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6/10/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Budismo en la China







La historia del budismo en el Celeste Imperio es harto compleja. Hasta es incierta la fecha de su introducción. Una leyenda la atribuye al primer siglo de la era cristiana: el emperador Ming-Ti habría soñado con un luminoso hombre de oro en quien creyó reconocer al Buddha; envió emisarios a la India para traer monjes que predicaran su fe. Según otras versiones, la doctrina del Buddha ya era conocida en la China tres siglos antes y había llegado del norte de la India a través del Asia Central.

  En la China, el budismo tuvo que enfrentarse con una cultura secular firmemente arraigada en los libros canónicos de Confucio y con el taoísmo fundado por su contemporáneo Lao Tse. Ambos corresponden al siglo VI antes de nuestra era. El confucianismo es menos una religión que un sistema ético y social; el taoísmo enseña, como el budismo, la irrealidad del universo. Es famosa la parábola de Chuang-Tzu, otro de sus maestros: «Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre».

  Pese a tantos obstáculos, la fe del Buddha llegó a su auge en el siglo VI de la era cristiana; los textos palis del Tripitaka fueron traducidos y muchos misioneros llegaron del Indostán. Cuando en el año 526 el patriarca Bodhidharma arribó a la China, el emperador se jactó de los numerosos monasterios que había fundado y de la cantidad creciente de monjes; Bodhidharma le dijo que tales cosas pertenecían al mundo de las apariencias y que no había ganado ningún mérito. Luego, se retiró a meditar. Según una leyenda, pasó nueve años en silencio ante un muro, donde quedó impresa su imagen. Fundó la secta de la meditación (Ch’an), que daría origen en el Japón al budismo Zen.

  El budismo chino tuvo que condescender al culto de los antepasados y a la mitología en que había degenerado el taoísmo. Los chinos han exaltado siempre el concepto de la familia y no podía atraerlos el carácter monacal del budismo; para el común de la gente, los monjes eran «los zánganos de la colmena, menos útiles que el gusano de seda». Estos insectos, sin embargo, eran los únicos intermediarios entre el vulgo y los temidos dioses, y sus buenos oficios no fueron gratuitos.

  Los monjes eran, por lo regular, gente ignorante reclutada entre los campesinos y tampoco recibían una instrucción general en el monasterio. A veces, las personas muy pobres vendían a sus hijos de corta edad como futuros novicios. En un país donde la cultura clásica fue un requisito indispensable para abrirse camino en la vida, el budismo no pudo gozar de prestigio entre las clases ilustradas. Asimismo lo perjudicaron su origen extranjero y la imposibilidad de fundirlo con la tradición china. Sin embargo, influyó en las costumbres, en la literatura y en las artes plásticas.

  Hubo sectas que veneraron las diversas formas del Buddha; uno de los hechos más raros es la transformación de Avalokitésvara en la diosa de la misericordia, Kuan Yin, cuya imagen es muy frecuente en la iconografía.

  En el Oriente, una religión no es incompatible con otras; algunas de las sectas, según se ha dicho, incorporaron elementos del taoísmo y del confucianismo. La mente china es hospitalaria; se construyeron templos que albergaban imparcialmente a las tres religiones.

  Una de las novelas budistas chinas más populares, llamada Viaje al Oeste, refiere las fantásticas aventuras de un mono, de un caballo y de un cerdo que peregrinan a la India en busca de libros sagrados. La fecha de su composición es incierta, pero podemos atribuirla al siglo XVI. El mono simboliza la inteligencia; el caballo, el espíritu, y el cerdo, lo sensual. A su vuelta, descubren que los textos están en blanco, ya porque les han hecho una trampa, ya porque la Verdad es incomunicable y no puede ser fijada en palabras.

  Abreviamos un episodio de la versión inglesa de Waley, titulada Monkey:

  El Buddha le dijo al Mono: «Hagamos una apuesta. Si de un salto puedes salir de la palma de mi mano, te daré el trono que ahora ocupa el Emperador de Jade».
  El Mono dio un gran salto y se perdió de vista. Llegó a un lugar en el que había cinco pilares rosados y pensó haber alcanzado el confín del mundo. Se arrancó un pelo, lo convirtió en un pincel y escribió al pie del pilar central:
  El Gran Sabio, Aquel cuya sabiduría es igual al Cielo, llegó a este sitio.
  De otro salto volvió al punto de partida y le dijo al Buddha: «He ido y he vuelto; ya puedes darme el trono».
  El Buddha contestó: «No has salido de la palma de mi mano. Mírala bien».
  El Mono miró hacia abajo y leyó, en la base del dedo medio, las palabras:
  El Gran Sabio, Aquel cuya sabiduría es igual al Cielo, llegó a este sitio.



Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: María Alicia Jurado Fernández Blanco (1922.2011) Vía


22/3/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Gran Vehículo





La voluntad de ser leal, siquiera nominalmente, a un maestro; la ventaja de autorizar ideas nuevas con viejos nombres respetados; la oscura convicción de que en los sistemas la tendencia general es lo que importa, han motivado la atribución de doctrinas secretas a algunos pensadores famosos. De Aristóteles se dijo que por la mañana confiaba sus pensamientos íntimos a unos pocos alumnos; por la tarde, comunicaba a un grupo más amplio una versión popular. La primera doctrina era la esotérica; la otra, la exotérica. Lo mismo ocurre con Pitágoras y con Platón y, también, con el Buddha.
Poco antes de morir, el Buddha se limita a repetir a uno de sus discípulos la doctrina habitual, pero, además de lo enseñado en la tierra, se le atribuyó una doctrina esotérica predicada por él en el cielo y conservada en los archivos subterráneos de los Nagas, que la revelaron a Nagarjuna en el siglo II de la era cristiana (150 d. de C.). De esta doctrina surge el Mahayana.
El Buddha, como Cristo, no se propuso nunca fundar una religión. Su finalidad fue la salvación personal de un grupo de monjes que creían en la reencarnación y querían evitarla. El poeta francés Leconte de Lisle formuló, acaso sin saberlo, ese anhelo de aniquilación:
Délivre-nous du Temps, du Nombre et de l’Espace, et rends-nous le repos que la vie a troublé[11].
Pero la voluntad de no ser tiene menos de promesa que de amenaza para casi todos los hombres. Toda religión debe adaptarse a las necesidades de sus fieles, y el budismo, para sobrevivir, se resignó a lo largo del tiempo a profundas y complejas modificaciones. Mahayana quiere decir «Gran Vehículo»; la doctrina primitiva recibió el nombre de Pequeño Vehículo o Hinayana. Estas metáforas se refieren al caso de un incendio hipotético, del cual una persona se salva sola, en un carrito tirado por una cabra, mientras otra salva a una multitud en un carromato conducido por bueyes. La pregunta se plantea de este modo: ¿Cuál de las dos es más meritoria? Evidentemente, la segunda. El Mahayana propone a cada uno de sus adeptos la posibilidad, por cierto remota, de ser un Buddha al cabo de innumerables transmigraciones y de salvar a muchos; este largo proceso ofrece a los devotos la perspectiva de una serie de vidas, cada una de las cuales va aproximándose, sin mayor premura, al Nirvana. Mediante este artificio, la meta de la aniquilación se concilia con la voluntad de vivir. El Mahayana no exige de la mayoría de los fieles una transformación inmediata de los hábitos cotidianos.
Según ciertos autores, ya se habría producido el cisma antes del reinado del famoso emperador Asoka (264-228 a. de C.), que se convirtió a la fe del Buddha, pero no recurrió nunca a las armas para imponerla. Las guerras religiosas son privativas del judaísmo y de sus ramas —la fe de Cristo y el Islam—, que han heredado ese método de conversión. En Oriente, un individuo puede profesar a la vez diversas religiones, que no se estorban y cuyas ceremonias conviven.
Una de las mayores dificultades para la exposición del Mahayana es que su mecanismo lógico es abrumadoramente complejo y abunda en negaciones, afirmaciones, divisiones y subdivisiones, y que el resultado a que llega es la negación de la lógica, ya que su índole es mística. Usa y abusa de la lógica para la demolición de la lógica.
Ambos Vehículos tienen en común: las tres características del ser (impermanencia o fugacidad, sufrimiento e irrealidad del Yo), las Cuatro Nobles Verdades, la transmigración, el karma y la Vía Media. El Mahayana se distingue por el idealismo absoluto. El universo nos presenta continuamente formas, colores, olores, sonidos, sensaciones térmicas y espaciales, pero detrás de esas apariencias no hay nada. El universo es ilusorio: vivir es, precisamente, soñar. Shakespeare dirá mucho después:
We are such stuff as dreams are made on[12].
(TempestIV, 1)


