18/6/17

Jorge Luis Borges: Laberinto






Surge por un grabado de un libro de la Casa Garnier que había en Francia, en la biblioteca de mi padre. Era una especie de edificio parecido a un anfiteatro, tenía grietas, se veía que era un edificio alto porque era mucho más alto que los cipreses y que los hombres. Yo pensaba que si tuviera una lupa o tuviera una mejor vista podría ver un minotauro adentro, y desde entonces he tenido esa visión del laberinto. Pero además es un símbolo del estar perplejo, de estar perdido en la vida, y yo me siento muchas veces perplejo, es decir, casi diría que mi estado continuo es un estado de asombro: ahora estoy asombrado de estar grabando aquí, de estar conversando con ustedes, y me parece que el símbolo más evidente de la perplejidad es el laberinto. Además, el laberinto tiene algo muy curioso porque la idea de perderse no es rara, pero la idea de un edificio construido para que la gente se pierda —aunque esa idea sea tomada de los túneles de las minas— es una idea rara, la idea de un arquitecto de laberintos, la idea de Dédalo o (si quiere literariamente) la idea de Joyce es una idea rara, la idea de construir un edificio de una arquitectura cuyo fin sea que se pierda la gente y que se pierda el lector, esa es una idea rara, por eso he seguido siempre pensando en el laberinto…

  Borges para millones, 1978






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires,1978
Portada del libro Borges A/Z 
Colección La Biblioteca de Babel



17/6/17

Jorge Luis Borges: Algunos pareceres de Nietzsche







Siempre la gloria es una simplificación y a veces una perversión de la realidad: no hay hombre célebre a quien no lo calumnie un poco su gloria. Para América y para España, Arturo Schopenhauer es primordialmente el autor de El amor, las mujeres y la muerte: rapsodia fabricada con fragmentos sensacionales por un editor levantino. De Friedrich Nietzsche, discípulo rebelde de Schopenhauer, ya observó Bernard Shaw (Major Barbara, Londres, 1905) que era la víctima mundial de la frase "bestia rubia" y que todos atribuían su renombre y limitaban su obra a un evangelio para matones. A pesar de los años transcurridos, la observación de Shaw no ha perdido en validez, si bien hay que admitir que Nietzsche ha consentido y tal vez ha cortejado ese equívoco. En sus años finales aspiró a la dignidad de profeta y sabía que ese ministerio es incompatible con un estilo razonable o explícito. El más famoso (no el mejor) de sus libros es un pastiche judeo-alemán, un prophetic book más artificial y harto menos apasionado que los de Blake. Paralelamente a la composición de su intencionada obra pública, Nietzsche apuntaba en otros cuadernos los razonamientos capaces de justificar esa obra. Esos razonamientos (y toda suerte de meditaciones afines) han sido organizados y editados por Alfred Bacumler y componen dos tomos de cuatrocientas y quinientas páginas cada uno. La obra general se titula —algo torpemente— "La inocencia del devenir" y ha sido publicada en 1931 por Alfred Kröner. "En los libros publicados", escribe el editor: "Nietzsche habla siempre ante un adversario, siempre con reticencias; en ellos predomina el primer plano, como lo ha declarado el mismo autor. En cambio, su obra inédita (que abarca de 1870 a 1888) registra el fondo de su pensamiento, y por eso no es obra secundaria, sino obra capital."

Este fragmento —el 1072 del primer volumen— es un testimonio patético de su soledad: "¿Qué hago al borronear estas páginas? Velar por mi vejez: registrar para el tiempo, cuando el alma no puede emprender nada nuevo, la historia de sus aventuras y de sus viajes de mar. Lo mismo que me reservo la música para la edad en que esté ciego."

Es común identificar a Nietzsche con las intolerancias y agresiones del racismo y elevarlo (o denigrarlo) a precursor de esa pedantería sangrienta; veamos lo que Nietzsche —buen europeo, al fin— pensaba hacia 1880 de tales problemas. "En Francia —anota— el nacionalismo ha pervertido el carácter, en Alemania el espíritu y el gusto: para soportar una gran derrota —en verdad, una definitiva— hay que ser más joven y más sano que el vencedor."

La reserva final no debe impulsarnos a creer que las victorias de 1871 lo regocijaban con exceso. El fragmento 1180 del segundo volumen declara: "Para entusiasmarnos por el principio, Alemania, Alemania encima de todo, o por el imperio alemán, no somos lo bastante estúpidos"; poco antes observa: "Alemania, Alemania encima de todo, es quizá el lema más insensato que se ha propalado jamás. ¿Por qué Alemania —pregunto yo— si no quiere, si no representa, si no significa algo de más valor que lo representado por otras potencias anteriores? En sí, es sólo un gran Estado más, una bobería más en la historia."

El antisemitismo lo mueve a las siguientes observaciones: «Encontrar un judío es un beneficio sobre todo cuando se vive entre alemanes. Los judíos son un antídoto contra el nacionalismo, esa última enfermedad de la razón europea... En la insegura Europa son quizá la raza más fuerte: superan a todo el occidente de Europa por la duración de su proceso evolutivo. Su organización presupone un devenir más rico, un número mayor de etapas que el de los otros pueblos... Como cualquier otro organismo, una raza sólo puede crecer o perecer: el estancamiento es imposible. Una raza que no ha perecido, es una raza que ha crecido incesantemente. La duración de su existencia indica la altura de su evolución: la raza más antigua debe ser también la más alta. En la Europa contemporánea los judíos han alcanzado la forma suprema de la espiritualidad: la bufonada genial.

»Con Offenbach, con Enrique Heine, la potencia de la cultura europea ha sido superada: las otras razas no tienen la posibilidad de ser ingeniosas de esa manera... En Europa son los judíos la raza más antigua y más pura. Por eso la belleza de la mujer judía es la más alta.»

Examinado con alguna imparcialidad, el párrafo anterior es muy vulnerable. Su propósito es refutar (o molestar) al nacionalismo alemán; su forma es una afirmación y una hipérbole del nacionalismo judío. Este nacionalismo es el más exorbitante de todos; pues la imposibilidad de invocar un país, un orden, una bandera, le impone un cesarismo intelectual que suele rebasar la verdad. El nazi niega la participación del judío en la cultura de Alemania; el judío, con injusticia igual, finge que la cultura de Alemania es cultura judía. Por lo demás, el pensamiento de Nietzsche debe haber sido más imparcial que sus afirmaciones; sospecho que se dirigía, in mente, a alemanes incrédulos e indignables.

