9/4/18

Olga Orozco: Jorge Luis Borges en su historia de la eternidad *






Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».

Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha encarcelado», como dice él mismo.

Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.

Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el pie», agrega en Otras inquisiciones [+]. ¿Hemos consentido tales blancos, tales fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?

Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances, aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable, vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo, ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.

Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza, se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces, como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los oíros, cualquier hombre es todos los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe, que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.

Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos», asegura en Otras inquisiciones [+]. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura realista, .aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?) Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna, o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho... El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».

¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro, desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree modestamente que no se produce.

Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una función».

¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios pasos?

Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.

No voy a contar la otra trayectoria, la de sus circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector, secretamente son el mismo destino —el único posible—, la historia universal es la de un solo hombre».

Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.

Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.





* Ponencia leída en el Palazzo Vecchio de Florencia, 
durante el Congreso Mundial de Poetas celebrado en esa ciudad, 
en julio de 1986.


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992

Imagen: Olga Orozco por Sara Facio


8/4/18

Jorge Luis Borges: Los Eloi y los Morlocks







El héroe de la novela The Time Machine (La máquina del tiempo), que el joven Wells publicó en 1895, viaja, mediante un artificio mecánico, a un porvenir remoto. Descubre que el género humano se ha dividido en dos especies: los Eloi, aristócratas delicados e inermes, que moran en ociosos jardines y se nutren de fruta; y los Morlocks, estirpe subterránea de proletarios, que, a fuerza de trabajar en la oscuridad, han quedado ciegos y que siguen poniendo en movimiento, urgidos por la mera rutina, máquinas herrumbradas y complejas que no producen nada. Pozos con escaleras en espiral unen ambos mundos. En las noches sin luna, los Morlocks surgen de su encierro y devoran a los Eloi.

El héroe logra huir al presente. Trae como único trofeo una flor desconocida y marchita, que se hace polvo y que florecerá al cabo de miles de siglos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Borges por Hermenegildo Sabat, 1975

7/4/18

Jorge Luis Borges: «La estatua casera» de Adolfo Bioy Casares






Sospecho que un examen general de la literatura fantástica revelaría que es muy poco fantástica. He recorrido muchas Utopías —desde la epónima de More hasta Brave new world— y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica... su enciclopedia, en fin: todo ello articulado y orgánico, por supuesto, y (me consta que soy muy exigente) sin alusión a los trabajos injustos que padeció el capitán de artillería Alfredo Dreyfus. De las novelas imaginativas de Wells (y aun de las de Swift) sabemos que hay en cada trama un solo elemento fantástico; de las 1001 Noches, que buena parte de su maravilla es involuntaria, ya que los egipcios del siglo trece creían en los talismanes y en los conjuros. En resumen: poco me asombraría que la Biblioteca Fantástica Universal no pasara de un tomo de Lewis Carroll, de un par de films de Disney, de un poema de Coleridge y (por distracción del autor) de los Opera omnia de Manuel Gálvez.

El reciente libro de Bioy Casares empieza por una enérgica vindicación de los cuentos fantásticos. Su argumento (si lo interpreto bien) es de orden moral: le parece una cobardía la explicación, una deshonra no inferior a la de quienes acumulan rarezas y acaban por declarar que se despertaron "y que todo era un sueño". De acuerdo, pero nuestro resentimiento ante ese recurso no es de índole moral: es su grosera facilidad lo que nos repugna. Otra cosa es la puntual justificación de hechos al parecer irreducibles: cf. G. K. Chesterton.

Paso a lo fundamental de este libro de Bioy Casares —y de todos sus libros—. Su voluntaria y cuidadosa incoherencia —¿me atreveré a decirlo?— me impresiona menos que sus ocasionales desahogos autobiográficos, que su nihilismo criollo. En el capítulo Una plaza y dos parques, Adolfo Bioy juega a las greguerías. Juega muy bien, pero es un juego que otros pueden jugar. (Un juego, en mi opinión, más adecuado a la literatura oral que a la escrita. Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías). Considero, en cambio, una página como Alrededor de la muerte. Su veracidad, su música, su temblor, su desesperación minuciosa, son admirables.

