24/4/15

Jorge Luis Borges: El etnógrafo








El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, las aventuras de la guerra o el álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una reserva, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previo, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, entre muros de adobe o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no revelarlo.
—¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro.
—No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
—¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro.
—Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
—El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
—Comunicaré su decisión al Consejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
Murdock le contestó:
—No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue en esencia el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.



En Elogio de la Sombra (1969) 
Foto: Borges en Texas
Cortesía Benson Latin American Collection


23/4/15

Daniel C. Dennett: Jorge Luis Borges. Las ruinas circulares* - Reflexiones










And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI.
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos, poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a, muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos, su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El Hombre un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla). Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer —y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros, el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Reflexiones
El epígrafe de Borges proviene de un pasaje de «Detrás del espejo» de Lewis Carroll y merece citarse en forma completa.
En este punto Alicia se detuvo, un poco alarmada, al oír cerca de ellos algo que sonaba como el jadeo de una gran locomotora en el bosque, aunque temió que lo más probable era que se tratase de una fiera.
—¿Hay leones o tigres por aquí? —preguntó con timidez.
—No es más que el Rey Rojo que ronca —dijo Tweedledee.
—¡Ven a verlo! —exclamaron los hermanos, y tomando a Alicia de la mano, la llevaron a donde estaba durmiendo el Rey.
—¿No es precioso? —preguntó Tweedledum.
Sinceramente, Alicia no podía decir que fuese precioso. Tenía puesto un alto gorro de dormir con una borla y estaba acurrucado, formando una especie de bulto informe, y roncaba fuerte, «como para que se le salte la cabeza», según comentó Tweedledum.
—Me temo que tome frío en ese pasto húmedo —dijo Alicia, que era una niñita muy considerada.
—Está soñando —dijo Tweedledee—. ¿Y con quién crees que sueña?
—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.
—¡Contigo, claro! —exclamó Tweedledee, batiendo palmas complacido—. Y si dejase de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?
—Donde estoy ahora, por supuesto.
—¡Tú, no! —dijo Tweedledee con desdén—. No estarías en ninguna parte. ¡No eres más que una especie de cosa en su sueño!
—Si ese Rey despertase —acotó Tweedledum—, te apagarías… ¡Bang!… ¡Como una vela!
—¡No es verdad! —exclamó Alicia, indignada—. Además, si sólo soy una especie de cosa en su sueño, ¿qué eres tú, quiero yo saber?
—Lo mismo —dijo Tweedledum.
—Lo mismo, lo mismo —exclamó Tweedledee.
Lo había dicho tan á gritos, que Alicia no pudo contenerse y le dijo:
—¡Calla! Lo despenarás, me temo, si haces tanto ruido.
—Y es inútil que  hables de despertarlo —señaló Tweedledum—, cuando no eres más que una de las cosas que sueña. Sabes muy bien que no eres real.
—¡Sí, que soy real! —dijo Alicia y se puso a llorar.
—No te haces ni un poquito más real llorando observó Tweedledee. —No hay por qué llorar.
—Si no fuese real —dijo Alicia, sonriendo un poco entre lágrimas, por parecerle todo tan ridículo—, no podría llorar.
¡Espero que no imagines que ésas son lágrimas reales! —la interrumpió Tweedledum muy despectivamente.