En otro lugar escribe proféticamente: "Los alemanes creen que la fuerza debe manifestarse por el rigor y por la crueldad. Les cuesta creer que puede haber fuerza en la serenidad y en la quietud. Creen que Beethoven es más fuerte que Goethe; en eso se equivocan."

Este fragmento —el 1168— no carece tal vez de actualidad y aun de futuridad: "Todos los verdaderos germanos emigraron: la Alemania actual es un puesto avanzado de los eslavos y prepara el camino para la rusificación de la Europa". Inútil agregar que esa doctrina puede congregar escasos prosélitos en la Alemania de hoy. El país está regido por germanistas que preconizan la anexión de ciertos vecinos porque son de raza germánica y ciertos otros vecinos porque son de raza inferior. Esos peligrosos etnólogos afirman un predominio germánico en Escandinavia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en Francia, en Lombardía y en Norteamérica: hipótesis que no les prohíbe atribuir a Alemania la exclusiva representación de esa ubicua raza.

En otro lugar dice Nietzsche: "Bismarck es un eslavo. Basta mirar las caras de los alemanes: emigraron todos los que tenían sangre varonil, generosa; la lamentable población que no se movió: el pueblo de alma servil se mejoró después con alguna adición de sangre extranjera, principalmente eslava. La mejor sangre de Alemania es la sangre aldeana: por ejemplo, Lutero, Niebuhr, Bismarck."

Movilizar contra Alemania el párrafo que acabo de trasladar sería una ligereza y una injusticia. Una de las capacidades geniales del intelectual alemán —no sé si del francés— es la de no ser accesible a las supersticiones del patriotismo. En trance de ser injusto, prefiere serlo con su propio país. Nietzsche —no nos dejemos desviar por su nombre polaco— era muy alemán. Una de las amonestaciones que hemos leído nos exhorta a no confundir la mera violencia y la fuerza: así no hubiera hablado Zaratustra si hubiera tenido presente esa distinción.

En el fragmento 1139, Nietzsche condena con plenitud la obra de Lutero; en el fragmento 501 escribe, sin embargo: "El hombre hace que un acto sea meritorio, pero es imposible que un acto dé méritos a un hombre." También es imposible formular con menos palabras la doctrina que opuso Martín Lutero a la doctrina de la salvación por las obras.

En aquel ruidoso y casi perfectamente olvidado volumen —Degeneración— que tan buenos servicios prestó como antología de los escritores que el autor quería denigrar, Max Nordau vio en el carácter fragmentario de las obras de Nietzsche una demostración de su incapacidad para componer. A ese motivo (que no es lícito excluir y que no es importante) podemos agregar otro: la vertiginosa riqueza mental de Nietzsche. Riqueza tanto más sorprendente si recordamos que en su casi totalidad versa sobre aquella materia en que los hombres se han mostrado más pobres y menos inventivos: la ética.

Excepto Samuel Butler, ningún autor del siglo XIX es tan contemporáneo nuestro como Friedrich Nietzsche. Muy poco ha envejecido en su obra —salvo, quizás, esa veneración humanista por la antigüedad clásica que Bernard Shaw fue el primero en vituperar. También cierta lucidez en el corazón mismo de las polémicas, cierta delicadeza de la invectiva, que nuestra época parece haber olvidado.



Diario La Nación, Buenos Aires, 11 de febrero de 1940
Éste fue el primer artículo que Borges publicó en La Nación

Y en J. L. Borges, Ficcionario. Una antología de sus textos
Edición, introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal, Mexico, FCE, 1981

Diario La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 1999

Luego, incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001




16/6/17

Ernesto Sabato: Borges, subyugante orfebre de la lengua castellana






Borges fue uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo y uno de los más subyugantes orfebres de la lengua castellana de toda su historia. Siento que no haya muerto en su tierra porque sus ácidas diatribas contra la Argentina son precisamente consecuencia de su pasión nacional, como le ha pasado a tantos españoles ilustres.
Porque Borges era argentino hasta la médula de sus huesos, a pesar de ese cosmopolitismo que ha hecho decir a tanta gente que era un escritor europeo. Probablemente era un artista europeizante, lo que también es peculiar de los argentinos. Paradójicamente, eso está probando que no era europeo, ya que los europeos son simplemente europeos.
Muestra sutil
Como aquellos escritores rusos de la época zarista, y es el caso de Turgeniev, que fue acusado de occidentalista por los eslavófilos y que hoy advertimos que era tan ruso como el zar. La lengua de Borges es también una muestra sutil pero profunda de su argentinismo, una variedad del castellano que difiere en tantas cosas. Porque nosotros los españoles y los argentinos podemos repetir aquel enunciado casi hegeliano de Bernard Shaw, a propósito de ingleses y americanos: una lengua común nos separa. Su influencia fue vasta y en particular todos los escritores argentinos que vinimos después le debemos algo en mayor o menor medida.
En El País, Madrid, 16 de junio de 1986 
Borges y Sabato en bar en Plaza Dorrego, 1974
Foto Editorial Atlántida


