6/6/17

Jorge Luis Borges: Entrevista en la Universidad Nacional de Córdoba [invierno de 1985]





—Todos los que estamos aquí reunidos en la universidad somos o hemos sido alumnos. Muchos somos o hemos sido profesores. Esto es cierto al menos en el aspecto formal. ¿Qué condiciones piensa usted como necesarias para que haya un maestro o un discípulo?
—Creo que uno sólo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado no literatura inglesa, sino el amor a esa literatura. O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos libros, de ciertas páginas, quizá de ciertos versos. Yo dicté esa cátedra durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras. Disponía de cincuenta a cuarenta alumnos y cuatro meses. Lo menos importante eran las fechas y los nombres propios, pero logré enseñarles el amor de algunos autores y de algunos libros. Y hay autores, bueno, de los cuales yo soy indigno, entonces no hablo de ellos. Porque si uno habla de un autor debe ser para revelarlo a otro. Es decir, lo que hace un profesor es buscar amigos para los estudiantes. El hecho de que sean contemporáneos, de que hayan muerto hace siglos, de que pertenezcan a tal o cual región, eso es lo de menos. Lo importante es revelar belleza y sólo se puede revelar belleza que uno ha sentido.

—Borges, ya que estamos en el tema maestro-discípulo, siempre ha considerado —al menos lo ha reconocido en muchas oportunidades— que su gran maestro de juventud fue Macedonio Fernández...

Macedonio Fernández, Rafael Cansinos Assens... en fin, yo creo que le debo algo a todos los libros que he leído y sin duda a muchos que no he leído pero me han llegado a través de otros. Esto se llama tradición. ¿Sí? Yo lo he interrumpido a usted, discúlpeme...

—Quisiera que nos contara algo de su relación con Macedonio.

—Yo creo que Macedonio fue menos escritor que un maestro oral. Era un hombre tenue con una voz aún más baja que la mía. Nosotros nos reuníamos todos los sábados en una confitería de la Plaza del Once, en Buenos Aires. Yo hubiera podido verlo más seguido, ya que era amigo de mi padre, pero pensé que no debía abusar del privilegio de ser contemporáneo de Macedonio. Era un hombre de una exquisita cortesía, que siempre atribuía sus opiniones al interlocutor; siempre comenzaba diciendo: "Habrás observado, sin duda...", y luego decía algo que ninguno de nosotros había observado. Creo que el talento de Macedonio fue bien un talento oral. Sé que quienes no lo han conocido no han podido satisfacerse con sus libros. Él me dijo que escribía para ayudarse a pensar y que no quería publicar. Sin embargo, unos amigos le robamos textos suyos y aparecieron en la Colección Cuadernos del Plata, de Alfonso Reyes. Pero él no tenía ningún interés. Vivía pensando y podía haber dicho como Bernard Shaw cuando le preguntaron qué deporte, qué diversión había en su vida, él contestó: "Pensar". Yo creo que Macedonio había leído poco pero había pensado esas perplejidades que llamamos, no sin ambición, la metafísica, la filosofía, la psicología... lo que fuere.
Y todos nosotros sentíamos esa felicidad de haber nacido en la misma época, en la ciudad de él, en el ambiente de él. Tengo el mejor recuerdo de Macedonio.
A mí me dijeron, me avisó Mujica Láinez, que Macedonio había muerto, entonces yo fui a la Recoleta y hablé. Ahora, Macedonio pensaba que la muerte corporal no tiene ninguna importancia. Yo conté algunas anécdotas de él, la gente se rió. Y cuando salimos, Mujica Láinez me dijo: "has hecho algo que nadie ha hecho antes". ¿Qué he hecho?, le dije. "Bueno, has hecho que la gente se ría en la Recoleta". Y vuelvo otra vez al Japón (parece que no puedo dejarlo al Japón): cuando estuve en templos de la enseñanza del Buda noté algo que no había notado en ningún país: que la gente en los templos se ríe; hacen bromas, se sienten felices, no hay un silencio reverencial; eso me pareció muy grato, el hecho de que la religión alegrara.
Bueno, creo que Macedonio Fernández es uno de los hombres de genio que ha dado este país. Y si tuviera que mencionar a otro pensaría en aquel poeta tan desparejo que ha escrito... bueno (los peores versos de la lengua castellana, pero también los mejores) pensaría en Almafuerte, ¿y los demás?, quizá Sarmiento fuera una excepción, los demás fueron hombres de talento pero no hombres de genio, pero también tendría que mencionar aquí al grabador Alejandro Xul Solar, en fin, y me es muy grato oír el nombre de Macedonio aquí, ya que no pasa un día sin que yo lo recuerde.

—Usted mencionó el amor. ¿Qué es el amor para Borges?

—Es algo tan esencial que yo no podría definirlo sin diluirlo en palabras. Yo creo que siempre estuve enamorado; parece ridículo que a mi edad yo diga eso, pero la verdad es que el amor me acompaña. El amor y la amistad. Y compruebo —y esto me alegra— que no he sentido odio en mi vida. Cuando yo era chico me enseñaron el odio de mi lejano pariente Juan Manuel de Rosas, y creí odiarlo. (...).
Hay cosas, desde luego, que pueden dolerme pero trato de olvidarlas. Bergson dijo que la memoria es selectiva. Posiblemente mi memoria sea falsa ya que mi padre, profesor de psicología, me dijo que cada vez que recordamos algo lo modificamos siquiera ligeramente. (...) 
Decía que si yo quería recordar algo lo mejor era olvidarlo y de pronto nos llega. Cuando uno piensa mucho en las cosas, va modificándolas en la memoria, que está hecha, supongo, de olvido en buena parte.
En este momento me siento lleno de amistad, de amor, y espero seguir así hasta el momento —espero no muy lejano— en que yo muera, ya que he cometido la indiscreción de cumplir ochenta y seis años.
Y la muerte, que también es una esperanza, puede tener sus sorpresas. Yo creo que no, espero ser borrado por la muerte, pero si hay otra vida después, la aceptaré como he aceptado a ésta... (aplausos) Uno se va acostumbrando a todo, a la vida, a la muerte, al dolor físico incluso... (aplausos)

—Borges, usted habló de Macedonio diciendo que él creía en la inmortalidad y después habló de la muerte. ¿Qué piensa usted de la inmortalidad?

—Yo la aceptaría a condición de olvidarme de esta vida. Olvidarme sobre todo de un escritor sudamericano llamado, creo, Jorge Luis Borges. Veo la muerte como una esperanza, o de anulación de otras aventuras quizá no menos extrañas que ésta.
Qué raro estar en un cuerpo, qué raro vivir sucesivamente en el tiempo. Bueno, toda la vida de uno es rara y todo eso parte (como decía Aristóteles, creo), la filosofía parte del asombro de ser. Simplemente de ser, no sólo de ser en tal condición o en tal época, o en tal región del planeta. Simplemente el asombro de ser y de saber que uno es. Supongo que los animales, por ejemplo, son pero quizá no sepan que son. Pero en nosotros se da ese hecho raro de ser y de saber que somos. Y de esa dualidad sale toda la filosofía, supongo.

—El sonido de las palabras, ¿nos ayuda o nos desvía de su contenido?

—Yo no sé si puede hacerse esa separación. Yo diría que cada palabra es un ser, es una entidad y posiblemente no haya sinónimos. No estoy seguro; voy a elegir un ejemplo muy simple: no estoy seguro de que la palabra luna sea exactamente equivalente a la palabra moon en inglés, o lune en francés. Pero quizá "moon" y "lune" estén más cerca porque son monosílabas, pero quizá... cada palabra sea un ser. Por eso creo que es imposible de traducir la poesía. En cuanto a mí, cada vez que yo leo una versión mía en cualquier idioma digo, ¡caramba!, qué buenos versos, ojalá yo los hubiera escrito.