Berkeley y Schopenhauer razonaron más tarde esa filosofía de carácter onírico. El Samsara (el proceso de las infinitas transmigraciones) ya es el Nirvana; todos llegaremos al Nirvana al adquirir conciencia de ese estado y cada brizna de pasto alcanzará la condición del Buddha. Mientras tanto, recorreremos las seis posibilidades del ser, con la seguridad de ascender a la dignidad de los Devas y morar en paraísos.
La meta del budismo primitivo, dirigido a unos pocos monjes, fue la aniquilación, la firme voluntad de no reencarnarse, al morir, en un cuerpo distinto; la del Mayahana es retardar ese proceso en un orbe soñado, alucinatorio, pero no siempre desagradable. El ideal del Buddha ha sido reemplazado por el del Bodhisattva, un hombre que se propone llegar a Buddha al cabo de innumerables encarnaciones.
El Buddha había exhortado a sus discípulos a esforzarse por labrar su propia salvación; el Mahayana, en cambio, insiste en el poder de la gracia. El mérito se adquiere no sólo mediante el Óctuple Sendero, sino por la repetición del nombre del Buddha, por las ofrendas, por la oración, por la firmeza en la fe, por la meditación sobre los reinos que serán nuestros en el largo camino.
Como los gnósticos alejandrinos, que negaron la humanidad corporal de Cristo por no atribuirle las miserias de la fisiología y declararon que un fantasma había sido crucificado en su lugar, los teólogos del Mahayana piensan que el Buddha histórico fue una proyección del Buddha celeste (Dhyam Buddha) y que fue su fantasma el que bajó a la tierra y predicó la ley. El Dhyam Buddha sería, de este modo, una suerte de arquetipo platónico. El nombre del Dhyam Buddha de Gautama es Amitabha, que significa «Ilimitada Luz». Cada Dhyam Buddha tiene un Bodhisattva y un Buddha terrestre.
Al principio, los maestros del Hinayana y del Mahayana moraban y enseñaban en los mismos monasterios. Largas discusiones teológicas llevarían a influencias recíprocas, que ya no podemos desentrañar, y entre uno y otro hubo escuelas de transición.
El más famoso de los maestros del Mahayana, Nagarjuna el nihilista, reunió a sus prosélitos en Nalanda, en el sur de la India; después, como veremos, la doctrina se extendería a otros países asiáticos.
El Mahayana enseña la total irrealidad del universo; el Hinayana cree que los elementos o skandhas que componen las transitorias apariencias, son reales. Para el Mahayana, el monje y el Nirvana que anhela son parejamente ilusorios. Los opositores argumentaron que, si todo es nada, no hay Cuatro Verdades, ni Óctuple Sendero, ni karma, ni transmigración, ni orden monástica ni Buddha; Nagarjuna a su vez les replicó que son dos las verdades: una, convencional, que se sirve de los cotidianos fenómenos de la «vida real»; otra, absoluta, sin la cual el Nirvana es inalcanzable. Compara el universo con los espejismos, con los ecos y con los sueños. Debemos despojarnos del odio y del amor[13], de las cavilaciones, del apego, y ver los hechos como los ve el firmamento, que también es vacío. Nagarjuna redujo la Vía Media a las siguientes negaciones: no hay aniquilación, no hay generación, no hay destrucción, no hay permanencia, no hay unidad, no hay pluralidad, no hay entrada, no hay salida.
Ambas escuelas niegan la causalidad: un hecho simplemente sucede a otro sin influencia del anterior. El individuo, como tal, no existe. No hay un alma, pero hay el karma, que pasa de transmigración a transmigración.
Dado el budismo, era casi inevitable que éste arribara al nihilismo de Nagarjuna. Cabe citar la frase de David Hume: «Cuando razono soy un filósofo; en mi vida cotidiana debo aceptar que hay un Yo, un mundo interno y un mundo externo».
El Hinayana afirma que en el Nirvana desaparecerán la vista, el tacto, el olfato, el gusto y la audición, y compara al elegido con una lámpara apagada. Nagarjuna declara que lo que no existe no puede desaparecer ni continuar. El Nirvana equivale a la concepción de que nada existe; el Samsara ya es el Nirvana y se identifica con el principio absoluto que hay detrás de las apariencias. El hombre que sabe que no es ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo otro ya ha logrado la meta.
Se niega la posibilidad de todo proceso. En el capítulo segundo de su tratado, Nagarjuna escribe:
En lo andado ya no hay andar,
en lo por andar aún no hay andar;
sin lo andado y sin lo que está por andar, no hay un andar.
Radhakrishnan traduce:
No estamos recorriendo el trecho que ya hemos recorrido.
No estamos recorriendo el trecho que aún falta recorrer.
Un trecho no recorrido ni por recorrer es incomprensible.
Análogamente, Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negó que una flecha pudiera llegar a la meta, ya que está inmóvil en cada uno de los instantes de su trayecto, y una serie de inmovilidades, aunque infinita, no será nunca un movimiento. Cuatro siglos antes de Cristo, Diodoro Cronos negó que un muro pueda demolerse: cuando los ladrillos están unidos el muro está en pie, cuando ya no lo están, el muro no existe. Tales argumentos no son laboriosas trivialidades: Diodoro Cronos, Zenón de Elea y Nagarjuna querían demostrar que la realidad es inconcebible y, por consiguiente, ilusoria.
Nagarjuna parece haber estado poseído por la necesidad de negar. Todos sus predecesores habían reiterado la omnisciencia del Buddha; él, en cambio, escribe: «Si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges, y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha». En uno de los tratados que se titulan Ápice de la Sabiduría, se lee que todo, para el sabio, es mera vacuidad, mero nombre; también es mera vacuidad y mero nombre el Ápice de la Sabiduría.
El Hinayana propone como ideal del Arhat, el santo, el hombre cuyos actos, palabras y pensamientos no proyectan un karma; el hombre que no volverá a encarnar y que, al morir, entrará en el Nirvana. Tiene poderes mágicos: oye y comprende todos los sonidos del universo, ve todo, recuerda sus infinitas vidas anteriores. El Gran Vehículo, en cambio, propone el Bodhisattva, el hombre, ángel o animal destinado a ser Buddha al cabo de incontables siglos, de millares de nacimientos, vidas y muertes. Debe ejercer, en cada etapa, la compasión; una leyenda afirma que, en una de sus vidas anteriores, el futuro Buddha dio su cuerpo a un tigre para saciar el hambre del animal.
Hay una carrera intermedia, la del Pratyeka Buddha, el santo solitario que, sin ayuda de maestros, llega a ser Buddha, pero que no puede comunicar su iluminación. Los textos lo comparan a un mudo que ha soñado un sueño importante; también al rinoceronte que anda solitario en las selvas.
Aceptada la doctrina de muchos Buddhas, se procedió a inventarlos y a dotarlos de nombres. Se llegó asimismo a admitir la coexistencia de infinitos Buddhas en los infinitos mundos del universo. Los de nuestro planeta nacen invariablemente en la India, de castas de brahmanes o de guerreros, y logran, al pie de un árbol sagrado, su redención. Según el mundo al que pertenecen, son de estatura diversa y logran diversas edades. Algunos son longevos y gigantescos, pero todos tienen treinta y dos estigmas y ciento ocho marcas en cada pie. Todos predican la misma ley.
Uno de los anhelos del Mahayana es la fraternidad de todos los hombres. El próximo Buddha se llamará Maitreya y vendrá al mundo en el año 4457 de la era cristiana. Su nombre significa «el Compasivo», «el Lleno de Amor». Ahora está en el cielo, pero en la tierra hay libros sagrados revelados por él. Abundan sus imágenes; a principios del siglo VII el peregrino chino Hsuang Tsang vio, en un valle de la India, una estatua colosal labrada en madera y dorada; el artífice había subido al cielo tres veces para estudiar los rasgos del Redentor.
Las leyendas pictóricas parecen típicas de Maitreya; Hsuang Tsang refiere que en un templo necesitaban una imagen suya y que al cabo de muchos años un desconocido se comprometió a pintarla, a condición de que le trajeran una lámpara y una pala de tierra olorosa y cerraran la puerta. Pasaron varios días. Los sacerdotes entraron; el hombre había desaparecido y en el santuario estaba la imagen del Buddha. Uno de los sacerdotes soñó que el hombre era Maitreya.