René Descartes se preguntó una vez si podía determinar con certeza si estaba soñando o no. «Cuando considero estas cuestiones con cierto cuidado, advierto claramente que no hay indicios claros que hagan posible distinguir la vigilia del sueño y me asombro mucho, y mi asombro es tal que casi logro convencerme de que estoy durmiendo».
No se le ocurrió preguntarse a Descartes si acaso no era un personaje en el sueño de otro o si se le ocurrió, desechó de inmediato la idea. ¿Por qué? ¿No podríamos soñar un sueño con un personaje en él que no fuese nosotros, pero cuyas experiencias fuesen parte de nuestro sueño? No es fácil saber cómo responder a preguntas de esta clase. ¿Cuál sería la diferencia entre soñar un sueño en el cual uno es enteramente distinto de la persona en estado de vigilia —mucho mayor, o mucho más joven, o bien del otro sexo— y soñar un sueño en el que el personaje principal (una muchacha llamada Renée, digamos), el personaje desde cuyo punto de vista se «narrase» el sueño, fuese simplemente no uno, sino tan sólo un personaje soñado y ficticio, no más real que el dragón soñado que la persigue? Si ese personaje de sueño formulase la pregunta de Descartes y se preguntase si está soñando, o bien despierto, al parecer la respuesta sería que no estaba soñando, ni tampoco realmente despierto. Fue simplemente soñado. Cuando el soñador, el soñador real, despierte, ella será aniquilada. ¿Pero a quién debemos dirigir esta respuesta, ya que ella no existe en realidad, sino que es un personaje de sueño?
¿Es este juego filosófico con las ideas sobre el sueño y la realidad algo inútil? ¿No existe una posición cuerda y «científica» desde la cual podamos distinguir objetivamente entre las cosas que están en realidad allí y las meras ficciones? Tal vez la haya, pero entonces, ¿en qué lado de la cerca nos ubicaremos? ¿No en nuestro cuerpo físico, sino en nuestro yo?
Consideremos el tipo de novela escrita desde el punto de vista de un personaje-narrador. Moby Dick comienza con las palabras «Pueden llamarme Ismael» y luego la historia de Ismael es contada por Ismael. ¿Llamar a quién, «Ismael»? Ismael no existe. Es sólo un personaje de la novela de Melville. Melville es, o era, una persona perfectamente real que creó un personaje ficticio que se llama a sí mismo Ismael, pero al que no hay que incluir entre las cosas reales, las cosas que realmente son. Pero imaginemos ahora, si es posible, una máquina de escribir novelas, una simple máquina, sin un ápice de conciencia de sí misma ni de personalidad. Llamémosla la JOHNNIAC. (La selección que sigue ayudará al lector a imaginarla, si todavía no le es posible convencerse de que pueda hacerlo). Supongamos que la novela que brota tecleada de la JOHNNIAC en su pantalla de alta velocidad comenzase así: «Pueden llamarme “Gilbert”» y pasase a relatar la historia de Gilbert desde el punto de vista de Gilbert. ¿Llamar a quién, “Gilbert”? Gilbert es sólo un personaje ficticio, un nadie sin existencia real, si bien podemos aceptar la ficción y hablar, enterarnos, preocuparnos de “sus” aventuras, problemas, esperanzas, temores. En el caso de Ismael, podemos haber supuesto que su casi existencia extraña, ficticia, depende de la existencia real del yo de Melville. No hay sueño sin soñador que lo sueñe es, al parecer, el descubrimiento de Descartes. Pero en este caso parecemos tener, en efecto, un sueño —una ficción, de todos modos— sin soñador ni autor reales, sin yo real que pudiésemos identificar o no con Gilbert. Así, en un caso tan extraordinario como el de la máquina de escribir novelas podría crearse un yo meramente ficticio sin un yo verdadero detrás del acto creador. (Hasta podemos suponer que los diseñadores de la JOHNNIAC no tenían en definitiva la menor idea de las novelas que escribiría).
Ahora imaginemos que nuestra máquina de escribir novelas no es sólo una computadora sedentaria, en forma de caja, sino un robot. Y supongamos —¿por qué no?— que el texto de la novela no se escribe directamente a máquina sino que brota «hablado» de una boca mecánica. Llamemos a este robot SPEECHIAC, dado su lenguaje oral. Y supongamos, finalmente, que la historia que oímos de la SPEECHIAC sobre las aventuras de Gilbert es más o menos una historia verídica de las «aventuras» de SPEECHIAC. Cuando está encerrado en un armario, dice: «Estoy encerrado en el armario. ¡Socorro!». ¿Socorrer a quién? Socorrer a Gilbert. Pero Gilbert no existe, es sólo un personaje ficticio en la peculiar narración de SPEECHIAC. ¿Por qué, entonces, habríamos de llamar a este relato ficción, cuando existe delante de nosotros un candidato muy obvio a ser Gilbert? ¿Es la persona cuyo cuerpo es SPEECHIAC? En «¿Dónde estoy?». Dennett llamó a este cuerpo Hamlet. ¿Es éste el caso de que Gilbert tenga un cuerpo llamado SPEECHIAC, o bien de que SPEECHIAC se llame a sí mismo Gilbert?
Quizás el nombre nos crea una trampa. Nombrar al robot «Gilbert» puede ser exactamente como llamar a un barco de vela «Carolina», o a una campana «Big Ben», o a un programa «ELIZA». Puede ser que deseemos insistir en que aquí no hay una persona llamada Gilbert. Sin embargo, ¿qué, aparte de un biochauvinismo, es la base de nuestra resistencia a la conclusión de que Gilbert es una persona, creada, en efecto, por la actividad y autopresentación de SPEECHIAC en el mundo?
«¿La sugerencia es, entonces, que soy el sueño de mi cuerpo? ¿Soy sólo un personaje ficticio en una especie de novela compuesta por mi cuerpo en acción?». Sería una forma de verlo, pero ¿por qué llamarse a uno mismo ficticio? Nuestro cerebro, como la máquina de escribir novelas desprovista de conciencia, mueve sus engranajes realizando sus tareas físicas, clasificando las entradas y las salidas sin tener idea de lo que está haciendo. Como las hormigas que componen el hormiguero llamado «Aunt Hillary» en «Preludio y… fuga de hormigas», él no sabe que está creando a nadie en el proceso, pero aquí está uno, surgiendo de este frenesí de actividad en forma casi mágica.
Este proceso de crear un yo en un nivel con todas las actividades relativamente desprovistas de mente o de comprensión en otro nivel, aparece ilustrado en términos convincentes en el cuento de John Searle que sigue, si bien este autor se resiste decididamente a la visión de lo que muestra.