—Entre el verso y la prosa, ¿cuál de esas dos formas de escritura es la más diferenciada y mejor vehículo para la palabra?

—Yo creo que ambas, pero eso no depende del escritor, yo creo que cada tema le dice al escritor si quiere ser expresado por medio del verso libre, de las formas clásicas, de la estructura italiana, del soneto, o de la prosa. Ahora, Stevenson pensaba que la prosa viene a ser la forma más compleja del verso. Mallarmé dijo: desde el momento en que cuidamos lo que escribimos, versificamos. El argumento de Stevenson era éste: si uno tiene una unidad métrica (por ejemplo el verso octosílabo del romancero y de los payadores) basta repetir esa unidad para tener el poema; ahora, esa unidad puede ser el verso alejandrino, o puede ser el hexámetro —un sistema de sílabas largas y breves—, pero... si uno tiene esa unidad basta repetirla. En cambio en la prosa uno tiene que variarla continuamente, de un modo que sea grato (...). Cuando yo empecé a escribir cometí el error que cometen casi todos los escritores jóvenes: pensar que el verso libre es la forma más fácil. De hecho no lo es. Ahora, en apoyo de ese parecer de Stevenson que la prosa es la forma más compleja del verso, tenemos un dicho de que no hay literatura sin verso, pero hay literaturas que no han alcanzado nunca la prosa.

—La magia de las palabras, ¿está en la grafía, en el sonido...?

—No, porque uno puede prescindir de la grafía. La grafía viene mucho después. Yo diría que en el sonido y en las connotaciones de las palabras, en el ambiente de las palabras (...). Yo diría que la poesía es, ante todo, cadencia. Cuando yo empecé a escribir todos estábamos bajo el influjo de Lugones. Él creía que la metáfora es un elemento esencial de la poesía. Y Emerson dijo que el lenguaje es poesía fósil. Y él creía que el poeta tenía que descubrir nuevas metáforas. Yo creo que no; hay ciertas metáforas esenciales dichas con distintas sintaxis, con distintas entonaciones; con eso basta para la poesía. Sin embargo, a veces se encuentran metáforas nuevas; entonces, todo se viene abajo.

—Borges, ¿por qué hasta ahora no ha escrito novela?

—Porque para escribir novelas es preciso ser un lector de novelas y yo he leído pocas novelas en mi vida. Además creo que es imposible escribir una novela sin ripio. Sin embargo he leído el Quijote. Y luego, si tuviera que nombrar un novelista sería Conrad; en sus novelas hay algo épico que no encontré en otros autores. Y luego Dickens. He fracaso en muchas novelas famosas; he tratado de leer La guerra y la pazCrimen y castigo que me han emocionado, pero he fracasado con FlaubertSartre, en fin, tantos. En cambio creo que el cuento puede ser esencial, puede ser legislado por el autor. Un autor puede tener en su mente todo un cuento pero no una novela, porque ésta se escribe y se lee sucesivamente. La novela es algo que apenas podemos divisar de lejos. Por eso creo que es imposible una novela sin ripio, pero un buen cuento —un cuento de Kipling por ejemplo—, puede no contener ningún ripio, que yo sepa.
No he escrito novelas porque para mí —yo... yo soy un hombre tímido— entrar en una novela es como entrar en una habitación con cien personas; me siento un poco mareado, un poco perdido, y luego tengo que conocerlas, tengo que averiguar quiénes son, tengo que saber los parentescos, las relaciones que tienen... todo eso me da mucho trabajo. En cambio, el poema o el cuento se ofrecen inmediatamente y no exigen esfuerzo.

—Borges, a Don Quijote, ¿podemos llamarlo literatura psicológica?

—Bueno, yo creo que literatura ya es bastante algo, ¿por qué agregarle un epíteto?
(...)
—Muchos autores, dentro de la literatura universal han dejado expresados sus sueños y una interpretación de esos mismos sueños. ¿Hay una manera unívoca de interpretar esos sueños? ¿O existe la posibilidad de que la interpretación cambie?

—No, yo creo que no, felizmente. De igual modo que cada texto es capaz de un modo indefinido de lecturas, cada texto se renueva cada vez que lo leemos. Yo imaginé una literatura que constara de una sola palabra. Y esa palabra sea interpretada de diverso modo por las generaciones, pero claro, es simplemente una broma.

—Gershon Sholem explica la aparición del doble en los hebreos como la certidumbre de haber alcanzado el estado profético...

—Ese tema del doble es capaz de varias interpretaciones. En Escocia lo llaman el fetch, es decir, el que busca a un hombre para llevarlo a la muerte, y es un tema que recorre la obra de Stevenson. Para los hebreos no; si uno se encuentra consigo mismo, uno ha dado con la verdad. Esto vendría a ser una idea parecida al poema del Simur que conocemos, ese poema persa en el cual hay sesenta pájaros que buscan a su rey y cuando lo encuentran, en una isla o en una montaña, el Simur es todos los pájaros. (...). Ahora, supongo que la idea del alter ego, del otro yo, le fue sugerida a Pitágoras por los espejos del agua o del cristal. La idea del doble tiene que tomar partida en esa imagen física, pero tiene tantos valores ahora. (...) En alemán vendría a ser el doble que camina a nuestro lado, lo cual es más terrible. En castellano es doble, simplemente.

—En los escritos suyos se suele percibir dos aspectos, uno que puede estar relacionado con Borges persona, y otro que se percibe que no es suyo...

—Evidentemente, lo que no es mío no es mío, sino de los autores que he leído, ¿sí?

—Lo que le pregunto es si usted distingue eso que trasciende lo mero personal, esa segunda escritura que no es suya y que se percibe allí.

—Es que yo pienso que si un escritor escribe lo que se ha propuesto y nada más, no tiene ningún valor su escrito. Lo importante es lo que el escritor escribe sin saber (...). Lo que el escritor se propone suele ser mínimo; por ejemplo, Cervantes quiso hacer una parodia de las novelas de caballería, y ahora si recordamos esas novelas recordamos el Quijote. El propósito puede ser un estímulo ocasional, pero conviene que lo que se escriba vaya más allá del propósito del escritor. Yo descreo de la literatura comprometida. Pero esa literatura puede ir más allá de la intención del autor. Por ejemplo, a mí personalmente no me interesa el concepto de democracia, pero sin él Whitman no habría escrito sus Hojas de hierba, lo cual sería una lástima, y ese estímulo puede ser ocasional y esa literatura comprometida puede llegar a ser literatura, lo cual es más, desde luego. Yo descreo de la mitología cristiana y de la mitología pagana de Dante, pero sin esa mitología no tendríamos su obra y seríamos mucho más pobres. La teología y la mitología fueron instrumentos necesarios para que Dante dejara su obra, que vive más allá de sus opiniones teológicas o de sus creencias mitológicas.

—Yo pienso que se ha perdido, que hemos perdido la capacidad del asombro...

—No, yo creo que no. En cuanto a mí, yo sigo asombrado a cada instante. En Chesterton se trataba de eso, de seguir dice... dice... los hombres envejecen para el amor, los hombres envejecen para la mentira, pero no para asombrarse, y a mí —dice— sigue asombrándome ver surgir la enorme noche, una nube mayor que el mundo y un monstruo hecho de ojos —no lleno de ojos, sino hecho de ojos—. Bueno, era un hombre viejo y seguía asombrándose...

—¿Cómo se puede recuperar esa capacidad, Borges, que usted dice que no, pero que yo creo haber perdido?