Notas

[11] Líbranos del Tiempo, del Número y del Espacio / y devuélvenos el reposo que la vida ha turbado.
[12] Estamos hechos de la materia de los sueños. 
[13] Recordemos la estrofa de Fray Luis:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995

©Emecé Editores 1979 y ss. 

Imagen: Alicia Jurado en 1988 por Aldo Sessa


21/1/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El lamaísmo






El lamaísmo es una curiosa extensión teocrática, jerárquica, política, económica, social y demonológica del Mahayana. El Buddha había predicado su ley en el norte de la India, a orillas del Ganges; el lamaísmo logra su apogeo en el Tibet y en el siglo XIV de nuestra era. Su afinidad con la iglesia católica ha sido señalada por Rhys Davids y por casi todos los expositores del tema.
Los comunistas llegaron al poder en la China en 1949 y no tardaron en ocupar el Tibet; pese al tratado por el cual se comprometían a respetar la tradición religiosa, fueron aboliendo todas las instituciones de la vieja cultura. El Dalai-Lama huyó a la India y lo siguieron muchos de los fieles, que hoy constituyen en Darjeeling la única población que conserva la antigua fe.
En el Hinayana no hay sacerdotes, hay monjes; el lamaísmo, en cambio, nos muestra una vistosa jerarquía, cuyas dos cabezas —el Dalai-Lama o Glorioso Rey y el Pantchen-Lama o Glorioso Maestro— ejercieron, como los Papas medievales, el poder temporal y espiritual. Naciones bárbaras como los tibetanos y los mogoles eran incapaces de conformarse con las Cuatro Nobles Verdades y con la rígida austeridad del Óctuple Sendero; fue preciso atraerlos con las pompas de la liturgia, los complejos ritos, la manipulación de rosarios, la incorporación de divinidades locales y de las antiguas prácticas mágicas que era difícil o imposible desarraigar. Bernard Shaw ha escrito que la conversión de un negro del Congo a la fe de Cristo es la conversión de la fe de Cristo en un negro del Congo; parejamente, los tibetanos retuvieron su creencia en los espíritus de la naturaleza y de los muertos. Por lo demás, este sincretismo fue facilitado por la índole mágica y politeísta del Mahayana.
Hasta que el budismo fue sustituido por esa otra religión, el comunismo, buena parte de la población tibetana seguía la carrera monástica. Por lo general, cada familia entregaba uno de los hijos varones al monasterio más próximo; el neófito, que contaba ocho o nueve años, era instruido en los misterios eclesiásticos por un maestro hasta que se le admitía como novicio, grado del que muy pocas veces pasaba para profesar como monje. La cuarta jerarquía era la de abad y comportaba dignidad, respeto y poder.
Se cree que el Dalai-Lama, al morir, se encarna en un niño, generalmente de clase humilde y que, para mayor comodidad, crece en el vecindario del monasterio. Es descubierto por oráculos e instalado en el trono. La preferencia otorgada a la clase humilde no fue una superstición democrática: corresponde a la precaución de que las familias poderosas no se entrometieran en los intereses de la orden. De tal modo, se entiende que el Dalai-Lama es, de generación en generación, siempre el mismo individuo, que a su vez es la forma terrenal de Avalokitésvara. La invocación mágica Om mani padme hum(¡Oh, la hoja en el loto!), dirigida especialmente al Dalai-Lama, significa la disolución de aquel que se muere, imaginado como la gota de rocío sobre una hoja de loto que se pierde en el mar.
El conjunto de las deidades adoradas en el Tibet incluye a los Buddhas y a sus discípulos ilustres, los Bodhisattvas, al filósofo del nihilismo Nagarjuna y una horda inextricable de divinidades menores: los príncipes demoníacos de terrible aspecto; los cuatro guardianes de los puntos cardinales; Yama, juez de los muertos y señor de los infiernos, cuyos emblemas son la calavera y el falo, y los espíritus que personifican fuerzas naturales.
La propagación del budismo en el Tibet representó un progreso moral: el extraño concepto de que las buenas acciones tendrían su recompensa después de la muerte y las malas recibirán su castigo. Con mejor lógica que el budismo ortodoxo, el lamaísmo no admitió la doctrina del karma y prefirió la de un alma individual que transmigra de generación en generación. El muerto puede renacer en este o en otro mundo, o en cualquiera de los infiernos o cielos.
Los demonios acechan en todo momento y es prudente proveerse de los talismanes y fórmulas adecuadas para ahuyentarlos, mercadería que suministran los monjes. Tampoco se descuida a los enfermos; un monje aplica la terapéutica de recitarles los Cánones Sagrados. Ciertas fórmulas, repetidas un número indefinido de veces, ahuyentan a los malos espíritus, curan a los enfermos y son previas llaves del paraíso; la más acreditada es Om mani padme hum. La virtud de la incantación o mantra reside menos en el sentido de las palabras, que a veces pertenecen a idiomas olvidados, que en el orden mágico de las letras; el lector recordará la cábala de los hebreos, que atribuyen una fuerza creadora a cada una de las letras de la escritura. Hay letras ponzoñosas, mortíferas, pendencieras, ígneas, prósperas, gratas, saludables, amistosas, neutrales, y su sabia combinación aumenta el efecto. No hay demonio que no esté sujeto a un determinado conjuro del sacerdote.
La fórmula escrita o mantra no es menos eficaz que la fórmula oral. Se usa en las banderas que coronan los techos de las viviendas y de los templos, en la ropa y en amuletos; el enfermo en busca de cura la incorpora a su dieta.
Es habitual el uso de cilindros manuales llenos de mantras; cada vaivén o rotación equivale a una plegaria o a una acumulación de méritos. Conviene reforzar estos méritos con donaciones a los templos, al son de músicas rituales y con acompañamiento de bailes cuando el monto se juzga digno. Los ricos ofrecen joyas y metales preciosos; los pobres, manteca. Los demonios más peligrosos no aceptan dones sino ya puesto el sol.
El poder de los lamas era enorme. Abarcaba imparcialmente lo temporal y lo espiritual: la producción entera del país; la recta ejecución de la ley sin excluir la pena de muerte; el destino presente del súbdito y sus vidas futuras.