(*) Jorge Luis Borges: Obras Completas
Buenos Aires, Editorial Emecé, 1974, pág. 451


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente.
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma

Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto: Daniel C. Dennett por Bruce Davidson. USA, 1995 / Magnum Photos



22/4/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El espejo que huye" de Giovanni Papini







   No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco —bajo ese nombre lo conocí— para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, “Lo trágico cotidiano” y “El piloto ciego”, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones. Años después, abordé sin mayor fortuna la Historia de Cristo, Gog y el libro sobre Dante, volúmenes compuestos, cabe sospechar, para ser bestsellers.
   A semejanza de Poe, que sin duda fue uno de sus maestros, Giovanni Papini no quiere que sus relatos fantásticos parezcan reales. Desde el principio el lector siente la irrealidad del ámbito de cada uno. He mencionado a Poe; podríamos agregar que esa tradición es la de los románticos alemanes y la de Las mil y una noches. Esa convicción de irrealidad corresponde asimismo a lo que sabemos de su destino, al que siempre acechó la pesadilla, que inexorablemente lo cercó en los años finales.    
   Despojado de casi todos los sentidos por un extraño mal, dictó sus últimas Schegge a su nieta Ana Paszkowski cuando ya sólo la razón le quedaba.
  “Due immagini in una vasca” renueva la leyenda del doble, que para los hebreos significaba el encuentro con Dios y para los escoceses la cercanía de la muerte. Ninguno de estos caminos es el que Papini siguió; prefirió vincularlo a lo constante y a lo mutable del yo de Heráclito. La presencia del agua muerta y el antiguo y abandonado jardín cubierto de hojas secas crean un tercer personaje, que gravita sobre los otros dos, que siendo dos son uno.
  “Storia completamente assurda” es desleal a su título; un hombre que asombrosamente recupera todo lo que debemos olvidar para seguir viviendo correría lo suerte de su héroe.
  “Una morte mentale” expone un método personal de suicidio; no es difícil adivinar que este dramático relato es la apenas vedada confidencia de un plan que el escritor pudo haber acariciado en etapas de abatimiento y soledad.
  “L’ultima visita del Gentiluomo Malato” presenta de un modo íntimo, nuevo y triste la secular sospecha de que el mundo —y en el mundo, nosotros— no es otra cosa que los sueños de un soñador secreto.
  “Non voglio più essere quello che sono” es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito.
  “Chi sei?” refiere el descubrimiento atroz de que no somos nadie, fuera de nuestras circunstancias y de la certidumbre ilusoria que nos dan los otros, que también son nadie.
  Otro descubrimiento, el de ese anónimo y genérico ser que es el hombre común nos espera en “Il mendicante di anime”.
  “Il suicida sostituto” narra el inútil sacrificio de un hombre, que a los treinta y tres años, voluntariamente, muere por otro; el relato deja presentir la aún lejana Historia de Cristo.
  Dos ideas se unen en “Lo specchio che fugge”: la del tiempo que se detiene y la de nuestra vida pensada como una insatisfecha e infinita serie de vísperas.
  “Il giorno non restituito” es otro juego con el tiempo, un juego nostálgico y angustioso, como todos los de Papini. Podríamos reprochar a Papini el hecho de que sus personajes no viven fuera de la ficción que sucesivamente animan. Esto es otra manera de decir que nuestro escritor fue incurablemente un poeta y que sus héroes, bajo múltiples nombres, son proyecciones de su yo.
   Sospecho que Papini ha sido inmerecidamente olvidado. Los cuentos de este libro proceden de una fecha en que el hombre se reclinaba en su melancolía y en sus crepúsculos, pero la melancolía y los crepúsculos no han cesado aunque ahora el arte los vista con disfraces distintos.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto: Borges firmando ejemplares de El Espejo que huye 
Archivo Diario Clarín
En Revista Ñ 14-6-2011
Portada de El espejo que huye
Col. La Biblioteca de Babel 