—Pero cómo... ¿usted no sigue asombrándose? A mí todas las cosas me parecen raras, por ejemplo el hecho de que haya minerales, de que haya plantas, de que haya animales, de que haya personas, de que exista más o menos un pasado, de que exista el porvenir. Sobre todo el momento presente. Todo eso está interrogándome y yo estoy interrogándolo a usted también. Yo considero muy triste el no asombrarse de que estén las cosas. Bueno, yo asistí a un juicio oral hace poco, y lo más terrible era el hecho de que quienes estaban declarando habían sufrido castigos corporales, se habían —digamos— acostumbrado a ese infierno... hablaban de los tormentos, hablaban de la picana eléctrica y sin asombro habían aceptado su infierno. Es decir, bueno... como aceptaban los demonios de quienes lo infligían también. Es un hecho terrible que alguien no se asombrara. Porque para mí el dolor físico es siempre un milagro; un milagro atroz, pero un milagro. Y el placer también es un milagro. Luego, el diálogo es un milagro, y los hábitos del tiempo, las estaciones, el hecho de que haya alba, aurora, mediodía, anochecer, noche... todo eso sigue asombrándome y creo que a todas las personas, porque es imposible que no ocurra eso.

—Borges, usted dijo que nunca sintió odio en su vida. ¿Qué sentimiento lo invadió cuando presenció una de las audiencias del juicio público a los ex comandantes?

—No ciertamente odio; no porque no creo en el libre albedrío. Sentí lástima. Lástima por las víctimas y por los verdugos también. Es que los vi igualmente perdidos a todos. Pero odio no; claro que esa es una pobreza de la que sin duda el odio es una fuerza, pero yo por lo tanto a esta edad soy incapaz de odio. De desagrado sí. (...)

—¿Qué es para usted la comunicación? ¿Piensa que es posible la comunicación entre los hombres?

—Sí, creo además que es un hecho continuo, que nos comunicamos no a través de las palabras, por medio de las palabras, sino a pesar de ellas. Creo que uno siente continuamente la amistad, la bondad, la indiferencia, la hostilidad y también la inteligencia o la estupidez de los otros. Eso se siente inmediatamente, más allá de lo que digan. Continuamente estamos comunicándonos. (...)
El hecho de estar en Córdoba es algo que yo siento como algo distinto de estar en Edimburgo, en Egipto, o de estar en Francia. Entonces creo que uno continuamente está recibiendo mensajes y está también emitiéndolos, más allá de los sentidos. Creo que la idea de que el conocimiento nos llega a través de los sentidos es un error; creo que nos llega de un modo más sutil y a pesar de los sentidos. Desde luego es un hecho tan inexplicable como el mundo, bueno... como el universo.

—¿Qué significan los niños en la vida de Borges?

—A partir de los cuatro o cinco años los niños empiezan a ser mágicos. Voy a contar una anécdota que he contado muchas veces. Teníamos el hábito en casa de contarnos los sueños. Yo estaba hablando con un sobrinito mío, Miguel, en el pueblo de Adrogué, que queda al sur de Buenos Aires. Y yo le dije que me contara qué había soñado, esa mañana. Entonces él me dijo: "Sí, yo estaba perdido en un bosque pero vi una casita blanca de madera, llegué a la casa, tenía un corredor que daba toda la vuelta, unos escalones. Yo subí, llamé a la puerta y saliste vos que estabas con un libro en la mano". Luego se interrumpió y me dijo: "Decime, ¿qué estabas haciendo con ese libro?". Entonces yo le dije que había ido a la casa para buscar ese libro, y él siguió contándome; no se dio cuenta de lo espléndido de ese hecho: la confusión de la vigilia y lo que llamamos la realidad, siendo ambas este (...) sueño, siendo ambas reales. Ahora, un ensayista, Ann Roland, decía que todos somos niños de genio más o menos hasta los diez años, pero que ya después vamos a la escuela, perdemos nuestra genialidad, queremos ser como todo el mundo, nos enseñan una serie de opiniones...

—Acá hay otra pregunta, Borges: ¿Qué es el poder?

—Algo que no he ansiado nunca. Si me dieran la suma de los poderes, renunciaría enseguida. Es algo terrible realmente, sólo un irresponsable puede buscarlo. Si yo pienso que he gobernado mal mi propia vida (estoy arrepentido de casi todo lo que he hecho), si tuviera que gobernar otras vidas, bueno... sería el matete, si me permiten esa palabra criolla. (...). Me parece raro que alguien pueda desearlo; me parece inconcebible. Es más raro un político, bueno... que un centauro, digamos, ¿sí?

—¿Cómo definiría el arte?

—Mi hermana Norah, decía "el arte de dar alegría por medio de formas y colores". Claro, es una definición como otra cualquiera. Ahora, en mi caso no sé si puedo dar alegría, pero puedo dar curiosidad, quizá cierta ansiedad... que puede no ser ingrata. Pero no sé si las definiciones importan, creo que lo elemental no puede definirse; es como si tuviéramos que definir el sabor del café. (...) No podemos.

—¿Cree usted que el amor puede curar la locura?

—Y... esperemos que sí, pero... yo no sé si puedo hablar de la locura. Ahora, es raro que personajes famosos de la literatura sean locos, como "Alonso Quijano", que se creía Don Quijote, o Hamlet... Es raro que esos personajes sean locos, y no requieran reclusión. Es un hecho, una perplejidad que siento en este momento. Y nada más. No sé nada de los poderes curativos del amor.

—Apartándonos apenas de la temática, ¿Borges teme la locura?

—Sí, la he temido muchas veces. Me consuelo leyendo la biografía de Johnson. Hay una plegaria de Johnson en la cual él pide a Dios no enloquecerse, y creo que realmente yo no sé si soy un hombre cuerdo, pero... espero no estar loco. (...) Quizá si un hombre llega a cierta edad —y yo he llegado más allá de cierta edad— está condenado a estar loco, ya que uno va acumulando manías, locuras, supersticiones... Me enseñaron una bastante terrible en Japón. Voy a comunicárselas a ustedes a ver si puedo librarme de ella. Nosotros pensamos que el número trece es terrible (pensamos, claro en La última cena), pero en Japón el número cuatro es terrible, por eso los hoteles tienen primer piso, segundo piso, tercer piso, quinto piso, o si no —lo cual es un énfasis— primero, segundo, tercero, tercer piso y medio, quinto...
Mi padre decía que los malos augurios no producen las cosas, simplemente las anuncian. Por ejemplo, si hay trece comensales, eso quiere decir que uno de ellos va a morir muy pronto, pero no se gana nada agregando un decimocuarto comensal, porque el anuncio ya ha sido dado. De igual modo, si yo cometo un acto cuatro veces seguidas, ya he recibido el anuncio, y es inútil que cometa cinco, o seis. Bueno, en fin... siento haberles dado esta mala noticia del poder maléfico del cuatro, en la que no creo, o trato de no creer porque no creo estar completamente loco.

—¿Cree en Dios? ¿Qué piensa de la religión, en general?

—Creo en Dios. No como un ser personal, pues eso me resulta imposible; pero creo que hay un propósito ético en el mundo. Ético e intelectual, estético. Stevenson —a quien vuelvo continuamente— creía que el universo está regido por una ley moral y creía que, por ejemplo, un rufián, un tigre, una hormiga, sabían que hay cosas que no deben hacer. Eso estaría de acuerdo con el budismo, según el cual cada vida está determinada por la vida anterior, la anterior por la anterior y así literalmente, de modo infinito hacia atrás. Vendría a ser la telemoral. Hay budistas que creen que si hay, por ejemplo, grandes desiertos en el mundo, esos desiertos corresponden a pecados cometidos por los hombres, y si hay regiones hermosas, praderas, mares y ríos, eso corresponde a la virtud. De modo que todo el universo sería obra de la ética. No sólo de la conducta de un hombre, sino de la conducta de un zorro o de un pez. Si alguna vez fuimos un zorro o un pez, según la teoría de la migración.

—Borges, usted demuestra en sus obras un gran dominio, y un conocimiento profundo del ocultismo...

—No, no...

—...y sobre el esoterismo en general. La pregunta es: ¿Qué relación tiene o tuvo usted con estos temas, fue miembro o es de alguna secta esotérica?