15/6/17

Jorge Luis Borges: La fruición literaria






Sospecho que los novelones policiales de Eduardo Gutiérrez y una mitología griega y el Estudiante de Salamanca y las tan razonables y tan nada fantásticas fantasías de Julio Verne y los grandiosos folletines de Stevenson y la primer novela por entregas del mundo: las 1001 Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.
La lista es heterogénea y no puede confesar otra unidad que la consentida por la edad tempranísima en que los leí. Yo era un hospitalario lector en este anteayer, un cortesísimo indagador de vidas ajenas y todo lo aceptaba con venturosa y alacre resignación. En todo creía, hasta en las malas ilustraciones y en las erratas. Cada cuento era una aventura y yo buscaba lugares condignos y prestigiosos para vivirla: el descanso más empinado de la escalera, un altillo, la azotea de la casa.
Luego descubrí las palabras: descubrí su agasajo legible y hasta memorable y hospedé muchas tiradas en prosa y verso. Algunas —todavía— suelen acompañarme la soledad, y el agrado que me inspiraron se ha hecho costumbre; otras han caído piadosamente de mi recuerdo, como el Tenorio, que alguna vez supe íntegro y que han extirpado los años y mi desgano. Despacito, a través de inefables chapucerías de gusto, intimé con la literatura. No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor. En cambio, sé que fue apasionadísimo mi primer encuentro con el Sartor Resartus o Sastre Zurcido del energuménico Tomas Carlyle: libro arrumbado, que hace años está leyéndose solo en la biblioteca. Después, fui mereciendo amistades escritas que todavía me honran: Schopenhauer, Unamuno, Dickens, De Quincey, otra vez Quevedo.
¿Y en el día de hoy? He dado en escritor, en crítico, y debo confesar (no sin lástima y conciencia de mi pobreza) que releo con un muy recordativo placer y que las lecturas nuevas no me entusiasman. Ya tiendo a contradecirles la novedad, a traducirlas en escuelas, en influencias, en combinación. Conjeturo que de ser sinceros, todos los críticos del mundo (y aun algunos de Buenos Aires) dirían lo mismo. Es natural: la inteligencia es económica y arregladora y el milagro le parece una mala costumbre. Admitirlo, ya es injustificarse.
Escribe Menéndez y Pelayo: Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan! (Historia de la poesía americana, tomo segundo, página 103). Esta que parece advertencia, es una confesión. Esos tan resucitadores ojos de la historia ¿qué son sino un sistema de lástimas, de generosidades o sencillamente de cortesías? Se me replicará que sin ellos, confundiremos el plagiario con el inventor, la sombra y el bulto. Cierto, pero una cosa es la justiciera repartición de glorias y otra la pura fruición estética. Es lamentable observación mía que cualquier hombre, a fuerza de recorrer muchos volúmenes para juzgarlos (y no es otra la tarea del crítico) incurre en mero genealogista de estilos y en rastreador de influencias. Vive en esta pavorosa y casi inefable verdad: La belleza es un accidente de la literatura; depende de la simpatía o antipatía de las palabras manejadas por el escritor y no está vinculada a la eternidad. Los epígonos, los frecuentadores de temas ya poetizados, suelen conseguirla y casi nunca los novadores.
Nuestra desidia conversa de libros eternos, de libros clásicos. Ojalá existiera algún libro eterno, puntual a nuestra gustación y a nuestros caprichos, no menos inventivo en la mañana populosa que en la noche aislada, orientado a todas las horas del mundo. Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin lectura final.
Si las obtenciones de belleza verbal que puede ministramos el arte fueran infalibles, existirían antologías no cronológicas y hasta sin nómina de escritores ni escuelas. La sola evidencia de hermosura de cada composición bastaría para justificarla. Claro que esa conducta sería estrafalaria y aun peligrosa en las antologías al uso. ¿Cómo admirar los sonetos de Juan Boscán, si no sabemos que fueron los primeros de que adoleció nuestro idioma? ¿Cómo sufrir los de Mengano, si ignoramos que ha perpetrado otros muchos que son todavía más íntimos del error y que además, es amigo del antologista?
Temo no ser entendido en este lugar, y a riesgo de simplificar demasiado el asunto, buscaré un ejemplo. Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó, y no es paradoja. Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar, no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero… Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aún, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase.
Hablo sin intención de ironía. La distancia y la antigüedad (que son los énfasis del espacio y del tiempo) tiran de nuestro corazón. Ya Novalis enunció esa verdad y Spengler ha sabido razonarla grandiosamente, en libro famoso. Yo quiero señalar su atingencia con la literatura, que es cosa patética. Si ya nos engravece pensar que hace dos mil quinientos años vivieron hombres, ¿cómo no ha de conmovernos saber que versificaron, que fueron espectadores del mundo, que hospedaron en las palabras leves y duraderas algo de su pesada vida fugaz, que esas palabras están cumpliendo un largo destino?
El tiempo, tan preciado de socavador, tan famoso por sus demoliciones y sus ruinas de Itálica, también construye. Al erguido verso de Cervantes
¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!…
lo vemos refaccionado y hasta notablemente ensanchado por él. Cuando el inventor y detallador de Don Quijote lo redactó, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Sospecho que los contemporáneos suyos lo sentirían así:
¡Vieran lo que me asombra este aparato!…
o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.
En general, el destino de los inmortales es otro. Los pormenores de su sentir o de su pensar suelen desvanecerse o yacen invisibles en su labor, irrecuperables e insospechados. En cambio, su individualidad (esa simplificadísima idea platónica que en ningún rato de su vida fueron con pureza) se aferra como una raíz a las almas. Se vuelven pobres y perfectos como un guarismo. Se hacen abstracciones. Son apenas un manojito de sombra, pero lo son con eternidad. Les conviene demasiado esta oración: Quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra (Quevedo: La hora de todos y la fortuna con seso, episodio XXXV). Pero hay diversas inmortalidades.
Tierna y segura inmortalidad (alcanzada alguna vez por hombres medianos, pero de honesta dedicación y largo fervor) es la del poeta cuyo nombre está vinculado a un lugar del mundo. Ésa es la de Burns, que está sobre tierras labrantías de Escocia y ríos que no se apuran y cordilleritas; ésa es la de nuestro Carriego, que persiste en el arrabal vergonzante, furtivo, casi enterrado que hay en Palermo al sur y en donde un extravagante esfuerzo arqueológico puede reconstruir el baldío cuya ruina actual es la casa y el despacho de bebidas que se ha hecho Emporio. Hay también un inmortalizarse en cosas eternas. La luna, la primavera, los ruiseñores, manifiestan la gloria de Enrique Heine; el mar que sufre cielo gris, la de Swinburne; los andenes estirados y los embarcaderos, la de Walt Whitman. Pero las inmortalidades mejores —las de señorío de la pasión— siguen vacantes. No hay poeta que sea voz total del querer, del odiar, de la muerte o del desesperar. Es decir, los grandes versos de la humanidad no han sido aún escritos. Esa es imperfección de que debe alegrarse nuestra esperanza.





En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto arriba: Borges y Xul Solar almorzando en Quilmes con dos amigas, 1938
Collection of Museo Xul Solar Fuente

Imagen abajo: Edición facsimilar (2017) de El idioma de los argentinos, intervenida artísticamente 
con óleo y acuarelas por Xul Solar Fuente


14/6/17

Octavio Paz: La vida







Desde que nacemos esperamos siempre a la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los 86 años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filósofo y decir que todos -el niño y el viejo, el adolescente y el hombre maduro- somos frutos cortados antes de tiempo. Borges vivió un poco más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero los años que los sobrevivió no me consuelan de su ausencia definitiva. Hoy, Borges ha vuelto a ser lo que fue para mí antes de conocerlo: un libro, una obra. Esa obra es dadora de vida. Su tema es único: el tiempo y esas invenciones del tiempo que llamamos eternidad. Paraísos y condenas, quimeras que son más reales que la realidad. Los cuentos, poemas y ensayos de Borges exploran sin cesar y a través de variaciones prodigiosas este tema único: el hombre perdido en el laberinto del tiempo, el hombre que se desvanece al contemplarse en el espejo de la eternidad sin facciones, el paraíso atroz de los inmortales que han vencido a la muerte, pero no al tiempo, ni a la vejez...