Traficar en consejos y en profecías es peligroso, cuando no impertinente, pero yo creo percibir en la terrible lucidez de esa página la voz fundamental —y futura— del escritor. Entiendo que en La vida múltiple de Juan Ruteno, los capítulos mejores son asimismo los que se parecen más a la realidad. Verbigracia: la evocación del verano denigrante de Buenos Aires.

Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte.




En Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
Y en Jorge Luis Borges, Miscelánea, 2011
Imagen: Caricatura de Adolfo Bioy Casares por Andrés Alvez Vía


6/4/18

Javier Cercas: Borges, el mejor artífice








Uno de los muchos lugares comunes que todavía aíslan la obra de Jorge Luis Borges de muchos de sus potenciales lectores afirma que se trata de un escritor para escritores. Nada tan falso; es más: cabría incluso argumentar que, para un escritor en ciernes, sobre todo si escribe en castellano, la lectura precoz de Borges (como, digamos, la de Shakespeare o Proust) puede resultar paralizante, pues fácilmente le llevará a la conclusión por otra parte, nada infundada de que el escritor argentino ya lo ha escrito todo. La realidad es que Borges es un escritor para lectores: no sólo porque él se sintiera antes lector que escritor, un oficio este último que juzgaba menos intelectual y más indigno que el primero; también porque el impulso infalible que produce la lectura de Borges no es el de escribir, sino el de leer todo lo que él ha leído, lo cual es, desde luego, imposible. Claro está que, como todo gran escritor, Borges crea su propio lector, un lector minucioso y hedónico, encarnizadamente entregado a una lectura a brazo partido, que es la única que permite extraer de su obra todo el placer incomparable que alberga. Por lo demás, me parece muy difícil escribir en castellano y casi en cualquier otra lengua sin haber asimilado el legado de Borges: la prueba es que, si existe en literatura eso que suele llamarse posmodernidad y no veo por qué no va a existir, entonces Borges es, sin duda, su fundador; la prueba es que muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo de Calvino a García Márquez, de Thomas Pynchon a Robert Curver no pueden sencillamente entenderse sin él. Dice Cabrera Infante que Borges es el mejor escritor en español desde Quevedo. No seré yo quien le contradiga.
Historia universal de la infamia ocupa un lugar peculiar en la obra de Borges. Se publicó en 1935. Borges acaba de cumplir 36 años y ya no es un joven escritor, pero tampoco un escritor del todo maduro, porque faltan todavía nueve años para que publique Ficciones; eso sí, ha escrito mucho y ha fundado revistas y publicado tres libros de poemas y cinco de ensayos, y el vanguardismo arrebatado de su juventud empieza a quedar atrás. Borges ya ha escrito prosa; pero no prosa narrativa: éste es su primer intento. Un intento tímido, como si salvo en Hombre de la esquina rosada aún no se atreviera a escribir cuentos directos y anduviera todavía en busca de esa singularísima mezcla de ensayo y relato con la que atinará al año siguiente, en El acercamiento a Almotásimabriéndole las puertas de sus grandes libros posteriores. Por eso las biografías de infames que constituyen la primera parte del libro no son sino juegos literarios o, como dice el propio Borges, ejercicios de alguien 'que no se animó a escribir cuentos y se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias'. Así, inspirándose en Vidas imaginarias, de Marcel Schowb, Borges parte de personajes históricos cuyas vidas deforma deliberadamente de acuerdo con los caprichos rigurosos de su imaginación; el resultado es un puñado de vertiginosos relatos de aventuras exóticas y a menudo hilarantes, poblados de atroces redentores, impostores inverosímiles, proveedores de iniquidades y asesinos desinteresados, de piratas aguerridos y cruelísimos como la viuda Ching, a quien no consiguieron derrotar las armas del emperador, pero sí una fábula inscrita en una muchedumbre de cometas, o, como el maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, 'varón inaccesible al honor', cuyo celo (o cuya displicencia) provoca la muerte del señor de la Torre de Ako y la dilatada venganza de sus capitanes, que alimenta durante siglos una leyenda de lealtad sobrehumana, o, como Hakim de Merv, un tintorero del Turquestán cuya cara, que ciega a los hombres, le insta a proclamarse profeta de una nueva y atroz fe de guerra y de martirio, y a instaurar una cosmogonía sin esperanza en la que 'el asco es la virtud fundamental'. No comparecen en estas páginas barrocas los espejos, tigres, laberintos y bibliotecas que, en sus libros futuros, Borges convertirá en símbolos y emblemas inimitables y, sin embargo, demasiado imitados de su universo literario; lo hacen, siquiera de forma incipiente, en la última sección del libro, titulada 'Etcétera', donde se recogen un puñado de fábulas mínimas o pases de magia que anticipan los prodigios de Ficciones o El Aleph: un teólogo que testarudamente niega que la caridad sea necesaria para entrar en el cielo sin saber que él mismo ya habita el infierno; la puerta fatal de un castillo que se abre a una sucesión de maravillas y a la destrucción de quien osa abrirla; un ingrato aprendiz de brujo que es víctima de su propia ingratitud; un hechicero que convoca en la palma de su mano todas las cosas infinitas que han estado y están y estarán en el mundo... En rigor, sin embargo, estas historias no pertenecen a Borges (quien sólo traduce y recuenta historias de Swedenborg, de Las 1001 noches, de don Juan Manuel, de Burton), pero, gracias al poder de la palabra, Borges las convierte en historias rigurosamente borgianas y demuestra que la verdadera novedad se halla siempre en el pasado, que la noción de plagio es meramente mercantil y que sólo los escritores que carecen de originalidad persiguen desesperadamente la originalidad. El volumen se completa con Hombre de la esquina rosada, un relato de malevos porteños en el que pueden reconocerse los temas y las atmósferas de Borges, pero no su voz, y que por alguna razón misteriosa se ha convertido en uno de sus relatos más célebres, siendo uno de los menos borgianos y acaso de los menos conseguidos.
Ignoro si Historia universal de la infamia es la mejor entrada al universo de Borges; como he notado que es un libro que suele gustar a quienes gustan poco de Borges, tiendo a pensar que no lo es. Pero da lo mismo. Cuando se accede a la felicidad de leer a Borges, ya no se distingue mucho entre un libro y otro: sólo se lee a Borges; pero también conviene advertir que, cuando se entra en Borges (como cuando se entra en Shakespeare o en Proust), ya es muy difícil salir de él. Esa contraindicación debería figurar en todos sus libros.
En El País, Madrid, sábado 21 de septiembre de 2002
Foto: Jorge Luis Borges, recorte de publicación periódica s/d