A diferencia de Swedenborg, el lamaísmo, como la doctrina cristiana, concede una decisiva importancia a la hora de la agonía. Llegada esa hora, o aun después de la muerte, un sacerdote lee al moribundo o al cadáver el libro que se llama Bardo-Thödol o Liberación por el Oído, que consta de una serie de instrucciones para el viajero en los reinos de la muerte. Una vez enterrado el cadáver, la ceremonia continúa; su duración es de cuarenta y nueve días y se ejecuta ante una efigie que representa al muerto. La efigie finalmente se quema.
Después de la muerte física, la primera etapa o primer bardo es de sueño profundo y dura cuatro días; brilla luego una luz resplandeciente que deslumbra al alma y sólo entonces sabe que ha muerto. Si ya ha logrado la salvación, esta luminosa etapa es la última; el sacerdote lo exhorta así: «Tu propia inteligencia, que ahora es el Vacío, pero que no debes considerar como el vacío de la Nada, sino como la inteligencia misma, sin traba, resplandeciente, estremecida y venturosa, es la conciencia, el Buddha perfecto». Luego le aconseja que medite sobre su divinidad tutelar, como si fuera el reflejo de la luna en el agua, visible pero inexistente.
Si es indigna de esa luz, el alma se retrae y entra en el segundo bardo. El muerto ve que lo desnudan, que barren la habitación y oye los lamentos de sus deudos, pero no puede responderles. En este estado, experimenta visiones: primero aparecen divinidades benéficas y luego divinidades iracundas cuya forma es monstruosa. El sacerdote le advierte que tales formas son emanaciones de su propia conciencia y no tienen realidad objetiva.
Durante siete días verá siete divinidades pacíficas, que irradian cada cual una luz de distinto color; paralelamente, ve otras luces que corresponden a los mundos en que el alma puede reencarnar, incluso el de los hombres. El monje le aconseja elegir la luz de cada divinidad y rehuir las otras que lo tientan a proseguir el Samsara; entiéndase bien que las divinidades y las luces proceden del sujeto y del karmaacumulado por él. A partir del octavo día se presentan las deidades iracundas, que son las anteriores bajo otro aspecto. La primera tiene tres cabezas, seis manos, cuatro pies; está envuelta en llamas, exornada de cráneos humanos y de serpientes negras; las manos derechas blanden una espada, un hacha y una rueda; las izquierdas, una campana, un arado y una calavera en la que bebe sangre.
El día decimocuarto aparecen las cuatro guardianas de los cuatro puntos cardinales con cabeza de tigre, de cerdo, de serpiente y de león; el norte, el sur, el este y el oeste emitirán después otras divinidades zoomórficas. Todas estas formas son gigantescas.
Ante el Señor de la Muerte, ocurre al fin el juicio del alma. Con cada hombre han nacido un genio tutelar y un genio malvado; el primero cuenta sus actos buenos con guijarros blancos; el segundo, los malos con guijarros negros. En vano el alma trata de mentir; el juez consulta el Espejo del Karma, que refleja vívidamente todo el proceso de su vida. El Señor de la Muerte es la conciencia; el Espejo del Karma, la memoria.
Reconocido el carácter alucinatorio del extenso proceso, el muerto sabe cuál será su reencarnación ulterior. Los que logran el Nirvana ya se han salvado en las etapas iniciales. El curioso lector que quiera explorar el largo camino del alma puede consultar The Tibetan Book of the Dead de W. Y. Evans-Wentz, que incluye un prólogo de Jung. El nombre del libro fue sugerido por El libro de los Muertos egipcio. Otro texto místico tibetano, de lectura más fácil, es el poema que se titula La ley del Buddha entre las aves, guirnalda preciosa.
La idea de una asamblea de pájaros (sugerida acaso por las simultáneas voces de pájaros en los crepúsculos de la noche y de la mañana) figura en las literaturas de Grecia, de Persia, de Inglaterra y del Indostán. La tradición refiere que el Buddha predicó su ley a los dioses, a las serpientes, a los demonios, a los hombres, en todos los lenguajes del universo; en el poema mencionado, un Bodhisattva, Avalokitésvara, se convierte mágicamente en un cuclillo y adoctrina a las aves del Tibet y de la India. El buitre, la grulla, el ganso, la paloma, el grajo, la lechuza, el gallo, la alondra, el tordo, el cernícalo y el pavo real declaran la amargura y la incertidumbre de toda vida. El cuclillo, a instancias del loro, «diestro en el arte de hablar», les repite que nada hay en el universo que no sea fugaz e ilusorio. Los palacios de piedra tienen su cimiento en el aire; los encuentros de amigos y de parientes son como encuentros de viajeros que comparten el pan con desconocidos; los cuerpos son efímeros como nubes; el tornasolado plumaje del pavo real es como la espuma que dispersa el viento; nacer y morir es soñar que se nace y que se muere; los Buddhas que redimen el universo son los Buddhas de un sueño. Las aves, edificadas por esta prédica, prometen reformar sus costumbres, salvo el milano y el cuervo, que están empedernidos en el mal.
En una de las estrofas, el gallo dice:
Mientras viváis en este mundo del Samsara, no tendréis dicha duradera.
La ejecución de asuntos mundanales no tiene fin.
En la carne y la sangre no hay permanencia.
Mara, Señor de la Muerte, nunca está ausente.
El hombre más rico parte solo.
Estamos obligados a perder a aquellos que amamos.
Dondequiera que miréis, nada substancial hay allí.
¿Me comprendéis?
También Francisco de Asís predicó a los pájaros, pero se limitó a recordarles la gratitud que debían al Señor, que les había dado «vestido doblado y triplicado y libertad para ir a todas partes».


Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto: Borges firma ejemplares de sus obras en una librería porteña en 1965 

Vía Buenos Aires en el recuerdo [FB]

Nota: Creemos que el señor a la derecha es el Prof. Roberto Castiglioni, 
creador y titular de la Feria Internacional del Libro (1975-1989) [Ver]
Sería lícito suponer que la presente imagen no es en una librería porteña sino en la Feria. 
Sin embargo, las fechas no coinciden, evidente en la figura de Borges. En algún dato hay un error.
Verificaremos para editar, y agradecemos toda colaboración al respecto.