—La verdad es que no soy miembro de ninguna secta esotérica. Perdóneme. Que yo sepa, a lo mejor soy un miembro secreto, claro. Hay una superstición judía según la cual hay en el mundo en este momento treinta y seis hombres justos. Esos treinta y seis son los que mantienen el mundo. Cuando uno de ellos muere, es reemplazado por otro, y si piensa que él es uno de ellos, ya pierde su poder. Es decir, esos treinta y seis son los pilares del mundo, y en este momento existen y no sospechan que lo son, y justifican el mundo ante la dignidad. Es una creencia de los cabalistas, creo.

—De alguna manera esos hombres a los cuales usted alude, ¿estarían conjurando?

—Estarían conjurando sin darse cuenta, desde luego. Serían benévolos. Conjurados sí, salvadores, mesiánicos.

—¿Es posible que exista un pensamiento latinoamericano y, en especial, un pensamiento argentino?

—Yo creo que es demasiado amplio eso. Puede existir un pensamiento individual; desde luego, pero un pensamiento colectivo no sé si puede existir, menos que abarquen un continente. Me parece muy difícil, pero pensamiento individual, desde luego; yo mismo creo que pienso.

—¿Piensa que una vida alcanza para dilucidar la existencia de Dios?

—No, por eso creo en la transmigración; se necesitan varias vidas. Sería temerario llegar a una solución en esta vida. Mi padre era agnóstico; cuando alguien le hablaba de otra vida o de Dios, él decía: "Bueno, en otra vida hablaremos de este tema".

—Borges, aquí hay una afirmación y una pregunta. En su obra se observa mayor contacto con la literatura inglesa, no así con la literatura francesa. ¿Hay una razón para esto?

—Hay la razón del hábito, pero yo creo que prescindir de la literatura francesa sería peligroso. Además, esas dos literaturas se han beneficiado mutuamente. Por ejemplo, Voltaire le debe mucho a Swift, y éste a muchos franceses, sin duda. Ese comercio ha sido continuo. Yo no creo que a uno deba gustarle una cosa contra la otra. Una vez escribí un poema a Francia y alguien me dijo: "Yo creí que usted era amigo de Inglaterra". Pero, desde luego, de Inglaterra, y de Francia y ojalá de todos los países hasta donde pueda alcanzar mi conocimiento... Pero, yo pienso en Francia, en Montaigne, basta mencionar a Voltaire, y a Hugo, y a Verlaine... Uno solo de esos bastaría para justificar una literatura. Es tan vasta la literatura francesa que por eso es peligroso hacer listas, se notan las omisiones y no las inclusiones.

—¿Qué le diría Borges a la juventud argentina de hoy?

—Que el porvenir depende de ellos. Y "de ellos" es demasiado vago. Más bien de cada uno de ustedes. En cada uno de ustedes está la salvación no sólo de la patria, sino del mundo quizá. ¿Por qué no? Seamos infinitamente responsables. (aplausos)

—¿Cree usted en el futuro de Occidente?

—Bueno, ante todo es tan vago eso de Occidente. Yo creo que el Occidente está hecho de Grecia, pero ya en Grecia está el Oriente, ya que Pitágoras debe mucho a los hindúes, por ejemplo. Y además, si ahora decimos el Occidente habría que pensar ante todo en dos países: en Grecia y en Israel, desde luego, e Israel es el Oriente; no sé hasta dónde vale esa división. Creo que todos, después de Grecia y después de la Biblia, y antes, a través de Herodoto —cuando habla de Egipto—, Marco PoloLas mil y una noches, la obra de Kipling. Pero yo creo que es una lástima que Europa haya perdido la hegemonía en esas dos guerras civiles que fueron la Primera y la Segunda Guerra Mundial. (...). Todos nosotros somos europeos en el destierro. Al decir esto pienso en Canadá, en los Estados Unidos y en Sudamérica también, y una prueba de ello es que aquí estamos hablando un ilustre dialecto del latín que se llama idioma castellano. Y en los Estados Unidos hablan inglés que no es ciertamente un idioma americano. Tenemos que ser dignos de todo ese influjo, de toda esa herencia que es la cultural occidental que tiene, por lo menos, una mitad oriental.

—¿Qué consejo le daría a un joven que comienza a escribir?

—El consejo que me dio mi padre hace tantos años: que sólo escribiera cuando sintiera necesidad íntima de hacerlo, y que no pensara en publicar. Emily Dickinson pensaba que publicar no es parte esencial del destino de un escritor; pero yo creo que si uno escribe cuando algo insiste en que uno lo escriba, ese resultado puede no ser desdeñable. La idea de sentarse a escribir algo me parece un error; querer buscar un tema también. Hay que dejar que los temas nos busquen y nos encuentren, y hay que tratar de ser dignos de los temas. Pero proponerse un tema, decir: "esta tarde voy a escribir un soneto", me parece absurdo.

—Borges, ¿qué opinión le merece la creciente liberación femenina?

—Bueno, agradezco muchísimo que me haya preguntado eso. Yo soy feminista, desde luego. Y creo —como toda persona que no está loca, o cree no estarlo— (aplausos) que uno espera mucho de las mujeres. Creo que las mujeres por lo general son mucho más sensatas que los hombres, y también, más sensibles, (aplausos) pero sobre todo más sensatas (aplausos). Las mujeres son sensatas, y también te aplauden, confirma la teoría.
—¿Qué piensa de la psicología, en un sentido amplio? ¿Y qué de la terapia psicológica?
—Mi padre decía que la psicología era una ciencia futura. Quién sabe si hemos llegado todavía... Claro, él descreía de la psicología anterior, sí.

—¿Cuál es para usted el sentido mítico de la vida?

—Yo creo que el mito no es menos real que lo que llamamos realidad. El mito es una fábula que leemos en cierto modo con cierta reverencia, y el mito es necesario ya que no podemos sin mitos, o soñar sin mitos. Pero es tan misteriosa la vida que todo es posible, hasta una explicación mítica de la vida, que es la que han buscado los hombres en la religión, por ejemplo, y en raciocinio también.

—¿Existe un tema sobre el cual no haya podido escribir? En el cuento "El libro de arena", ¿de dónde surge la idea del infinito?, ¿sólo de su imaginación, ¿qué representa para usted?

—No, ese cuento pertenece a una serie de cuentos en los cuales hay un objeto precioso que después resulta fatal. Por ejemplo, Funes tiene una memoria infinita y muere abrumado por ella. En "Zahir" hay un objeto inolvidable que mata a quien está pensando continuamente en él. En "El libro de arena" hay un libro infinito que está a punto de enloquecer a su poseedor y él lo pierde en la Biblioteca Nacional, pero es el mismo cuento, la idea de un objeto precioso que finalmente resulta terrible, de algo que parece un don pero que realmente es un castigo. (...) Son de hecho el mismo cuento. Diversas versiones del mismo levemente disfrazado.
—Lo que expresa el lenguaje, ¿podría ser expresado por otro medio?
—Quizá sea expresado por la música, ya que sabemos por Pehiteers que todas las artes aspiran a la condición de la música. Yo soy un sordo musical, desgraciadamente, aunque me gusta la música popular, sobre todo los blues, los spirituals, la milonga... Pero creo que quizá el arte supremo sea la música. (...).

—Borges, aquí se le pide que dé definiciones...

—No, no, no. No puedo dar definiciones. ¿De qué? Las cosas se intuyen o no se intuyen. No creo en las definiciones. Definiciones pueden darse de lo artificial. Podemos definir... no sé, qué es un Congreso, qué es una Constitución, pero no podemos definir el amor, el sabor del té, una música...

—¿Usted considera que la etimología sea una forma de la metafísica?