Paradojas

Un tema que se resuelve en paradojas pero también en realidades incontrovertibles: la realidad de Borges, el poeta metafísico, y la realidad de su obra. En un continente violento y movido por pasiones oscuras Borges es un milagro y un reproche. No venció al tiempo, pero nos dio transparencia y nos hizo ver que no somos sino configuraciones de tiempo. Por eso su obra nos da vida.


En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Foto: Jorge Luis Borges por Jordi Socías

13/6/17

Jorge Luis Borges: Amanecer








En la honda noche universal
que apenas contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.
Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.
Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos la que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto,
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!
Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro detiene el silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.



Tomado de la edición de 1969
Primera edición Fervor de Buenos Aires (1923)



Foto arriba: Borges por José Edmundo Clemente
en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje)








12/6/17

Guillermo Cabrera Infante: Borges y yo







Al otro, a Borges, era a quien le ocurrían las cosas. Yo sólo las relato. A veces veía su nombre en un diccionario inglés: "Jorge Luis Borges: Born 1899. Argentinian poet and literary scholar". Caminaríamos luego por Londres y nos demoraremos ante una plaza que Borges no puede ya ver y le digo su nombre. Ahora Borges ha venido a ofrecer una serie de veladas literarias en el Central Hall de Westminster. Fue allí, en la primera charla, donde por fin lo conocí personalmente. Ocurrió el jueves 13 de mayo de 1971. La fecha era memorable, y para no olvidarla guardé el talón de los boletos. La sala estaba abarrotada esa noche, a pesar de que la entrada costaba una libra, que en ese tiempo era casi una libra de carne. Cincuenta peniques para estudiantes. Inválidos de guerra, gratis. Ciegos y sordomudos, previa identificación. Así y todo, se quedó gente en la calle, que no pudo entrar pese a todas las pequeñas maniobras.
El público era el mayor que había visto el Hall desde que Mark Twain diera sus famosas charlas de Londres a finales del siglo pasado. A Borges lo ayudaron hasta la silla en el podio. Tanteó con sus manos por el micrófono, abrió un reloj sin cristal en la esfera, comprobó la hora, puso el reloj sobre el podio y comenzó a hablar, con los ojos cerrados, la voz lenta y apagada y un débil dejo en un inglés que era a la vez, como el conferenciantes, levemente victoriano con un tenue tinte exótico y nativo al mismo tiempo.
Bastón escocés
Así comenzó su primera charla. Al final habría preguntas y respuestas mediante el procedimiento de escribir la pregunta en una tira de papel y esperar que fuera seleccionada por el maestro de ceremonias. Fue una velada de veras interesante. Pero más interesante fue la charla antes de la charla.
No me gusta visitar a los artistas (y la charla demostraría el actor que había perdido el teatro argentino con Borges poeta) en su camerino. Antes de la función porque los artistas están ansiosos; después, porque están cansados. Pero Norman Thomas di Giovanni había insistido tanto en que visitara a Borges esa noche que decidí aceptar la invitación. Di Giovanni es el traductor de Borges, y entonces era como su apoderado.
En todo caso se apoderó de Borges durante toda la visita. Cuando entré al camerino, Borges estaba apoyado en su grueso bastón escocés, y sentado ante una mesa tenía frente a sí una botella de brandy medio vacía y un vaso lleno. Pensé que Di Giovanni se fortalecía antes de apoderarse del público. Pero mi curiosidad se volvió asombro al ver a Borges coger el vaso de cognac firmemente y apurarlo de un trago. Nunca hubiera creído que Borges, tan moderado en todo, bebía. Di Giovanni me explicó que era para los nervios, pero antes del trago (y después) Borges parecía tan inmutable como la esfinge. Se veía que tenía secretos y un secretario.
El público y la noche fueron de Borges. Al final el salón, lleno no sólo de espectadores sino de críticos y de escritores y hasta de editores, se volcó hacia el poeta ciego: parecían gritar nuestro Milton, nuestro Homero. En el público vi a varios técnicos de cine, y entre ellos me encontré con Sandy Lieberson, productor de cine, que me informó que rodaban un documental sobre y con Borges. Lo dirigiría Nicholas Roeg, que también estaba allí. Una vez regalé un libro por Navidad a una agente de prensa americana que vivía en Londres. Se llama Carolyn Pfeiffer, y ahora, de regreso a Hollywood, se había convertido en productora. Carolyn era muy amiga de Roeg, y le prestó el libro que yo le regalé a ella. Era la Antología personal. El tomo y su cubierta borgiana fueron a parar a la escena final culminante de Performance, que Lieberson produjo y Roeg dirigió.
Esa visión del escritor ciego era la última imagen y el motivo principal del filme. Borges, el más victoriano de los escritores, sirvió para ilustrar la película más decandente de entonces, llena de ambigüedad moral, sexo confuso y violencia. Al mismo tiempo, Borges se había vuelto un icono del swinging London. ¡Quién lo hubiera dicho!
La noche siguiente fuimos Miryam Gómez y yo a cenar a su hotel. Estaban Di Giovanni, su esposa y una mujer misteriosa, callada y exóticamente bella. Era María Kodama, que ya acompañaba a Borges, pero de lejos. El hotel era el Brown's, un viejo hotel de Londres. Como entrante, Borges me dijo casi en confidencia: "Usted sabe, Stevenson se hospedaba aquí cada vez que venía a Londres". Luego hablamos de cine, de mi viaje a Hollywood a ver a Mae West, y Borges enseguida mostró su imitación de Mae West, con su Come up and see me sometime, en que Borges, que siempre aspiró a malevo, acentuaba la vulgaridad de la West en la que ella era una virtuosa.
