo, además, fue capaz de hilar tan fino en la vislumbre de un problema teológico extremadamente complejo? Una respuesta posible es que Borges, lector atento como ninguno, pudo haber conocido, en la edición de Cambridge, los volúmenes de Adversus haereses , una minuciosa refutación de todas las herejías escrita por el obispo Ireneo de Lyon, quien, por supuesto, menciona el texto de Judas.
Según los gnósticos, que recibían su inspiración del apóstol infiel, el problema fundamental de la vida humana no es el pecado, sino la ignorancia. El único camino válido para llegar a Dios es el del conocimiento, no el de la fe, que es propia de los hombres simples y primitivos.
En el Evangelio de Judas, el apóstol se acerca a Jesús, quien lo instruye en el Gran Secreto. El Maestro no es un simple mortal. Procede de un mundo superior, situado más allá de toda comprensión. El cuerpo de Jesús no tiene una apariencia única, sino que adopta distintas formas, a voluntad. Para regresar al mundo perfecto del Espíritu, Jesús debe morir. Judas hará lo necesario para ayudar a Jesús en su tránsito a la eternidad. Al conocer el Secreto, Judas es el único discípulo que sabe. Está unido al Maestro no por las simplicidades de la fe sino por la firmeza del conocimiento. Dios es un infinito tan sublime que ninguna palabra puede describirlo. Hasta la palabra Dios es insuficiente e inadecuada para designar la Deidad.
Desde el siglo IV, el nombre de Judas quedó ligado a "judío" y "judaísmo". Se lo presentaba como el judío malvado que, con su beso traidor, había desatado los tormentos del Gólgota. Su paso fugaz por el Nuevo Testamento enciende las llamas de un antisemitismo que se prolongará por más de mil novecientos años. Susan Gubar, profesora de la Universidad de Indiana y autora de una excelente biografía de Judas, cree que la imagen del apóstol traidor y codicioso, repetida incansablemente durante centurias, fue el antecedente que permitió a los nazis justificar el exterminio de los judíos, a tal punto que, según Gubar, Judas fue para ellos "la musa del Holocausto".
Borges no aprueba ni justifica las herejías, aunque su relato, al enumerar las blasfemias, las reproduce sin censuras. Con clarividencia, advierte que sobre Judas convergen antiguas maldiciones divinas y se lamenta porque esas maldiciones, que deberían haber servido para glorificar la Redención, oscurecieron la santidad de su sentido.
Texto e ilustración de ©Huadi en La Nación, 3 de octubre de 2009

12/4/17

Jorge Luis Borges: El estupor






Un vecino de Morón me refirió el caso:
"Nadie sabe muy bien por qué se enemistaron Moritán y el Pardo Rivarola y de un modo tan enconado. Los dos eran del partido conservador y creo que trabaron amistad en el comité. No lo recuerdo a Moritán porque yo era muy chico cuando su muerte. Dicen que la familia era de Entre Ríos. El Pardo lo sobrevivió muchos años. No era caudillo ni cosa que se le parezca, pero tenía la pinta. Era más bien bajo y pesado y muy rumboso en el vestir. Ninguno de los dos era flojo, pero el más reflexivo era Rivarola, como luego se vio. Desde hace tiempo se la tenía jurada a Moritán, pero quiso obrar con prudencia. Le doy la razón; si uno mata a alguien y tiene que penar en la cárcel, actúa como un zonzo. El Pardo tramó bien lo que haría.
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre serio como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo que se le abalanzaba quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto, conduciéndose como un gallo?"



En El oro de lo tigres (1972)
Foto captura Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983) [+][+]


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