—Es... más bien una serie de aventuras de la palabra, pero esas aventuras son interesantes. Yo recordaba hoy, la palabra Caribe. Ahora, de caribe han salido dos palabras famosas en todo el mundo: caníbal, antropófago, y Calibán el personaje. Hay otras etimologías raras. Tenemos la palabra blanco en castellano —es obvio lo que significa— y la palabra black en inglés, que curiosamente proceden de una misma raíz. Todos saben que black significa negro. Pues bien, esa palabra al principio significó lo que no tiene color, y en inglés se corrió para el lado de la sombra: black, negro. En castellano, y en francés, y en italiano y en portugués se corrió para el lado de la claridad y ahora quiere decir blanco. Una curiosa aventura de las palabras. (...). Hay una palabra muy desagradable, la palabra náusea, y sin embargo esa palabra tiene un origen noble; procede de navis, o nawis, porque uno siente náusea cuando está a bordo, de igual modo que mareo tiene su origen en el mar. Navis, entonces dio naval, en latín, náutico y la palabra que ningún escritor usaría nunca porque es muy desagradable: náusea, pero este es el origen.

—¿Le hubiese gustado ser un hombre de arrabal...?

—No, no...

¿O acaso menos instruido? ¿O tal vez un personaje fantástico, ya que se arrepiente de todo lo que ha hecho?

—No. Creo que ya soy bastante bárbaro para desear serlo más para enriquecer mi ignorancia; no. Cuanto más sepamos y más sintamos, mejor. Ser un hombre de arrabal me parece triste. Pero esta época fomenta la barbarie. Quizá seamos bárbaros todavía, pero debemos tratar de no serlo. Cuanto más pensemos, cuanto más leamos, mejor. Pero buscar la barbarie, lo pintoresco, la acción... buscar meramente eso me parece un error.

—Aquí le preguntan, ¿qué le falta a Borges para ser un escritor popular?

—Yo creo que, desgraciadamente, soy un escritor popular.

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, invierno de 1985



En Plural Revista Cultural de Excelsior

Entrevista de  José Antonio Cedrón
Segunda Época, Enero de 1989, Vol. XVIII-IV

Retrato de Jorge Luis Borges en 1985 en una de las paredes del Auditorio que lleva su nombre
En la Biblioteca Nacional Mariano Moreno


5/6/17

Jorge Luis Borges: A propósito de «Zarathustra»







Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, ciertamente) es una imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo sepa, ha agotado la significación de ese rasgo. Así, Alexander Tille enumera las afinidades de Zarathustra con el Canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental, de Goethe, con La sabiduría del brahmán de Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahn y con determinadas páginas de F. Th. Vischer; ese catálogo es, sin duda, justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y que en las vísceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth Förster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zarathustra es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su hermano, y que encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis, de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus más lejanos designios. Tampoco el célebre pasaje en que Nietzsche define esa obra como una composición musical.

Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sintaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno. Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V: "Es opinión de algunos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia; que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones: en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).

¿Cómo justificar ese consenso —llamémoslo así—, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de "precursores" con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que la Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré al Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir, cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos mil años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".

Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, las énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar, el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.

Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él: presintió, que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad: prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así, todos sus "defectos" se justifican.

El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.

Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno: Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valerosa.


En diario La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
Luego en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001
Portada del libro Borges A/Z 



4/6/17

María Kodama: Juan Goytisolo nos presenta...







   Juan Goytisolo nos presenta una lúcida división, sin establecer una escala de valores, entre los que se aproximan a una literatura, a un mundo, en este caso el islámico, desde lo meramente teórico o científico y el otro constituido por escritores, aventureros, para los cuales el Islam es como el “Aleph” de Borges, punto convergente de imágenes, disparador de mecanismos de sueño, de evasión de peligro como las cambiantes arenas del desierto; en esta categoría están Burton, Lawrence o Isabelle Eberhardt, y agrego un reciente descubrimiento, para mí, Gertrude Bell.

  Nadie como Goytisolo logró decantar la esencia de España, como el perfumista que logra, mezclando en exacta proporción maderas, almizcle y flores ofreciendo la más exquisita esencia, así nos muestra Goytisolo de qué modo el entrelazado del Islam, lo judío y lo español decantado, dará obras inigualables de la literatura, por ejemplo El libro del buen amor y el Quijote por citar los más emblemáticos de Toledo, centro fundacional de lo más maravilloso que tiene el ser humano, su necesidad de comprender al otro, a su mundo a través del conocimiento de su lengua.

  Todo esto fue absorbido inconscientemente por Juan Goytisolo desde esa difícil infancia que le tocó vivir donde en esa terrible guerra civil, que encierra el horror de hoguera y el de fratricidio, muere su madre. Desde su asentamiento en París en 1956, y pese a su temprana lectura de autores como Gide, Sartre, Camus, siempre permanecerá fiel a su raíz española. Goytisolo se rebela contra la falta de libertad política y cultural de su país y paradójicamente es en Francia donde a comienzos de los años sesenta siente esa atracción que será luego en ese vasto mapa que es para un escritor el mundo otra “de sus patrias”, Marraquesh. Esta aproximación, como lo dice en Contracorrientes “fue ante todo humana” ante la guerra de Argelia y la persecución de la que era testigo.

  Goytisolo, con una honda preocupación social, con un instinto de solidaridad extraordinaria con los perseguidos con los que se sentía identificado, va a adentrarse en ese mundo que le otorgará la “baraka”, la gracia, sólo posible para quien no traiciona su esencia.

  Como de una maravillosa cantera Juan Goytisolo excava, va hallando en la profundidad del subconsciente de España sacando a luz trazos de lo árabe. Ya los críticos han visto el entronque entre El libro del buen amor y Makbara. Ambas obras ofrecen la peligrosa movilidad de las arenas del desierto, cambio de identidades, de sexo, de edad, con esto el cambio de personas gramatical.

  Dice Juan Goytisolo que existe un oído musical. Esto también lo sentía Borges cuando al leerle un texto decía que el autor no tenía oído, que jamás podría escribir una prosa sin tener oído para escuchar la cadencia del párrafo. En el comienzo la literatura fue oral o fue hecha para ser escuchada. La Ilíada, la Odisea, con el maravilloso hexámetro dactílico, o las tragedias griegas donde a cada acción corresponde un pie que imprimirá la música de la palabra y llevará al paroxismo la fuerza de la tragedia.

  Por supuesto, Goytisolo siente que una experiencia maravillosa sería una lectura en voz alta de Makbara en la plaza de Marrakesh, Jemaa el-Fna. Sólo así esa música que palpita encerrada en los trazos de la escritura sobre la página en blanco, cobraría vida y voz en un magnífico concierto donde podrían hallarse todos los registros.

  Goytisolo dice identificarse con el mítico conde Don Julián, el traidor que permitió a los árabes entrar en España. Para Juan Goytisolo esto no es una traición sino una hazaña, ya que permitió justamente el mestizaje enriquecedor que se detendrá por la crisis de España en el siglo XVI y XVII.

  Cervantes va a convertirse en el faro que será la luz, el centro de la literatura española, el vivo arquetipo en cuya admiración se unirán Juan Goytisolo en España y Jorge Luis Borges en la Argentina. Ambos encuentran en el Quijote la libertad que implica la aceptación de lo diferente y el enriquecimiento que esa diferencia trae.

  Juan Goytisolo guarda con España una relación difícil pero en ningún momento negativa, él está contra todo lo que sea violencia, represión, imposibilidad de ver más allá de las fronteras y que lleva a una literatura sin alma, acartonada.

  Borges guarda también con su país, la Argentina, una relación tensa, a contrapelo, si bien al comienzo de su carrera literaria él quería “ser argentino” y hasta compró un diccionario de argentinismos para poder escribir en “argentino”, pronto se dio cuenta, como decía, de que él mismo no reconocía las palabras que extraía de ese diccionario , pronto comprendió que todo nacionalismo termina por encerrar y asfixiar y que la posibilidad de trascender está dada por la amplitud de nuestra mente y de nuestro espíritu.