5/4/18

Jorge Luis Borges: Los laberintos policiales y Chesterton







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse. Era un percance de hombre, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato considerado como una de las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rogét, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— parecerían solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los confidentes borrosos de Jean Racine o como los apartes escénicos.

La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1934, de Phillpotts.) El cuento breve es de carácter problemático, estricto; su código puede ser el siguiente:

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el ascensorista suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.

C) Avara economía en los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.

D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de quince hombres —mejor dicho, de quince apellidos, porque nada sabemos de su carácter— y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector —sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida, los ingeniosos trucos seudocientíficos y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de force de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.

The scandal of Father Brown, el más reciente libro de Chesterton (Londres, 1935) me ha sugerido los dictámenes anteriores. De las cinco series de crónicas del pequeño eclesiástico, ésta debe ser la menos feliz. Incluye, sin embargo, dos cuentos que no me gustaría ver rechazados de la antología o canon browniano: el tercero, La fulminación del libro; el octavo, El problema insoluble. La premisa de aquél es emocionante: se trata de un averiado libro sobrenatural que opera la instantánea desaparición de cuantos imprudentes lo abren. Alguien anuncia por teléfono que tiene el libro por delante y que lo va a abrir; el interlocutor espantado "oye una especie de explosión silenciosa". Otro de los fulminados deja un agujero en un vidrio; otro, un rasgón en una lona; otro, su deshabitada pierna de palo. El dénouement es bueno, pero puedo jurarles que el más devoto de sus lectores lo presintió, al promediar la página 73... Abundan rasgos que son muy de G. K.: verbigracia, aquel lóbrego enmascarado de guantes negros, que resulta después un aristócrata, opugnador total del nudismo.