21/4/15

Jorge Luis Borges: Avelino Arredondo







El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande. Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto… trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
—Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron.







En El Libro de Arena (1975)

Foto: Borges con Jorge Aravena Llanca
Colección JAL (músico, fotógrafo, escritor)


Jorge Aravena Llanca:Gedichte von J. Luis Borges (1997)




20/4/15

Jorge Luis Borges: Piedras y Chile






Por aquí habré pasado tantas veces.
No puedo recordarlas. Más lejana
que el Ganges me parece la mañana
o la tarde en que fueron. Los reveses
de la suerte no cuentan. Ya son parte
de esa dócil arcilla, mi pasado,
que borra el tiempo o que maneja el arte
y que ningún augur ha descifrado.
Tal vez en la tiniebla hubo una espada,
acaso hubo una rosa. Entretejidas
sombras las guardan hoy en sus guaridas.
Sólo me queda la ceniza. Nada.
Absuelto de las máscaras que he sido,
seré en la muerte mi total olvido.



En Atlas (1984), luego en Los Conjurados (1985)
Foto: Jorge Luis Borges por Julio Giustozzi
Fotografía (inédita) de las últimas tomadas en Argentina 
27 de noviembre de 1985, Librería Alberto Casares



19/4/15

Jorge Luis Borges: Las mil y una noches







Señoras, Señores:
Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches.
Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de Egipto, el lejano Egipto. Digo «el lejano» porque el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso.
Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro». ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.
Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien lo sé, será de interés para ustedes.
Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.
La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: «Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia». Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.
Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.
Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.
Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: «Ultra Aurora et Ganges», «más allá de la aurora y del Ganges». En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación sobre los hombres del Occidente.
Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado «Monstruo de la Naturaleza» por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico).
Le envían un elefante y esa palabra, «elefante», nos recuerda que Roland hace sonar el «olifán», la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española «alfil» significa «el elefante» en árabe y tiene el mismo origen que «marfil». En piezas de ajedrez orientales yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.
En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León. El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.
En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.
Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.
En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra «mil» sea casi sinónima de «infinito». Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir «mil y una noches» es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir «para siempre»,  for ever, se dice for ever and a day, «para siempre y un día». Se agrega un día a la palabra «siempre». Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: «Te amaré eternamente y aún después».
La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.
En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por Kipling: «Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa».
Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.
Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: «De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón». Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.
Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.
En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido también.
El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland —para el Oriente—, «tierra de la mañana». Para el Occidente, Abenland, «tierra de la tarde». Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, «la ida hacia abajo de la tierra de la tarde», o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente. Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de Dante, «Dolce color d’oriëntal zaffiro». Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en el Purgatorio.
¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.
Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.
Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen.
Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.
Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians [Modales y costumbres de los actuales egipcios] cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.
Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.
¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó «y una». Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.
Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indostánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of the Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), sería un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da ganas de leer el libro.
Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.
En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.
Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del Oriente.
¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos, irresponsables como dioses.
Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede ocurrir en cualquier momento.
Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre. Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de un genio.
¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son invisibles e impalpables.
El genio dice: «Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol». El pescador le pregunta por qué habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo libere. «Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡oh mi salvador!». Ese rasgo de ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.
El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: «Lo que me has contado no es cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este pequeño recipiente?». El genio contesta: «Hombre de poca fe, vas a ver». Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo amenaza.
La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.
Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.
El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Persia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se lo cuenta. El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: «Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete». El otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.
En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.
Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.
Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento romántico empieza en Inglaterra con Coleridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.
Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto literario, de Littmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de notas.
Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra «falsificar» es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿Por qué no suponer que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?
La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa. Galland nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirablesNuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.
Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leídoLas mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también.