  Borges, a través de su abuela inglesa, tiene acceso desde su nacimiento a otra lengua, a otra literatura que comienzan a mostrarle la diversidad del mundo, se nutrirá de la Biblia que le acerca el mundo oriental y entrará en la magia del mundo árabe por Las mil y una noches. En Siete conversaciones con Jorge Luis Borges* de Fernando Sorrentino, Borges dice:

  El hecho de desconocer el griego y el árabe me permitía leer, digamos, la Odisea y Las mil y una noches en muchas versiones distintas, de suerte que esa pobreza me llevaba también a una suerte de riqueza.

  Borges siempre trató de conseguir las mejores versiones entre las disponibles. Esto hizo que sus citas y referencias a obras clásicas de la literatura islámica o árabe sean exactas.

  El interés que despertaba en Borges el mundo islámico, lo llevó a entretejerlo —en su obra— a través de nombres, lugares e historias que van jalonando su obra, por ejemplo en Historia universal de la infamia (1935), encontramos El tintorero enmascarado Hákim de Merv, historia de un falso profeta de Jorasán; luego en 1954 agrega cuentos breves, tres de los cuales están relacionados con la cultura islámica: Historia de dos que soñaron, que proviene de Las mil y una noches, El espejo de tinta y Un doble de Mahoma.

  En El milagro secreto tiene un epígrafe que es una cita del Corán, segunda azora, aleya 261: “Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: ‘¿Cuánto tiempo has estado aquí?’ ‘Un día o parte de un día’, respondió”**. Así, hasta Los Conjurados (1985), donde también encontramos referencias al Islam en poemas como Ronda*** o De la diversa Andalucía.

  Andalucía… recuerdo la emoción y el entusiasmo con el que Borges volvió a visitar la Alhambra, comparable sólo a su descubrimiento en Marrakesh de la plaza Jemaa el-Fna  que, como su Aleph, es magia de infinitas combinaciones que eternizan en un cosmos el alma y la inteligencia del hombre. Pero, si reflexionamos un poco para hacer un homenaje a este mágico lugar tan querido por Goytisolo y Borges, no basta ceñirnos a lo intelectual, Jemaa el-Fna es un lugar de lugares donde los sentidos quedan por un instante detenidos para arrastrarnos a ese vértigo en el que nuestro cuerpo queda a merced de esa maravilla de color, sonido, fragancias ásperas y penetrantes.

  Nunca olvidaré a Borges, ávido por escuchar la descripción del lugar; Borges sentado en un escabel en el piso que era todavía de tierra, para que le leyeran la suerte; Borges escuchando a uno de los confabulatores nocturni, siguiendo con el movimiento de su cabeza la cadencia de las palabras dichas en una lengua que le era ajena, pero cuyo ritmo estaba ya en su alma desde su infancia.

  Nunca olvidaré el homenaje que con imaginativa generosidad organizó Goytisolo para el centenario de Borges; un laberinto de escritura árabe en el Museo de Marrakesh, conferencias sobre su obra y al caer la tarde en la plaza Jemaa el-Fna, vi de pie al más célebre contador de cuentos vestido de blanco, los ojos oscuros con una mirada profunda que parecía poder ver el alma del otro, a su alrededor la halka, sentados en el suelo, el círculo de oyentes que entrarían en la magia del relato. Pensé cómo podría comprender cerrar la narración si no entendía la lengua, los miré y de pronto me di cuenta de que la comprensión se daría de otro modo, mi lectura consistiría en observar la tensión en los cuerpos, las bocas entreabiertas por el asombro o por la risa, las miradas ávidas por conocer el desenlace… cada tanto yo oí el nombre de Borges. Al finalizar el relato les pregunté qué quería decir Borges en árabe, rieron mucho y me explicaron que lo que había relatado el contador de cuentos era La busca de Averroes y que lo que yo oía era el nombre de Borges porque el contador de cuentos lo había incorporado en el relato diciendo cómo un escritor que vivía del otro lado del mundo paseaba en busca, quizá, de la perdida Atlántida.

  No tuvo límites mi emoción al imaginar lo que Borges hubiera sentido al entrar a formar parte como personaje en boca de uno de los confabulatores nocturni de la plaza Jemaa el-Fna.

  Quiero agradecer especialmente a Goytisolo por su obra, por la mágica promesa de una bandada de pájaros que faltaron a la cita en la terraza de un café frente a una mezquita en Marrakesh, por una noche de fiesta con los músicos Gnawa, que tocaron sin cesar como una incantación que marcaba quizá esa preocupación de Juan Goytisolo por encontrar un camino de purificación en esa busca por la trascendencia del alma. Esta trascendencia que le será dada quizá, por la relación profunda entre Eros y la aventura espiritual, unificando así en un solo haz luminoso el motor de la creación.


*Buenos Aires, Casa Pardo, 1974, p. 71
** Ficciones (1944), en Obras completas 1, op. cit., p. 807
***La cifra (1981), en Obras completas 3, op. cit., p. 319


En Homenaje a Borges (2016)

3/6/17

Jorge Luis Borges: El laberinto







Este es el laberinto de Creta. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto.





Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa


Foto arriba: Borges y M. Kodama en Palermo (Sicilia) 1984 
© Ferdinando Scianna-Magnum Photos

Abajo: Foto incluida junto al texto en Atlas
Colección propiedad de María Kodama
Fundación Internacional Jorge Luis Borges


2/6/17

Amir Hamed: It's me, Borges






«—Beatriz, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges», escribió uno de los mejores prosistas del castellano, allá por 1950. Fue en "El Aleph", relato que centrifuga las mezquindades reciprocadas con un rival, Carlos Argentino Daneri —cuya actividad mental era «continua, apasionada, versátil y del todo insignificante»—, junto al insistente recordatorio de la fallecida Beatriz —que murió sin atender ni el enconado amor ni tampoco la obra del narrador— y el descubrimiento, en un sótano, de uno de los puntos del espacio «que contiene todos los puntos», y que acaso concentre la vida y obra de Jorge Luis Borges.

Para la mayoría de los que todavía deambulamos por el mundo, conocer a Borges fue encontrarse con un personaje ya rotundamente ciego, chispeante, apergaminado, postergado por el Nobel y precedido por un bastón en las contraportadas de sus libros, las revistas farandulescas y sus ocasionales incursiones por la televisión. Más que un escritor, para entonces era un personaje legendario, construido a partir de caprichos, humoradas y citas extravagantes, arrasado por lo que había escrito cuando todavía había en sus pupilas quebradizas un atisbo de luz, cuando, por fin, había encontrado desde dónde sacar esa voz deslumbrante que, sin embargo, permanecía insonora para casi todos los que lo rodeaban.

Porque a pesar de que la tarda figura pública de Borges contaminó todo lo que había escrito, desde los vacilantes comienzos de Fervor de Buenos Aires, o la tan acrobática como despareja sintaxis de El tamaño de mi esperanza o Evaristo Carriego, un repaso desapasionado permite descubrir que su obra relevante ocupa un período, si bien prolífico, no muy dilatado: desde 1937 hasta 1953, cuando publicara Historia de la Eternidad, Ficciones, El Aleph y Otras Inquisiciones. Después fue la ceguera; antes, el sinuoso recorrido que le permitió decantarse, descubrir que la lírica, que era su empuje, le respondía mejor en la prosa, y que la prosa, finalmente, le permitiría alcanzar ese personaje obsesivo, llamado Borges, al que el vigor de Leonor Acevedo, su madre, le llevaba la comida a la boca.

Para decirlo de otro modo, Borges, que vetusto daba esa impresión de estar más allá de bienes o males, necesitó de un enconado aprendizaje para alcanzar una obra luminosa. Antes de Historia de la Eternidad, sus escritos, si bien gratifican porque desnudan las endebleces de un escritor que se está acerando, son descartables. Eran las insistentes incursiones de poeta habilidoso pero menor, las gratuidades de un prosista demasiado afectado, como en Historia Universal de la Infamia.