Decidirnos caminar hasta el parque Berkeley Square, la antigua plaza londinense que Borges evocaba al filósofo irlandés que sostiene que las cosas existen sólo cuando las percibimos. Yendo hacia la plaza, con Miryam Gómez y Di Giovanni caminando delante, se me ocurrió de pronto que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y a Homero. Decidí poner a prueba la visión del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tráfico veloz aun tarde en la noche, casi todo compuesto por taxis ávidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llevé a Borges hasta el medio de la calle y lo dejé allí con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir a Borges apenas y seguir raudos. Borges no se inmutaba. Seguramente que, discípulo de Berkeley, los taxis no le concernían porque no existían al no verlos. Corrí a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencionó mi ausencia. Pero luego, de regreso al hotel, me señaló la línea amarilla junto al bordillo y me dijo: "Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que está ahí es lo único que veo de la calle". ¿Por qué me decía esto Borges? ¿Se habría dado cuenta de mi argucia? ¿O habría un taxi de color amarillo que le pasó de cerca y decidió hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en sus cuentos, muy matrero.
Vi a Borges otras veces en otro sitios, sobre todo en Santander, donde fue a recibir la Cruz de Isabel la Católica y estuvo con Emir Monegal, su crítico y biógrafo, y Juan Cueto, en esa ocasión que prefiero que cuente Cueto del modo maestro que lo hace a menudo. Ahí, 12 años más tarde, observé dos cosas en María Kodama. Había pasado a ser el centro de la vida diaria (y nocturna) de Borges y su pelo había encanecido y le caía en una suave cascada blanca. María Kodama, en el verano de Santander, mostrada formas que no eran nada japonesas. Pero todavía se parecía a la dama fantasma de Ugetsu. Era de veras hermética.
La última vez que vi a Borges fue de nuevo en Londres, ciudad que le atraía por razones estrictamente literarias, ya que no podía apreciar la arquitectura ni ver la niebla. Tal vez Borges viviera en un Londres interior con su propia niebla. En todo caso fue traído a Inglaterra por una asociación angloargentina que quería disipar las tensiones creadas entre Gran Bretaña y Argentina por la guerra de las Malvinas. Después de un cóctel confuso (en los bajos unos indios daban la bienvenida, de sarís y turbantes, a un visitante hindú; arriba Borges era celebrado por ser argentino por los ingleses mientras los angloargentinos no sabían dónde ponerse) fuimos a cenar, entre todos los restaurantes de Londres, ¡al hotel Brown's! Ya había notado en Santander que Borges daba traspiés mentales. Esa noche resbaló en una de sus citas. Al llegar al hotel, todavía en la calle, le recordé lo que nadie tal vez recordaba.
Stevenson
"Borges", le dije, "¿recuerda que a este hotel venía Stevenson cada vez que visitaba Londres?". Me miró asombrado y me dijo: "¡No me diga!, no lo sabía. Gracias por dejármelo saber". No le dije, claro, que era él quien me había contado esa anécdota. Pero al entrar al restaurante cogió del brazo a uno de los dos angloargentinos que lo acompañaban (mientras el otro escoltaba a María Kodama, cada vez más inescrutable) y oí cómo Borges le decía a su acompañante: "¿Usted sabía que Stevenson cuando visitaba Londres venía a este hotel?" El angloargentino movió su cabeza en ignorancia absoluta. Fue entonces cuando Borges compuso su mejor bocadillo: "Me lo acaban de decir ahí afuera".
Pero luego esa noche Borges estuvo de veras brillante. Comía y hablaba con fruición mostrando interés en la comida, cosa rara, y en la conversación, como siempre. Conversamos sobre las versiones de Stevenson que da el cine, sobre todo de Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. Le hablé de la primera visión que conocí, con Fredric March y Miryam Hopkins. Borges se deleitó y creí que era con Stevenson. Craso error. "¡Ah, Miryam Hopkins!, era una bella mujer y mi actriz preferida. Lo que tenía el cuello muy ancho, ¿no le parece?". Nunca se me habría ocurrido. Después conversamos de Flann O'Brien, cuya mejor novela, At Swim-Two-Birds, había yo recomendado a varios editores españoles sin éxito. "Muy interesante novela", me dijo Borges.
El Nobel
Decidí en ese momento traer a colación en la colación un tema que según Monegal y el poeta escocés Alastair Reid, traductor de Borges, era como una colisión. Hablé del Premio Nobel que nunca ganaría. Le pregunté a Borges directamente: "Borges, ¿por qué le importa tanto ganar el Premio Nobel?. De todos los escritores que escriben en español hoy es usted el único que será leído dentro de 100 años. Ya tiene ganada la inmortalidad". Borges se sonrió: "Soy más bien uno de los inmortales de Swift". Se refería a los viejos que vivían para siempre en Gulliver. "Pero a usted no le interesa para nada el dinero". Borges me miró con esos ojos que no veían más que las rayas amarillas en el asfalto y se sonrió un poco. Cuando habló había un aire pícaro en su voz: "En cuanto al dinero, no crea, ayuda". Y disolvió la confusión en una carcajada de sus grandes dientes postizos. Todos, por supuesto, nos reímos. Borges era, como los indios de la Pampa, un contradictorio.
Ese contradictorio debe de estar ya en el cielo de los escritores. Lo espera el crítico Emir Rodríguez Monegal, que lo esperaba desde el año pasado. "Tenga cuidado, Borges", dirá Monegal, "con esa nube, que no está muy segura". Borges lo miraría impaciente todavía sin verlo, movería su bastón celeste en la dirección general de la Puerta Perlada y preguntaría impaciente: "Dígame, Monegal, ¿ya encontró la biblioteca? Babel no debe de estar lejos". Monegal hubiera querido tener la última palabra, pero sabía que debía dejarla a Borges. El argentino, buscando una raya amarilla entre las nubes sin encontrarla, sólo dijo: "Pero, che".