Los lugares del crimen son admirables, como en todo libro de Chesterton —y cuidadosa y sensacionalmente falsos. ¿Ha denunciado alguien la afinidad entre el Londres fantástico de Stevenson y el de Chesterton, entre los enlutados caballeros y jardines nocturnos del Suicide Club y los de la ahora quíntuple Saga del Padre Brown?



Sur, Buenos Aires, Año V, N° 10, julio de 1935
Y también en J. L. Borges, Ficcionario, México, FCE, 1985

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Retrato de Borges sin data, incluido
en Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964)


4/4/18

Jorge Luis Borges: El apócrifo Menard [Entrevista con Roberto Alifano]









Como todo literato, Borges gustaba de poner trampas a sus lectores. Trampas que sugerían muy otra cosa de aquello que podían parecer. Una muestra ejemplar es La secta del Fénix, en la que nos habla de misteriosos catecúmenos que practicaban, practican y practicarán, ese rito al que los hombres suelen echar mano en su soledad. Pierre Menard es un invento genial de Borges que desde su erudición hace creer de su existencia a los más rigurosos. En el bar de un hotel de la ciudad de Rosario, después de un diálogo sobre literatura fantástica que habíamos mantenido, registré este diálogo:

—Borges, por qué no me cuenta cómo se le ocurrió la historia de Pierre Menard, autor del Quijote, que a muchos lectores pareció verídica.

—Ah, sí, mucha gente la tomó en serio. Incluso hubo un colega que me dijo después de haberlo leído: «Bueno, mirá che, es un artículo interesante el que escribiste sobre ese personaje llamado Menard, yo tenía conocimiento de él; aunque, te tengo que ser sincero, siempre me pareció un poco loco. Un francés bastante rayado, mirá que ponerse a plagiar así a Cervantes».


—¿O sea que creyó que era un personaje real?

—Sí. Bueno, yo le seguí la corriente; le dije que lo había conocido personalmente y que lo que buscaba era hacer un resumen de su obra y de su vida. Y también una señora me dijo: «Borges, me parece lamentable que un zonzo como ese tal Pierre Menard haya imitado a un poeta al que yo admiro tanto, a Paul Jean Toulet».

—¿Y usted qué le respondió?

—Que Pierre Menard no era un zonzo, que era un hombre que había llegado a un grado tal que no podía hacer más que esto, que era un nihilista, un gran escéptico, un hombre de una gran modestia, pero, al mismo tiempo, de una gran ambición.

Borges hace una pausa y sonríe pícaramente. Para que no se interrumpa el diálogo, que me parece interesante, me adhiero a su defensa de Pierre Menard.

—Me parece que está muy bien de su parte el haberlo defendido. Estoy de acuerdo con usted; coincido en que es injusto llamarlo zonzo.

—Uno debe defender a sus personajes, ¿no? —aprueba Borges.

—Pero sí, por supuesto. Además, Pierre Menard es un hombre inteligente, muy inteligente, que se da cuenta de la inutilidad de la literatura; y también de una enorme cortesía.

—Ah, sí, claro, es sobre todo un hombre muy cortés —prosigue Borges—. Una persona inteligente que llega a la conclusión de que hay demasiados libros, de que no está bien seguir atestando las bibliotecas con volúmenes nuevos, y que, bueno, condescender a la copia es una forma de cultura, una forma de respeto, y, ¡por qué no! También una suerte de resignación.

—¿Y una buena cuota de humor? —agrego.