Si se las repasa, y se las conjuga con sus inquinas y devociones, se puede aquilatar cuánto sufría a sus predecesores y contemporáneos. Así como para dar con la narrativa tuvo que calumniar a la novela, género que no se le daba, manifestó aborrecimiento por Quiroga, en quien estaba la concentración que Borges necesitaba para incursionar en el cuento. Necesitó también afirmar su desestima por Darío y Herrera y Reissig (a quien en su momento vindicó como maestro de los ultraístas y cuyos afectados modernismos no fueron superados por los versos borgeanos) y mercadear— para combatir a los maestros que lo sofocaban —a Chesterton o a De Quincey, que fueron escritores infinitamente menores que él mismo cuando por fin, en silencio, decantando implacable a partir del inglés y del latín (hay giros de Séneca y Tito Livio que se reiteran en Borges) mejoró definitivamente el lenguaje para que todos tuviéramos con qué escribir.

En ése, su período de esplendor, el castellano pasó a ser otra cosa. Sin embargo, nadie se enteraba: incontables carlos argentinos daneris recibían los aplausos de las beatrices de turno en tanto que Borges no lograba hacerse oír, prodigando columnas en la revista El Hogar y designado Inspector de animales domésticos por la administración peronista. En "El Aleph" se respira la intensidad de su resentimiento, la obsesión por negar al "Georgie", como lo llamaban —tratando de dar cuenta de lo que consideraban sus excentricidades— y construir al autor que finalmente su paciencia y longevidad le permitieron construir en mitad de la ceguera.

Era sexagenario cuando le llegó el reconocimiento internacional y, a partir de éste, la admiración en Argentina. Si bien en lo estrictamente literario nada aportó que ya no hubiera escrito, tuvo para agregar el chisporroteo de su figura, la difusión de sus obsesiones y la perplejidad de descubrirse siendo mucho más de lo que siquiera hubiera deseado, responsable de conjeturar sobre un mundo convulso al que ni siquiera podía ver y en un rubro, como la política, que nunca se le había revelado de forma apropiada.

Tal vez por eso, muy poco antes de morir, trató de poner las cosas en su lugar, estirando su trazo recurrente de ser otro, pero también el mismo. En un poemita, publicado en La Nación, mejoraba un fervor añejo: «Beatriz / Beatriz Elena / Beatriz Elena Viterbo. / Soy yo / Borges».

Poco después, en Ginebra, en junio de 1986, Borges, un hombre como todos, hecho de resentimientos y lealtades, que alcanzó a escribir como casi nadie y que había acompañado desde su penumbra gran parte del siglo, se mudó al reino de los muertos, legando en cuatro títulos una lección inevitable para quienes pretendan ingresar a la literatura. El resto, si bien bastante menos memorable, no es silencio. Unas mil páginas testimonian el prolongado itinerario de cierta obsesión llamada Borges.




* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 87 Fuente

Foto: Borges en un Café de París, 1980 (s-a)

1/6/17

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El enemigo número 1 de la censura