7/1/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Antecedentes del budismo






EL SANKHYAM
Hemos dicho que la tradición eligió la ciudad de Kapilavastu como lugar de nacimiento del Buddha, porque en su doctrina hay ecos de la que enseñó Kapila, fundador del Sankhyam; más verosímil es pensar que esos ecos, que parecen indiscutibles, se deben a que el Buddha nació en la patria de Kapila, donde el Sankhyam y su terminología eran comunes. Durante el auge del budismo, la ciudad fue objeto de peregrinaciones. El monje chino Hsuang Tsang visitó sus ruinas a principios del siglo VII y, a su vuelta, introdujo en el Celeste Imperio el idealismo o negación de la realidad del mundo externo.
Sankhyam quiere decir, en sánscrito, enumeración. Garbe ha dicho que los brahmanes llamaron «filosofía de la enumeración» al sistema de Kapila, para hacer burla de sus divisiones y subdivisiones, y que el apodo perduró.
El Sankhyam es dualista. Desde la eternidad hay una materia compleja —Prakriti— y un infinito número de Purushas o almas individuales e inmateriales. La Prakriti consta de tres factores, los gunas: el primero, sattva, corresponde a lo liviano y luminoso en los objetos, al bienestar y a la dicha en los sujetos; el segundo, rajas, corresponde a lo fuerte y activo en los objetos, a la pasión y a la agresión en los sujetos; el tercero, tamas, corresponde a lo oscuro y pesado en los objetos y, en los sujetos, a la indiferencia y al sueño. El primer guna predomina en los mundos de los dioses, el segundo en el mundo de los hombres y el tercero en el mundo animal, vegetal y mineral. Según esta teoría, la alegría o el pesar que causan las cosas están, literalmente, en ellas. El placer que nos da el espectáculo de las flores está en las flores. El origen de los diversos colores se atribuye a los gunas; el predominio del sattva produce el amarillo y el blanco; el del rajas, el rojo y el azul, y el del tamas, el gris y el negro. Una comparación clásica equipara los gunas a las hebras de pelo que se entretejen para hacer una trenza.
Los Purushas, unidos a la materia, forman los seres vivos. En cada uno debemos distinguir el cuerpo material y el cuerpo etéreo o alma psíquica, hecho de sustancia sutil. El Purusha, que para trasladarse necesita el cuerpo, es equiparado a un lisiado; la Prakriti, que no puede sentir o ver sin el alma, a una ciega. El cuerpo material perece en cada encarnación con la muerte del hombre; el cuerpo etéreo o sutil es imperecedero y acompaña al alma en el ciclo de las transmigraciones. Su nombre sánscrito es linga y consta de trece órganos: el entendimiento, el principio de individuación (es decir, la ilusión que nos induce a pensar «Yo hablo, yo soy poderoso, yo toco, yo mato, yo muero»), el manas u órgano central, etc. Según algunos maestros del Sankhyam, no hay percepciones simultáneas; cada una exige una duración infinitesimal; creemos a un tiempo ver un color y oír un sonido, como creemos ver una aguja atravesar simultáneamente cien hojas superpuestas de loto.
El alma inmaterial es un espectador, un testigo, no un actor de las cosas. Cuando el cuerpo sutil o alma psíquica intuye esta verdad, cesa la unión del alma con la materia. El alma y los dos cuerpos, el material y el sutil, se desintegran. El alma psíquica logra esta convicción mediante ejercicios ascéticos; la ayuda el primer guna, el sattva. El alma libertada de sus cuerpos no se reintegra a un alma total, pero logra la absoluta inconsciencia. Los textos la comparan a un espejo en el que no cae reflejo alguno, a un espejo vacío. Esta inconsciencia no es una mera privación o aniquilación; el alma, que antes era testigo de la vigilia y de los sueños, ahora lo es del sueño profundo.
Para ilustrar la tesis de que fundamentalmente somos espectadores, no actores, los maestros del Sankhyam recurren a una hermosa metáfora. Quien asiste a una danza o a una representación teatral, acaba por identificarse con los bailarines o con los actores; lo mismo le sucede a cada uno con sus pensamientos y acciones. Desde el nacimiento hasta la muerte, estamos continuamente vigilando a alguien y compartiendo sus estados físicos y mentales; esa íntima convivencia crea en nosotros la ilusión de que somos ese alguien. Análogamente, Víctor Hugo tituló su autobiografía: Victor Hugo racconté par un témoin de sa vie.
A semejanza de otros sistemas filosóficos de la India, el Sankhyam es ateo; esto no impide que los brahmanes lo consideren ortodoxo, ya que, entre los hindúes, la ortodoxia no se define por la creencia en una divinidad personal, sino por la veneración de los Vedas: las colecciones de himnos, plegarias, fórmulas mágicas y ritos que forman el más antiguo monumento literario del Indostán. Por lo demás, el ateísmo del Sankhyam no es agresivo; el sistema excluye a un Dios todopoderoso, pero no a la innumerables divinidades de la mitología popular. Garbe cita un texto que dice: «Dios no puede haber hecho el mundo por interés, porque no necesita nada; ni por bondad, porque en el mundo hay sufrimiento. Luego, Dios no existe»[2].
No faltan, en cambio, rasgos anticlericales. Kapila enumera diversas servidumbres humanas; una de las más perniciosas, según él, es la de aquellos que tienen que hacer regalos a los sacerdotes.
EL VEDANTA
Como todas las religiones y filosofías del Indostán, el budismo presupone las doctrinas de los Vedas. La palabra Veda significa «sabiduría» y se aplica a una vasta serie de textos antiquísimos que, antes de ser fijados por la escritura, se transmitieron oralmente de generación en generación. El Korán es un libro sagrado, la Biblia es un conjunto de obras que fueron declaradas canónicas por diversos concilios; la índole divina de los Vedas ha sido en cambio reconocida en la India desde una época inmemorial. Himnos, plegarias, incantaciones, fórmulas mágicas, letanías, comentarios místicos y teológicos, meditaciones ascéticas e interpretaciones filosóficas integran los Vedas. Se entiende que son obra de la divinidad que, al cabo de cada una de las infinitas aniquilaciones del universo, los revela a Brahma; éste, mediante las palabras de los Vedas, que son eternas, crea un nuevo universo. Así, la palabra piedra es necesaria para que haya piedras en cada nuevo ciclo cósmico.
La más famosa de las escuelas filosóficas, el Vedanta, tiene su raíz en los Vedas; Vedanta quiere decir «Final» o «Culminación de los Vedas». Se trata de un monismo panteísta, afín a las doctrinas occidentales de Parménides, Spinoza y Schopenhauer. Para el Vedanta hay una sola realidad, diversamente llamada Brahman (Dios) o Atman (alma), según la consideremos objetiva o subjetivamente. Esta realidad es impersonal y única; ni en el universo ni en Dios hay multiplicidad. Recordará el lector que Parménides análogamente negó que hubiera variedad en el mundo. Zenón de Elea, su discípulo, formuló sus paradojas para probar que las nociones corrientes del tiempo y del espacio conducen a resultados absurdos. Para Sankara hay un solo sujeto conocedor; su esencia es eterno presente.
Brahman destruye y crea el universo cíclicamente: ambas operaciones son de índole mágica o alucinatoria. Ya en los Vedas, Dios es el Hechicero que crea el mundo aparencial mediante la fuerza mágica de Maya, la ilusión. Dos motivos de muy diversa índole han sido sugeridos para justificar las periódicas emanaciones y aniquilaciones del universo; para unos, el proceso cósmico es natural e involuntario como la respiración; para otros es un juego infinito de la ociosa divinidad. Recordemos la sentencia de Heráclito: «El tiempo es un niño que juega a las damas; un niño ejerce el poder real», y el verso del místico alemán del siglo XVII, Angelus Silesius: «Todo esto es un juego que ejecuta la divinidad».
Para ilustrar la naturaleza ficticia del mundo, Sankara nos habla del error de quienes toman una cuerda por una serpiente; detrás de la imaginaria serpiente hay una cuerda real; detrás de todas las cuerdas y serpientes hay una realidad, que es Dios. Nuestra ignorancia nos hace suponer que la cuerda es una serpiente y el universo una realidad; Sankara afirma que el universo es obra de la Ignorancia y de la Ilusión, y que ambas son aspectos de una misma esencia. No existen Maya y Dios; Maya es un atributo de Dios, como el calor y el resplandor son atributos del fuego. Para quien ha llegado a la visión directa de Dios, éste ya no puede crear ilusiones. El cosmos es la ilusión cósmica; el cuerpo, el Yo y la noción de Dios como creador son facetas parciales de esa ilusión. La salvación debe buscarse en el Vedanta, que enseña la irrealidad de las cosas y la realidad de una sola cosa indeterminada: Dios o el alma. El Vedanta debe ser estudiado con un maestro, cuya lección final será: «Tú eres Brahman». Una vez intuida esta enseñanza, el hombre sigue en el cuerpo y en el mundo, pero conoce su carácter ilusorio. Dios es Bienaventuranza; el alma liberada también lo es. Resulta evidente la afinidad de tales doctrinas con la del budismo.
La doctrina del Vedanta se resume en dos afamadas sentencias: Tat twuam asi (Eso eres tú) y Aham brahmasmi (Soy Brahman). Ambas afirman la identidad de Dios y del alma, de uno y el universo. Esto quiere decir que el eterno principio de todo ser, que proyecta y disipa mundos, está en cada uno de nosotros pleno e indivisible. Si se destruyera el género humano y se salvara un solo individuo, el universo se salvaría con él.
Otros maestros del Vedanta agregan que el error fundamental de las almas es identificarse con los cuerpos que habitan y buscar placeres sensuales, que las atan al mundo y son causa de sucesivas reencarnaciones. La ejecución desinteresada de los deberes que los Vedas imponen conduce a la salvación. Debemos amar al Creador, no a las criaturas.
Después de la muerte, el alma liberada es, a semejanza de Dios, pura conciencia, pero no se confunde con Dios, que es infinito. Esta es la doctrina de Ramanuja; otros afirman que las almas individuales se pierden en la divinidad como la gota del rocío en el mar: recordemos el verso final de The Light of Asia de Sir Edwin Arnold:

The dewdrop slips into the shining sea[3].

En un texto del Vedanta se lee: «Como el hombre que sueña crea muchas formas pero no deja de ser uno; como los dioses y hechiceros proyectan, sin modificar su naturaleza, caballos y elefantes; así el mundo sale de Brahman y no lo modifica». Ilustración espléndida de lo anterior son estos versos del panteísta persa del siglo XIII Jalal Uddin Rumi: «Soy el que tiene la red, soy el pájaro, soy la imagen, el espejo, el grito y el eco». Schopenhauer escribe análogamente: «Uno son el torturador y el torturado. El torturador se equivoca, porque cree no participar en el sufrimiento; el torturado se equivoca, porque cree no participar en la culpa». El poema Brahma de Emerson empieza así:
If the red slayer thinks he slays,
Or if the slain thinks he is slain,
they know not well the subtle ways
I keep, and pass, and turn again[4].
Y después:
They reckon ill who leave me out;
when me they fly, I am the wings;
I am the doubter and the doubt,
and I the hymn the Brahmin sings[5].
También Baudelaire dirá: Je suis le soufflet et la joue[6].

En la Bhagavad-Gita o Canto del Señor, que es un poema intercalado en el Mahabharata, Arjuna, a punto de entrar en batalla, piensa que peleará contra los suyos, deja caer las flechas y el arco y se sienta, abatido. En ambos ejércitos ve «maestros, padres, hijos, nietos, gente de su sangre»; resuelve dejarse matar. Krishna, que conduce su carro de guerra, es un dios; le explica que la batalla es ilusoria. Le dice: «Nunca no fui, nunca no fuiste, nunca no fueron estos príncipes, nunca llegará el día en que no seremos… Quien piensa que éste mata y que aquél es matado no tiene discernimiento; nadie mata y nadie es matado… El que habita los cuerpos deja los cuerpos ya gastados y pasa a cuerpos nuevos. Las espadas no lo destrozan, el fuego no lo quema, las aguas no lo mojan, los vientos no lo secan…» Agrega después: «La batalla es una puerta para entrar en el Paraíso». A estas palabras del dios comparemos las de Plotino: «El actor que muere en la escena cambia de máscara y reaparece en otro papel, pero verdaderamente no ha muerto. Morir es cambiar de cuerpo como cambian de máscara los actores».
El Vedanta admite la existencia de cielos. Alguno está situado en la luna; en otros, el bienaventurado puede simultáneamente habitar tres o más cuerpos. Este milagro, cuyo nombre técnico en la teología católica es bilocación o trilocación, recuerda a Pitágoras, de quien se dijo que lo vieron a un tiempo en dos ciudades. La Indische Literatur de Winternitz incluye esta curiosa leyenda:
«Al salir de la ciudad de Sravasti, el Buddha tuvo que atravesar una dilatada llanura. Desde sus diversos cielos, los dioses le arrojaron sombrillas para resguardarlo del sol. A fin de no desairar a sus bienhechores, el Buddha se multiplicó cortésmente y cada uno de los dioses vio a un Buddha que marchaba con su sombrilla».
El hombre no se salva por buenas obras, ya que éstas producen reencarnaciones en que se reciben las recompensas, lo cual es una continuación del Samsara y no un libertarnos de la rueda. El capítulo sobre la transmigración aclarará estos últimos conceptos.


Notas



[2] Lactancio, según Voltaire, atribuye a Epicuro un argumento parecido: «Si Dios quiere suprimir el mal y no puede hacerlo, es impotente; si puede y no quiere, es malvado; si no quiere ni puede, es a la vez malvado e impotente; si quiere y puede ¿cómo explicar la presencia del mal en este mundo?»

[3] La gota de rocío se pierde en el mar resplandeciente.

[4] Si el rojo asesino piensa que mata, / o si el muerto se cree asesinado, / desconocen los sutiles caminos / que recorro una y otra vez.

[5] Quienes me excluyen se equivocan; / si huyen de mí yo soy las alas; / soy el incrédulo y la duda / y el himno que canta el brahmán.

[6] Soy la bofetada y la mejilla.



Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Photo: Borges in Dublin, where he attended an international 
Joyce symposium in 1982 by Eddie Kelly - Fuente


28/11/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo y la ética





Hace dos mil quinientos años que la prédica de un príncipe menor del Nepal ha influido en incontables generaciones del Oriente; no se ha hecho culpable de una guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia. Citemos algunos textos de los libros canónicos:
«El odio no puede nunca detener el odio; sólo el amor puede detener el odio; esta ley es antigua».
«Si en la batalla un hombre venciera a mil hombres, y si otro se venciera a sí mismo, el mayor vencedor sería el segundo».
«No hay fuego comparable a la pasión; no hay mal comparable al odio; no hay dolor como el de esta vida carnal; no hay dicha superior a la paz».
«En este mundo producen felicidad la bondad del corazón, la moderación para con todos los seres. En este mundo producen felicidad la ausencia de pasiones y la superación de los deseos. Pero la destrucción del egoísmo es en verdad la felicidad suprema».
«La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al hombre».
«Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo».
«Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena».
Cierta vez que el Buddha se encontraba en un bosque, murió el único hijo de un devoto laico. Al amanecer, los deudos se acercaron con las ropas y el pelo aún húmedos del baño ritual. El Buddha les preguntó por qué venían así, y el padre dijo: «Señor, ha muerto mi único hijo, un niño agradable y muy querido». El Buddha respondió: «Los dioses y la mayoría de los hombres, atados por el goce de lo que tiene apariencia agradable, presas del sufrimiento y de la vejez, caen en poder del Rey de la Muerte; pero aquellos que, de día y de noche, alertas y vigilantes, dejan de lado lo que tiene apariencia agradable, arrancan por completo la raíz del sufrimiento, el señuelo de la muerte, tan difícil de superar».
Un insensato oyó que el Buddha predicaba que debemos devolver el bien por el mal y fue y lo insultó. El Buddha guardó silencio. Cuando el otro acabó de insultarlo, le preguntó: «Hijo mío, si un hombre rechazara un regalo, ¿de quién sería el regalo?» El otro respondió: «De quien quiso ofrecerlo». «Hijo mío», replicó el Buddha, «me has insultado, pero yo rechazo tu insulto y éste queda contigo. ¿No será acaso un manantial de desventura para ti?» El insensato se alejó avergonzado, pero volvió para refugiarse en el Buddha.
Sona, discípulo de Buddha, se cansó de los rigores del ascetismo y resolvió volver a una vida de placeres. El Buddha le dijo:
«¿No fuiste alguna vez diestro en el arte del laúd?»
«Sí, Señor», dijo Sona.
«Si las cuerdas están demasiado tensas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si están demasiado flojas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si no están demasiado tensas ni demasiado flojas, ¿estarán prontas para ser tocadas?»
«Así es, Señor».
«De igual modo, Sona, las fuerzas del alma demasiado tensas caen en el exceso, y demasiado flojas, en la molicie. Así pues, oh Sona, haz que tu espíritu sea un laúd bien templado».
Un río separaba dos reinos; los agricultores lo utilizaban para regar sus campos, pero un año sobrevino una sequía y el agua no alcanzó para todos. Primero se pelearon a golpes y luego los reyes enviaron ejércitos para proteger a sus súbditos. La guerra era inminente; el Buddha se encaminó a la frontera donde acampaban ambos ejércitos.
«Decidme», dijo, dirigiéndose a los reyes: «¿qué vale más, el agua del río o la sangre de vuestros pueblos?»
«No hay duda», contestaron los reyes, «la sangre de estos hombres vale más que el agua del río».
«¡Oh, reyes insensatos», dijo el Buddha, «derramar lo más precioso por obtener aquello que vale mucho menos! Si emprendéis esta batalla, derramaréis la sangre de vuestra gente y no habréis aumentado el caudal del río en una sola gota».
Los reyes, avergonzados, resolvieron ponerse de acuerdo de manera pacífica y repartir el agua. Poco después llegaron las lluvias y hubo riego para todos.







Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto arriba: Borges en Paris, 01 mayo 1980 (detalle)
por Francoise Lochon/Getty Images

Abajo: Alicia Jurado (s-a) Vía



3/7/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Cosmología budista





El budismo, como el hinduismo, del cual procede, postula un número infinito de mundos, todos de idéntica estructura. Afirmar que el universo es limitado es una herejía; afirmar que es ilimitado, también; afirmar que no es ni lo uno ni lo otro, es asimismo herético. Este triple anatema obedece acaso al propósito de desalentar las especulaciones inútiles, que nos apartan del urgente problema de nuestra salvación.

En el ombligo o centro de cada mundo se eleva una montaña cuyo nombre es Meru o Sumeru. Su forma es la de una pirámide truncada de base cuadrangular; la cara oriental es de plata, la austral de jaspe, la occidental de rubí y la septentrional de oro. En la cumbre están las ciudades de los dioses y los paraísos de los bienaventurados; en la base están los infiernos. Alrededor del Meru, cuya altura es de ochenta y cuatro mil leguas, giran el sol, la luna y las constelaciones. Siete mares concéntricos, separados por siete cadenas circulares de montañas de oro, rodean el monte Meru; un cartón para tirar al blanco sería una suerte de mapamundi budista. La profundidad de los mares y la altura de las cordilleras decrecen a medida que se alejan del centro. Fuera del último círculo de montañas empieza el océano que conoce la humanidad. En sus aguas hay cuatro continentes e innumerables islas[7]. El continente oriental tiene forma de media luna; esta forma se repite en las caras de los habitantes, que son tranquilos y virtuosos. Se atribuye a este continente el color blanco. El continente austral, que es el nuestro, tiene forma de pera; también son piriformes las caras de sus habitantes. En él existen el bien y el mal, las riquezas y la abundancia; se le asigna el color azul. El continente occidental es redondo y rojo; sus habitantes, cuya fuerza es extraordinaria, se alimentan de carne de vaca y tienen caras circulares. El continente septentrional es el mayor de todos. Su color es verde y su forma es cuadrangular, como las caras de los habitantes, que son herbívoros. Las almas, después de la muerte, habitan los árboles.

Cada uno de estos continentes tiene dos satélites; en el que está a la izquierda del nuestro viven los rakshasas, demonios enemigos de la humanidad, que rondan los cementerios, interrumpen los sacrificios, hostigan a la gente piadosa, animan los cadáveres y devoran a los seres humanos. Pueden ser horribles o hermosos; algunos tienen un solo ojo, otros una sola oreja; unos caminan sobre dos piernas, otros sobre tres, otros sobre cuatro. En la poesía épica tienen determinados epítetos: homicidas, dañinos, ladrones de ofrendas, fuertes en la penumbra, noctámbulos, caníbales, carnívoros, bebedores de sangre, mordedores glotones, carinegros. Se dice que en el siglo VIII de nuestra era, Padma-Sambhava, maestro del lamaísmo, les predicó la doctrina del Buddha.

Los habitantes del primer continente viven doscientos cincuenta años; los del segundo, cien; los del tercero, quinientos, y los del cuarto, dos mil. En el Antiguo Testamento se lee que la duración de la vida humana es de setenta años; Schopenhauer, para justificar el cómputo hindú, arguye que sólo a los cien años el hombre muere naturalmente, sin agonía, y que morir por una enfermedad es tan accidental como morir en una guerra o en un incendio.

La descripción del mundo que acabamos de resumir corresponde a un plano horizontal; verticalmente, cabe distinguir tres regiones superpuestas. La primera e inferior es la sensorial; la habitan dioses, hombres, demonios, fantasmas, animales y seres infernales. En la zona más baja de esa región están los infiernos o, mejor dicho, los purgatorios, ya que los períodos de castigo no son infinitos. Hay ocho moradas ardientes y ocho glaciales. Encima de los infiernos está la zona en que vivimos. La segunda región, intermedia, es la de las formas; la tercera y superior es aquella en que las formas no existen. Los dioses son los únicos habitantes de estas dos últimas regiones.