—Claro, por supuesto, una muy buena cuota de humor —asiente Borges—. Pero le voy a decir que cuando yo escribí esta historia, el personaje se me presentó como muy complejo, no como un zonzo. Pierre Menard estaba realizando una tarea vana, conscientemente vana, pero inteligente, ¿no le parece?

—Sí, sobre todo una tarea con sentido. No agregar más libros a las bibliotecas, entre otras. Yo lo veo a Pierre Menard como un hombre genial que se instala en una mesa, abre el Quijote y, casi al azar, copia un capítulo, pero no busca componer otro Quijote; sino escribir «el Quijote». Su admirable ambición era producir un texto que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con las de Cervantes. ¿Qué empresa difícil, no?

Borges se entusiasma al hablar de su famoso personaje, y aporta otra clave para entender el cuento:

—Luego Pierre Menard quería olvidar todo eso, quería conservar esa copia como una obra inmortal. Él olvida todo eso, olvida que la ha copiado y lo reencuentra en sí mismo. Bueno, y ahí está la idea de que no inventamos nada, de que todo responde a la memoria, de que se trabaja con la memoria o, para decirlo de una manera más precisa, de que se trabaja con el olvido.

—El relato lo escribió después de ese accidente que tuvo hacia fines de los años treinta, ¿no? —pregunto.

—Sí. El accidente fue en la Nochebuena de 1938, y el resultado, o la consecuencia, digamos, fue Pierre Menard, autor del Quijote.

—¿Fue un accidente grave, Borges?

—Muy grave. Me llevé por delante, cuando subía la escalera, una ventana abierta. La herida se me infectó y me produjo septicemia; y estuve casi un mes entre la vida y la muerte. Luego cuando me curé yo temí por mi integridad mental y me dije: «si puedo escribir es que estoy bien». Con audacia me propuse relatar una historia, algo que nunca había hecho antes, y así se me ocurrió Pierre Menard. Una especie de broma que llegó a confundir a mucha gente.



En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Manuscrito original de Pierre Menard autor del Quijote, en cuaderno de contabilidad y tinta negra

3/4/18

Borges profesor: Anexo anglosajón (I): Fragmento final de la Gesta de Beowulf






Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis
  

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).
Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano.
Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf
• La «Oda de Brunanburh» (junto con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones.

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

M.H.


En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000



Primer anexo: Fragmento final de la Gesta de Beowulf

La Gesta de Beowulf comienza con el funeral de Scyld Scefing y termina con el del protagonista. Tras su combate con el dragón, y ya herido de muerte, Beowulf pide que sus hombres erijan «en un cabo del océano un montículo brillante después del fuego funerario. Será un recuerdo para mi gente, irguiéndose alto sobre Hronesness, de manera que los navegantes, aquellos que conducen sus naves desde lejos sobre las aguas oscurecidas, lo llamarán el túmulo de Beowulf». Sus deseos son obedecidos. Siguiendo antiguas tradiciones, los geatas creman sus restos mortales. Erigen luego sobre ellos una bóveda «alta y ancha» que puede verse desde lejos en el mar.