En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires, 1978 

11/6/17

Ana María Barrenechea: Cervantes y Borges






¿Qué preguntas podrían hacerse para contestar las que propone el título elegido? Cómo vio Borges a Cervantes es preguntarse muchas cosas a la vez. Cómo ve Borges a los escritores concretos y al destino de ser escritor, o a la persona que desea ser feliz. Ser escritor puede significar ser feliz imaginando mundos posibles y creando obras que hagan felices a los otros con sus invenciones, o entreteniendo sus propias frustraciones y desesperanzas.

Será preguntarse si Borges lee en otros su propio camino; si lee en su imaginario lo que ellos anhelaban ser y no fueron o lo que alcanzaron a escribir sin tener plena conciencia, o los nuevos objetos que inventaron con las palabras de todos, las experiencias que vivieron o imaginaron con la lectura de otros.

O quizá haya otras preguntas que Borges se hizo a sí mismo y quiso que sus lectores se planteasen. ¿Puede elegir el hombre su destino? ¿Falló porque hizo lo que otros decidieron por él pero pudo no haber sido así, o eso era imposible porque nadie elige, aunque él eligió hacer de esas preguntas y esas respuestas uno de los repetidos «topoi» de su literatura?

Este infinito camino de senderos que se bifurcan parece confluir siempre en su Yo aunque hable de «la nadería de la personalidad», o de la infelicidad de no ser amado unida a su seguridad de que sería escritor desde que era niño, aunque renueve sus manifestaciones de ser más lector que escritor o concluya afirmando la utopía de la unidad de toda literatura (idea que atribuye a Emerson y a Valéry) mientras corrige minuciosamente variando, tachando, agregando hasta una coma, en sus Obras completas de Emecé, aun después de quedar ciego, hasta su muerte.

Sin duda siempre manifestó que las opiniones de un autor no son importantes (incluso las suyas) o que un escritor debe ser «esencialmente inocente y espontáneo», y en una entrevista ha llegado a afirmar que suele todavía comprar algún libro que no puede leer, que cita de memoria a los autores que ama, que no conserva en su biblioteca ningún libro suyo, que de la obra de Borges se salvan unos pocos cuentos o poemas memorables, y aunque responde certeramente «yo me he propuesto distraer y quizá inquietar» (frase en la que se define a la perfección) continúa: «la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.1»

Estas aparentes contradicciones que pueden desconcertar ocurren por la especial ambigüedad que caracteriza a la literatura borgeana y a la voz de este escritor donde se intensifica al extremo la ambigüedad propia del hecho estético, en cualquier lugar y época.

Antes de pasar a los textos en que Borges elige reflexionar sobre Cervantes y su obra o construir con ambos sus propias fabulaciones, adelanto que no comentaré «Pierre Menard, autor del Quijote» porque, aunque sea una ficción fascinante e inagotable, se ha convertido en el más tratado y discutido por los especialistas. Tampoco me detendré en sus ensayos, notas críticas o comentarios, ni siquiera en «Magias parciales del Quijote» que debió ejercer gran atracción sobre el mismo autor, pues le dio el honor de incluirlo en Otras inquisiciones.

De las magias «parciales» pasaremos a las «totales», ésas en las que Borges descubre lugares reveladores, los multiplica, los disemina, los hace volverse sobre sí mismos, los profundiza y sobre todo los concentra. No seguiré un orden cronológico, aunque podría ser interesante, en otro momento, estudiar si su contexto vital influyó o no en su acercamiento al Quijote.

Me centraré en algunos poemas y prosas breves (no en todos porque se repiten ciertos esquemas o «formas» como los llama Borges) y me inclinaré por los que suman «álgebra y fuego». Son múltiples los tipos de formas que aparecen: esquemas interpretativos propuestos por el narrador-autor para descifrar un hecho enigmático, esquemas de la sucesión del relato, también del sistema inclusivo o enfrentado o pluralizado de historias, de narradores, de personajes.

Comenzaré por dos textos que, como el primer ensayo de Otras inquisiciones, «La muralla y los libros», presentan un acontecimiento del que dice: «inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota». Esquemas mentales semejantes, unidos a razones y emociones mezcladas en ambos, me ha hecho elegir «Un problema» (1957) y «El acto del libro» (1981)2. El título «Un problema» anuncia y sintetiza la forma vacía que lo organiza y que se presenta como propuesta previa de discusión interpretativa (en este caso ofrecida sobre un hecho hipotético ficcional, variación de otra ficción famosa, que el autor intuye como inquietante para los lectores y para sí mismo, como también digno de ser meditado).




Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote. Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, Don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y Don Quijote no saldrá nunca de su locura.

Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don quijote -que ya no es Don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán- intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.

El acontecimiento desencadenante comienza con la voz de un narrador-autor-escritor que nos invita por una primera persona plural inclusiva («Imaginemos») a compartir esa ficción suya, no la creada por Cervantes para su Don Quijote y su inventor Cide Hamete Benengeli. Dentro de la coherencia de la fábula originaria se juzgaría un hecho impensable que Alonso Quijano el bueno, aun perdido el juicio, matase a nadie, pues toda la historia del caballero loco podía ser festiva, ridícula, burlona, discreta, ingeniosa, desconcertante, llena «de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno», conmovedora, triste a veces, patética, pero no trágica en sus consecuencias3.

Borges, para fines que se verán y que son suyos, nos invita a imaginar con él que don Quijote mató a un hombre, para justificar el esquema final de su reacción: a, b, c, y sobre todo d. Pero antes ofrece en un párrafo introductorio dos acontecimientos. El primero coincide con el capítulo IX de la primera parte, en el encuentro de un texto de Cide Hamete Benengeli, con algunos agregados para reforzar su autenticidad; pero se aparta en otras conductas y podría decirse que lo invierte porque en vez de continuar un relato interrumpido (como ocurre en el Quijote) introduce la variante de que ha matado a un hombre.

Borges se aparta así de la conducta del personaje original, pero emplea en cambio a continuación la forma narrativa del capítulo VIII, la suspensión brusca del relato durante la pelea con el vizcaíno: «En este punto cesa el fragmento». Lo hace para introducir la fórmula interpretativa en abanico («el problema es adivinar o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote»). Además siguiendo su conducta preferida en este tipo de fórmula, gradúa las hipótesis desde las más previsibles hasta la última, la que más le atrae en esa ocasión (puesto que las otras no son sino camino para justificar su existencia).

En esta circunstancia elige la hipótesis que sería válida en un ámbito que le atrae por lo menos por tres motivos: 1., ser ajena al orbe español, en rechazo de la España juzgada por él como predominantemente «realista», es decir no mágica, (aunque produjo a Cervantes y a su Don Quijote); 2., ser ajena al orbe de Occidente, porque lo atrae ese Oriente que aquí circunscribe con el ejemplo del Indostán y más precisamente con los adjetivos «más antiguo, más complejo y más fatigado» que el Siglo de Oro español, y 3., para terminar (a pesar de estar ante lo más concreto del asesinato: la espada sangrienta y pesada del héroe en la mano) borrando al otras veces cercano y amigo don Quijote porque lo ha transmutado en un lejano rey de los ciclos de ese Indostán que ahora lo atrae por pasar de alguien a nadie (1930) en círculos que han ido abriéndose hasta incluirlo e incluirnos a todos en el entero universo como la espantosa esfera de Pascal (1951) en Otras inquisiciones (OC, II, 117 y 16). Curiosa muestra de los distintos lugares que adopta Borges y también de las diferentes miradas (no cronológicas sino textuales), cuando se abre a preguntas múltiples y ofrece sus múltiples perplejidades conformadas en fábulas a los lectores.