Los dioses viven muchos siglos, pero no son inmortales. Algunos habitan la cumbre del monte Meru; otros, palacios suspendidos en el aire. A medida que la jerarquía es más alta, los goces son menos físicos; la unión de los dioses inferiores es semejante a la de los hombres; luego, en categorías más elevadas, se realiza mediante el beso, la caricia, la sonrisa o la contemplación. No hay concepción ni nacimiento; los hijos, ya de cinco a diez años de edad, aparecen de pronto sobre las rodillas de la diosa o del dios que es su madre o su padre (según la tradición hebrea, Adán tenía treinta y tres años en el momento en que fue creado). Los dioses de la segunda región ignoran los deleites sensuales: su alimento es la alegría y sus cuerpos están hechos de materia sutil. Oyen y ven, pero carecen de gusto, olfato y tacto. En la tercera región los dioses son incorpóreos y viven en un puro éxtasis contemplativo que puede extenderse a veinte, cuarenta, sesenta u ochenta mil períodos cósmicos.

Cada mundo flota sobre agua, el agua sobre viento, el viento sobre el éter. Los mundos, cuya cifra es incalculable, forman grupos de tres entre los cuales hay espacios desiertos, vastos y tenebrosos que sirven como lugares de castigo.

Conviene no olvidar que esta pintoresca cosmografía no es esencial a la doctrina que el Buddha predicó. Ciertamente, no se trata de un dogma, lo importante es la disciplina monástica que conduce al hombre a la liberación.




Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
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También Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha

Foto sin atribución: Borges y Alicia Jurado Fuente
Al pie, contratapa del libro


26/4/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha histórico






En el caso del Buddha, como en el de otros fundadores de religiones, el problema esencial del investigador reside en el hecho de que no hay dos testimonios, sino uno solo: el de la leyenda. Los hechos históricos están ocultos en la leyenda, que no es una invención arbitraria, sino una deformación o magnificación de la realidad. Es sabido que los literatos del Indostán suelen buscar hipérboles y esplendores, pero no rasgos circunstanciales; si estos se encuentran en la leyenda, podemos conjeturar que son verdaderos. En el capítulo anterior, hemos visto que Siddharta tenía veintinueve años cuando abandonó su palacio; esta cifra ha de ser exacta, ya que no parece tener ninguna connotación simbólica. Se nos dice que fue discípulo de diversos maestros; esto también es verosímil, ya que más impresionante hubiera resultado decir que todo lo sacó de sí y que nadie le enseñó nada. Idéntico razonamiento cabe aplicar a la causa inmediata de su enfermedad y de su muerte: ningún evangelista hubiera inventado la carne salada o las trufas que apresuraron el fin del famoso asceta.
Siddharta, antes de ser un asceta, fue un príncipe; es casi inevitable que quienes divulgaron su historia exageraran el esplendor que lo rodeó al comienzo, para aumentar el contraste de ambas etapas de su vida. En Suddhodana, Oldenberg ve a un grande y rico terrateniente cuya riqueza provenía del cultivo del arroz y no a un monarca. El hecho de que su nombre se haya traducido por Arroz Puro o El que Tiene Alimento Puro parece justificar esa hipótesis.
Lo legendario envuelve toda la vida del Buddha, pero es más profuso en la etapa que antecede a la proclamación de su ley. El itinerario de sus viajes debe de ser auténtico, dada su precisa topografía. Nos queda, pues, la crónica minuciosa de cuarenta y cinco años de magisterio, de la que basta extirpar algunos milagros.
Acaso no sea inútil señalar que el siglo VI a. de C., en que floreció el Buddha, fue un siglo de filósofos: Confucio, Lao Tse, Pitágoras y Heráclito fueron contemporáneos suyos.
Para el occidental, la comparación de la historia o leyenda del Buddha con la historia o leyenda de Jesús es quizá inevitable. Esta última abunda en inolvidables rasgos patéticos y en circunstancias de insuperable dramaticidad; comparada con la de un dios que condesciende a tomar la forma de un hombre y muere crucificado entre dos ladrones, la otra historia del príncipe que deja su palacio y profesa una vida austera es harto más pobre. Reflexionemos, sin embargo, acerca de que la negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo y que haber inventado una personalidad muy atrayente, desde el punto de vista humano, hubiera sido desvirtuar el propósito a fundamental de la doctrina. Jesús conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; el Buddha, en circunstancias análogas, dice que él deja a los discípulos su doctrina. Edward Conze ha observado muy justamente que la existencia de Gautama como individuo es de escasa importancia para la fe budista. Agrega, según el espíritu del Gran Vehículo, que el Buddha es una suerte de arquetipo que se manifiesta en el mundo en diversas épocas y con diversas personalidades, cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo ocurre una vez y es el centro de la historia de la humanidad; el nacimiento y la enseñanza del Buddha se repiten cíclicamente para cada período histórico y Gautama es un eslabón en una cadena infinita que se dilata hacia el pasado y el porvenir.
La fastuosa vida y la numerosa poligamia del Buddha legendario pueden chocar a ciertos prejuicios occidentales; conviene recordar que corresponden a la concepción hindú, según la cual el renunciamiento es la corona de la vida y no su principio. Aun ahora, en el Indostán, no es infrecuente el caso de hombres que, en los umbrales de la vejez, dejan su familia y su fortuna y salen a los caminos a practicar la vida errante del asceta.
Escribe Edward Conze: «… para el historiador cristiano o agnóstico, sólo es real el Buddha humano, y el Buddha espiritual o mágico no son más que ficciones. Otro es el punto de vista del creyente. La esencia del Buddha y su cuerpo glorioso se destacan en primer término, en tanto que su cuerpo humano y su existencia histórica son meros harapos que recubren aquella gloria espiritual».
Las dificultades que se presentan al historiador occidental del budismo son un caso particular de un problema más amplio. Como Schopenhauer, los hindúes desdeñan la historia; carecen de sentido cronológico. Alberuni, escritor árabe de principios del siglo XI, qué pasó trece años en la India, escribe: «A los hindúes poco les importa el orden de los hechos históricos o la sucesión de los reyes. Si les hacen preguntas, inventan cualquier contestación». Oldenberg, que procura defenderlos de ese dictamen, invoca una historia o crónica titulada El río de monarcas, en la que un rajá reina durante trescientos años, y otro setecientos años después de haber reinado su hijo. Deussen, en cambio, observa: «Los historiadores comunes (que no perdonan a un Platón no haber sido un Demóstenes) deberían tratar de entender que los hindúes están a una altura que no les permite encantarse, como los egipcios, compilando listas de reyes o, para decirlo en el lenguaje de Platón, enumerando sombras». La verdad, por escandalosa que sea, es que a los hindúes les importan más las ideas que las fechas y que los nombres propios. Sin inverosimilitud se ha conjeturado que la indicación de Kapilavastu (morada de Kapila) como ciudad natal de Gautama puede ser una manera simbólica de sugerir la gran influencia de Kapila, fundador de la escuela Sankhya, sobre el budismo.
Para el hindú que estudia filosofía, las diversas doctrinas son idealmente contemporáneas. La más o menos precisa cronología de los sistemas filosóficos de la India ha sido fijada por europeos: por Max Müller, por Garbe, por Deussen.


Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges y Alicia Jurado en la misa por los 90 años 
de Leonor Acevedo (sin atribución)


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