Los geatas prepararon entonces para Beowulf una espléndida pira sobre el suelo, cubierta de yelmos, escudos y brillantes cotas de malla, tal como él lo había pedido. Los dolientes héroes hicieron yacer luego en su medio al famoso príncipe, a su querido señor. Encendieron luego sobre la colina el más grande fuego funerario. El humo ascendió, negro, sobre la conflagración, el crepitar de las llamas entretejido con los llantos —el viento se calmó— hasta que el fuego rompió la casa de los huesos539 e hizo arder su corazón.
Apesadumbrados, los guerreros lamentaban su pena y la muerte de su señor. Así también una mujer geata de cabellos trenzados cantó, angustiada, una canción de tristeza en honor de Beowulf, y dijo una y otra vez que temía los días de daño que vendrían: matanzas en gran número, terror de tropas, humillación y cautiverio. El cielo se tragó al humo.
Las gentes de Wederas540 erigieron entonces un túmulo sobre un promontorio; era alto y ancho, claramente visible para los navegantes de las olas. Construyeron en diez días el monumento del héroe, los restos del fuego541 rodeados por un muro, tan dignamente como pudieron diseñarlo los hombres más sabios. Pusieron en el túmulo anillos y collares, todas aquellas joyas que habían obtenido antaño como botín. Entregaron al suelo el tesoro de los guerreros; dejaron el oro en la tierra, donde aún permanece, tan inútil para los hombres como antes lo era.
Cabalgaron luego alrededor del túmulo doce guerreros, todos hijos de nobles. Querían decir su pesar, lamentar a su rey, recitar su elegía y hacer su alabanza. Exaltaron su hidalguía y sus hazañas y elogiaron su virtud, como corresponde que un hombre alabe con palabras y aprecie en sentimiento a su señor, cuando a éste le llega el turno de ser conducido más allá de su cuerpo.
Así lamentaron los geatas la caída de su señor. Dijeron que era entre los reyes del mundo el más suave de los hombres y el más gentil, el más amable con su pueblo y el más ansioso de alabanza.


Notas a esta primera parte del Anexo anglosajón:

539 «La casa de los huesos» es un kenning para «el cuerpo».
540 Los geatas.
541 «Los restos del fuego»: se trata obviamente de las cenizas de Beowulf.


Imagen: Borges (sin atribución de autor y fecha)
en Revista Ñ n° 21 del año 2006. Archivo Clarín



2/4/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Martes, 4 de octubre de 1966)








Martes, 4 de octubre. Come en casa Borges. El productor que iba, o quizá va, a hacer Los orilleros, después de conocerme se declaró satisfecho, me ponderó y se despidió del posible director, Ricardo Luna, con estas palabras: «Esta noche lo llamo». Desde ese instante inició un prolongado, diríamos generalizado, mutis. A la noche no llamó a Luna. Cuando éste, desconcertado, inició averiguaciones, llegó a saber que al productor ya no se lo veía en los lugares que habitualmente frecuentaba. Por fin reapareció: en una lista de integrantes del Grupo Cóndor, que intentó la conquista de las Malvinas.

Refiero esto a Borges. Pregunta si es comparable el desembarco de los Cóndores en las Malvinas con otros hechos similares de la Historia: el desembarco en Normandía, el de los Treinta y Tres Orientales. Los Cóndores no se apartaron del avión, tuvieron frío, requirieron auxilio médico para uno de ellos, amenazado de neumonía, y se rindieron a un eclesiástico. Todos volvieron ilesos. BORGES: «Muchachos decididos, un poco locos, pero friolentos. ¿Por qué no tiraron a la suerte y uno de ellos, uno siquiera, se hizo matar? ¿Qué pasa con este país? Como dice el poema de Kipling:

There's somethin 'gone small with the lot.1»


1 [Algo se ha empequeñecido en esta gente] «Chant-pagan» [In: Collected Verse (1912)].









En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en el bosque de Ostende (Archivo Familia Casares)
Al pie: Comando Los Cóndores que secuestró avión de línea para arribar a Islas  Malvinas, 28 de septiembre de 1966
Perteneciente al Movimiento Nueva Argentina, organización peronista nacionalista

1/4/18

Jorge Luis Borges: Sobre pronunciación argentina [*]








Señor don Tobías Bonesatti

Señor colega: Con un placer en que hay gratitud, acabo de conocer sus observaciones de lector en la revista Nosotros y deseo responder a las que me atañen. Mi propósito es de conversación y amistad, no de controversia.

Son tres las observaciones que le merezco. Doy por justa la primera de ellas, la inconstancia en mi apocopación de las des finales, aunque entiendo que estamos todavía en la indecisión de ambas formas: vale decir que unas veces pronunciamos esa de final y otras no y que la eufonía general de la frase es la que decide. La segunda observación de usted, es esta que copio:

En la página 16 Borges escribe: "estendido"; en la 38, "esplicable". Y luego, en otras "examen", "excelencia". ¿Por qué no esamen”, “eselencia”?