En Siete noches (1980)
Conferencia dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977
Caricatura al óleo firma ilegible Vía


18/4/15

Jorge Luis Borges: Ejecución de tres palabras







San Agustín —hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas— escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse de que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado.

Yo, ante la afrancesada secta de voces que embolisman la charla, descalabran toda cuartilla y salen fatalmente a relucir en las composiciones de quienes se dedican a vocear nubes y a gesticular balbuceos, he determinado alzar un Dos de Mayo en estos apuntes. Apuntes que para la jerigonza ritual de los novecentistas serán un síntoma de inquisición y unos garabatos de hoguera. Empezaré quemando la palabra

Inefable 

Este adjetivo sucede en todos los escritos, y es un conmovedor desvarío de los que generosamente lo desparraman el no haberse jamás parado a escudriñarle la significación y desenterrarle la estirpe. Inefable es, por definición etimológica, aquello que no alcanzan las palabras.

Aplicarlo a cualquier sustantivo es, pues, una confesión de impotencia, y escribir, por ejemplo, tarde inefable, equivale a decir: A mí no se me ocurre nada... o No he logrado encontrar el adjetivo definidor de la tarde. Además, como si ya no fuese bastante aventurada la viaraza de andar enjaretando una palabra que a semejanza de sus congéneres infinito, inenarrable, inextenso, es una simple casualidad gramatical permitida por la arbitraria costumbre de conceder al prefijo in una significación negativa, los que así obran tienen la usanza perversa de llamar inefables a los momentos de máxima intensidad de sentir, que son precisamente los de más pronta expresión y constituyen la permanencia de la lírica y la tragedia. Inefable podría denominarse acaso la cotidianería de la vida, pero nunca los besos, las miradas y la contemplación del cielo.

Los que negando esto negaren la eficacia del lenguaje y creyeren que hay cosas inefables, deberán suspender acto continuo el ejercicio de la literatura y sólo despabilarse de vez en cuando las entendederas hojeando el Ermitaño usado, los poemas de Arrieta o cualquier otro consciente desbarajuste de frases... Ahora viene el zarpazo contra la palabra

Misterio 

que es santo y seña de los poetas rebañegos. No desconozco las sofisterías que abogan en su favor: el prestigio teológico que la ensalza, la insinuación de las fiestas de Eleusis, la supuesta enormidad que encajona y lo demás. Con todo y a pesar de esas mentirosas ventajas, estoy convencido que es una trampa su numeroso empleo. Mis razones son éstas: La poesía no es para mí la expresión de aquel azoramiento ante las cosas, de aquel asombro del Ser que todos hemos sentido tras de un suceso excepcional o sencillamente después de una disputa metafísica, sino la síntesis de una emoción cualquiera, que si es clara y precisa no ha nunca menester vocablos inhábiles y borrosos como misterio, enigma y otros semejantes. El asombro e inquietud que esas palabras dicen es lo contrario del pleno adentramiento espiritual que la poesía supone: adentramiento que no hay que confundir con las ligazones corrientes que ata la ley de causalidad, pero que es tan real como aquéllas. Tampoco hemos de arrimar la poesía entera a la mística, según muchísimos han hecho, e imaginar que el tal adentramiento equivale a un hallazgo de afinidades ocultas y parentescos escondidos; en realidad, no hay tales armazones ni recovecos soterraños, y equivócanse de medio a medio los que creen en el alma de las cosas. Las cosas sólo existen en cuanto las advierte nuestra conciencia y no tienen residuo autónomo alguno. La actividad metafórica es, pues, definible como la inquisición de cualidades comunes a los dos términos de la imagen, cualidades que son de todos conocidas, pero cuya coincidencia en dos conceptos lejanos no ha sido vislumbrada hasta el instante de hacerse la metáfora. Así, cuando San Juan de la Cruz relata: Y el ventalle de cedros aires daba, la semejanza que establece entre un abanico y los árboles no está ni en la verdad científica ni en trabazones misteriosas y sí en la yuxtaposición de frescura y de apacible meneo: aspectos que todos —aisladamente— conocen.