(Semblanza de Ernesto Gomensoro para hacer las veces de prólogo a su Antología)
Sobreponiéndome al sentimiento que el corazón me dicta, escribo con la Remington esta semblanza de Ernesto Gomensoro, para hacer las veces de prólogo a su Antología. Por un lado, me trabaja la grima de no poder cumplir de un modo cabal con el mandato de un difunto; por el otro, me doy el gustazo melancólico de retratar a ese hombre de valía que los pacíficos vecinos de Maschwitz aún hoy recuerdan bajo su nombre de Ernesto Gomensoro. No olvidaré fácil aquella tarde en que me acogiera, con mate y bizcochitos, bajo el alero de su quinta, no lejos de la vía del tren. La causante de que yo me costease hasta esos andurriales fue la natural conmoción de haber sido objeto de una tarjeta dirigida a mi domicilio, invitándome a figurar en la Antología que por entonces incubaba. El fino olfato de tan remarcable mecenas despertó mi siempre despabilado interés. Además quise tomarle al vuelo la palabra, no fuera a arrepentirse, y decidí llevar de mano propia la colaboración, para evitar las clásicas demoras que suelen imputarse a nuestro correo.[*]
El cráneo glabro, la mirada perdida en el horizonte rural, la anchurosa mejilla de pelambre gris, la boca por lo general provista de bombilla y mate, el pulcro pañuelo de mano bajo el mentón, el tórax de toro y un liviano traje de hilo a medio planchar constituyeron mi primera instantánea. Desde el sillón de hamaca de mimbre, el conjunto atractivo de nuestro anfitrión complementóse presto con la voz campechana que me indicó el banquito de cocina para que me sentase. A efectos de pisar terreno firme, agité a su vista, ufano y tenaz, la tarjeta-invitación.
—Sí —articuló con displicencia—. Mandé la circular a todo el mundo.
Semejante sinceridad me entonó.
En tales casos la mejor política es congraciarse con el hombre que fuera nuestra suerte en las manos. Le declaré con suma franqueza que yo era el reportero de artes y letras de Última Hora y que mi verdadero propósito era el de consagrarle un reportaje. No se hizo de rogar. Escupió verde para aclarar el garguero y dijo con la llaneza que es ornato de las figuras próceres:
—Avalo su propósito de corazón. Le prevengo que no le voy a hablar de la censura, porque ya más de uno anda repitiendo que soy temático y que la guerra contra la censura se ha vuelto mi única idea fija. Usted me rebatirá con la objeción de que hoy por hoy son pocos los temas que apasionan como ése. No es para menos.
—Si lo sabré —suspiré—. El pornógrafo más desprejuiciado observa cada día una nueva traba en su campo de acción.
Su respuesta me dejó sin otro recurso que abrir la boca.
—Ya maliciaba yo que usted agarraría para ese lado. Le reconozco a toda velocidad que poner cortapisas al pornógrafo no tiene mucho de simpático que digamos. Pero ese caso tan cacareado no es más, qué azúcar y qué canela, que una faceta del asunto. Tanta saliva gastamos contra la censura moral y contra la censura política, que pasamos por alto otras variedades que son, con mucho, más atentatorias. Mi vida, si usted me permite llamarla así, es un ejemplo aleccionante. Hijo y nieto de progenitores que fueron invariablemente bochados por la mesa de examen, me vi abocado desde niño a las más diversas tareas. Fue así que me arrastró la vorágine de la escuela primaria, del corretaje de valijas de cuero y, en ratos robados a la fajina, de la composición de uno que otro verso. Este último hecho, en sí carente de interés, avispó la curiosidad de los espíritus inquietos de Maschwitz y no tardó en correr y agrandarse de boca en boca. Yo sentí, como quien ve subir la marea, que el consenso del pueblo, sin distinción de sexo ni edad, recibiría con alivio que yo comenzara a publicar en periódicos. Apoyo semejante me impelió a mandar por correo, a revistas especializadas, la oda ¡En camino! Una conspiración del silencio fue la respuesta, con la excepción honrosa de un suplemento que me la devolvió sin más.
Ahí puede ver el sobre, en un marco.
No me dejé desanimar. Mi segunda carga asumió una naturaleza masiva; remití a no menos de cuarenta órganos simultáneos el soneto En Belén y después, continuando el bombardeo, las décimas Yo alecciono. A la silva La alfombra de esmeralda y al ovillejo Pan de centeno, les cupo, usted no me va a creer, idéntica suerte. Tan extraña aventura fue seguida, con suspenso simpático, por las autoridades y personal de nuestra estafeta, que se apresuraron a divulgarla. La resultante fue previsible; el doctor Palau, ornato y fuste si los hay, me nombró director del director del suplemento literario de los jueves del diario La Opinión.
Desarrollé esa magistratura civil durante casi un año, cuando me echaron. Fui, por sobre todo, imparcial. Nada, apreciable Bustos, me viene a intranquilizar la conciencia a las altas horas. Si una sola vez di cabida a un hijo de mi musa —el ovillejo Pan de centeno, que desaté una persistente campaña de solicitadas y anónimos— lo hice bajo el socorrido seudónimo de Alférez Nemo, con alusión, que no todos captaron, a Julio Verne. No fue sólo por eso que me enseñaron el camino de la calle; no hubo bicho viviente que no me endilgara la culpa de que la hoja de los jueves era más bien el tarro de la basura o, si usted prefiere, la última roña. Aludían, a lo mejor, a la ínfima calidad de las colaboraciones expuestas. La inculpación, a no dudar, era justa; no así la comprensión del criterio que me oficiara de brújula. Más náusea que a los peores Aristarcos me sigue dando la retrospectiva lectura de aquellos papeluchos sin ton ni son, que yo sin tan siquiera hojearlos confiaba al señor regente de los talleres gráficos. Le hablo, como usted ve, con el corazón en la mano: pasar del sobre al linotipo era todo uno y yo ni me tomaba el trabajo de averiguar si eran en prosa o verso. Le pido que me crea: mi archivo atesora un ejemplar en que se repite dos o tres veces la misma fábula, copiada de Iriarte y firmada de manera contradictoria. Avisos de Té Sol y de Yerba Gato alternaban gratuitamente con el resto de las colaboraciones, sin que faltara alguno de esos versitos que los desocupados dejan en el cuarto de baño. Figuraban también nombres femeninos de la mayor expectabilidad, con el número de teléfono.
Como ya lo olfatease mi señora, el doctor Palau terminó por montar el picazo y me dijo dando la cara que la hoja literaria sanseacabó y que no me podía decir que me agradecía los servicios prestados, porque no estaba para bromas y que me fuera al trote.
Le soy sincero; para mí el despido debe atribuirse, por increíble que parezca, a la publicación fortuita de la notable silva El malón, que revive un episodio muy querido en la zona, la devastadora incursión de los indios pampas, que no dejaron títere con cabeza. La historicidad del flagelo ha sido puesta en duda por más de un iconoclasta de Zárate; lo indiscutible es que insufló los gallardos versos de Lucas Palau, martillero y sobrino de nuestro director. Cuando usted, joven, esté por tomar el tren, que le falta poco, le mostraré la silva aludida, que la tengo en un marco. Yo la había publicado, según mi norma, sin fijarme en la firma ni en el texto. El bardo, me dijeron, arremetió con otras versadas que esperaron su turno y que no salieron, porque nunca dejé de respetar el orden de arribo. Adefesio sobre adefesio las iba postergando; el nepotismo y la impaciencia rebalsaron la copa y entonces fue que tuve que encontrar la puerta de salida. Retiréme.
A lo largo de esta tirada, Gomensoro hablóme sin amargura y con evidente sinceridad. En mi rostro se pintaba el recogimiento del que contempla un chancho volando y tardé mi buen rato en articular:
—Seré un obtuso, pero no lo capto de lleno. Quiero entender, quiero entender.
—Todavía no le sonó la hora —fue la respuesta—. A lo que veo, usted no es de esta zona entrañable de todos mis amores, pero por lo obtuso (para repetir su dictamen, no menos objetivo que severo) bien podría serlo, por no haber entendido ni jota de lo que le estoy remachando. Un testimonio más de esa incomprensión difundida fue que la Comisión de Honor de los juegos Florales, que tanto lustre dieron a nuestra pujante localidad, me ofreció ser jurado de los mismos. ¡No habían entendido ni jota! Como era mi deber decliné. La amenaza y el soborno se estrellaron contra mi decisión de hombre libre.
En este punto, como quien ha suministrado ya la clave del enigma, rechupó la bombilla y se encastilló en su fuero interior.
Cuando agotó el contenido de la pavita, me atreví a susurrar con voz de flauta:
—No termino, mi jefe, de comprenderlo.
—Bueno, se lo pondré en palabras a su nivel. Quienes socavan con la pluma las bases de las buenas costumbres o del Estado no desconocen, quiero creerlo, que expónense a pelarse la frente contra el rigor de la censura. El hecho es incalificable, pero comporta ciertas reglas de juego y el que las infringe sabe lo que hace. En cambio veamos lo que pasa cuando usted se apersona a una redacción con un original que es, por donde se lo quiera mirar, un verdadero fárrago. Lo leen, se lo devuelven y le dicen que se lo ponga donde quiera. Le apuesto que usted sale con la certeza de que lo han hecho víctima de la censura más despiadada. Supongamos ahora lo inverosímil. El texto sometido por usted no es una cretinada y el editor lo toma en consideración y lo manda a la imprenta. Quioscos y librerías lo pondrán al alcance de los incautos. Para usted, todo un éxito, pero la insoslayable verdad, mi estimable joven, es que su original, mamarracho o no, ha pasado por la horcas caudinas de la censura. Alguien lo recorrió, siquiera de visu; alguien lo juzgó, alguien lo depuso en el canasto o se lo enjaretó a la imprenta. Por oprobioso que parezca, el hecho se repite de continuo, en todo periódico, en toda revista. Siempre nos topamos con un censor que elige o descarta. Eso es lo que no aguanto ni aguantaré. ¿Comienza usted a comprender mi criterio cuando la dirección de los jueves? Nada revisé ni juzgué; todo halló su cabida en el Suplemento. En estos días el azar, en forma de una súbita herencia, permitírame al fin la confección de la Primera Antología Abierta de la Literatura Nacional. Asesorado por la guía del teléfono y otras, me he dirigido a todo bicho viviente, inclusive a usted, solicitándole que me mande lo que le dé la real gana. Observaré, con la mayor equidad, el orden alfabético. Esté tranquilo: todo saldrá en letras de molde, por más mugre que sea. No lo retengo. Ya estoy oyendo, me parece, las pitadas del tren que lo reintegrará a la diaria fajina.
Salí tal vez pensado que quién me hubiera dicho que esa primera visita a Gomensoro resultaría, qué le vamos a hacer, la última. El diálogo cordial con el amigo y maestro no se reanudaría otra vuelta, por lo menos en este margen de la laguna Estigia. Meses después lo arrebató la Parca en su quinta de Maschwitz.
Repugnante a todo acto que involucrara un mínimo de elección, Gomensoro nos dicen barajó en una barrica los nombres de los colaboradores y en esa tómbola salí yo el agraciado. Me tocó una fortuna cuyo monto superaba mis más brillantes sueños de codicia, bajo la sola obligación de publicar a la brevedad la antología completa. Acepté con el apuro que es de suponer y me di traslado a la quinta, que antaño me acogiese, donde me cansé de contar galpones, atestados de manuscritos que ya orillaban la letra C.
Caí como herido del rayo cuando conversé con el imprentero. ¡La fortuna no alcanzaba para pasar, ni en papel serpentina y letra de lupa, más allá de Añañ!
Ya he publicado en rústica todo ese tendal de volúmenes. Los excluidos, de Añañ para adelante, me tienen medio loco a pleitos y querellas. Mi abogado, el doctor González Baralt, alega en vano, como prueba de rectitud, que yo también, que empiezo con B he quedado afuera, para no decir nada de la imposibilidad material de incluir otras letras. Me aconseja, en el ínterin, que busque refugio en el Hotel El Nuevo Imparcial, bajo nombre supuesto.

Pujato, 1.º de noviembre de 1971
El texto que le llevé fue “El hijo de su amigo”, que el investigador hallará en el corpus de este volumen


Incluido en Nuevos Cuentos de Bustos Domecq (1977) sobre idea de ABC (ver 31.12.71)
Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997



Foto arriba: Último encuentro de Borges y Bioy Casares, 27.XI.1985
Librería Casares, por Julio Gustozza
incluida en ABC: Borges Cortesía de Miguel Ruibal [+]


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