En "transcrita" hace síncopa y escribe: "trascrita". Luego, ¿por qué no en "observaciones"?
La solución es de casi escandalosa facilidad: escribo estendido y esplicable por pronunciarlo así, y examen y excelencia por esa misma todojustificadora razón.

No hay argentino culto que pronuncie la equis de explicación o que la silencie en examen. Tampoco «oservo» en mí la menor tendencia (esta vez le estoy haciendo el gusto a usted, señor Bonesatti) a escamotear la be de observar, y sí la costumbre de ignorar la ene de transcribir.

Ya estamos en la tercera objeción. Me interroga así: Y puesto a hacer concesiones al habla común, ¿por qué el señor Borges no escribe —respetando en un todo nuestra fonación— «crioyedá» en vez de «criolledá»? Respondo que no disponiendo el alfabeto de un signo preciso para el sonido en que traducimos con imparcialidad la elle y la i griega, tanto da el empleo de una de esas dos letras aproximativas o de la otra. Los escritores gauchistas —señaladamente los orientales—, prefieren yorar a llorar: diablura de motivación misteriosa.

Sin otra conversación por ahora, lo saluda muy cordialmente su lector y leído

Jorge Luis Borges
Buenos Aires, abril del nuevecentos veintiocho



[*] Bajo este título, la revista Nosotros publica esta carta de Borges en respuesta a una crítica firmada por el señor Tobías Bonesatti aparecida en la misma revista. El comentario de Bonesatti dice así:

«Jorge Luis Borges, en su primer libro de prosa, Inquisiciones, insinúa con el ejemplo la supresión de letras al final de algunas palabras agudas —apócope—; en el medio —síncopa— y el cambio de la x, tan pedante, por la suave s. En su último libro, El tamaño de mi esperanza, también predica con el ejemplo, en el sentido indicado. Pero, ya sea en el primer libro, como en el segundo, la contradicción aparece frecuentemente. / En la página 10, de El tamaño de mi esperanza, escribe: "verdá". En la página 16, "verdad". Y en esta última forma vemos, esa palabra, muchas veces a lo largo del libro, aunque alternando, de vez en cuando, con la apocopada. / En la página 36, línea 14, Borges escribe: "amistad". Tres líneas más abajo aparece: "seguridá". / En la página 101, línea 17, tenemos "santidad". Cuatro líneas más abajo, "unicidá". / En la página 16, línea 17, "ubicuidad". Cinco líneas más abajo, "hermandá". / Escribe: "justedad", "cualidad", "realidad", "eternidad", "ciudad", "diversidad". / Escribe: "incredulidá", "espaciosidá", "cotidianidá", "faculta", "bondá". / Si nuestra fonación criolla es igual para todas las palabras terminadas en "dad", ¿por qué esa contradicción formal? / En la página 16, Borges escribe: "estendido"; en la 38, "esplicable". Y luego, en otras, "examen", "excelencia". ¿Por qué no "esamen", "eselencia"? / En "transcrita" hace síncopa y escribe: "trascrita". Luego, ¿por qué no en "observaciones"? / Y puesto a hacer concesiones al habla común, ¿por qué el señor Borges no escribe —respetando en un todo nuestra fonación—, "crioyedá", en vez de "criolledá"? / En "criolledá" es usted, señor Borges, mitad criollo y mitad español. En "crioyedá" lo sería usted todo de una pieza. / En las variantes "criollez", "criollismo", "criollera", "criollona", tan expresivas y sonoras algunas, cumpliría lo señalado en el párrafo anterior." 
(Nosotros, Buenos Aires, N° 225/226, febrero-marzo 1928).