El otro texto que elegí como paralelo al anterior, «El acto del libro» es también una prosa breve (aparecida en Clarín, 21 de marzo de 1981, recogida en La cifra el mismo año, y en OC, III, 294) y muestra su infinita capacidad de reescribir no sólo un tema (Borges-Cervantes) sino también de buscar otras variantes de las propias formas mentales (Borges).




Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.

Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos. ¡Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

Aquí es más extensa y compleja la narración inicial que dará soporte a las conclusiones, y más condensada pero anamórfica (con respecto a su propio canon) su interpretación final, mientras cambia el lugar del énfasis en el título.

La narración es transparente alusión a lo contado en el Quijote pero nunca se refiere por sus nombres propios al autor, al personaje central y a la obra. Cervantes es siempre (como escritor y como personaje de los capítulos IX y VI de la primera parte) un soldado/el soldado, Alonso Quijano rebautizado don Quijote es siempre un hombre/el hombre, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (o su segunda parte El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha) son la «versión castellana» de un libro «escrito en lengua arábiga» que se ha perdido, luego ese libro/el libro, y también está marcado por rasgos mágicos (entre ellos, proféticos de algo que ocurrirá). Autor, obra, personajes y libro sufren al mismo tiempo un proceso oscilante de borramiento y pérdida de identidad, al que se agrega el misterio de que el hombre (no el soldado) lo tiene entre los libros de su biblioteca, no lo lee y sin embargo cumple lo que había soñado el árabe.

Pero como Borges sabe (y practica) es necesario producir obras que sean extrañas y a la vez creíbles, para lo cual debe (según el ejemplo de las sagas nórdicas y de Kipling) introducir algunos detalles concretos. Aquí los elige en el mismo Quijote («el Alcana de Toledo» o la quema de los libros «como se lee en el sexto capítulo»). Aunque también los produzca por una mezcla fascinante de invención y utilización reelaborada de ese texto, en una ficción de segundo grado: «desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte que ocurriría en 1614 (sic4.

Las sucesivas magias encarnadas se resumen en magia total porque no sólo se cumplieron a través de esa mezcla de invenciones y concretización que Borges practica (y que Cervantes practicó antes de otros modos) sino porque a Borges le gusta pensar (como a Emerson y Valéry) que las obras permanecen después que mueren aquellos que las inventaron porque su aventura —la del hombre, la del árabe y la del soldado— «ya es parte de la larga memoria de los pueblos».

La forma interpretativa final ocupa tres renglones escasos en OC, III, 294:


¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?


No se presenta como el esquema canónico en abanico de «Un problema», sino que es anamórfico con respecto a él. Muestra la comparación entre un texto inventado a partir de una novela conocida, que coloca en pugna y en el mismo plano con nociones teológicas expuestas por libros venerados. Su estructura y su entonación falsamente interrogativa y el «acaso» inicial que no es dubitativo (según suele serlo en Borges) sino desafiante quiere chocar con vastos orbes de creencias. Un libro profano famoso y dos libros sagrados venerados (el Corán y la Biblia) se igualan. El «escritor arábigo» facilita la conexión con el Corán; todo (Cervantes, el Quijote, sus personajes y el orbe español que también incluye al Islam) lo ligan a la Biblia. Los tres son fantasías, los tres son extraños. Podría decirse que literalmente sólo es «terrible» la Biblia, el libro que nos permite elegir nuestro destino, porque entre los dos caminos que ofrece Borges sólo nombra el infierno. Sin embargo tanto en el Corán (donde únicamente decide Dios) como en la Biblia en la que decide el hombre (pero sabemos -incluso Borges- que Dios es, está, fuera del tiempo y conoce el camino de cada hombre como una figura eterna y estática, sin proceso) el hombre elige lo ya pre-visto por Dios. Así Borges borra la personalidad, el individuo desaparece como autor para que viva la obra, una fantasía extraña.

Las dos breves prosas comentadas tienen títulos reveladores: el primero «Un problema» define la forma mental interpretativa en abanico y el ejercicio mental de las inquisiciones. El segundo «El acto del libro» define la forma en conflicto que borra al autor y universaliza al libro. Según José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía«En la trascripción escolástica del aristotelismo, lo puramente actual (actus purus) se iguala con Dios en cuanto suma realidad (como el primer motor de Aristóteles lo que mueve sin ser movido)».

En esta prosa titulada «El acto del libro» parece narrarse otra nueva refutación del tiempo: el que una fantasía imaginada por Borges sobre una fantasía de Cervantes que dijo haber sido inventada por Cide Hamete Benengeli, a fuerza de borramientos, alusiones y transformaciones, sea tan extraña o más que los libros sagrados y sea capaz de no existir (no ser leída, ser quemada) y quedar en la memoria de los pueblos, capaz de condenar a muerte a su autor y seguir siendo reescrita por otro, capaz de actuar y ser actuada en una vertiginosa confrontación entre el autor, la divinidad y un Yo que nada sabe con seguridad, sólo que se sabe capaz de imaginar y de reescribir, y sin duda que es mortal.

Cerraré este ciclo con el comentario de un poema que casi nadie recuerda.5



De aquel hidalgo de cetrina y seca
tez y de heroico afán se conjetura
que, en víspera perpetua de aventura,
no salió nunca de su biblioteca.
La crónica puntual que sus empeños
narra y sus tragicómicos desplantes
fue soñada por él, no por Cervantes,
y no es más que una crónica de sueños.
Tal es también mi suerte. Sé que hay algo
inmortal y esencial que he sepultado
en esa biblioteca del pasado
en que leí la historia del hidalgo.
Las lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña con vagas cosas que no sabe.


Varias rupturas la marcan. Pasa de contarse con una forma verbal impersonal, una conjetura típicamente borgeana (porque todo: nuestra memoria, nuestro conocimiento, nuestro pensamiento son frágiles e inseguros). La primera ruptura es la doble negación «No salió nunca» donde refuerza la anulación de lo consabido según Cervantes (porque se aparta de la fuente que Borges resumió en los primeros tres versos, y también de la manera preferida por él mismo, en donde repetidamente las dos negaciones suelen anularse). Pero más conmueve por lo que secretamente anuncia al completar la frase: «de su biblioteca».

La segunda ruptura («Fue soñada por él, no por Cervantes») es menos desestabilizante porque en otros textos Borges juega con la idea de que Alonso Quijano escribió la historia de don Quijote. En cambio, la tercera desata la ruptura total con el modelo y abre la secreta semejanza con el autor que reescribe y al mismo tiempo trasforma la fábula: «Tal es también mi suerte».