Mi postrera ofensa va enderezada contra el universal y cortesano y debilitador vocablo

Azul 

que apicarado de gandules, frondoso de abedules y a veces impedido de baúles, se arrellana por octosílabas y sonetos en los sitiales donde antaño pontificaron los rojos con su arrabal de abrojos, rastrojos y demás asperezas consabidas.

Apareado a nombres abstractos el adjetivo azul nada dice. La indecisión que suelen mostrar esos nombres no ha menester las adicionales neblinas con las cuales el suso mentado epíteto las borronea. Bástame copiar un ejemplo —que pudiera también serlo de metáfora turbia— para señalar cómo la palabreja de que hablo, antes despinta que define. Dice un compatriota nuestro, en verso que ha espoleado admirativos asombros:

Esa fiebre azulada que nutre mi quimera 

Y pues de azul hablamos, aludiré a cierta controversia de tintorería literaria que nos alborota desde hace un siglo y cuyo sujeto es el color de la noche. Desde que Juan Pablo Richter lo proclamó, la noche es azul. Antes fue sempiternamente renegrida. La tal contrariedad escandaliza a Martínez Sierra, que en no sé qué recoveco de su Glosario espiritual increpa a los poetas que durante tanto tiempo amancillaron con adjetivación proterva el cielo nocturno y les acusa de no haberlo jamás contemplado. Yo no creo tal cosa. Y pues el altercado no atañe propiamente a la pintura sino a las letras, no hemos de resolverlo asomándonos al patio y clavando nuestra curiosidad en las alternativas del cielo. Hemos de meditar el asunto que alguna significancia tiene, aunque mínima.

Yo, por mi parte, me arrimo a la siguiente componenda: Ambos bandos —nochinegristas y nochiazulistas— llevan razón. Los clásicos tuvieron de la noche un concepto de cosa dura, lóbrega, hostil, que halló cabida en lo de negro, útil además como antítesis del esplendor que muestra el día. Ciega noche, afirmó Quevedo. Noche cansada... noche pavorosa, escribió Shakespeare. Los románticos la consideraron en cambio como una época de placentera mansedumbre o de felina suavidad e hicieron bien en azulearla. La noche sobre el mundo vivamente se abate / con sus cálidas sombras y su olor de combate, declara Lugones, literalizando la visión antedicha.

(Oh fácil y acariciador y dulce traslado que emancipando de su horror antiguo la noche, la vuelves comparable no a la ceniza fatigosa del día que ardió en hoguera del poniente, sino a la selva que conmovida de activísima savia florecerá en regalo de aurora, oh tú, metáfora bisoña que has trasmutado en arrimadero de besos la carcelaria y dura tiniebla, en increpándote, vuélvase dulzura mi burla, pues de las hondonadas del corazón me despiertas las noches de la patria, fragantes como un ramo de alhucema y aventureras como un barco sin rumbo.)

Con este brusco empellón lírico doy fin a las apuntaciones presentes, encomendando a algún estudiantón de mal humor, buenos odios, breve inventiva y voluntad berroqueña la escritura de un libro que podría intitularse Hospicio de palabras desahuciadas. Para compaginarlo basta enristrar en orden alfabético todas las palabras que ha escrito en el decurso de su vida Rafael Lasso de la Vega y remacharles notas puntiagudas.




Publicado en primicia en 1924 en el diario vigués "El Pueblo Gallego" 
Luego, en Inquisiciones
Buenos Aires, Proa, imprenta El Inca, 1925

Imagen: Primera edición de Inquisiciones dedicado a Nora Lange: 
"a la aureolada Nora, muy / cordialmente / Georgie" - Vía


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