En Nosotros, Buenos Aires, Año 22, Vol. 60, n° 227, abril de 1928

Luego incluido en Textos recobrados 1919/1929

© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana

Imagen: Caricatura de Borges por Sócrates
Buenos Aires, La Nación, 14 de mayo de 1985



31/3/18

Jorge Luis Borges: «The road to Hell», de Hilda Roderick Ellis [Cambridge University Press, 1945]







De los paraísos que ha proyectado la imaginación de los hombres, ninguno más singular, ninguno menos duplicable, diremos, que el paraíso militar que ha descrito, a principios del siglo XIII, el polígrafo islandés Snorri Sturluson. Es una casa bajo tierra (Valhala, Valhöll); espadas y no lámparas la iluminan; tiene quinientas puertas y por cada puerta saldrán, el último día, ochocientos hombres; van a dar ahí los guerreros que murieron en la batalla; cada mañana se arman, combaten, se dan muerte y resurgen; luego se embriagan de aguamiel y comen la carne de un jabalí inmortal. Hay paraísos contemplativos, paraísos voluptuosos, paraísos que tienen la forma del cuerpo humano (Swedenborg), paraísos de aniquilación y de caos, pero no hay otro paraíso guerrero, no hay otro paraíso cuya delicia esté en el combate. Mil y un doctores alemanes lo han invocado para demostrar el temple viril de las viejas tribus germánicas. Fuera de algunas líneas de César y de Cornelio Tácito, los alemanes han perdido toda memoria de su mitología; nadie ignora que se han acogido a la de los vikings.

Miss Roderick Ellis investiga, en este volumen, la escatología escandinava. Mantiene que Snorri simplificó, en gracia del rigor y de la coherencia, la doctrina de las fuentes originales, que datan del siglo VIII o del siglo IX. Ha comprobado que muy pocos textos mencionan la hoy famosa Valhala. Sólo cuatro veces la nombra la Edda Mayor; la Historia Danica de Saxo Gramático habla de un hombre a quien una mujer misteriosa conduce bajo tierra; ve ahí una batalla; la mujer dice que los combatientes son hombres que perecieron en las guerras del mundo y que su conflicto es eterno. En la Saga de Thorsteinn, Uxafótr, el héroe penetra en un túmulo; adentro hay bancos laterales; a la derecha hay doce hombres bizarros, de traje rojo; a la izquierda, doce hombres abominables, de traje negro; se miran con visible hostilidad; luego pelean y se infieren crueles heridas, pero no logran darse muerte… Dicho sea con otras palabras: el paraíso militar no fue nunca, ni siquiera entre vikings, una esperanza general de los hombres. Fue una cambiante y nebulosa leyenda, quizá más infernal que paradisíaca. Friedrich Panzer la juzga de origen celta.*

Sea lo que fuere, el concepto de que el infierno (o el paraíso) consta de la infinita repetición de un acto esencial es, innegablemente, asombroso. El undécimo libro de la Odisea lo prefigura; también lo publica el terrible cuento Where Their Fire is not QuenchedDonde su fuego nunca se apaga— de May Sinclair. (Cabe sospechar, sin embargo, que el impulso que llevó a los poetas a representar a Judas en el infierno, vendiendo eternamente a Jesús, es el mismo que los lleva a representarlo con una barba roja o con la bolsa de los treinta dineros; corresponde a la necesidad de caracterizarlo de una manera vívida.)

Otros capítulos estudian los ritos funerarios del Norte, el culto de los muertos, la necromancia y el concepto del alma.


*La séptima narración de los Mabinogion habla de dos guerreros que, año tras año, se batirán por una princesa, el primer día de mayo, hasta que los separe el Juicio Final. Por lo demás, todo aniversario comporta una idea parecida. ¿No se repite que Jesús muere el viernes santo y resucita el sábado de gloria?


1 [N. del E.] En Jorge Luis Borges, Antiguas literaturas germánicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1951, puede encontrarse este fragmento que comienza aquí y llega hasta la nota de Borges inclusive. Véase también Jorge Luis Borges, Literaturas germánicas medievales, “La Edda Mayor”, páginas 150-152, Buenos Aires, Emecé Editores, 1978 y 1996.
 En: Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año I, Nº 3, marzo de 1946.
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Retrato de Jorge Luis Borges por el artista plástico Hermenegildo Sabat


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