Lo que separa este poema de las otras creaciones cervantinas breves es que su YO irrumpe con pretensión autobiográfica en la superficie textual y no como simple alusión. Acepta que el destino conjeturado de este Alonso Quijano es el mismo que imaginó para sí en otros momentos. Y lo es doblemente si se piensa que Borges anheló ser el héroe de la carga de Junín reconocida en su sangre y también en otros que habían batallado y ganado o perdido (como su abuelo paterno o los guerreros de las epopeyas anglosajonas).

Sin embargo, ahora sustituye paradójicamente a Cervantes (que fue héroe en Lepanto y soñó e inventó el Quijote) por un Alonso Quijano sedentario, lector de libros de caballerías que se imagina emulándolas y escribiéndolas; aunque en otros poemas haya recreado Borges un Cervantes guerrero y escritor inmortal.

El Borges del verso noveno intuye además otra cosa: «Sé que hay algo / inmortal y esencial que he sepultado / en esa biblioteca del pasado / en que leí la historia del hidalgo». Es ahora en 1963 un hombre de sesenta y cuatro años, se siente viejo y repite lo que dijo siendo más joven cuando recibió el Gran Premio de Honor de la SADE en 1945: «lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de un largo muro y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses» y que «esencialmente, nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín» en Sur, año 14, n° 129, julio 1945, pp.120-121.

Sin embargo sabemos que en esa biblioteca había ejemplares del Quijote en español y en inglés. Existen polémicas declaraciones suyas acerca de que primero lo conoció en inglés y luego se decepcionó cuando lo leyó en español, aunque más tarde volvió a admirarlo en el original. Parece seguro, a pesar de ello, que lo conoció en castellano en la biblioteca familiar en la edición Garnier abreviada (es decir, con fragmentos suprimidos para que lo leyeran más fácilmente los niños).

Es oportuno recordar que Borges juzgaba que leer y escribir eran intercambiables, y hasta más civilizado y superior lo primero. Y en «Borges y yo» (El hacedorOC, II, 186) se reconoce menos en sus libros que en los de otros y concluye: «No sé cuál de los dos escribe estas páginas», con ambigüedad de escritura que juega a borrar la afirmación misma de ser la escritura y de estar escribiendo. 
El dístico final de «Lectores», por su naturaleza formal propia del soneto isabelino (tres cuartetos y un pareado) contribuye a darle mayor densidad, concentrando y realizando la ruptura última: «Las lentas hojas pasa un niño y grave / Sueña con vagas cosas que no sabe».

El viejo Borges elige trocarse en el viejo niño. La imagen que ofrece parece detenerse y al mismo tiempo moverse con «relantisseur», como en el cine. La hipálage que tanto lo atraía entre las figuras retóricas (recordemos las recordadas en el prólogo de El hacedor: las lámparas estudiosas de Milton, el árido camello de Lugones, «ibant obscuri sola sub nocte per umbram» de Virgilio), revive en «las lentas hojas». No tuvo como Cervantes sus gloriosas heridas y su Lepanto. Su destino será pasar de un niño lector a escritor ciego como Homero, soñador de sueños como Dante, encerrado en una biblioteca como su Alonso Quijano, futuro y raro inventor de pesadillas como «La biblioteca de Babel» o «La lotería en Babilonia». Tampoco sabe que se le dará el don de lo poético «que al fin es de todos y de nadie» pero es bien suyo y continuará siéndolo después de muerto. Aunque afirme que para él será entonces inútil como la Ilíada y la Odisea para ese Homero del que nada sabemos ni siquiera que existió, aunque Borges haya tenido el don de mostrárnoslo en el momento en que estaba ciego como él y se le concedía la revelación de narrar epopeyas de otros.6

«Un niño» (que pasa nuevamente del Yo, al indefinido, del pasado al presente actual), «sueña con vagas cosas que no sabe», porque en ese no saber completamente reside lo poético, porque si se alcanzase la revelación total se perdería el misterio que funda el hecho estético. En «La muralla y los libros» (Otras inquisicionesOC, II, 13) recordó en 1950: «Ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético».7
Instituto Dr. Amado Alonso. Universidad de Buenos Aires

Notas


1. Véase El Otro Borges. Entrevistas (1960-1986) reunidas por Fernando Mateo, Buenos Aires, Equis Ediciones, 1997, especialmente la de Juan José Saer, con Jorge Conti (comp.) pp. 28-30.
2. De aquí en adelante las fechas anotadas son las que indica Nicolás Helft. Jorge Luis Borges: bibliografía completa, Buenos Aires, 1997, Fondo de Cultura Económica de Argentina, para la primera aparición en distintos medios. A ellas se agrega a veces el tomo y página de Obras Completas, Buenos Aires, Emecé (sigla OC). El interesado en otros detalles puede consultar dicha bibliografía.  
3. Cabría objetar que en el final del capítulo I, 9 don Quijote amenaza con cortarle la cabeza al Vizcaíno si no se rinde y éste no acierta a responder. Sin duda se sugiere que lo habría pasado mal si las señoras no acuden a pedirle clemencia por su escudero, por lo cual no sigue adelante y caballerescamente lo perdona. Todo ello no es más que una ingeniosa variante de Cervantes sobre el modelo deformado de aventuras que según sus leyes íntimas, no puede llegar a convertir al hidalgo en asesino.  
4. Borges comete dos confusiones sin importancia en este párrafo. Una insignificante (considerar la calle de Toledo como nombre grave y no agudo: el Alcaná); otra, dar como fecha de la muerte de don Quijote el año de 1614, quizá pensando que ése era el de la publicación de la segunda parte, dedicada, aprobada y editada en 1615.  
5. Recordemos que en Nueva refutación del tiempo (publicado como folleto en 1947 con prólogo fechado en 1946 e incluido en Otras inquisiciones en 1952) concluye: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». OC, II, 149.

6. En la prosa «El hacedor», publicada en la revista La biblioteca, 1958; luego en el libro El hacedor, 1960, y en OC, II, 1974 en adelante.  
7. Una definición semejante aunque más breve aparece al terminar el cuento «El fin» (1953, en Ficciones, OC, I, p. 521), aplicada a la visión que tenemos de la llanura al atardecer, compartida por un Recabarren paralítico que contempla sub specie aeternitatis la lucha y la muerte de Martín Fierro a manos del hermano del moreno en la segunda parte del poema (según otro evangelio del Martín Fierro según Borges).

Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Foto: Ana María Barrenechea (Archivo General de la Nación)

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